Memorias, avances y desafíos
Reflexiones sobre la Seguridad Ciudadana como Campo de Investigación
Por Daniel Miguez1
Recibido: 1/9/2016
Aceptado: 15/9/2016
Hace unos 15 o 20 años atrás era posible afirmar que el campo de estudios en temas de lo que finalmente terminó denominándose ‘seguridad ciudadana’ estaba poco desarrollado (Tiscornia, 1999; Míguez e Isla, 2003). Hoy esa afirmación ya no sería fácil de sostener. En un lapso relativamente breve, ese campo se ha expandido y complejizado de manera notable. Entre finales de la década de 1990 e inicios del siglo XXI, los investigadores trabajando en estos temas conformábamos una suerte de archipiélago de pequeños grupos con escasa división del trabajo y sin una fuerte tradición de intercambio. El mapa de ese campo era fácil de reconstruir, no solo porque no estaría compuesto por más de un quinteto de grupos de investigación, cada uno de ellos con escasos integrantes; sino porque el número de publicaciones sobre esos temas (sumados libros, artículos y revistas especializadas) también era escaso. Se trataba de un campo ‘simple’, con pocos integrantes, pocos temas y pocas publicaciones. El desarrollo desde entonces ha sido vertiginoso.
En un lapso que, insistimos, para la conformación de un campo de investigación ha sido breve, han surgido suficientes investigadores, grupos de investigación y diversificación temática como para que lograr un reconocimiento cabal del campo requiera una investigación en sí misma. No es solo que la cantidad de investigadores, grupos de investigación y publicaciones ha aumentado, sino que ha existido también un proceso de especialización temática y de diversificación de perspectivas analíticas que incluso complejiza la formulación de denominaciones comunes de este campo de investigación.2 De la mano de la escasez inicial, bajo la denominación de estudios de la violencia urbana, criminalidad o, posteriormente, inseguridad, se incluía lo que, a medida que la investigación fue avanzando, se fue descubriendo como un conjunto muy heterogéneo de organizaciones y fenómenos. Las agencias de seguridad pública, las organizaciones delictivas, más el sistema judicial y el penal aparecían inicialmente como un conjunto de actores y organizaciones articulados que integraban el mismo campo. Y eso era y es en parte así: el fenómeno y desarrollo de lo que genéricamente se ha denominado la seguridad ciudadana resultan de las formas de relación social que establecen estas organizaciones y actores sociales entre ellos. Pero, a medida que la investigación fue avanzando, se hizo evidente que existían más dimensiones de ese campo que incluía a nuevos actores y que cada uno de ellos estaba tan complejamente conformado que constituía un campo o sub campo de investigación en sí mismo.
Así, junto al reconocimiento de que, por ejemplo, el estudio de la policía o del sistema jurídico podían constituir objetos complejos y autónomos de investigación, se descubrió, entre otras cosas, que el estado de la opinión pública y las políticas destinadas a prevenir y tratar los problemas de seguridad debían ser considerados parte del campo de estudios; lo que implicaba incluir nuevos actores y organizaciones. Debido a ello, la complejidad en la concepción de este campo fue creciendo de manera exponencial: la identificación de más o nuevos actores que se sumaba a los ya existentes, junto al reconocimiento de la complicada configuración de cada uno de ellos, debía multiplicarse por la complejidad que surgía de sus combinaciones.
A estas complicaciones se agregaron otras. Siempre el campo de investigación incluyó diversas perspectivas analíticas o, si se quiere, teóricas. En parte, la morfología de ‘archipiélago’ que desde su constitución tuvo este campo de investigación respondió a esta característica. Las perspectivas diferenciales, que, además, solían ser pensadas como antagónicas y en eso irreconciliables, dificultaban un proceso de diálogo y síntesis propio de un campo de investigación ‘maduro’. Esa tensión ha evolucionado en un sentido paradójico. Se ha producido un refinamiento del campo de investigación, pero que por su propia característica no ha facilitado la superación de la morfología fragmentaria inicial de ese campo. Por ejemplo, la perspectiva que conduce a concebir que el incremento de la cantidad de jóvenes pobres que entran en conflicto con la ley penal es producto de la acción discriminadora y estigmatizante de los agencias punitivas del Estado, centraliza el análisis en el sistema de relaciones sociales que articula a los agentes de esas organizaciones públicas con los adolescentes afectados por la vulnerabilidad social. En cambio, los estudios que asumen que ese incremento es resultado del desarrollo entre jóvenes de sectores socialmente vulnerables de pautas culturales que relativizan las fronteras entre legalidad e ilegalidad, se centran en los contextos de sociabilidad y carencia material donde se constituyen estas pautas.
Este ejemplo mínimo abre, evidentemente, varios debates alternativos sobre la potencial complementariedad de estas aproximaciones, y también sobre los puntos ciegos de cada una de ellas. Pero no se trata aquí de ingresar a esos laberintos, sino sólo de mostrar que la variación de perspectivas teóricas sobre lo que a priori podría pensarse como un mismo objeto (el incremento de los jóvenes en conflicto con la ley penal), lo diversifica de forma tal de configurarlo como dos objetos diferentes. Así, la diversidad de miradas analíticas o teóricas no solo constituye una complejidad en sí misma, sino que le agrega a esto una diversificación de objetos en el campo.
Por supuesto, esta complejización no puede entenderse como una desventaja o un lastre indeseable. En cambio, indica un importante avance que podrá capitalizarse en la medida en que se asuman y superen los desafíos que implica. La diversificación de perspectivas y objetos, el reconocimiento de que cada uno de ellos contiene una densidad tal que amerita constituirse como campo de investigación en sí mismo, es indudablemente un avance. Si algo tiene de amenazante es que esconde el riesgo de que esa diversificación no permita diálogos y síntesis; un riesgo que se acrecienta dada la propia tradición constitutiva del campo. No intentaremos aquí presentar un desarrollo programático completo que permita saldar la tensión entre avances y riesgos. De hecho, un esfuerzo como este debería estar precedido de una exhaustiva indagación sobre el ‘estado del arte’, o más precisamente del campo. Pero, el material de este Dossier es suficiente como para al menos ilustrar los avances y desafíos en algunas de las dimensiones de este campo de investigación, y vislumbrar a través de ellos posibilidades más generales. En concreto, ya que en el Dossier se presentan artículos sobre el origen de las sensaciones de inseguridad, la política social, la policía y la justicia, es posible inspeccionar esas áreas para a la vez ilustrar estas cuestiones y proponer en función de ellas un balance más general.
