La persistente problemática modernizadora en la historia intelectual de los años 60/70
Lineamientos historiográficos para un estudio de la recepción y usos de Antonio Gramsci en la pedagogía crítica (1959-1976)
Modern persistent problematic in the intellectual history of the years 60/70. Historiographical guidelines for a study of the receipt and use Antony Gramsci from the critical pedagogy (1959-1976)
Por Sebastián Gómez1
El artículo, enmarcado en una tesis doctoral sobre la La recepción y usos de Antonio Gramsci en el nacionalismo popular pedagógico y la nueva izquierda pedagógica, 1959-1976 (Argentina), presenta los principales estudios sobre los vínculos entre política y cultura como así también el itinerario de Gramsci en los años 60/70, sugiriéndose que algunos de éstos se encuentran permeados por la problemática modernizadora. A la luz de ésta, los acontecimientos y escenas de principios de los 70 son abordados en clave de una sobrepolitización que fraguó y disolvió los procesos de modernización cultural de la década del 60. El acervo gramsciano, apropiado por la historiografía progresista para examinar críticamente los años 60/70, corre el riesgo de ser desterrarlo de aquella trama o reducirlo a ciertas expresiones. Se considera que para aprehender el decurso gramsciano por la pedagogía crítica del período es preciso desandar la problemática modernizadora y asumirlo en términos de usos polisémicos. Entre los propósitos del artículo, destaca contribuir a la reconstrucción plural de las tradiciones pedagógicas críticas. A las gravitantes huellas gramscianas en la teoría educativa contemporánea que justifican un estudio histórico de su recepción, es posible añadir la relevancia de rastrear empleos pedagógicos críticos habitualmente obliterados.
Palabras claves: Gramsci; itinerario; historiografía progresista.
The article, framed in a doctoral thesis on The reception and use of Antonio Gramsci in the pedagogical popular nationalism and the new pedagogical left, 1959-1976 (Argentina), presents the main studies on the links between politics and culture and itinerary of Gramsci in the years 60/70, suggesting that some of these are permeated by the modernizing problematic. In light of this, the events and scenes from early 70s are addressed in key of a over-politicization which forged and dissolved the processes of cultural modernization of the decade of 60. The Gramscian acquis, suitable for the progressive historiography to critically examine the 60/70, runs the risk of being banish from that plot or reduced to certain expressions. It is considered that the Gramscian decurso to grasp for critical pedagogy must retrace period the modernization problems and assume in terms of polysemic uses. Among the purposes of the article, highlights plural contribute to the reconstruction of critical pedagogies traditions. At important Gramscian traces in contemporary educational theory justifying a historical study of its reception, it is possible to add the importance of tracking critical teaching jobs routinely obliterated.
Keywords: Gramsci; itinerary; progressive historiography.
Recibido: 2/10/2015
Aceptado: 28/7/2016
Enmarcado en una tesis doctoral, La recepción y usos de Antonio Gramsci en el nacionalismo popular pedagógico y la nueva izquierda pedagógica, 1959-1976, el artículo apunta a presentar los principales estudios, por un lado, en torno al vínculo entre intelectuales y política y, por otro, sobre el itinerario del comunista italiano durante los años 60/70 en Argentina. En base a estos antecedentes, se establecen algunos lineamientos historiográficos para indagar el itinerario del revolucionario sardo en la pedagogía crítica de aquellos años2.
Es sabido que el análisis de la historia intelectual de “nuestros años sesenta” y el derrotero de Gramsci en el ciclo 60/70 ha permanecido modulado por lo que se ha denominado historiografía progresista (Acha, 2012). Estructurada bajo la problemática modernizadora3 y configurada en los años 80 en el exilio mexicano o a partir del “retorno de la democracia”, esta historiografía pretendió rastrear a fines de los 60 y principios de los 70 los “excesos” o “desvíos” que fraguaron el camino modernizante de Argentina en distintos planos: el campo cultural fue subsumido en las urgencias políticas; las mediaciones institucionales democráticas en la vertebración de una estrategia política de izquierda fueron desatendidas, contribuyendo así a la espiral de la violencia y la guerra civil; el rol práctico (con las supuestas cargas antiintelectuales) y orgánico-político (con el seguimiento de las órdenes partidarias) del intelectual se exaltó, soslayando su necesaria autonomía y aporte crítico. A partir del “retorno de la democracia”, el pulso de la modernización comenzó a marcar la historiografía local y a regular la comprensión de los procesos históricos: imprime aceleraciones, entraña desacompasamientos que acarrean dificultades, etc. Esta historiografía diagramada en los años 80 implicó un proceso de revisión crítica de lo sucedido en los años 60/70 que, en algunos casos, alcanzó la autocrítica.
A nivel internacional, la problemática de la modernización en las ciencias sociales y de las humanidades empezó a estructurarse con fuerza hacia los años 50. En el marco de la Guerra Fría y, más claramente, como parte de la política de la Alianza para el Progreso, el gobierno norteamericano impulsó y financió la teoría de la modernización como barrera al comunismo. Una sociedad “moderna” evitaría los peligros revolucionarios, al tornarse democrática, tendiente a la igualdad y con ampliación de derechos. En nuestra tierra, los aportes de Gino Germani resultaron decisivos en la conformación de esta perspectiva modernizante y evolucionista. Impugnada por vertientes críticas de los años 60/70, la problemática germaniana, con otras maneras y vocablos, reapareció en los años 80. La temática de la democracia le adosó resignificaciones, pero continuó cautivando una imaginación desradicalizada de la política y la historiografía.
