¿Prevención social del delito como criminalización de la pobreza?

Una apuesta a considerar las interacciones cotidianas entre operadores institucionales y beneficiarios/as1

Por Marina Medan2

Resumen

Este trabajo se inserta en el campo de discusiones en el que convergen las políticas sociales y de seguridad como modo de gestionar poblaciones, especialmente jóvenes considerados “en riesgo” y/o peligrosos. Algunos análisis al respecto señalan que un riesgo de dicha imbricación es la criminalización de la pobreza y la estigmatización de los/las destinatarios/as. Mientras en todo proceso clasificatorio hay definiciones y atribuciones que pueden devenir en estigmatizaciones, el análisis sobre la empiria, informado en la teoría estatal feminista, permite observar su operacionalización y la forma que finalmente adopta en un contexto determinado. Este artículo enfoca en un programa de prevención social del delito con transferencias condicionadas de ingresos (TCI) y al considerar las interacciones cotidianas entre agentes estatales y beneficiarios/as no verifica el cumplimiento de tal estigmatización. El trabajo procura aportar a una perspectiva de análisis de políticas públicas que considere las interacciones cotidianas entre agentes estatales y beneficiarios/as. Los datos surgen de un estudio de caso realizado entre 2007 y 2009 sobre el programa de prevención social del delito Comunidades Vulnerables, en una implementación en el AMBA.

Palabras clave: Políticas sociales, pobreza, prevención social del delito, juventud.

Abstract

This paper is framed within the debates that link social and security policies aimed to govern population, specially young people considered "at risk" or dangerous. Literature draws attention to the risk that this link involve towards the criminalization of poverty and the stigmatization of the recipients. While statal classifications produces social exclusion, as stigmatizations, empirical analysis informed by the feminist approach to consider the State, highlights how it operates in particular contexts. This paper focus on social crime prevention programmes with conditional cash transfers (CCT). Considering daily interactions between caseworkers and clients I do not verify that the stigma is working. The paper seek to bring a wider perspective for the comprhension of public policies wich considers daily interactions. Data emerges from a case study of the Comunidades Vulnerables programme in Buenos Aires, conducted between 2007 and 2009.

Key words: Social Policies, Poverty, Social Crime Prevention, Youth.

 

Recibido: 22/8/2016

Aceptado: 31/10/2016

 

Introducción

En este trabajo me interesa discutir, preliminarmente, alrededor de una advertencia específica que algunos especialistas han hecho sobre las consecuencias empíricas del uso de la prevención social del delito como enfoque de política pública. Específicamente, aquella que señala que estas estrategias pueden estigmatizar a los grupos a los que se dirigen y fomentar la criminalización de las políticas sociales, y en otras palabras, la criminalización de la pobreza (Crawford, 1998).

Algunos analistas locales han señalado que, específicamente, este riesgo puede hallarse en el programa de prevención del delito juvenil Comunidades Vulnerables, debido a que articularía políticas criminales –la prevención social del delito– y políticas sociales –al incorporar una transferencia condicionada de ingresos (TCI) proveniente de un programa originalmente destinado a paliar el desempleo–. Sus interpretaciones señalan que en estas estrategias se corre el riesgo de criminalizar la pobreza, de no beneficiar a los destinatarios, y, en última instancia, de menospreciar las condiciones de vida de los y las jóvenes pobres para quienes estos programas de prevención del delito se orientan (Ayos y Dallorso, 2011).

La tensión que parece oficiar de telón de fondo alrededor de esta preocupación es la relación entre política social y criminal, y si sería importante delimitar sus objetos para atender a que no se criminalicen las sociales y, en todo caso, se sociabilicen las criminales (Baratta y Pavarini, en Sozzo 2008:104).

Al respecto, teóricas feministas del Estado se han ocupado de mostrar la interrelación empírica entre las políticas criminales y sociales y han señalado lo poroso de sus fronteras. Consecuentemente y para el trabajo analítico han advertido sobre las limitadas posibilidades de establecer con claridad diferencialmente los espectros de acción de cada una, además de desconfiar de la utilidad de esta posible distinción. Esto, en virtud de la definición compleja de Estado que utilizan (Haney, 1996, 1998), cuya concepción sugiere, además, concebirlo como un espacio de determinación pero también de maniobra en el cual es posible y deseable advertir resistencias y acomodaciones estratégicas de parte de las poblaciones a ser reguladas. Informada por esta perspectiva teórica para el análisis de políticas, me propongo alternar estas advertencias de los expertos sobre el potencial criminalizador y estigmatizador de los programas de prevención del delito con algunos pasajes de implementaciones concretas de dichas estrategias. En este sentido, este trabajo guarda sintonía y comparte el punto de vista del análisis del trabajo de Inés Mancini (2015) colega que especialmente indagó en las relaciones entre jóvenes y agentes en programas de prevención social del delito (Mancini, 2015). Los datos que utilizaré para mi argumentación surgen de una investigación cualitativa sobre programas de prevención social del delito que se centró en una de las implementaciones del programa Comunidades Vulnerables –que en breve describo-. El texto procura subrayar la importancia de confrontar las premisas de quienes analizan o diseñan las políticas con las interacciones cotidiana que se producen entre operadores institucionales y las y los destinatarios.