El desarrollo que experimentó la investigación sobre la problemática de la seguridad ciudadana a partir de la década de 1990 puso en evidencia un problema, que si bien había sido detectado en investigaciones precedentes, se volvió una cuestión decisiva. Mucha de la atención y el desarrollo que el ‘problema’ de la seguridad ciudadana comenzó a tener a partir de esos años fue rápidamente asignado al crecimiento de la tasa de delitos contra las personas. La opinión pública parecía convulsionarse con la creciente incidencia de delitos comunes. Los análisis sobre la evolución del número de robos, secuestros y homicidios se hicieron frecuentes en los medios de comunicación y formaron parte de la agenda política regularmente, a la vez reflejando y alimentando una preocupación social (Smulovitz, 2003; Ciafardini, 2005). También, la curiosidad de los científicos sociales fue azuzada por el fenómeno. Si bien los estudios sobre la justicia, la policía y el ‘delito’ tenían precedentes en el campo académico argentino, la década de 1990 puede reconocerse hoy como un momento de inflexión en el que se inicia el proceso de expansión y diversificación ya mencionado. Ahora bien, una dificultad recurrente en el desarrollo de ese campo fue la cuantificación: ¿Se trataba de una verdadera expansión de la incidencia del delito y de qué magnitud?
Los investigadores y grupos de investigación que se sumaban a este campo en la década de 1990 enfrentaban un problema recurrente para responder a esta pregunta. Los datos que permitirían respuestas certeras eran escasos y de poca calidad (Sozzo, 2000). Existían dos fuentes principales de datos, ambas parciales y sesgadas. Los datos provenientes de la Justicia solo reflejaban los hechos que transitaban desde el evento delictivo propiamente dicho, pasando por la instancia de la denuncia policial y luego su transformación en una causa judicial; estos constituían, sin duda, una proporción pequeña del total. Además, los registros judiciales estaban fragmentados de tal forma (en causas federales, provinciales y de distintos fueros) que construir una imagen general se transformaba en una tarea ciclópea en el mejor de los casos e ímproba en el peor. Por su parte, los datos que provenían de la policía tenían sus propios sesgos. Para cualquier conocedor de la sociedad argentina, se hacía obvio que la escasa legitimidad social de esa Fuerza la limitaba como receptora de denuncias, y que además ese sesgo era variable por sector social y delito. Los sectores más vulnerables, frecuente objeto del accionar policial, serían más renuentes a denunciar; y ciertos tipos de delitos ‘vergonzantes’ también serian tendencialmente menos reportados—el caso prototípico es el de los atentados contra la integridad sexual.
Así las cosas, los y las investigadores reconocimos prontamente que ponderar el ‘verdadero’ crecimiento e incidencia del delito sería una tarea compleja. Este reconocimiento influyó en la constitución del campo en dos sentidos. Por un lado, comenzaron los esfuerzos por depurar, hasta donde fuera posible, los sesgos de las fuentes existentes, y por construir fuentes más confiables (volveremos sobre esto al final). Por otro lado, y en eso nos queremos detener aquí, la dificultad para establecer a ciencia cierta la magnitud del fenómeno del incremento del delito hizo obvia la pregunta sobre su verdadera relación con la percepción pública de la inseguridad y el temor al delito. ¿La ‘preocupación’ pública sobre el problema del delito reflejaba un cambio en la frecuencia de la victimización por delitos ‘comunes’ o era desproporcionada respecto a él y se explicaba por la influencia de otros factores?
Como fue mencionado, esta pregunta fue instalándose progresivamente como problema de investigación y a medida que la indagación se desarrollaba se constituyó un intrincado campo de estudios donde coexisten diversidad de perspectivas y resultados que reflejan la complejidad que implica responder a una pregunta solo ilusoriamente sencilla. No es posible reconstruir la extensa y variada secuencia de investigaciones que constituyó esta deriva de lo aparentemente simple a lo crecientemente complejo, pero al menos es posible divisar una línea rectora. Si inicialmente el campo de estudios sobre la percepción de inseguridad y el temor al delito se constituyó como un intento de saldar la alternativa entre encontrar su origen en la influencia de los ‘hechos’ o en la construcción de una opinión pública que era al menos parcialmente independiente de ellos, esa visión dicotómica fue progresivamente saldada a favor de una más sofisticada.
La primera hipótesis (que la percepción se vincula a los hechos) era difícil de testar por la inexistencia de datos confiables respecto de cuál había sido la evolución del delito, y también cuál era su incidencia efectiva. La progresiva, aunque sin duda trabajosa, mejora en lograr la confiabilidad de los datos permitió un testeo más riguroso de esa hipótesis, pero que paradójicamente no produjo resultados definitivos. En cambio, reveló una incidencia parcial o condicionada que ni confirmaba, ni refutaba la hipótesis inicial, sino que obligaba a formularla con matices. La hipótesis alternativa tuvo un derrotero similar. Los estudios sobre, por ejemplo, cómo los medios de prensa o el discurso político influían sobre las sensaciones colectivas de inseguridad y el temor al delito, mostró que estos no eran inocuos, pero tampoco plenamente determinantes.
Así, progresivamente, se reconoció, particularmente mediante la indagación llevada adelante por Gabriel Kessler (2009) que la sensación de inseguridad y el temor al delito no se conformaban exclusivamente ni como reflejo de los hechos, ni por la influencia de los medios y los discursos públicos, sino por complejas combinaciones de ambos. Pero la investigación mostró un ribete más. Los efectos de los hechos y de los discursos públicos no eran (ni son) homogéneos en el conjunto de la población. Simplificando mucho los hallazgos de Kessler (confirmados en algunos otros trabajos, vg: Isla y Mancini, 2008; Míguez, 2012), se volvió crecientemente claro que la manera en que eran elaborados los hechos y discursos variaba también según la constitución cognitiva e ideológica de los sujetos que atravesaban esas experiencias y recibían esos discursos. Así, la constitución de los sentimientos de inseguridad y temor al delito no solo no obedecen a un solo factor causal (los hechos ‘o’ los discursos), sino que esos factores causales no tienen los mismos efectos en distintos actores sociales. Como señalábamos inicialmente, la profundización en este campo de investigación lejos de saldar la producción de conocimiento sobre el mismo, puso en evidencia el conjunto de temas y problemas al menos inicialmente ocultos en él.