En los últimos años, ha surgido un renovado interés por los acontecimientos de la década 60 y principios de los 70. Mediados por la escena contemporánea, algunas nuevas camadas de investigadores/as reexaminan una escena marcadamente polémica. En el reexamen, la modulación ochentista sobresale como referencia, pero también se la ha comenzado a vislumbrar como límite. Así se han plasmado interrogantes capaces de exceder la pregunta por la modernización fallida del campo intelectual, arrojando algo de luz sobre procesos suturados hasta no hace mucho tiempo.
La tesis doctoral parte de asumir a la Revolución cubana (1959) como hito y blasón de la radicalización político-intelectual de amplias franjas que encontró un evidente punto de inflexión con la última dictadura cívico-militar (1976). Entre sus propósitos destaca contribuir a la reconstrucción plural de las tradiciones pedagógicas críticas en nuestro país. Bajo este propósito, el artículo expone algunos nudos y desafíos historiográficos a partir de las investigaciones precedentes. A la diseminada presencia gramsciana en la teoría educativa contemporánea que fundamenta un estudio histórico de su recepción, es posible añadir otra razón: apropiado por la historiografía progresista para evaluar la derrota setentista y ligado, habitualmente, a la experiencia pasadopresentista, inscribir y esparcir a Gramsci en la trama político-pedagógica del período puede iluminar algunos pasajes habitualmente obliterados por la problemática modernizadora.
El estado actual de la historia intelectual sobre la década del 60 y 70 se caracteriza por la pluralidad de objetos. En este apartado se presentarán los principales estudios que abordan el recorrido de la intelectualidad crítica durante el período 1955-1976. A pesar de la gran proliferación de trabajos, las obras de Terán (1991) y de Sigal (1991) continúan siendo de ineludible referencia.
El primero aborda la formación de la nueva izquierda intelectual en la Argentina durante el período 1955-1966. Para el autor, las condiciones de producción intelectual destinadas a dar cuenta de la realidad nacional fueron altamente sensibles a los acontecimientos políticos. Ignorar el contexto de fractura del orden constitucional en septiembre de 1955, supone mutilar la comprensión de todo lo que se comenzó a escribir a partir de entonces. Una producción a la cual el nuevo golpe de Estado de 1966 le impuso un límite algo más que funcional.
Sigal (1991) abarca el mismo período de estudio y aborda el recorrido de la nueva intelectualidad crítica, más concretamente su lugar en la política y el lugar de la política para esta franja intelectual. El centro de su tesis doctoral, producida en Francia, se asienta en los discursos y prácticas apoyados en la posesión de un saber para legitimar pretensiones de intervención en la esfera social (ideológica o política). Entre los resultados de su tesis destaca el carácter restringido de la conformación de un campo intelectual autónomo en el citado período, de acuerdo a los principios bourdianos de la teoría de campo. La actividad intelectual se vio crecientemente sometida, sin mediaciones, tanto a los acontecimientos políticos como a los cambios de humor ideológico de las “capas cultas”. Los conflictos intelectuales debilitaron cualquier institucionalidad del campo, y ya entrada la década del 60, existió una transcripción demasiado directa de lógicas ideológico-políticas no mediadas por criterios culturales consensuales (Ibíd.: 36).
Como es sabido, en su estudio Sigal retoma explícitamente las contribuciones de dos autores/as no sólo protagonistas de la práctica intelectual en los años 60/70 sino también, aunque con matices, animadores de la modulación historiográfica ochentista sobre aquellos años: Beatriz Sarlo y Carlos Altarmiano. Apoyándose en la noción bourdiana de campo, ambos explicitan la exigencia de “reajustes” a dicha noción para el abordaje de la literatura argentina:
(…) el estudio concreto de ciertos problemas y obras de la literatura argentina fue, antes que instancia de confirmación positiva de ideas e hipótesis preliminares (que lo fue), momento de reajuste y “recomposición”, por así decirlo, de los propios conceptos. Fue lo que ocurrió, por poner un ejemplo, con la idea de campo intelectual, tomada del sociólogo francés Pierre Bourdieu. Este concepto, extremadamente útil para aprehender la constitución y el funcionamiento de las élites intelectuales y su cultura en las sociedades burguesas, nos pareció más comprensivo que el de profesionalización para dar cuenta de los procesos de modernización de la figura y la condición social del escritor argentino en las primeras décadas de este siglo. No obstante, un conocimiento menos genérico de algunos momentos del proceso literario nacional nos volvió más precavidos con respecto al carácter demasiado sistemático del concepto de campo intelectual, cuyo alcance como esquema ordenador, sobre todo si se lo ponía en relación con una cultura como la nuestra, debía rodearse de acotaciones (Altamirano y Sarlo, 1983: 10).
El concepto de campo bourdiano resulta solidario con la problemática modernizadora en los análisis historiográficos. No sin importantes resignificaciones respecto al propio tratamiento de la noción de campo del sociólogo francés, la historiografía progresista lo adopta como deseo de una autonomía cultural. Se reifica así el concepto bourdiano que pasa de operar como matriz para el análisis crítico de las prácticas culturales e intelectuales en las sociedades capitalistas, a configurarse, con las adaptaciones propias del tercermundismo, como patrón axiológico de la modernización cultural.