Las advertencias de los expertos sobre los efectos empíricos de las políticas

El trabajo pionero de Adam Crawford (1998) sistematizó las características y debilidades de las estrategias de lo que se conoció como nueva prevención del delito. Desde el punto de vista empírico, respecto de las políticas de prevención social señaló que podían constituirse en estrategias criminalizantes en la medida que trabajan con grupos en riesgo: esto podría conducirlas a criminalizar prácticas asociadas a determinados grupos, prácticas que en sí no son consideradas criminales. Especialmente, las llamadas de prevención social de tipo secundaria trabajan, además de para prevenir delitos, para evitar las “incivilidades”, y apuntan enfáticamente a jóvenes. Se cree que en esta etapa etaria las personas son más proclives a comportarse de formas no del todo “sociales” y que por ello es preciso intervenir “a tiempo” para que transiten hacia la adultez de un modo socialmente aceptable. En efecto, la prevención social secundaria trabaja en la identificación de los factores de riesgo. Es preciso, advierte Crawford, atender a que estos “factores de riesgos” pueden decirnos más acerca de los procesos de criminalización sobre grupos específicos que lo que nos informan sobre los crímenes eventualmente cometidos. Estos procesos clasificatorios tienen efectos. En suma, la intervención focalizada debería evitar que la identificación de factores de riesgo conduzca a procesos estigmatizantes, que, como resultado, devengan en una profecía auto cumplida. No obstante estas tendencias, Crawford señala que la estigmatización no es una situación inevitable en intervenciones de este tipo y el grado de etiquetamiento puede depender de las cualidades específicas del programa (Crawford, 1998:120). De ahí mi insistencia en ponderar la comprensión de los efectos de los programas considerando las distintas instancias, los diseños programáticos y lectoras institucionales, en cruce con las implementaciones concretas.

Siguiendo este señalamiento, en el plano local, algunos analistas se han ocupado de los vínculos entre políticas criminales y sociales (Ayos, 2010; Ayos y Dallorso, 2011). Según ellos, el ejemplo paradigmático de este tipo de articulación lo constituyó el Plan Nacional de Prevención del Delito (PNPD) argentino y su programa de prevención social del delito Comunidades Vulnerables (PCV) –que constituye, además, el principal caso de estudio en mi propia investigación sobre los modos en los que se regula estatalmente a jóvenes “en riesgo” a través de programas de prevención social del delito– (Medan, 2014). Para ellos, el que el PCV, originado en un área de Justicia y Derechos Humanos incorporara, en forma de TCI, recursos procedentes del programa de Empleo Comunitario (PEC) del Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social (MTEySS) representaría una articulación deliberada entre áreas criminales/penales y las sociales, conciliando objetivos securitarios y sociales. Sostienen que el uso de este PEC, con objetivos de protección social vinculados al desempleo, en un programa de prevención del delito podría estar vinculando la desocupación con el delito, corriendo el riesgo de criminalizar la pobreza, con una consecuente estigmatización de personas pobres a las que se las asumiría como delincuentes o potencialmente delincuentes. Por otro lado, y sin embargo, dada la escasa relevancia que documentos y funcionarios de estos programas estarían otorgando al componente de TCI, Ayos (2010, 2012) sostiene que se estarían menospreciando las condiciones sociales de los/as beneficiarios/as, en pos de la mayor importancia que tendría la transformación individual que deberían hacer éstos para alejarse del delito. Así, si bien habría inicialmente un movimiento tendiente a enlazar el delito con la pobreza, luego la condición de pobreza estaría desplazada en la explicación del delito, y en su lugar entrarían explicaciones vinculadas con una socialización defectuosa, y su resolución vendría de una actitud responsabilizante e individual. Además, este punto de vista señala que en este entramado entre políticas criminales y sociales, los verdaderos “beneficiarios” de estas estrategias de prevención social del delito no serían los/as jóvenes, sino los sectores de la sociedad que se sienten amenazados por ellos (Ayos y Dallorso, 2011). Es decir, en el contexto del consenso punitivo, habría mayor disposición a justificar intervenciones orientadas al bienestar de sectores vulnerados sólo en términos de prevención del delito (2011:7).

Lo que parece sobrevolar el análisis, desde esta perspectiva, es una preocupación por cierta imbricación no del todo conveniente que podría estar sucediendo entre un área que parecería más “noble” dentro del accionar del Estado –la social–, y otra menos “honorable” como lo es la encargada de aplicar medidas represivas, o punitivas del Estado.

En efecto, este es un asunto del que la literatura se ha ocupado y parece no terminar de clarificar. Especialmente sobre la prevención social –como emblema de esta conciliación de áreas–, circula un cuestionamiento básico que reconoce la preocupación por la predominancia de una u otra área. Específicamente, Crawford, (1998:121) señala que la prevención social está débilmente definida y que para delimitarla habría que indicar cuál es el resultado que persigue: ¿bajar el delito o mejorar la calidad de vida de la gente? En otras palabras ¿es apropiado justificar la política social por los efectos que puede tener en la prevención del crimen? Podría pensarse que en el contexto de la mirada sospechosa sobre la política social –que sobre todo sobrevoló nuestros contextos durante las décadas de los 80 y 90–, tener objetivos de prevención del delito puede ser un paraguas de legitimidad para las intervenciones sociales. Aunque, como se ha señalado vastamente, “el peligro es que las deficiencias sociales sean redefinidas como problemas criminales que necesitan ser gestionados y controlados, más que atendidos en sí mismos. Esto representaría la criminalización de la política social” (Crawford, 1998:121). Sin embrago, Crawford no pierde las esperanzas de la orientación de esta imbricación y sugiere que en la medida en que los límites entre ambas políticas se vuelven difusos, podríamos argumentar sobre el potencial desarrollo de una relación inversa: “la socialización de la política criminal, mediante la cual la tradicional dirección y financiación de la política criminal está re orientada hacia la prevención proactivas a través del social welfare” (121).

Una propuesta analítica para el abordaje de la cuestión

Dadas las sucesivas indagaciones y lecturas acerca de los límites entre una y otra área, entre lo que la predominancia de una puede implicar a la otra, me parece importante señalar que ese debate no debería ocluir, a nivel analítico, el hecho de que si bien las políticas construyen problemas sociales, éstos no se configuran solamente siguiendo los lineamientos institucionales. Es decir, no deberíamos considerar que el problema de las relaciones entre el delito, la pobreza, y la juventud es aquel que prefiguran las políticas, ya sean sociales o criminales, o una conjunción no del todo clara de ambas. Esto no sólo porque la realidad no institucional se cuela permanentemente en las circunscripciones de acción que pretenden tener los programas transformando sus objetivos y límites de acción. Sino porque hacia adentro de la propia institucionalidad estatal existen contradicciones, funcionamientos no coherentes ni sistemáticos, tanto en sus niveles horizontales (entre distintas áreas sociales, criminales, de justicia, etc.), como en sus niveles verticales (hacia dentro de una misma área en sus niveles programáticos y de diseño y entre las implementaciones concretas y espacio temporalmente situadas).