Los trabajos sobre las sensaciones de inseguridad y temor al delito que se incluyen en este Dossier indican que el reconocimiento de esta complejidad no es el punto de llegada, sino el de partida. Si el avance del campo mostró la necesidad de superar lo que ahora podemos reconocer como un esquematismo inicial, a su vez pone en evidencia que si en algún sentido hemos mejorado los supuestos epistemológicos y teóricos desde los que debe partir la investigación, quedan pendientes los resultados sustantivos. ¿Cuánto efectivamente sabemos respecto de los tipos, grados y distribuciones de las sensaciones de inseguridad y temor al delito en la Argentina? ¿Cuánto sabemos sobre la influencia diferencial de las diversas condiciones que los generan en diversos sectores de la población? Si se nos preguntara a los científicos sociales qué hacer, concretamente, con el problema de la sensación de inseguridad y el temor al delito: qué respuesta concreta y consensuada estaríamos en condiciones de dar.
Los trabajos de Focás y Galar en este Dossier nos permiten avances en este territorio al recuperar parte de la investigación precedente y ponerla en diálogo con resultados de investigaciones que asumen la complejidad del campo. Así, en el caso de Focás, la autora abre el interrogante sobre los efectos de los medios de comunicación, pero desde el mismo dispositivo metodológico asume que estos pueden no ser lineales. La investigación que conduce al artículo incluido aquí no se limita a relevar medios de prensa y analizar sus contenidos, sino también a observar cómo el contenido de esos mensajes es refractado por las audiencias en un conjunto heterogéneo de sentidos y prácticas. El artículo toma en cuenta las audiencias, en plural, planteando además que el sector social no es exógeno a esa pluralidad. No es casual entonces que se tomen diversos sectores sociales, y no es casual tampoco que se noten reacciones distintas en esos diversos sectores. También, se hace evidente en el análisis de las audiencias que otros factores como la edad y la locación influyen en los sentidos que se construyen en relación a las noticias. A su vez, al detenerse en las ‘prácticas’ el trabajo muestra las articulaciones que existen entre el estudio de las percepciones de las audiencias y otros campos adyacentes. Las diversas formas de percepción inciden sobre las prácticas preventivas, lo que da lugar no solo al cambio del uso del espacio urbano, sino también a la adquisición de tecnologías destinadas prevenir la inseguridad o al menos a generar una sensación de mayor protección. Así, queda expuesta la articulación entre el estudio de las sensaciones de inseguridad y el temor al delito y, por ejemplo, el desarrollo del mercado de empresas y productos destinados a la prevención. Esto sugiere apenas un caso en que la profundización en el estudio de una dimensión de lo que constituye el campo de la seguridad ciudadana dispara una doble complejidad, la que es inherente a cada dimensión y la que se agrega cuando estas se articulan con otras.
El trabajo de Galar confirma esta forma de constitución del campo. Nuevamente el artículo desafía la idea de que la sensación de inseguridad o el temor al delito responda linealmente a las condiciones ‘objetivas’; o sea, el mero incremento de las tasas de delito. Si bien, la percepción de acontecimientos sociales como ‘problemas’ deben tener un sustrato en la experiencia de los actores sociales que desarrollan esta percepción, esta experiencia rara vez conforma la opinión pública per sé. La manera en que actores socialmente visibles y con alguna legitimidad para hacer visible esa experiencia construyen sentido sobre ella hace a cómo esta va a ser representada en la opinión pública. Así, no puede entenderse el proceso por el cual las experiencias de inseguridad se tornaron en problema si no se observa la intervención de actores clave en la construcción de sentido como los medios de prensa. Pero también debe tenerse en cuenta la forma en que el discurso de actores del sistema político, de las agencias de seguridad y sectores de la justicia aparece reflejado en esos medios. A su vez, Galar agrega una dimensión más al problema de la diversidad de audiencias al mostrar que el mensaje no solo ‘refracta’ por clase o por grupo etario, sino también que existe una dinámica ‘centro-periferia.’ Es decir, la manera en que la temática es tratada a nivel ‘nacional’ (lo que ocurre en las grandes ciudades y particularmente en Buenos Aires), impacta en cómo se percibe la cuestión de la seguridad ciudadana en otras localidades del País, con una constitución socio-demográfica diversa de la que reflejan los medios ‘nacionales’.
Estos avances, sin duda relevantes, ponen en evidencia la necesidad de progresar aún más en este territorio, y tal vez también sugieren el sentido que este progreso debería tener. El campo ha avanzado la mayor parte del tiempo mediante estudios de caso, abordando diversas dimensiones de cada objeto desde variantes metodológicas diversas. Y eso resulta apropiado cuando lo que se quiere es conocer procesos de construcción de sentido, y particularmente los sentidos diversos en distintos sectores sociales. Pero lo que pone en evidencia ese avance es el riesgo de que la multiplicación de casos genere dificultades para reunirlos en una síntesis. Para ser concretos, las dos investigaciones reseñadas hasta aquí nos enseñan que las distintas audiencias procesan de maneras diversas las construcciones de sentido que realizan los medios, o los actores del sistema político y judicial, pero: cuántos tipos de audiencia hay, cuáles son esos sentidos diferenciados, cuáles son los sentidos predominantes, cómo se distribuyen en cada región o ciudad del país, etc. El avance mediante estudios de caso realizado hasta aquí revela mucho, pero es difícil lograr una visión de conjunto.
Por supuesto, no se trata de abandonar esta aproximación metodológica, pero tal vez el campo pueda dar un paso más en su maduración y conformación si progresivamente se abordan los estudios de caso incluyendo en ese abordaje el esfuerzo de construir una síntesis más integradora. La posibilidad y potencial formato de esta síntesis requiere, por supuesto, de definiciones más precisas. Intentaremos avanzar en ellas luego de discutir las demás contribuciones en este Dossier.