Como se mencionó, Terán y Sigal centran su atención en el período posperonista hasta 1966, y no se adentran en los conflictivos años 70, aunque es cierto que sus conclusiones han sido sumamente influyentes en el abordaje de ese período. Tanto en Terán como en Sigal sobrevuela la sospecha de un creciente peso del plano político sobre el cultural hacia la década del 70. En otras palabras, a fines de los 60 se asistió a una sobrepolitización y a la clausura del proyecto modernizador en el terreno intelectual. Hacia el cierre de su estudio, Terán afirma:
No puede por ende negarse la contundencia y la representación de éste [en referencia a Héctor Schmucler (1963), “Hacia una nueva estética”, Pasado y Presente, n° 1, pp. 48-51] y otros textos que demuestran que efectivamente existieron también en esa revista [Pasado y Presente] con vocación política intervenciones que sostuvieron la irreductibilidad de la tarea intelectual, avalando la hipótesis de que sin el golpe militar de 1966 el campo intelectual podría haber resistido las posteriores e inmoderadas invasiones de la política que terminaron en muchas casos por desdibujar la figura misma del intelectual (Ibíd: 179).
Para Terán como para Sigal en los 60 existió una primera fase de modernización cultural que se distingue de una segunda, ligada a la fracturada institucional producida por el golpe de 1966 y el Cordobazo (1969), donde comenzó a predominar la aseveración “todo es política”. En la primera fase, la política estuvo presente representando a una comunidad, como signo de reconocimiento público de los intelectuales. Existía una separación entre la necesaria actividad política y la cultural que se regía por criterios específicos sin resumirse al terreno ideológico-político. Luego, en una segunda fase, desde lo político se comenzaron a promover principios de clasificación de la obra, subordinando así el espacio cultural. En rigor, para Sigal a fines de los 60 e inicios de los 70, los propios intelectuales comenzaron a someter el campo cultural a parámetros políticos:
Sería apresurado concluir, de la decisión de supeditar las prácticas culturales a los objetivos políticos, que la cultura o, mejor dicho, los artistas y los intelectuales vean disuelta su entidad en la esfera de la política y hayan perdido su autonomía cultural como cuerpo. Al contrario. En las condiciones de la sociedad argentina a fines de los 60 y comienzos de los 70 la decisión de dar el primado a lo político fue expresión de la más absoluta y vertiginosa autonomía de los intelectuales (Sigal, Ibíd: 249).
El trabajo de Sarlo (2001), La batalla de las ideas, se consagra a los recorridos intelectuales y sus pretensiones por intervenir en la esfera pública. La autora continúa el núcleo argumentativo avanzado más arriba: ya pasados los años 60 y entrados en la década del 70 el terreno cultural se vio subsumido a las exigencias políticas. Se dio, asegura, un giro desde soluciones reformistas hacia propuestas revolucionarias, y esto caló tanto en la izquierda marxista y peronista como en la iglesia y en las universidades. A fines de los 60 y principios de los 70 los discursos intelectuales acusaron una pérdida progresiva de especificad en relación a grandes (y sensibles) tópicos:
(…) ciencia y técnica (de la investigación a la denuncia de las condiciones dependientes del saber); literatura y artes (del compromiso al arte político, de la modernidad y la vanguardia a la revolución); universidad (el fin de la cuestión universitaria propiamente dicha, que se disuelve en la revolución en la universidad y una universidad para la revolución); catolicismo y socialcristianismo (de las encíclicas a la Teología de la liberación) (Sarlo, 2001: 14-5).
En esta línea, la autora concluye que entre fines de los 60 y principio de los 70, la propia “cuestión intelectual” fue descartada como tema específico en el arco de la izquierda y resuelto (disuelto) en la política.
Las tesis doctorales de De Diego (2001) y Gilman (2003) también ahondan la perspectiva y énfasis de Sigal, en una doble dirección: el trabajo historiográfico a través de la noción bourdiana de campo, y la delimitación de dos etapas en las relaciones entre intelectuales y política en las décadas del 60 y 704. Respecto a esto último, consideran que el período 1955-1969 estuvo marcado por la autonomía de la cultura respecto de la política, mientras que entre 1969 y 1976, el campo cultural fue anulado y subordinado a la política. De Diego aborda un conjunto de problemas y tensiones ligadas a la relación entre los intelectuales y la política en Argentina, centrándose en las transformaciones sucedidas en el campo intelectual y el campo literario desde 1970 hasta 1986. Los años 70 se caracterizaron por la creciente politización de las intervenciones de unos escritores progresivamente devenidos intelectuales políticos, estableciéndose una simbiosis entre el campo cultural y el campo político que en los años 80 se revirtió mediante una progresiva autonomización de la cultura. Así a principios de los 70 era imposible hablar de un texto literario o hacer una crítica prescindiendo de las posiciones políticas que adoptaba el autor:
El proceso que estamos describiendo lleva a una fatal y creciente politización de las intervenciones de los escritores, de donde no sólo serán intelectuales, sino –y sobre todo- intelectuales políticos. La frase tantas veces escuchada por aquellos años, “todo es político”, no establece sólo una primacía, sino una progresiva anulación de los otros campos; la política es desde luego una tema de debate y polémica, pero es mucho más; es una suerte de hermenéutica privilegiada desde donde se miran y se leen no sólo actividades específicas como la literatura, sino también actitudes personales, proyectos de vida; es en este paradigma donde se articulan los juicios de valor, es un compulsivo modelo de la experiencia: la política desplaza a la ética (Ibíd: 31).