Sin embargo, los límites borrosos de las áreas estatales y su accionar no del todo sistemático son opacos desde una perspectiva institucionalista como la señalada en el apartado anterior. Con la intensión de echar luz en ese sentido, algunos aportes de la teoría feminista para analizar el Estado visibilizan aspectos del problema empírico que se escapan desde otros puntos de vista. Sin desconocer los efectos del peso de las dependencias institucionales, propongo indagar en el asunto -de la mayor o menor criminalización de lo social y estigmatización de sectores populares – observando el despliegue concreto de los programas de prevención social del delito. Para ello es preciso contar con una definición de Estado que permita, de alguna forma, sortear esa aparentemente urgente necesidad de dividir aguas dentro del tipo de políticas, y que además, invite al análisis a aventurarse en cómo la política realmente se realiza en el espacio de las implementaciones, lidiando con dimensiones del problema que aborda que provienen del exterior de las políticas y que muchas veces son imprevisibles.Teóricas feministas entienden al Estado como una entidad en capas, fragmentada y de múltiples caras, que incluye sitios de control y de resistencia, y está conformada por diferentes aparatos que pueden operar en modos inconsistentes (Haney, 1996). Esta definición, deudora de Foucault, considera al Estado y a las políticas sociales no como entes totalizadores sino como complejos y contradictorios, a los que, para entenderlos, hay que enfocar en sus contextos específicos de acción (Watson, 2000).3 Además, no se comprende al Estado como un régimen abstracto de políticas dadas que sólo redistribuyen recursos. Al contrario, el Estado interpreta necesidades y genera reconocimientos (Fraser, 1991). En su proceso clasificatorio de personas y grupos, el Estado les atribuye características algunas de las cuales pueden configurarse como negativas y estigmatizantes, y genera procesos de exclusión social (Llobet, 2013). A partir de estas redistribuciones y reconocimientos se constituye el escenario para las negociaciones y disputas entre operadores/as y destinatarios/as, demostrando que el Estado tiene la potestad de configurar espacios de maniobra en los que los sujetos pueden negociar con él (Haney, 2002). A su vez, esos sujetos que negocian lo hacen considerando sus contextos de posibilidad y las estructuras de oportunidades disponibles.

Siguiendo esta compleja definición del Estado, no asombra lo porosas que pueden ser sus distintas áreas y las relaciones que ellas pueden mantener entre sí. En efecto, alrededor del mundo, la gestión del crimen juvenil y de la juventud en riesgo se presenta como una compleja y contradictoria amalgama de lo punitivo, lo responsabilizante, lo inclusivo, lo excluyente, y lo protectivo, que no está libre de contradicciones y que incluye tradiciones profesionales distintas que no son fácilmente articulables (policías, trabajadores sociales, jueces, etc.) (Muncie y Goldson, 2006; Crawford, 1998). Lo poroso del escenario se intensifica en la medida en que, por un lado, los programas de prevención social suelen destinarse a jóvenes, y por otro, los sociales, en los últimos 20 años, han advertido un giro en sus orientaciones al pasar de atender situaciones vinculadas con el trabajo, a destinarse a niños y jóvenes como ciudadanos del futuro, en lo que algunos analistas llamaron el surgimiento del Estado de Inversión Social, cuyas versiones latinoamericanas se caracterizaron por incluir TCI4 (Lopreite, 2012, Lister, 2002). Es decir, desde uno y otro campo, y por razones diversas, se ha comenzado a enfocar especialmente en los grupos sociales considerados jóvenes y “en riesgo” de no incorporarse a la sociedad de un modo “positivo”.

Materiales y métodos

Para el argumento analizo datos producidos en una investigación cualitativa sobre los modos de regulación estatal de las juventudes pobres a partir de programas de prevención del delito. Tomo como estudio de caso una implementación del programa Comunidades Vulnerables (PCV), en un barrio del Gran Buenos Aires, Argentina, sobre la cual hice trabajo orientado etnográficamente. La construcción de los datos se hizo mediante mi inserción explícita como investigadora en la dinámica habitual del programa, aunque con el correr del tiempo participé activamente en el diseño y coordinación de actividades semanales con los jóvenes. Este trabajo sostenido en el tiempo me permitió entablar relaciones de confianza y colaboración con los y las jóvenes, así como con la coordinación del programa. El conocimiento de la implementación de la cual surgen mis argumentos fue plasmado en 76 registros de campo, y XX entrevistas en profundidad, entre 2007 y 2009.

La dinámica del programa suponía reuniones semanales de 2 horas entre el equipo técnico y los/as jóvenes en distintos espacios del barrio donde vivían los beneficiarios/as. Se trataban temas en torno a 4 ejes: “vincular” (relacionado con el proyecto de vida), el “mundo del trabajo” (reinserción escolar y/ laboral), “jurídico” (fortalecimiento de derechos y resolución de causas penales), y “sociocomunitario”. El programa incluía una TCI a la que los/as beneficiarios/as accedían si asistían a las reuniones y encaraban acciones tendientes a la elaboración de un proyecto de vida alternativo al delito, por ejemplo, retomar la escuela, conseguir un trabajo, tratar su adicción a las drogas, resolver su situación irregular frente a la justicia, etc. Durante el período en que se obtuvieron los datos -noviembre de 2007 hasta octubre de 2009- el grupo de beneficiarios/as se componía de 31 varones y 15 mujeres todos/as argentinos/as, y el promedio de edad grupal era 22 años. Todas las chicas eran madres o estaban embarazadas y sólo un tercio de los varones tenían hijos/as (aunque no todos los tenían a cargo). Algunos de los beneficiarios/as habían cometido delitos, otros/as tenían prácticas delictivas o estaban, según criterios del programa, en riesgo de hacerlo. El equipo técnico estaba compuesto por dos agentes estatales, una trabajadora social y un estudiante de comunicación social, y por una operadora comunitaria.