Otro de los temas de estudio que se constituyó como campo de investigación con el desarrollo de la indagación en cuestiones de seguridad ciudadana fue el de las políticas públicas específicas en el sector. Aunque, en rigor de verdad, en este caso la emergencia del objeto como tema de indagación es coetáneo con su constitución como ‘hecho’ en la sociedad. Y, en eso, el análisis del proceso revela nuevas superposiciones entre dimensiones o (sub)campos en la investigación sobre seguridad ciudadana. Hasta que la cuestión de la seguridad ciudadana emergió a la luz pública como problema social (algo que ocurrió, como señalamos, particularmente a partir de la década de 1990), las ´políticas de seguridad ciudadana´ no eran objeto de debate público, y tampoco de la agenda política. En todo caso, se concebía a las tradicionales agencias de seguridad (la policía o la gendarmería) y al sistema judicial como garantes de la seguridad pública, sin especificar roles más allá de las tradicionales funciones normativamente establecidas. La emergencia de la seguridad ciudadana como problema social, hizo que las políticas destinadas a proveer esa seguridad se volvieran objeto de demandas, debates y que la discusión de sus formas, variantes y efectividad entrara en la agenda política, mediática y académica. Así, la misma emergencia fáctica de las políticas de seguridad ciudadana está articulada con su ingreso a la agenda académica y política.
Esta constitución paralela de las políticas de seguridad ciudadana como parte de la agenda política y académica, hizo que estas se conformaran en una particular interacción entre modelos teóricos y sus aplicaciones prácticas (comenzaron a ‘existir’ cuando estos campos transformaron modelos teóricos en prácticas llevadas a cabo por agentes de organizaciones públicas, incluyendo la policía, la justicia, pero también agentes de las agencias destinadas al ‘desarrollo social’). En la discusión de cuáles estrategias de prevención y gestión de la seguridad debían seguirse existían varios modelos en pugna, con diversos actores que asumían posiciones distintas en cada uno de los campos de definición de las políticas de seguridad ciudadana. Haciendo una diferenciación grosera (y no aspiraremos a más que ello aquí), el campo se constituyó debatiendo políticas que implicaban el control social sobre territorio con fuerte intervención de agencias de seguridad, particularmente las conocidas como políticas de ‘Tolerancia Cero’. Como emergente de este debate surgieron políticas alternativas. Algunas, como los diversos modelos de Policía Comunitaria, consistían en fortalecer las redes sociales territoriales promoviendo la cohesión interna de barrios y asentamientos urbanos. Otras, implicaban aumentar el rigor punitivo mediante el endurecimiento de las penas y otras buscaban intervenir sobre las condiciones de exclusión social que propiciaban, a la vez, ciertas formas de transgresión y ciertos mecanismos de estigmatización y marginalización de los sectores más vulnerables de la población.
El debate en el campo académico, que era a la vez, como casi siempre, también ideológico y político, se conformó como controversia sobre cuál de estos modelos debía aplicarse, ponderando no solo su eficacia en tanto instrumento de ‘gestión’ de la seguridad ciudadana, sino también sus implicancias en la producción y/o reproducción de las asimetrías sociales. El debate sobre las políticas de seguridad, se constituyó también como un debate sobre la equidad e igualdad social, sobre valores sociales como la justicia, sobre la calidad y las tradiciones institucionales de las agencias intervinientes, sobre la subjetividad del conjunto de actores objetos de esas políticas y, con ello, sobre los impactos de esas políticas en la percepción pública respecto a los actores a los que estaban destinadas. Nuevamente, el campo se configuró como un objeto denso en sí mismo y, a su vez, densamente articulado con otros; analíticamente escindibles, pero empíricamente relacionados.
El trabajo de Medan en este Dossier contribuye a nuestra comprensión del campo al ilustrar esta tensión, además de aportar a la evaluación de un tipo de política social o de seguridad, según quiera conceptualizársela. La autora parte de un debate sobre los efectos de las políticas de seguridad que intervienen sobre las condiciones sociales de los supuestos o pretendidos ‘grupos de riesgo’. Generalmente, estos están caracterizados como grupos con condiciones que los predisponen a ser víctimas y victimarios de los delitos violentos contra la propiedad. El debate que recoge Medán es si las políticas sociales o de seguridad que intentan modificar estas condiciones efectivamente alivian o empeoran la situación de estos grupos. Quienes cuestionan este tipo de políticas sugieren que focalizar la atención en este sector social (jóvenes pobres que supuestamente enfrentan condiciones que lo predisponen al delito) reproduce el estigma que pesa sobre él, favoreciendo su marginalización y la acción sesgada de las agencias de seguridad y la justicia. Más aún, este tipo de política homogeniza la mirada de la sociedad sobre el sector, ya que al no establecer distinciones entre sus integrantes trata a todos como pasibles de la misma predisposición, mientras que existen claros clivajes a su interior. La perspectiva de Medan complejiza el campo. Sin negar totalmente la posibilidad de que estos procesos se desarrollen, habilita a pensar que al mismo tiempo pueden estar ocurriendo otros y de sentido inverso que se relevan al observar los diversos puntos de vista de los involucrados en la política social. Si, al observar la acción de los constructores de la opinión pública sobre los temas de seguridad, veíamos que sus efectos se refractaban según los tipos de audiencia, algo similar parece ocurrir con las percepciones que genera la política social de seguridad.
Así, cuando Medan analiza los efectos de un programa que intenta modificar las condiciones que pueden predisponer al delito mediante la ‘distribución de condicional de dinero’, encuentra justamente estos efectos complejos. Si, por un lado, el riesgo de que esto opere como un elemento de desprestigio social en la sociedad mayor no puede descartarse, ese efecto no es lo único que podría ocurrir. La mirada de los propios destinatarios del programa indica que existe, de su lado, una valoración de esa asistencia como positiva, y no sienten que los hace pasibles de un incremento en los niveles de estigmatización de los que ya eran previamente objeto. Así, si el saldo de la política no deja de tener debes y haberes, las virtudes de sus defectos y los defectos de sus virtudes para sintetizarlo en un proverbio popular, una buena evaluación de la política no puede inclinar la balanza en un solo sentido.
El resultado alcanzado por Medan hace evidente una cuestión más, e ineludible en el campo de estudios sobre la seguridad ciudadana. No es sólo que, en algún sentido, todo estudio sobre la cuestión de la seguridad no puede ignorar el hecho de que está también superpuesto a una investigación sobre el Estado, y en eso inmerso en el territorio de la teoría política; sino que el campo obliga también a incorporar las visiones más complejas del mismo. El Estado no puede ser entendido como un actor uniforme, predictible y simple, es un actor multiforme, los resultados de sus acciones son variados e incluso contradictorios, y por lo tanto ninguna comprensión del mismo puede escapar a estas complejidades.