Si bien Gilman aborda un objeto de estudio más amplio (los intelectuales latinoamericanos, especialmente en el ámbito de la literatura y sus articulaciones conflictivas con la política), también realiza vastas aportaciones sobre el contexto y la intelectualidad crítica argentina. Sugiere una transición hacia fines de la década del 60 entre el modelo del intelectual comprometido y la figura del intelectual revolucionario. A principios de los años 60, el compromiso se extendió de la obra a la vida del autor y, con ello, aumentó la difusión de conductas y vigilancias autoimpuestas por los escritores latinoamericanos. Pero a fines de los 60 e inicios de los 70, el compromiso intelectual y su rol crítico en la sociedad fueron considerados insuficientes y empezó a difundirse el modelo del intelectual revolucionario, con sus derivadas cargas antiintelectualistas y subordinación a las dirigencias políticas. Las crecientes exigencias de participaron revolucionaria devaluaron la noción de compromiso. Se puso el acento en los requerimientos revolucionarios (ya no sólo estéticos) de la práctica intelectual, afectando así los criterios de legitimidad y validez de dicha práctica que debía regirse por el objetivo de contribuir a la obra común. Se borraba la especificad de la tarea intelectual en pos de la adscripción política. Al igual que Sarlo, concluye que fue la propia esencia de la actividad intelectual la que se puso en cuestión, desestructurándose los avances en materia de modernización del campo cultural:
Hasta entonces [mediados de la década del sesenta], las figuras del crítico, el ideólogo, el buen escritor o militante podrían representar al escritor-intelectual comprometido. Pese a que cada uno de esos perfiles dibuja diferentes figuras de intelectual, esas diferencias fueron consideradas en términos de matices o énfasis, sin afectar ni cuestionar la identidad progresista del intelectual. La noción de compromiso funcionó como un concepto-paraguas bajo el que se agruparon los demás atributos. Esta complementariedad de figuras diversas configuró un momento particular de la historia intelectual del continente latinoamericano que puede darse por terminada hacia 1966-1968. A partir de una nueva constelación de coyunturas, la legitimidad de la figura del intelectual fue disputada, ya en favor del intelectual como conciencia crítica de la sociedad (…), ya en favor del intelectual-revolucionario. Esta segunda figura de intelectual emergente comenzó a cuestionar la legitimidad de la agenda cultural que había sido productiva y hasta exitosa en la primera mitad de los años sesenta (Ibíd: 144).
Indudablemente, las producciones revisadas han aportado un conjunto significativo de análisis, permitiendo divisar espacios y debates medulares de los años 60/70. Comparten, como se ilustró, la asunción de los inicios de los 70 como un tiempo plagado por un exceso de politización y una sobredeterminación del momento político en lo referido a las producciones intelectuales. Sin soslayar la relevancia de la política en las intervenciones intelectuales, es válido preguntarse si esta clave analítica resulta fecunda para dar cuenta de los debates o elaboraciones político-pedagógicas de entonces.
El recorrido de Antonio Gramsci por Argentina no ha escapado a la modulación historiográfica ochentista. Si bien existen un variado cúmulo de investigaciones o reflexiones sobre el curso del revolucionario sardo en Latinoamérica (Portantiero, 1977; Burgos, 1997; Burgos y Pérez, 2002; entre otros) y en nuestro país (Kohan, 2000a, 2000b; Burgos, 2004, 2007, 2012; Della Rocca, 2013; entre otros), sin dudas el trabajo de José Aricó (1988 [2005]) La Cola del diablo. Itinerario de Gramsci en América Latina es el principal antecedente. Quizás sea un caso emblemático en que las autorepresentaciones fijan de manera tan contundente no sólo el examen de una experiencia político-cultural y editorial -como Pasado y Presente- sino también el derrotero de un autor. Gramsci se ha visto asimilado al colectivo que emprendió la revista Pasado y Presente (1963-1965 -1° época- y 1973 -2° época-), los Cuadernos de Pasado y Presente (1968-1983), entre otros proyectos editoriales durante el período.
Enmarcado en la reconversión de los años 80, Aricó, especialmente en el capítulo tres del libro, consagrado a Pasado y Presente, estructura un análisis que instituye a Gramsci como la principal fuente y entidad político-teórica del grupo. Alude al calificativo “gramscianos argentinos” para designar la experiencia. Atribuye esta nominación a un artículo aparecido el 4 de octubre de 1963 en la revista Izquierda Nacional, a manos de Ricardo Varela (presumiblemente, según el autor, seudónimo de Ernesto Laclau) que en base al libro de de Juan Carlos Portantiero (1934-2007) Realismo y realidad en la narrativa argentina (1961), y otro de Aricó que inauguró la publicación de Pasado y Presente (en 1963 y terminó por catalizar su expulsión del PCA), se preguntaba: “¿para dónde van los jóvenes gramscianos?”. Sin embargo, el artículo no hizo mención al sintagma en cuestión que Aricó entrecomillaba como si se tratara de una cita textual. En rigor, el mote fue un producto del propio autor. La operación moduló y configuró una identidad del grupo pasadopresentista alrededor de Gramsci; una identidad que era capaz de coexistir con otros nombres, con otros significantes, como así también establecer una fijación imaginaria resistente en el tiempo (Zarowsky, 2015)5.