Se analizaron registros de campo (RC) de observación participante de 76 encuentros, testimonios de entrevistas en profundidad a jóvenes, a agentes estatales y a la coordinación del programa, y documentos institucionales.5 En los materiales se rastrearon: condiciones de acceso, permanencia y egreso del programa, expectativas sobre los impactos del programa en la vida de las y los jóvenes, logros y dificultades en la obtención de los resultados previstos, instancias de negociación entre oferta y demanda y consecuencias de las negociaciones entre partes.

Resultados. El sentido del dinero en la prevención del delito: entre el reconocimiento de las condiciones sociales y la exigencia de activación individual

Una de las particularidades en la adaptación local de la prevención social del delito fue la incorporación de TCI. La entrega de este dinero en el PCV tenía dos razones: la situación de vulnerabilidad económica en la que se encontraban los beneficiarios, y el desinterés y desconfianza que habría de parte de los/as jóvenes ante una propuesta como la diseñada. El dinero sería un atractivo para el éxito de la convocatoria y un medio para poder establecer con ellos un contrato de responsabilidad en la gestación de un proyecto de vida alternativo al delito.

El creador del PCV señaló en la entrevista que le realicé que la TCI era lo que le daba seriedad a la intervención considerando el contexto de crisis que se vivía en Argentina cuando se lanzó la estrategia en 2001. En la misma línea, quienes diseñaron el PCV fundamentaron así la incorporación del estipendio:

Teniendo en cuenta la difícil situación política, social y económica que atravesaba la Argentina, el Gobierno Nacional impulsó políticas de inclusión a través de la incorporación de los sectores más desfavorecidos a planes de empleo para paliar la coyuntura crítica. Dentro de esa política general, el PCV comenzó a articular con el Ministerio de Trabajo, Empleo y Formación de Recursos Humanos para que pudiera, en el marco de proyectos específicos, asignar Planes Trabajar, (…) Programas de Emergencia Laboral y Trabajar III que tuvieran como beneficiarios a jóvenes de comunidades vulnerables en riesgo de estar en conflicto con la ley penal y a través de los cuales se pudieran implementar estrategias de prevención social del delito y la violencia (Müller, Hoffmann, Nuñez, Vallejos, Innamoratto, Canavessi, Palacio, Krause, 2012:120).

Se sumaba al contexto de crisis el que la mayoría de las políticas implementadas en esa época incluían TCI, lo cual hacía casi inimaginable implementar políticas vinculadas a “lo social” que no las tuvieran. Finalmente, incorporar estos planes fue la forma encontrada de conseguir financiamiento, ya que el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos sólo podía costear el salario de los trabajadores (Sozzo, 2008). En parte, el MTEySS financiaba el PCV, pero no hay datos que sostengan que por ello se estuviera anudando deliberadamente una estrategia de prevención del delito con un programa de reactivación del empleo. Parece más plausible el que se hayan usado los recursos que había disponibles, sin considerar su procedencia.

En dicho contexto de crisis, para lograr la confianza de los/as jóvenes de los barrios más desaventajados, era preciso tocar alguna dimensión de sus necesidades más acuciantes. El uso de los planes como “ayudas personales” se orientó a facilitar la tarea de trabajar con jóvenes en las villas (Sozzo, 2008:164).

Te permiten convocar gente de una manera más fácil y eso está claro. Vos sabés que contás con ese recurso, que en líneas generales la gente viene con una necesidad… Ellos saben que en la medida que cumplen con la asistencia a la actividad cobran el plan y como es parte del acuerdo, lo asocian directamente con el cumplimiento del marco de trabajo y de las actividades planteadas (Agente estatal de implementación, 30-04-08).

Sin embargo, como diseñadores y agentes de la implementación eran conscientes de las asociaciones locales existentes entre las entregas de recursos por parte del Estado y el fomento de redes clientelares, necesitaban distanciarse de aquel tipo de situaciones. En el libro que registró la experiencia del PCV se advertía que la principal desventaja de la entrega de dinero era

que esa prestación lleve a confundir esta propuesta con una de las tantas asistenciales existentes y que el joven sea llevado a identificarse con el perfil problemático que le facilita el acceso a este subsidio. En el caso de esta estrategia, la asistencia económica tiene una única contrapartida: participar de ella respetando los términos del contrato institucional que ambas partes han convenido (Müller y otros, 2012:156-157).

Así, establecer los compromisos de los jóvenes era central. El contrato implicaba participar de las actividades del programa e involucrarse con alguna de las acciones que significaban apostar por un “proyecto de vida alternativo al delito”, por ejemplo, volver a la escuela, conseguir un trabajo, hacer un tratamiento contra adicciones, resolver causas judiciales, etc.

De esta forma, la entrega de la TCI surge de una necesidad económica y también simbólica, al procurar acercar a jóvenes con poca inserción institucional, y se le adosa una exigencia individual de gestar un “proyecto de vida” alternativo al delito. Si bien por momentos podría parecer que el planteo institucional descansaba más fuertemente en la activación individual para “salir” del delito, que en las condiciones estructurales en las que habitaban los jóvenes –como han señalado expertos citados más arriba–, observar escenas concretas de interacción en el programa permite matizar esa interpretación.

En un trabajo anterior centrado en las percepciones del riesgo de los varones beneficiarios (Medan, 2011) hallé que para muchos de ellos era preferible robar aún con la posibilidad de ser apresados, que exponerse a otro tipo de riesgos como prescindir de bienes que necesitaban o deseaban tener, para ellos mismos o para proveer a sus familias. Uno de los jóvenes entrevistados se mostraba ansioso y se reconocía al borde de perder el control, de incurrir nuevamente en el delito, debido a las situaciones de necesidad que estaba pasando.