Lo que el estudio de Medán nos dice sobre las políticas de seguridad socialmente orientadas, no deja de proyectarse sobre el otro rasero de políticas del sector. Las políticas de Tolerancia Cero sin dudas abren la posibilidad de que se incremente la acción punitiva de las agencias de seguridad sobre sectores estigmatizados de la sociedad. Algo que en el caso argentino parece ser particularmente cierto (Isla y Míguez, 2011). Sin embargo, a la vez, supone una doble recuperación del espacio público que potencialmente habilita alternativas para ese mismo sector. No es solo que estas políticas proponen recomponer el espacio público desde el punto de vista estético o sanitario, sino también de restituirlos como espacios protegidos para la sociabilidad vecinal y urbana en general. En este sentido, los efectos no están tan distantes de las políticas de Policía Comunitaria, que se basan en una reconstrucción más directa y por eso menos vicaria del tejido social. Aunque, a su vez, esos intentos de recomposición del tejido social pueden llevar a tensiones dentro de las redes de sociabilidad vecinal, o a que estas sean cooptadas por sectores asociados a las agencias de seguridad (Isla y Míguez, 2012).
Aunque de otra manera, la complejidad y ‘ambigüedad’ del Estado que revelaron los análisis sobre las políticas de seguridad en sus diversas variantes también fue encontrada al investigar sobre actores y organizaciones más ‘clásicos’. Los estudios sobre el accionar policial estuvieron entre los más tempranos adelantos en la indagación sobre el problema de la seguridad ciudadana. El hecho de que, en algún sentido, la expansión del campo académico acompañara el proceso de consolidación democrática que argentina experimentó desde 1983 hizo que las primeros intentos de investigación estuvieran dirigidos a observar los grados de continuidad de las prácticas de períodos dictatoriales en el contexto de una democracia emergente. El problema, otra vez, inextricablemente académico y político, era sin dudas real. La investigación llevada adelante desde el campo científico revelaba, una y otra vez, la continuidad de tradiciones acuñadas en períodos dictatoriales, que no solamente implicaban formas ilegales de represión, sino una operatoria que daba continuidad a formas extorsivas de vinculación con la sociedad civil (Saín, 2008). Mientras tanto, los esfuerzos fallidos (o con éxitos limitados) por modificar esas prácticas que se llevaban adelante desde la esfera política mostraba la pregnancia de esas tradiciones organizacionales.
En conclusión, la investigación y la acción política revelaban que las fuerzas de seguridad no solo no encarnaban la legalidad democrática en el sentido de no respetar los derechos cívicos, tampoco encarnaban principios normativos más básicos del derecho ‘común’. Actividades al menos formalmente definidas como ilegales, como el juego clandestino y la prostitución, habían sido desde siempre ‘administradas’ por las fuerzas de seguridad para beneficio propio. Pero la impunidad creciente en períodos dictatoriales había hecho de los vínculos extorsivos con la sociedad civil algo que podía extenderse a muchos otros planos. Un comerciante cualquiera podía ser dueño de aquello que comercializaba frente a la mayor parte de la población. Pero, a veces, para preservar ese ‘derecho a la propiedad’, debía ceder parte de él frente a las fuerzas del orden que exigían algún tipo de canon bajo la amenaza de transformarse ellas mismas en quienes vulneraran ese derecho.
Estos análisis sobre el ‘verdadero’ papel de las fuerzas de seguridad en el sistema democrático llevó la cuestión al terreno de la política pública. Al menos en parte, el diseño del accionar del Estado frente al problema de la seguridad ciudadana debía incluir estrategias para transformar en gestoras y garantes de un orden normativo democrático a organizaciones que desde su misma constitución habían operado en contra de ese orden y por fuera de la legalidad. O, puesto concretamente: Si las organizaciones que debían favorecer la plena vigencia de los derechos cívicos y de la seguridad ciudadana habían operado habitualmente al margen o en contra de esos derechos y de esa seguridad, se planteaba entonces el problema de reconvertirlas en garantes de esas normas. La misma denominación con que terminó designándose a este campo académico/político ilustra la magnitud del dilema. Si vicariamente fue estableciéndose un consenso sobre la conveniencia de calificar al problema de la seguridad y a las políticas en ese sector como ‘ciudadanas’, es porque estaba latente el peligro de que ese problema fuera tratado al margen de los derechos cívicos. Y ese peligro acechaba en uno de los actores claves en la gestión de esas políticas: las propias agencias públicas de seguridad.
Ahora bien, la articulación del campo académico y político en este terreno implicó una complejización paralela de este mismo actor y de la comprensión que fuimos teniendo de él. Por supuesto, a medida que el diagnóstico fue haciéndose más preciso las necesidades y formas de cambio fueron haciéndose más claras. El desafío de ‘democratizar las fuerzas de seguridad’ se hizo algo a todas luces evidente, y un propósito que nadie podía obviar, al menos discursivamente. Pero la articulación entre el campo académico y político agregó una dimensión más a este proceso. Los propios actores del mundo académico que habían develado en sus investigaciones la ambigüedad del rol de las fuerzas de seguridad, tuvieron circunstancialmente y por momentos de manera decisiva, injerencia en la promoción de reformas en el sector.
Esto introdujo modificaciones en ese mismo actor; pero, además, promovió una mirada más minuciosa de su propia constitución, lo que permitió discernir más claramente su diversidad interna. Es decir, las fuerzas de seguridad fueron, al menos, parcialmente modificadas por los mismos actores que encontraron los sesgos autoritarios que perduraban en ellas. Y en eso, claro que no de una manera lineal que evitara las usuales ambigüedades y parcialidades, fueron modificando su propio objeto de estudio. Pero, a la vez que esto ocurría, la visión del campo que surgía de ocupar un lugar activo en él también fue modificando y complejizando la comprensión del mismo. Como en el caso de la política social, esto reveló una estructura ambigua y poliforme.
Una de las cuestiones que se hizo crecientemente obvia es que el campo de las fuerzas de seguridad era plural, porque estaba integrado por varias agencias diferenciadas, con funciones también diferentes. A medida que los estudios e intervenciones en este campo fueron multiplicándose, se hizo evidente que si bien existían algunas continuidades, las diversas policías provinciales presentaban ethos, al menos, parcialmente distintos. Y que, además, los distintos tipos de fuerzas también eran diferentes. No era solo que la Policía Federal no era ni organizativamente, ni en cuanto a su cultura institucional en todo equiparable a la Policía Bonaerense, o de Misiones o Córdoba; sino que el Servicio Penitenciario tampoco era constitutivamente equiparable a las policías, y también a su interior existían diferencias entre el federal, el bonaerense o el de las demás provincias (Galvani, 2016). Con matices, diferencias similares existían entre las policías y la gendarmería, o entre todos estos organismos y el Ejército, etc.