Expulsados de la organización, Gramsci no retornó al PCA en los años 60/70 y, según el análisis de Aricó, fue el acervo gramsciano quien animó a Pasado y Presente. La identificación dispuesta por el autor ha calado hondo. En los múltiples trabajos sobre la historia intelectual argentina, el recorrido gramsciano es frecuentemente homologado al periplo del colectivo editor (Terán, 1991; Sigal, 1991; Kohan, 2000a, entre tantos). Asimismo, el principal rasgo político-teórico pasadopresentisita se ha asociado a Gramsci. No por casualidad el agudo y profundo trabajo de Burgos (2004) sobre las peripecias pasadopresentistas lleva como título Los gramscianos argentinos6.
A través de los “gramscianos argentinos” Aricó busca fijar un cierto hilo de continuidad entre los 60/70 y los años ochenta. En definitiva, el revolucionario sardo (re)apropiado y (re)pensando en el exilio mexicano y en el retorno al país, siempre había pertenecido a la gesta pasadopresentista. Gramsci y su itinerario se envolvían en la historiografía progresista. Él era capaz de echar luz sobre las propias limitaciones políticas del pasado. Siempre gramscianos, el arsenal teórico del comunista italiano permitía divisar en “los ochenta” restricciones que el gramscismo de “los sesenta” impedía. Aun cuando Gramsci forjó una elocuente identidad del colectivo pasadopresentista en los años 60/70 ¿El racconto de la experiencia a la luz de la huella gramsciana no buscar jerarquizar una referencia digerible y atractiva para (y en) los años ochenta? ¿Gramsci no es inscripto en una reconstrucción que contribuye a dotar de cierta coherencia u homogeneidad un recorrido? ¿Cuáles son las consecuencias de una lectura de esta índole sobre el periplo del revolucionaro sardo en la Argentina? ¿Qué adscripciones deja brotar a la superficie y cuáles desestima? Tal vez, entre otras, una tarea aún en curso repose en indagar la propia experiencia pasadopresentista determinado otras influencias político-teóricas y elementos contextuales capaces de sortear la intimidad con Gramsci. Sin dudas, el revolucionario sardo constituyó una referencia de envergadura, pero que convivió, se yuxtapuso o lidió con otras. La modulación ochentista no debe soslayar adscripciones sesentistas/setentistas devenidas incómodas: leninismo, guevarismo, castrismo, maoísmo, althusserianismo7. Tampoco debe desterrar circunstancias epocales determinantes8.
En el plano de la historiografía pedagógica, la problemática modernizadora también ha estructurado análisis. La modulación ochentista diagramó una historia intelectual de la pedagogía crítica de los 60/70 donde sobresalen las limitaciones y las revisiones (en algunos casos, también autocríticas). Gramsci igualmente fundamentó el “examen de conciencia” setentista. Un temprano e ilustrativo caso en el terreno pedagógico se encuentra en dos artículos sucesivos de Adriana Puiggrós (1979a; 1979b) publicados en la revista Controversia durante el exilio mexicano. Signada por una voluntad autocrítica, la autora marca la desventura del vínculo entre pedagogía y política a principios de los 70 por parte de la izquierda peronista. El ideario gramsciano sirve de fundamento en la revisión:
(…) la naturaleza ideológica del fenómeno educativo y el carácter político de las propuestas educacionales, no llevan a la conclusión de que la reducción del problema educativo a lo político sea el camino correcto, ni que necesariamente la educación sea siempre y llanamente, instrumentada por la política dominante. Remite al establecimiento de un vínculo “en el sentido más amplio de unidad del proceso histórico de la realidad en el que el sistema de las superestructuras no puede concebirse sino como ‘distinciones de la política’” (Gramsci citado por Puiggrós). En ese sentido la educación en la Argentina de 1973 debió haberse constituido en un vehículo para dar dirección a la espontaneidad, para combatir las expresiones del bloque oligárquico/imperialista, para lograr la consciente y lúcida adhesión de los intelectuales a un proyecto de transformación nacional. Pero aquí nuevamente volvemos al problema central, es decir a la ausencia de ese proyecto y por lo tanto a la insuficiencia de las fuerzas agregadas en 1973 para dirigir la construcción de un bloque ideológico (Puiggrós, 1979a: 12).