Sí, eso (dejar de delinquir) siempre está en mis planes, pero la cosa es que, antes me desesperaba porque no tenía plata, qué sé yo ahora no sé, estoy un poco más paciente…
¿Qué interfiere en esas ganas que tenés de cambiar?
Qué interfiere… lo económico, la desocupación, la falta de dinero, lo principal es la falta de dinero. (…) el tema es que trabajando legal nunca vas a conseguir lo que conseguís robando. (Entrevista a DA, 22-10-08)

Ante estas preocupaciones sobre el acceso al dinero, el PCV les ofrecía la TCI y legitimaba el riesgo de exclusión al que los jóvenes se sentían expuestos. Sin embargo, orientado por sus exigencias de activación y responsabilización no admitía como legítimos los criterios que ellos tenían para jerarquizar dichos riesgos, por ejemplo, que prefiriesen robar para satisfacer esas necesidades. Es decir, pivotea entre sus principios rectores y las condiciones de posibilidad de los jóvenes. Veamos un ejemplo. Durante una reunión grupal, HL (RC 23 30-05-08) se presentó con una pierna enyesada y le anticipó a la operadora: “me vas a retar por lo que hice”. Se había robado una moto, lo había encerrado un patrullero, y aunque había logrado escaparse, se había caído con la moto arriba y se había lastimado. La operadora, notablemente decepcionada, le pidió que se fuera de la sala y que volviera a la semana siguiente para proponerle qué pensaba hacer el resto del año, porque “así no se puede seguir”. A la semana siguiente HL prometió retomar la escuela. El problema de la situación, que HL evidentemente se imaginaba y por lo cual requirió anticiparse al reto, es que él no estaba cambiando sus formas de acción, persistía en su socialización defectuosa y no aprovechaba la ayuda que el programa quería darle.

Aunque HL volvería a defraudar a la operadora y al acuerdo suscrito con el programa meses más tarde, interesa señalar que aún persistiendo en el delito, no fue excluido de la estrategia. La decisión muestra la doble mirada de la intervención: por un lado regía la convicción de que el abandonar el delito sería resultado de una transformación subjetiva y no económica, pero al mismo tiempo parecía creerse que quitándole el beneficio de la TCI sólo se lograría alejar a HL del programa, y entonces, minimizar las chances de incidir en esa transformación. Por su parte, se hace visible que para HL, el programa constituía un lugar seguro al que ir a confesar su delito y pedir una nueva oportunidad y del cual no quiere alejarse.

Lo que me interesa colocar es la evidencia de cómo cuando se analizan las implementaciones concretas se advierte que este discurso de responsabilización individual que orienta el contrato, se flexibiliza en pos de mantener la intervención, teniendo en cuenta las condiciones de vida material de los jóvenes y de sus débiles inserciones institucionales. Es decir, la TCI es mucho más que el combate a la pobreza, es la puerta de entrada para facilitar la intervención sobre una población marginada de las instituciones clásicas de integración social como son para los jóvenes la escuela y el trabajo.

El foco en la prevención del delito y la producción de estigmas6

Tal como he señalado, uno de las advertencias de los expertos alrededor de la prevención social del delito es su potencial estigmatizador sobre los destinatarios, anudado al riesgo de criminalizar la pobreza. Al respecto me interesa mostrar dos tipos de datos, y hacer, una reflexión sobre la cuestión del estigma y la preocupación de los analistas sobre ella.

En primer lugar, durante mi trabajo de campo continuado durante dos años en una misma implementación, ni el nombre del programa, ni sus documentos institucionales, ni su dependencia fueron objeto de problematización desde el programa, ni de indagación de parte de los y las jóvenes. Cuando la continuidad del programa estuvo en peligro en 2008 por el desarme de la estrategia a nivel nacional y el pasaje a la órbita nacional y el futuro de las becas era incierto, se sucedieron conversaciones informales y esporádicas entre la operadora y los jóvenes al respecto, en las cuales la primera les explicó la situación –que finalmente no se alteró– de eventuales cambios. Lo que el trabajo etnográfico devolvió –por falta de referencias– es que los/as beneficiarios/as no ponderaban el nombre del programa ni sus asociaciones sino que lo encontraban como un recurso material y simbólico disponible y beneficioso.

No advertí que los/as jóvenes beneficiarios/as –ni aquellos/as que sí tenían prácticas delictivas ni los/as que nunca las habían tenido–, se sintieran estigmatizados o criminalizados por ser destinatarios de un programa de prevención del delito; es decir, no era para ellos una situación avergonzante o desvalorizante. Lo que ellos veían como un hecho indeseable, en tal caso, eran eventuales atrasos del dinero, o la situación consignada antes, sobre el incierto futuro de las TCI mientras duró la transición institucional del programa entre el nivel nacional y el municipal (pero esta disconformidad nunca se tradujo en un problema de magnitud para el normal desenvolvimiento del programa).

Por otro lado, el programa, que se implementaba en el barrio desde el año 2001 con la misma modalidad y la misma coordinación, había obtenido, para la época de mi trabajo de campo, mucha legitimidad en la comunidad. Si bien no indagué en cómo la comunidad en general percibía el programa es posible suponer que tuviera una valoración positiva. Datos que colaboran con esta percepción lo constituyen hechos tales como que el programa funcionó en distintos espacios comunitarios (una sala de salud, un club social y deportivo, una escuela, la sede de un programa de inclusión juvenil) sin mayores inconvenientes, que en distintas recorridas por el barrio la operadora era saludada con afecto y reconocimiento por los pobladores, y que en varias actividades realizadas en el barrio desde el programa la convocatoria fue masiva (inauguración de un mural, festejos del día del niño, campeonato de fútbol comunitario). Así, estar en “Prevención” –tal como los jóvenes lo llamaban coloquialmente– era más una señal hacia el barrio de estar “rescatado” del delito que un estigma.7

Una instancia paradójica durante la investigación resultó cuando advertí cómo el grupo de beneficiarios mayormente compuesto por varones, tendía a equilibrarse incorporando a muchas mujeres y me resultó llamativo porque la mayoría de ellas no tenían vínculos con el delito. En ese marco, al entrevistar a una de las beneficiarias, VR (06-09-08), cómo había sido su ingreso, me contó que fue cuando estaba embarazada, que sus hermanos le habían dicho que el programa era “una ayuda, que daban $150” y lo que les había dicho a las operadoras para que la admitieran:

Les dije que yo estaba peleada con el papá de la nena, que no tenía a nadie... ahí la que me tomó la entrevista me preguntó si yo estaba soltera y le dije que sí, y que después de tener a la nena iba a buscar un trabajo, y ellos (me dijeron que) me iban a aguantar hasta que yo consiga.