Otro hallazgo relevante fue que no solo entre fuerzas, sino también al interior de cada fuerza existían diversos tipos de agentes. El trabajo de Lorenz en este Dossier ilustra cómo las diferencias generacionales al interior de la Policía Federal explican maneras parcialmente distintas de entender la labor como miembro de esa fuerza de seguridad. Por ejemplo, emergen en maneras distintas de explicar la necesidad de portar armas fuera del horario de trabajo. Pero también aparecen diferencias en las concepciones de la tarea por escalafón. Mientras quienes se encuentran en los escalafones más bajos conciben la labor policial como definida por la acción preventiva o la represión del delito ‘callejero’, quienes cumplen funciones jerárquicas en despachos oficiales valoran también la conducción institucional y la planificación estratégica.
La pista de la diferencia generacional o por funciones habilita el reconocimiento de una complejidad aún mayor. Si tradicionalmente se había entendido que el ethos de las fuerzas de seguridad se constituía en oposición a la sociedad civil, los estudios progresivamente mostraron que esa barrera era porosa. Las indagaciones que comenzaron a ver las fuerzas de seguridad ‘desde adentro’ progresivamente reconocieron que existía un componente de alteridad por el que los agentes de esas fuerzas construían una comprensión de sí mismos diferenciándose del resto de los ciudadanos. Mientras que, en parte, era aceptada la idea de que los miembros de las fuerzas de seguridad estaban al servicio de los ciudadanos, el tipo de servicio prestado y la entrega que ese servicio implicaba colocaba, al menos en la propia percepción de sus miembros, a los que integraban esas Fuerzas como un tipo particular y más ‘heroico’ de ciudadano. Pero eso no era todo lo que había.
A la vez que este componente fue reencontrado en varias investigaciones como un elemento recurrente, también aparecían otros. Los miembros de las fuerzas eran también parte de la sociedad civil, y entonces las tradiciones que los constituían no eran totalmente ajenas a ella. Así, siguiendo a Frederic (2008), Lorenz destaca la necesidad de superar la idea de una cultura organizacional ‘cerrada’ de parte de las agencias de seguridad, para asumir la existencia de múltiples formas de continuidad con la sociedad civil. Por ejemplo, varias investigaciones muestran continuidad entre ciertos grupos de la sociedad civil y algunos agentes de las fuerzas de seguridad en la percepción de las causas y soluciones al propio problema de la inseguridad. Tanto en varios sectores de la sociedad civil, como entre grupos de agentes de la Policía Federal se entiende al combate al delito como una guerra sectorial, y consideran que el sistema de garantías legales favorece a la delincuencia (Tiscornia y Sarrabayrouse, 2004). Asimismo, junto a Garriga (2013), Lorenz encuentra continuidades entre la caracterización estereotipada que la sociedad civil hace de los grupos percibidos como de riesgo o peligrosos, y los estereotipos utilizados por la policía para ‘detectar’ posibles delincuentes, o contextos propiciatorios del delito.
En síntesis, como resultado de estos procesos que implicaron avances conjuntos en la investigación y en las políticas que modificaron las fuerzas de seguridad, estas aparecen a la vez como diferenciadas y asimiladas a la sociedad civil. Claro está que la sociedad civil no es tampoco una totalidad homogénea, con lo cual no es posible suponer una continuidad absoluta, sino parcializada. Las clasificaciones respecto de los grupos peligrosos no son homogéneas en la sociedad civil, ni tampoco lo son las teorías folk sobre las causas y soluciones al delito. Por este motivo, debe suponerse que estas continuidades son en sí fragmentarias: Ciertos grupos de la sociedad civil podrían tener percepciones similares a las de las fuerzas de seguridad, pero también sabemos que al interior de estas últimas hay matices. Entonces, la imagen se vuelve doblemente compleja. Ciertos grupos de la sociedad civil podrían asimilarse a ciertos grupos de agentes de las fuerzas de seguridad, pero esos consensos no serían absolutos, ni al interior de las fuerzas, ni al interior de la sociedad civil. Con lo cual, y si queremos proponer la hipótesis más matizada en este plano, podríamos postular la posibilidad de que al menos en algunos sentidos existan más similitudes entre algunos grupos de la sociedad civil y agentes de las fuerzas de seguridad que al interior de cada uno de estos sectores.
El accionar del sistema de justicia también ha sido objeto de investigación frecuente, tal vez uno de los más frecuentes, en el campo de estudios sobre la seguridad ciudadana. Y en él también se ha verificado lo que Giddens (1995) llamó la doble hermenéutica. Las teorías o interpretaciones que la comunidad académica construye sobre sus objetos de investigación pasan a formar parte de las percepciones públicas sobre esos objetos y en eso inciden en su constitución. Pero en el terreno de las concepciones de justicia y su accionar como sistema institucional, la comunidad académica no está sola, ni su producción es la única que incide en ese proceso. Lo que los diversos actores del campo dicen sobre la justicia y su relación con el problema de la seguridad ciudadana entra en relación y, a veces, en disputa con lo que la comunidad académica plantea sobre él. Así, lo que revela la investigación en este territorio es que el campo de la ‘justicia’ ya sea como concepto abstracto, o como estructura organizacional concreta, no opera como agente externo a la sociedad que interviene sobre ella. Por el contrario, es un espacio de construcción de sentidos cambiantes que hace que sus ‘intervenciones’ en el campo de la seguridad ciudadana se constituya como pluri-direccional (Kalinsky, 2004; Tiscornia, 2008).
Si nos remitiéramos a la clásica distinción durkheimiana sobre hechos sociales materiales e inmateriales, diríamos que, como suele ocurrir con casi todo lo social, la justicia posee ambas dimensiones. Si bien no adherimos plenamente a que los hechos sociales son ‘externos’ o ‘coercitivos’ a los actores, si es posible señalar que la justicia se construye, por un lado, como una concepción valorativa o moral que determina lo socialmente deseable e indeseable. Y, por otro lado, la justicia es también una estructura organizacional que interviene en situaciones concretas traduciendo en prácticas instituyentes (o pretendidamente instituyentes) a esas valoraciones morales. Pero, la salvedad está en que esa construcción no es unívoca, sino multivocal o polisémica, y es además procesual. Los consensos sobre qué es la justicia en términos ideales o como concepción ‘inmaterial’ son cambiantes, como también lo son las formas en que la estructura institucional de la justicia interpreta que debe aplicar esas concepciones. Así, el campo de la justicia participa con el resto de los actores y organizaciones que componen el campo de la seguridad ciudadana como una entidad densa y compleja. Y, en eso, expresa la complejidad y ambigüedad del Estado que ya habíamos encontrado en el análisis de las políticas sociales de seguridad.