Es el revolucionario sardo quien señala la ecuación virtuosa entre pedagogía y política, entre dirección y espontaneidad que en los 70 fue desatendida, primando el peso de la política en los proyectos y propuestas educativas. Es sabido que en la perspectiva historiográfica educativa impulsada y elaborada en el exilio mexicano de los años 80 por Puiggrós, de amplia difusión por cierto, la perspectiva gramsciana es elocuente. En rigor, la autora refiere a Gramsci a través de la interpretación de Ernesto Laclau que, también por entonces, renueva el arsenal político-teórico crítico. Sintéticamente, el concepto de hegemonía gramsciano es divisado por este autor como un proceso discursivo de mediación, articulación y rearticulación en que los sujetos son constituidos. A diferencia del marxismo crítico de los años 60/70, se asume que los sujetos no están preconstituidos por su condición de clase sino que se dirimen en procesos hegemónicos siempre abiertos, paradojales y contingentes. Bajo este ángulo, Puiggrós configura una linaje historiográfico educativo en que describe la existencia del discurso pedagógico hegemónico pero que, en línea con el pensamiento gramsciano/laclauniano, recalca la presencia de otros discursos negados o reabsorbidos por el primero. En esta orientación, la autora emplea el tratamiento del rapport pedagógico gramsciano para señalar el carácter abierto y conflictivo del vínculo político-educativo9.
De alguna manera, el revolucionario sardo emerge en esta historiografía educativa modulada en los años 80 como un autor capaz de fundamentar un análisis del vínculo política y educación distinto al estructurado en los años 60/70. Se convierte así en una referencia decisiva en la trama del exilio ¿La apropiación de Gramsci para la revisión político-pedagógica de un pasado convulsionado no corre el riesgo de desterrarlo de ese pasado? ¿Aquel Gramsci construido en los 80 que jerarquiza la intervención institucional y en el sistema educativo, supuestamente a contramano de los años 60/70, no podría terminar por excomulgarlo de estos años?
También, en esta modulación historiográfica, el adjetivo crítico-reproductivista evidencia los “excesos” de la pedagogía crítica de los años 70. La calificación de distintas obras de autores de cuño marxista sobre el sistema educativo a fines de los 60 y principios los 70 –como La Reproducción de P. Bourdieu y J. C. Passeron o Ideología y Aparatos Ideológicos de Estado de L. Althusser– se presta como categoría heurística sobre el período. El calificativo articula con el abordaje de estos años en clave de sobrepolitización: en definitiva, franjas de pedagogos críticos no habrían dejado vestigio para la intervención pedagógica específica, encerrando al sistema educativo en una reproducción circular y, por tanto, clausurando la potencialidad de las intervenciones educativas en el aparato escolar10. La mediación institucional y la cuestión democrática habrían sido suturadas. Lidia Rodríguez, que actualmente dirige el Programa Alternativas Pedagógicas y Prospectiva Educativa de América Latina (APPEAL) fundado por Adriana Puiggrós en México en 1981, al realizar un recorrido histórico de la pedagogía de liberación, afirma:
La educación popular de la que somos herederos surge a mediados de siglo XX en el contexto de radicalización política del continente, en los años de fuerte crítica a la escuela ampliamente tematizados por el reproductivismo pedagógico (…). En el escenario de recuperación de la legalidad de funcionamiento institucional de los años 80 la oposición radical entre sociedad civil y estado debió ser replanteada. Era necesario fortalecer la débil democracia lograda, y la educación popular comenzó a debatir la posibilidad de ubicarse en relación de diálogo y no de oposición con la escuela estatal (2008: 6).
Otro decisivo estudio de los vínculos entre pedagogía, política e intelectualidad en el período 1955-1976, lo constituye Suasnábar (2004). Si bien el autor ilumina una serie debates y trayectorias intelectuales de enorme importancia para comprender el terreno pedagógico de aquellos años, parece compartir las conclusiones suministradas por la problemática modernizadora:
El golpe de Onganía y la intervención universitaria resultaría un punto de inflexión (…). Si hasta ese momento [el vínculo intelectual y política] se había desplegado dentro del protegido espacio de la universidad reformista, el cierre cultural y el ascenso de la conflictividad social que seguiría al Cordobazo confirmarían o reforzarían para importantes sectores intelectuales, la convicción respecto de la imposibilidad de una intervención desde lo cultural a lo político, lo cual abría el camino a la radicalización posterior del campo. De tal forma, las sucesivas respuestas a las distintas cuestiones en un contexto de acelerada radicalización política marcaría el tránsito de la disolución de la figura intelectual comprometido hacia la emergencia de un modelo de intelectual orgánico (2004: 16).
El pasaje de intelectual comprometido a intelectual orgánico, tributario de los estudios de Sigal y Terán que señalan la creciente politización de la intelectualidad crítica, se vuelve prisma para comprender la intervención de los/as intelectuales en los años 60/70. Entre tantas contribuciones, Suasnábar hecha luz sobre un artículo de la pedagoga Sara Morgenstern (1941) para la Revista de Ciencias de la Educación (1970-1975), titulado “Hegemonía y educación”, publicado en septiembre de 1975. Apoyándose en la noción gramsciana de hegemonía, la autora divisaba las disputas y conflictos al interior del sistema educativo. Sin embargo, Suasnábar inscribe a esta contribución como parte del proceso de revisión de la crítica educativa acontecido en los años ochenta. Así el escrito de filón gramsciano de Sara Morgenstern es interpretado en una clave desradicalizada, anticipando la revisión del vínculo entre intelectuales y política en el espacio pedagógico y, por tanto, desajustándolo de la trama setentista que le otorga cabal sentido:
Frente a la insostenible conceptualización de la superestructura como mero reflejo de la estructura [Sara Morgenstern] opondrá la noción gramsciana de hegemonía, la cual no sólo le posibilitará comprender el carácter contradictorio de estos procesos y de aquellos que se dan dentro del sistema educativo sino sobre todo ofrecería una alternativa para el dilema entre compromiso intelectual e intervención política. No sabemos qué hubiera pasado de continuarse este movimiento de revisión crítica pero lo cierto es que la dictadura dejaría inconclusos estos debates, y con ellos también la propia discusión sobre el lugar de los intelectuales de la educación. Aunque excede esta investigación pensamos que ese debate ausente se proyectaría con diferentes formas y actitudes en la esperanzada escena que traería la democracia de los años ochenta (Ibíd: 272).