Del delito, en este relato que me contó, ni noticias. Para ella, el dinero que se recibía en el Programa era una ayuda que servía mientras no tenía trabajo y era especialmente importante para las chicas que tenían hijos. Con la plata obtenida, VRa se compraba o zapatillas o cosas para la hija. Además, ella lo valoraba porque “una cuenta con esa plata todos los meses, aunque sea poca”. Para las chicas, la mayoría madres, representaba una forma más entre otras disponibles -especialmente otros programas sociales- de acceder a dinero para gastos relacionados con la crianza de sus hijos.

Al respecto de mi propio prejuicio de la posible estigmatización sobre sus beneficiarios de un programa inscripto en las estrategias de prevención social del delito, me permito hacer una digresión sobre la preocupación analítica sobre el estigma.8 Me pregunto en qué medida ella no tiene más asidero en nuestras propias valoraciones sobre el delito que en las de los y las jóvenes.9 En efecto, cuando yo advertí que había beneficiarias sin vínculo con el delito mis preguntas se orientaron a si ellas no se sentían estigmatizadas. Creo que casi sin comprender el punto de vista de mi interrogación, eludieron el asunto y me respondieron que valoraban la ayuda económica porque tenían hijos y eso contribuía a sostener los gastos diarios en un contexto en el que conseguir trabajo era difícil.

Otra muestra de que, aunque participar en el programa acarrease un estigma, no inclina la balanza hacia un distanciamiento de la propuesta fue el caso de MC. Al presentarse para ser beneficiaria, la operadora le explicaba que el perfil de los destinatarios suponía tener algún problema con la ley, y que ella no lo tenía. Entonces, ella argumentó repentinamente que aunque no delinquía, tenía problemas con las drogas y que por eso le convendría participar en el programa. En la práctica no se indagó si esa declaración correspondía a una “realidad” o a una adecuación estratégica del perfil que hizo MC –a quien se incorporó–, pero en cualquier caso, no hay datos concretos para sostener que el ser vistos/as como jóvenes con vínculos con las drogas o el delito fuera algo problemático para ellos/as.10

Así, si bien no se pueden desconocer los procesos estatales de construcción social de la exclusión de los programas, ni su eventual estigmatización es preciso observar cómo funcionan en cada contexto. En este sentido, la cuestión del estigma sí aparecía en el marco de las interacciones cotidianas, pero más vale, de una procedencia exterior al mismo. Eventualmente, además, el programa podría ayudar a sortear esos estigmas, o al menos a oficiar de espacio de referencia, confianza, mediación y por qué no refugio de ciertas situaciones por las que sí se sentían estigmatizados o discriminados.11

En efecto, ellos y ellas no desconocían lo que significaba un estigma, ni aquellos que pesaban sobre ellos. Uno de los problemas que señalaban con frecuencia era la estigmatización del barrio en el que vivían, construida a través de relatos mediáticos reiterativos luego de la detención en el barrio de un imputado por un secuestro extorsivo. Desde esa posición, como habitantes de un barrio estigmatizado le discutían al programa la factibilidad de –sólo con activación individual– conseguir un trabajo legal cuando en su documento de identidad figuraba su domicilio de residencia (RC 31 11-07-08 y RC 35 27-07-08). "Hacete un documento que diga que vivís en Villa Los Árboles y después andá a conseguir trabajo..." le replicó MB a la operadora durante una de las actividades vinculadas a la inserción laboral (RC 29 27-06-08).

Otro de los estigmas que reconocían, era el que les evidenciaba, con sus prácticas cotidianas, la policía, que los detenía permanentemente por cartonear (R15 30-04-08), “por portación de cara” (R28 25-06-08), averiguación de antecedentes (entrevista a EA 16-07-08 ), o “por cualquier cosa” (R39 10-09-08). Si este es un estigma general que varones especialmente cargan, ellas, además, sienten el estigma que a veces les supone ser madres, específico impedimento para insertarse laboralmente. Una de ella, al relatar una de sus experiencias de búsqueda de empleo, contó a la operadora: “Fui a una entrevista en Falabella (una tienda) pero cuando les dije que tenía una nena la entrevista se acabó” (RC 35 25-07-08).

Es decir, ellos y ellas saben qué cualidades consideradas negativas se les adosan y conocen también cómo impactan en sus vidas cotidianas. A veces discuten el estigma, a veces lo rechazan, a veces lo utilizan (al estilo de lo que Reguillo (2000) llamó convertir el estigma en emblema) y muchas veces lo padecen. Ahora bien, esto no significa que ellos y ellas acuerden con que dichas situaciones son efectivamente problemáticas, ni unas de las cuales habría que distanciarse o avergonzarse. Ser beneficiario de un programa de prevención del delito no significa para ellos una posición vergonzante, sino beneficiosa y ven allí una fuente legítima de recursos materiales y simbólicos. Además, porque el delito no es siempre considerado una actividad ilegítima. Para HZ (entrevista 01-04-09), por ejemplo, robar era algo que se hacía estando con su hermano, a quién él valoraba y con el que quería pasar tiempo, independientemente de la actividad que los ocupara. Además, tal como lo señaló Kessler (2004) en un trabajo clásico, por un lado las fronteras entre lo legal e ilegal no son tan claras para los jóvenes en barrios populares, y la legitimidad del dinero se basa más en su destino -por ejemplo, cuando supone obtener recursos para mantener a la familia, o festejarle el cumpleaños a alguien querido-, que su origen –legal o ilegal–. Del mismo modo, mientras saben que el barrio en el que viven es estigmatizado como peligroso, para ellos no necesariamente representa un lugar inseguro para vivir y, aun cuando lo sea, tiene tal valor en relación a otros recursos materiales y simbólicos que amerita seguir viviendo allí.