Ahora bien, la particularidad de la justicia como actor partícipe en la gestión de la seguridad ciudadana es que su propia configuración profundiza esa complejidad y enfatiza su existencia procesual. En su constitución inmaterial, la justicia es sobre todo y particularmente una ‘construcción de sentido’ que parcialmente se institucionaliza y traduce en una estructura administrativa y burocrática. Pero la cuestión es que la parcialidad de los consensos respecto a qué es la justicia hace que esas concepciones que se institucionalizan y burocratizan no solamente estén en permanente disputa, sino que diversos actores, incluso dentro de las propias estructuras burocráticas del sistema de justicia, disientan con los sentidos de la justicia inicialmente adoptados o los interpreten de manera diversa. O, incluso, resistan los sentidos con los que discrepan interviniéndolos con interpretaciones que les permiten aplicarlos de acuerdo a definiciones de la justicia (en el sentido inmaterial) que les resultan más aceptables.
En síntesis, el criterio abstracto e ideal de justicia no es unívoco, tanto porque su formulación abstracta no es nunca plenamente consensuada, como porque a medida que ese criterio abstracto va traduciéndose en prácticas (administrativas y finalmente punitivas) va modificando su sentido. Incluso más, como las estructuras administrativas no son homogéneas esas modificaciones tampoco lo son. Así, la concepción abstracta de justicia que es en sí polisémica, multiplica sus sentidos a medida que es interpretada por los diversos agentes que la aplican.
Lo que en términos concretos ha ido mostrando la investigación en el campo de seguridad son justamente los sentidos en disputa que emergieron a medida que la cuestión de la seguridad se transformó en un problema social. Simplificando los avances que la investigación ha tenido en este territorio, es posible ver que a medida que el problema de seguridad fue instalándose en la opinión pública como fuente de temor, el territorio de la justicia se constituyó como un campo de disputa entre dos concepciones dominantes. Aquellas que la entendían como aplicación del rigor punitivo, y otras que la postulaban como reparación de la inequidad social, que en todo caso se expresaba en la relación entre algunos sectores y ‘la ley’. Esto, por supuesto, puso en evidencia algo que, en rigor, ya era sabido. Y es que esas construcciones de sentido y prácticas institucionales expresaban relaciones de poder cambiantes entre los diversos grupos sociales que sostenían una y otra concepción. Así, era posible leer los avances en la concepción punitiva de la justicia como el poder creciente de los grupos (que existían tanto en sectores de las fuerzas de seguridad, del sistema de justicia y de la sociedad civil) que propiciaban esas definiciones. Y lo opuesto. La relativización de esa definición de justicia y el desarrollo de políticas de prevención basada en la reparación de la inequidad social se consolidaba cuando grupos alternativas lograban acumular poder e incidir en la definición del concepto de justicia y la forma en que era administrativamente traducido en prácticas.
Así, si bien la investigación en este territorio nunca pecó de inocente, se hizo cada vez más evidente que el estudio de la justicia era mucho más que la indagación sobre un sistema normativo que regulaba la sociedad a través de una estructura administrativa y organizacional. Se trataba de un campo de disputas políticas, dirimidas a través de la construcción de sentidos y prácticas organizacionales que expresaban las prevalencias (siempre cambiantes y parciales) de diversos sectores sociales en la definición del sentido de justicia y del tipo de prácticas que las expresaban.
El estudio de caso que Ojeda y Lombraña presentan aquí ilustra la sutileza que adquieren estos procesos al interior del sistema administrativo y organizacional de justicia. Su trabajo muestra cabalmente cómo se articulan los contextos históricos con una cierta definición de la justicia, y con la capacidad que tienen diversos sectores sociales de promover esas definiciones. Las autoras también muestran cómo eso resulta en la manera en que el conjunto de estructuras organizativas y administrativas que le da existencia ‘material’ a esa concepción interviene en un caso específico. La particularidad del caso que presentan es que muestra cómo ese proceso puede revertir sobre el propio organismo y agentes que administran justicia, haciendo de la acción misma del sistema un componente central en la construcción de sentido.
La particularidad y la riqueza del caso estudiado es que revela cómo el proceso de construcción de sentidos sobre la justicia no concluye con la decisión de un juez. Los mecanismos de la justicia, que incluyen la posibilidad de que el juez sea juzgado, hace que el proceso de construcción de sentido se continúe cuando el criterio de justicia aplicado en primera instancia (y con ello quien lo aplica) es cuestionado por diversos actores del campo. En este caso, mediante el enjuiciamiento al propio juez promovido por algunos miembros de la sociedad civil y avalado por el Consejo de la Magistratura. En ese proceso puede observarse cómo se ponen en tensión al interior del propio dispositivo burocrático diversas concepciones de la justicia y cómo los balances cambiantes de poder entre grupos sociales a su interior y exterior hace que prevalezca uno u otro de ellos. Así, el artículo también nos advierte sobre el riesgo de que la prevalencia excesiva de un grupo sobre otros pueda derivar en la aplicación de una concepción que solo representa la visión intereses de algunos grupos, no solo en desmedro de otros, sino haciendo de esos otros grupos objeto del accionar del sistema de justicia.
Finalmente, queremos señalar que este último énfasis que revela cómo los balances de fuerzas externas al sistema de justicia se traducen en construcciones internas de sentidos y prácticas indica que, como ocurría en el caso de la policía o las políticas públicas, estos campos no operan aislados. Las construcciones de sentido y las prácticas de los organismos que administran justicia ocurren también por la intervención de actores que, a priori, son externos a ella. Pero también desborda hacia actores que, al menos administrativamente, constituyen organismos anexos. Por ejemplo, la concepción retaliatoria de la justicia que la propone como acción punitiva de las organizaciones que la administran, se ha expresado en la demanda (muchas veces escuchada) de incrementar los castigos a quienes transgreden la ley. Pero no hace falta más que recordar la concepción que está presente en, al menos, algunos sectores dentro de las Fuerzas de Seguridad para percibir la posibilidad de que los avances de esa concepción en el campo de la justicia legitime y extienda su presencia en esas Fuerzas.