Presumiblemente, el prisma modernizador conduce a Suasnábar a sostener que la perspectiva teórica de Sara Morgenstern se oponía drásticamente al legado althusseriano (Ibíd: 272). Continúa pues la crítica y desprecio de la historiografía progresista de los 80 a las influyentes elaboraciones conceptuales del estructuralismo althusseriano de los años 60, por lo que no sólo el autor termina por asociar al filósofo francés con el marxismo vulgar sino que además anula las zonas de compatibilidad y articulación que Sara Morgenstern estableció entre gramscismo y althusserianismo para divisar al sistema educativo. En definitiva, en la reflexión de Suasnabar el aporte de Sara Morgenstern y su empleo de Gramsci en el plano educativo, anticipa y forma parte de la modulación ochentista por venir.
Quizás el propio escrito de Portantiero “Los usos de Gramsci” (1977) esconda una hipótesis de interés para indagar la presencia de Gramsci en los años 60/70 en Argentina. No se trataría de buscar una doctrina gramsciana en la época sino de asumir su presencia en clave polisémica (Acha, 2014). Más cercano a un uso que a una precisa fidelidad político-teórica, el acervo gramsciano habría sido introducido bajo intereses y configuraciones heterogéneas. Para asirlo sería preciso distanciarse de la perspectiva provista por la problemática modernizadora que parece envolver a Gramsci en los años 80 y asumir el empleo categorial gramsciano en los años 60/70 como parte de un mosaico de tensiones y conflictos sin sentidos predefinidos.
Si bien Gramsci no constituyó una referencia central o destacada en la pedagogía crítica de los años 60/70, existen ciertas marcas que fundamentan indagaciones. La disyunción entre un proceso de modernización cultural durante los años 60 y un proceso de sobrepolitización posterior que lo corrompió, o la apropiación de Gramsci por parte de la modulación historiográfica ochentista para pensar la derrota setentista, o bien su asimilación/reducción a ciertas expresiones político-culturales en los 60/70, pueden acarrear algunas cegueras. Concretamente fue hacia fines de los 60 y principios de los 70 donde la presencia gramsciana en la cultura política de izquierda y, particularmente, en sus elaboraciones pedagógicas adquirió mayor densidad. El derrotero del genio sardo en la pedagogía crítica comienza allí donde la problemática modernizadora construye escenas de sobrepolitización y que parecen incapaces de contenerlo. Además del referido artículo de Sara Morgenstern, otras expresiones de la nueva izquierda pedagógica del período refirieron a Gramsci: la revista Los Libros (1969–1976), en la que la pedagogía resultó un segmento asiduo de reflexión, reprodujo un artículo de la filósofa francesa Christine Buci–Glucksmann (n° 32, octubre–noviembre de 1973) consagrado al pensamiento pedagógico de Gramsci; J. C. Tedesco (1944), que participó en los años 60 en las corrientes izquierdistas del Partido Socialista Argentino y luego en Política obrera, publicó en 1970 Educación y Sociedad en la Argentina (1880–1900) donde apeló al comunista italiano para fundamentar la tesis central del libro, esto es, que en su origen el sistema educativo argentino adquirió una función política antes que económica; Juan Carlos Portantiero (1934-2007) reflexionó en 1971 sobre la Reforma universitaria de 1918 a través de la categoría gramsciana kulturkampf, señalando el deseo errático del movimiento reformista en devenir hegemónico (Bustelo, 2013)11. Por su parte, intelectuales del nacionalismo popular pedagógico también recurrieron a Gramsci a fines de los 60 y principios de los 70: Juan José Hernández Arregui (1913-1974) en Nacionalismo y liberación (1969) apeló puntualmente al revolucionario sardo para cuestionar la relación intelectuales/docente – pueblo/alumno; Horacio González (1944) en el marco de la Cátedras Nacionales y revistas en la que participó (Envido, 1970-1973, y, en menor medida, Antropología del 3° Mundo, 1968-1973) libró una batalla contra Pasado y Presente por el legado de Gramsci con derivas o implicancias pedagógicas12. Todas estas marcas, o mejor, usos pedagógicos gramscianos, reclaman análisis específicos que parecen obligados a desandar la problemática modernizadora, pero también desechar otra senda historiográfica que ha demostrado serios inconvenientes al abordar el período: el romanticismo incauto.
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Doctor en Educación, Magíster en Pedagogías Críticas y Problemáticas socioeducativas, y Licenciado en Ciencias de la Educación (UBA). Docente del Departamento de Ciencias de la Educación (UBA). Becario posdoctoral del CONICET. Instituto de Investigaciones en Ciencias de la Educación. sebastianjorgegomez@gmail.com.