Discusión

El trabajo de autoras feministas que han estudiado las formas de regulación estatal puede aportar en dos sentidos para discutir el asunto de la eventual criminalización de la pobreza en la que incurrirían las articulaciones entre políticas criminales y sociales como las que representan las estrategias de prevención del delito.

En primer lugar, y retomando la definición de Estado que anticipé, lo heterogéneo, complejo y contradictorio de su configuración supone que sea difícil diferenciar áreas de acción que suelen estar muy imbricadas. Más aún porque dichas imbricaciones suelen ser muy sensibles a las coyunturas (Haney, 2000). En efecto, en contextos precarios y urgentes como los que se desarrollan estos programas, lo coyuntural cobra extrema relevancia, y como resultado las alas social/protectiva y penal/represiva del Estado pueden vincularse de formas nada deliberadas. Ejemplo de esta situación es el PCV que utilizó TCI del PEC. Nunca insinuó que buscaba articular la estrategia de seguridad con una de reactivación de empleo y así enlazar el delito con la pobreza. La decisión pareció fruto de la coyuntura crítica en la que se implementaba, en la cual era imposible que cualquier política pudiera evitar alguna transferencia de recursos a sus beneficiarios. En ese momento estaban disponibles los recursos del PEC y se usaron sin mediar más interpretaciones. Desde entonces a la actualidad las TCI se masificaron en los programas sociales, los fondos de las TCI suelen provenir de las más variadas fuentes, y no parece ser muy relevante de qué área provengan mientras estén disponibles todos los meses. En efecto, para 2014, la implementación estudiada hasta el 2009 continuaba usando TCI de variada procedencia: parte de áreas sociales provinciales, parte continuaban siendo del Ministerio de Trabajo nacional y parte de los recursos provenían del municipio. En suma, de estas coyunturales imbricaciones no deberíamos hacer elucubraciones demasiado concluyentes ni que marquen un camino político claro y premeditado.

Por otro lado, lo complejo del Estado se despliega, además de horizontalmente entre áreas sectoriales, en sus niveles verticales. En este sentido interpretaciones de los diseños de los programas que pueden coincidir con lineamientos muy progresistas, pueden transformarse en las implementaciones, en propuestas amenazantes para los/as beneficiarios/as. Para ejemplificar este señalamiento invoco resultados de investigaciones de teóricas feministas en dispositivos de control penal de mujeres. Haney (1996) y McKim (2008) han mostrado cómo desde el sistema de justicia norteamericano ciertos dispositivos destinados al tratamiento de la delincuencia y drogradicción de mujeres incluían en sus principios de acción mensajes emancipadores de género. Especialmente instaban a las mujeres beneficiarias a empoderarse y romper sus vínculos de dependencia con sus novios –que presumiblemente las habían llevado “por el mal camino”- e incluso con el propio Estado, que las acostumbraba al asistencialismo. Estos dispositivos se autodefinían a sí mismos como progresistas y sus operadoras aparecían fuertemente comprometidas con un proyecto emancipador para las mujeres. Sin embargo, cuando estas propuestas teóricamente emancipadoras eran recibidas por las beneficiarias, cambiaban de signo. Ellas, la mayoría jóvenes, negras y madres, signadas por múltiples estigmatizaciones (de raza, edad, y género), encontraban en su condición de heterosexuales y de legítimas merecedoras de la ayuda estatal, una forma de inclusión social. Desprenderse de esas características, en pos de una presunta “autonomía” se volvía para ellas un escenario amenazante.12 Concebir al Estado como un ente heterogéneo y contradictorio permite asumirlo como uno capaz de incluir en sí mismo espacios de maniobra (Haney, 2002) o contienda (Fraser, 1991) para quienes son regulados por él. En esos espacios es posible advertir qué percepciones tiene la gente sobre las políticas y sobre los efectos de los distintos mensajes de regulación que incluyen.

Inspirada en este tipo de trabajos, me pregunto cómo recibirían los beneficiarios/as de los programas de prevención del delito las advertencias sobre los efectos estigmatizantes y criminalizantes que estos pueden tener. Esas advertencias pueden estar formuladas en base a valoraciones, posiblemente bien intencionadas, que pueden ser muy distintas a aquellas que organizan la vida cotidiana de las personas a las que se quiere beneficiar.13 Por otro lado, estas advertencias también pueden, aún sin buscarlo, ser funcionales a un modelo de política pública que, amparado en las apelaciones al empoderamiento de las personas y el fomento de la iniciativa individual, terminen en las antípodas de la justicia social.

Por ejemplo, si en pos de evitar la supuesta criminalización de la pobreza que estos programas generarían, los programas quitaran la TCI -descentrando la pobreza del asunto del delito-, cabe preguntarse si los/as beneficiarios no se sentirían más desprotegidos que respetados en sus derechos y leerían o injusticias más que protecciones ante posibles estigmatizaciones.

Por último, esto me lleva a indagar el alcance de la afirmación que sostiene que los programas hagan una suerte de focalización perversa como la que sostienen Ayos y Dallorso (2012), mediante la cual, en realidad, se estaría protegiendo a la ciudadanía que se siente amenazada por estos jóvenes, más que a los jóvenes en sí mismos. Concuerdo en el que inscribir políticas de tinte social para jóvenes en conflicto con la ley, en el marco de acciones en pos de la seguridad, puede ser una estrategia conveniente (aunque riesgosa) para dotar de legitimidad a tales acciones. Pero los datos expuestos y el trabajo de campo sostenido en el tiempo recuperando las interacciones entre agentes institucionales y los y las jóvenes me llevan a concluir que no es posible sostener que ellos y ellas no sean beneficiarios. Ésto, aunque lo que reciban como tales no signifique una reparación significativa de los derechos vulnerados que tienen. Además, no tenemos datos de que la ciudadanía sí sea beneficiaria de estos programas.