Una vez que hemos reconstruido los contextos que, de alguna manera, hicieron posibles los trabajos que se incluyen en este Dossier y los aportes específicos que estos realizan creemos oportuno proponer un balance provisorio y parcial de los avances y desafíos presentes en el campo de estudios sobre la seguridad ciudadana. Lo señalamos como provisorio, porque lejos de estar en un punto de llegada creemos que, al menos en algunos sentidos, el campo ha alcanzado un nuevo punto de inicio. Y, por eso, lo que hemos podido observar en este caso está destinado a modificarse en el corto o mediano plazo. A su vez el balance es parcial, porque está basado apenas en algunos de los actores y organizaciones que constituyen el campo.
Con esas limitaciones, sin embargo, ha sido posible, al menos reconocer algunos avances. No es algo menor divisar el incremento de investigaciones e investigadores en el campo. Pero más notable aún es la complejización que puede constatarse en él. Sería ocioso repetir aquí los niveles de complejidad que ha descubierto la investigación en los pocos campos que hemos explorado en este caso. Ya sea en el caso del temor al delito y las sensaciones de inseguridad, de las políticas de seguridad ciudadana, de la policía o de la justicia, es evidente que se trata de organizaciones y actores que participan de procesos con roles cambiantes. Y que lejos de constituirse a partir de sentidos y prácticas unívocas, se articulan de maneras que son al menos parcialmente inconsistentes y contradictorias. Dar cuenta del campo implica dar cuenta de esa complejidad que, como dijimos, se multiplica cuando nos percatamos que cada una de esas organizaciones y actores se relaciona con otros igualmente complejos.
Un ‘detalle’ que también se ha hecho evidente en el avance del campo es que los propios investigadores que trabajamos en él no somos ajenos a la complejidad que ha adquirido. No es solo que haciendo investigación hemos ‘descubierto’ esa complejidad. Es que de una u otra manera, a veces más directa y otra más indirectamente, hemos intervenido en ese campo y lo hemos modificado. Hemos contribuido, si se quiere en el buen sentido, a acentuar las inconsistencias y contradicciones que caracterizan a las organizaciones y actores que configuran la cuestión de la seguridad ciudadana y en eso nos hemos vuelto parte de ellos. Así las cosas, es evidente que el desarrollo del campo de investigación ha sido notable y fructífero, aunque también es claro que hay más por hacer, y que si se quiere ponerlo así, no hemos alcanzado todo lo que, de diversas maneras, nos proponíamos los investigadores.
En ese sentido, y retomando un punto anterior, algo que, tal vez, aún permanezca en el tintero es la posibilidad de construir una imagen más exhaustiva o, si se quiere, holística del campo. La mayor parte de los avances logrados mediante la investigación (y este Dossier en cierta medida confirma la tendencia) ha sido mediante estudios de caso. La investigación cualitativa, y particularmente la etnográfica, ha dominado el campo. Esto está en parte justificado, tanto porque era adecuado a parte de lo que debía ser indagado (los sentidos constituyentes de los actores y prácticas que integraban el campo), como por las posibilidades reales de indagar en él.
Frente a las limitaciones que presentaban los datos estadísticos y a los costos de posibilidad de generar datos de este tipo, los estudios de caso aparecían como una alternativa a la vez válida y conducente a un saber relevante. Y, sin duda, los estudios estuvieron a la altura de estas expectativas. Pero la acumulación casuística comienza a habilitar un ejercicio tan valioso (atención, no estamos diciendo que lo sea más) como fueron los estudios que lo permiten. Este es, comenzar a utilizar la acumulación de los estudios de caso como matriz para contestar preguntas que los exceden en cuanto particularidad. Volvamos a un ejemplo que ya presentamos. Sabemos que los medios de comunicación se articulan a las experiencias de los ciudadanos en la producción de las sensaciones de inseguridad y el temor al delito. Sabemos también que diversas audiencias procesan estos estímulos de maneras diversas, y que por lo tanto las magnitudes y modalidades de las sensaciones de seguridad y temor al delito están heterogéneamente distribuidos en la sociedad. Sin embargo, no podríamos contestar fehacientemente a la pregunta sobre su variedad y distribución. Seguramente una respuesta ‘definitiva’ a esta interrogante sería imposible. Pero una aproximación a los principales tipos y los factores que condicionan a los distintos grupos sociales a adherir a ellos constituiría un avance realista.
Como hemos mostrado, ejemplos similares se hacen visibles cuando uno explora la casuística respecto al accionar policial o de la justicia, o a los efectos de la política social. Sin embargo, más que resumir lo hallado en esos campos, preferimos introducir una reflexión final. La mayor parte de los estudios de caso ha soslayado el uso de datos estadísticos y técnicas cuantitativas. Es claro que eso en parte responde a lo ya dicho. Los datos de este tipo fueron, al menos originariamente, poco confiables. Sin embargo, experimentaron por varios años una importante mejora en cantidad y calidad, aunque ese proceso sufrió fluctuaciones y las mejoras por momentos fueron obturadas por su virtual anulación. No se trata de sobrevalorar su potencial relevancia. No es cuestión de repetir el error de asumir que los datos estadísticos podrían llevarnos a divisar causas ‘determinantes’ de los fenómenos que estudiamos, o que podrían conducirnos a teorías de validez universal. Pero, sí podrían contribuir a una reconstrucción sistemática (o al menos más sistemática de la que es posible sin ellos) de los contextos en los que tienen lugar los estudios de caso; eso facilitaría la construcción de marcos comparativos entre ellos y, con ello, permitiría visiones más integradoras y sintéticas de lo que ocurre en el campo de la seguridad ciudadana. Tal vez, esto nos permita sumar algunas nuevas y productivas contribuciones, tanto a nuestro conocimiento, como a nuestras posibilidades de intervención, en ese intrincado territorio.
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Hemos optado aquí por el término ‘seguridad ciudadana’ porque, como discutiremos luego, tiene una connotación relevante. Pero, si bien no abordamos aquí esta cuestión, es claro que podría debatirse si esa denominación expresa el complejo conjunto de actores, organizaciones y tipo de eventos que forman parte del campo que se busca designar con esos términos.