Se comprende a la recepción de autores/as como un proceso activo a través del cual determinados individuos o grupos intentan adaptar la teoría a su campo. En su análisis, la tarea reside no en develar empleos correctos o incorrectos en referencia a una interpretación válida, sino en comprender sus modalidades y condiciones de posibilidad socio–históricas (Tarcus, 2007). Por su parte, el concepto “usos de Gramsci” remite a Portantiero (1977) quien, tempranamente, subrayó las disímiles y productivas lecturas realizadas del disperso legado gramsciano. Los usos suponen una operación sobre el texto, una incorporación del lector en el lugar del autor, tornándose una operación activa.
Se emplea el concepto de problemática siguiendo algunos preceptos althusserianos (Althusser, 1965; Althusser y Balibar, 1967). Interesa, especialmente, que la problemática estructura una efectiva relación con los objetos y, por tanto, conjuga un interjuego entre lo visible y lo invisible para el pensamiento del autor/a. Sólo resulta visible todo objeto situado sobre el terreno y el horizonte delimitado por la problemática.
La aprehensión unitaria de ambos trabajos es posible fundamentarla en el propio prólogo de De Diego a la 3° edición del libro fruto de su tesis doctoral, ¿Quién de nosotros escribirá el Facundo? Intelectuales y escritores en Argentina (1970-1986): “(…) quiero destacar la publicación del libro de Claudia Gilman, Entre la pluma y el fusil. Debates y dilemas del escritor revolucionario en América Latina. Aunque su libro se detiene por los años en el que el mío arranca, y aunque mi objeto se limite al caso argentino y el de Gilman a Cuba y América Latina, numerosas coincidencias interpretativas entre uno y otro permiten pensarlos como un corpus único, sucesivo, articulado” (2007: 13).
Prácticamente en paralelo a la aparición de La cola del diablo, en Abril-Julio de 1987 a través de la influyente revista Primera Plana, Aricó publicó un artículo bajo el sintagma “Los gramscianos argentinos” que, resumidamente, proseguía la letra de su posterior libro como así también la operación señalada. El sintagma, además, aparecía en la tapa del número de la revista, junto con otros títulos que anunciaban las temáticas de los artículos. El manuscrito en cuestión, por otra parte, había sido elaborado por Aricó para su presentación en el seminario internacional sobre la “Presencia de Gramsci en América Latina” organizado por el Instituto Gramsci en septiembre de 1985 en Ferrara, Italia. También en 1987, Aricó ofreció una entrevista al periódico El periodista de Buenos Aires que, sugerentemente, se titulaba “Un gramsciano argentino”.
En el reciente libro Gramsci en las orillas, las contribuciones de Cabezas; Gago y Sztulwark; Arnall, Daper y Sabau, permiten divisar trazos de Gramsci en la experiencia pasadopresentista, especialmente en la pluma de Aricó, pero también subyace o continúa el riesgo de reducir a esta experiencia la presencia gramsciana en los años 60/70.
Las contribuciones de Starcenbaum (2011; 2014; 2015) permiten articular la gesta pasadopresentista con otros influjos, específicamente el althusserianismo, que exceden al gramscismo, impugnando por lo tanto la nominación “gramscianos argentinos”. En una línea similar, Celentano (2014) ha rastreado la presencia de otro corriente en Pasado y Presente: el maoísmo.
Si bien no ahonda en el colectivo político-editorial pasadopresentista, Bulacio (2006) contribuye a divisar otros elementos contextuales de su “prehistoria” al analizar el derrotero de Gramsci en el PCA a fines de los años 50 y principios de los 60. A las ya conocidas interpretaciones elaboradas por Aricó, el autor añade un nuevo ángulo: las históricas relaciones dispuestas por el comunismo internacional con los intelectuales. Por su parte, Petra (2007; 2010a; 2010b; 2014) analiza, no el conjunto del recorrido de la experiencia pasadopresentista, sino su génesis, el trayecto preliminar por el PCA y luego, la primera etapa de la revista. Si bien no rehúye a la gravitación de Gramsci en la experiencia, se esfuerza por señalar otros trazos, pensando a este colectivo intelectual en relación con una constelación de elementos contextuales. Especialmente, profundiza una indicación pasajera de Aricó (1988 [2005: 94) en torno la influencia de la cultura comunista italiana en la experiencia de Pasado y Presente.
La perspectiva diagramada por la autora es posible rastrearla en su prolífera obra (Puiggrós, 1984; 1991; 1994a; 1994b).
Por ejemplo, Puiggrós califica la posición político-pedagógica de Hernández Arregui (1913-1974) en términos reproductivistas y sugiere que la misma se había “generalizado entre los docentes que estaban en rápido proceso de acercamiento al campo nacional popular” a principios de los 70 (1997: 72).
Se asume a la nueva izquierda pedagógica como una tendencia que en debate con los partidos tradicionales de izquierda y de las vertientes reformistas o populistas, se asentó en los años 60/70 en expresiones críticas y renovadoras del marxismo (entre ellas, escritos gramscianos) para reflexionar sobre el fenómeno educativo.
El nacionalismo popular pedagógico mostró una marcada adhesión o expectativa sobre el movimiento peronista, estableciendo polémicas no sólo con la versión economicista del marxismo sino también con aquellas tendencias marxistas heterodoxas a las que acusaba de desconocer la especificidad nacional o latinoamericana.