Palabras finales

En este trabajo me propuse discutir respecto a la advertencia de que los programas de prevención social del delito pueden tener efectos criminalizantes y estigmatizantes, sobre las poblaciones a las que se destinan.

Si bien es atendible la advertencia, considero relevante ponderar esos probables efectos con el análisis de las interacciones cotidianas entre agentes y las personas a las que se destinan esas políticas. Sin dudas es loable la preocupación alrededor de que, las acciones del Estado, en su ambivalencia entre el cuidado y el control, se orienten más enfáticamente al segundo. Lo que parece igualmente necesario es concebir a las acciones del Estado en su despliegue completo, esto es, considerando los sentidos que adquieren para las poblaciones a las que se destinan. Esto porque, a su vez, garantiza dotar de legitimidad las interpretaciones de los sectores bajo regulación. Finalmente, el panorama que se compone adquiere más matices y lo que desde una lectura puede ser un accionar estatal perverso puede tornarse, al menos, en algunos casos, parcialmente protectivo.

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Zelizer, Viviana. (2011). El significado social del dinero. Buenos Aires, FCE.

Notas

1.

Una versión anterior de este trabajo se compartió en el Workshop Prevención Social del Delito en América Latina: retórica y realidad, realizado en la Universidad Nacional del Litoral, en Santa Fe, 6 y 7 de noviembre de 2014.

2.

Doctora de la Universidad de Buenos Aires, Magister en Políticas Sociales, Especialista en Planificación y Gestión de Políticas Sociales, y Licenciada en Comunicación Social (UBA). Investigadora asistente del CONICET e investigadora en el Programa de Estudios Sociales en Infancia y Juventud, del Centro de Estudios Desigualdad, Sujetos e Instituciones de la Universidad Nacional de San Martín. Docente de grado en UBA y UNSAM. marinamedan@conicet.gov.ar.

3.

Foucault (2003) diría que, de entenderse como una entidad en sí misma, el Estado, no sería más que un mito o una abstracción.

4.

Dada su preponderancia en políticas sociales en las últimas 2 décadas, las TCI han sido ampliamente estudiadas. Sin embargo suelen analizarse sólo teniendo en cuenta su formulación, adecuada focalización, potenciales efectos clientelares y medición de efectos según las condicionalidades pautadas. Poca atención se ha dirigido a conocer los usos y sentidos que las TCI tienen para quienes las reciben, especialmente en relación a lo que ese dinero significa, cuestión que complementaría el panorama descripto por los análisis tradicionales. Análisis inspirados en los trabajos de Viviana Zelizer (2011), han contribuido a llenar ese vacío (Hormes, 2010, Medan, 2014).

5.

Se consignan sólo las iniciales de los nombres de los/as jóvenes para proteger su identidad.

6.

No es el objetivo de este artículo ahondar en la cuestión de los estigmas; no obstante, vale aclarar que el trabajo clásico de Goffman (1998 [1963]) al respecto, es una referencia indispensable y de cual tomo como definición amplia de estigma aquella que refiere a signos que tratan de exhibir algo malo, de un sujeto o grupo, lo cual implica desaprobación social, desvalorización. A su vez, se considera que quien lo padece tiene distintos modos de lidiar con él, y que su efectividad varía en las distintas interacciones sociales, en la medida que es una expresión de relaciones de poder.

7.

Hacia afuera del barrio, su participación en el programa no es relevante.

8.

Si bien no es el objetivo de este artículo ahondar en la cuestión de los estigmas, vale aclarar que el trabajo clásico de Goffman (1998 [1963]) al respecto, es una referencia indispensable y de cual tomo como definición amplia de estigma aquella que refiere a signos que tratan de exhibir algo malo, de un sujeto o grupo, lo cual implica desaprobación social, desvalorización. A su vez, se considera que quien lo padece tiene distintos modos de lidiar con él, y que su efectividad varía en las distintas interacciones sociales, en la medida que es una expresión de relaciones de poder.

9.

Para esta reflexión creo que es útil considerar, en el marco de ciertas similitudes, las consideraciones que Garriga y Noel (2010) hacen del análisis de la “violencia”, y los cuidados epistemológicos que el analista debe tener en cuenta para –sino evitar- sí deslindar las propias valoraciones sobre lo que significa que algo sea caracterizado como violento, de lo que para la perspectiva nativa significa, y que en cualquier caso es preciso atender a cómo se operacionaliza en la empiria.

10.

Tampoco procuro afirmar que los y las jóvenes hacen un análisis racional de este balance, entre eventuales estigmatizaciones y recursos del que los programas pueden proveerlos en una misma operación, sin embargo sostengo que es de alguna manera puesto en acto por ellos en la cotidiana tarea de moldear sus relaciones con el programa de modo de obtener de él los recursos que les sirven.

11.

En otros trabajos exploro la dimensión protectiva del programa que en varios sentidos incluye contrarrestar estigmas que padecen las chicas respecto de ser asistidas en tanto madres (Medan, 2015) y en sus relaciones con la policía (Medan, 2017).

12.

En un trabajo reciente indago en esta paradoja analizando el lazo entre riesgo, maternidad y delito que tejen programas de prevención del delito, contribuyendo a la regulación de la autonomía de mujeres jóvenes (Medan, 2016).

13.

Es decir, que no les refuerce el estigma, no significa que ellos no lo sientan, sino, más vale, que no tiene para la propia percepción de sí mismos el mismo valor negativo que tiene para los otros (por ejemplo, para los operadores de los programas, o para la ciudadanía).