Formaciones y estrategias discursivas, y su dinámica en la construcción de la hegemonía
Propuesta metodológica con una aplicación a las disputas por la cuestión agraria en la Argentina de 1920 a 1943
Por Javier Balsa1
En la primera parte del artículo, se formulan una serie de precisiones y recortes de los alcances de los conceptos de “formación discursiva” y de “estrategias discursivas”, con el objetivo de tornarlos más operativos para su empleo sistemático. Además, se analiza su utilidad para investigar las disputas por la hegemonía, encontrándose relaciones entre las formaciones discursivas y el plano de lo ontológico de la hegemonía, y de las estrategias con el de lo óntico-valorativo. Finalmente, se incorporan en el estudio de los dos tipos de articulaciones (diferenciales o equivalenciales) que pueden desarrollarse para construir la hegemonía. En la segunda parte del artículo, se ejemplifica esta propuesta con los resultados de un estudio previo acerca de las disputas en torno a la cuestión agraria en la Argentina de las décadas de veinte, treinta y comienzos de la del cuarenta.
Palabras claves: Formación discursiva; Estrategia discursiva; Hegemonía; Foucault; Laclau
In the first part of the article, a number of clarifications and reductions of the scope of the concepts of “discursive formation” and “discursive strategies” are formulated, in order to turn them more operative and precise for a systematic use. The usefulness of these concepts to research the disputes around hegemony is also analyzed, finding relationships between the discursive formations and the ontological level of hegemony, and between the strategies and the ontic-valorative level. Also, the connections between these concepts and two types of articulations (differential or equivalential) that take part in the construction of hegemony are explored. In the second part of the article, this proposal is exemplified with the results of a previous study about the disputes around the agrarian question in the Argentina of the twenties, the thirties and the beginnings of the forties.
Keywords: Discursive Formation; Discursive Strategy; Hegemony; Foucault; Laclau.
Recibido: 5/2/2016
Aceptado: 26/8/2016
Este trabajo se enmarca en un proyecto más ambicioso que busca elaborar un esquema teórico y metodológico para el estudio de la construcción de la hegemonía. El mismo procura sostener una perspectiva gramsciana, pero incorpora varios de los aportes elaborados por Ernesto Laclau. Hemos partido de una definición mínima de hegemonía y de la identificación de distintos planos, o lógicas, de su construcción (Balsa, 2006a y 2006b), y en los últimos años avanzamos en el estudio de los aspectos más estrictamente discursivos (Balsa, 2011).2
Particularmente, para atender al plano de lo ideológico consideramos que Laclau aporta elementos centrales y originales para una comprensión más profunda del mismo. Además, pensamos que buena parte de estas teorizaciones no resultan incompatibles con las reflexiones que Gramsci realiza en los Cuadernos de la cárcel, especialmente si le otorgamos centralidad a las formulaciones contenidas en el Cuaderno 11 (véase al respecto, Frosini, 2010 y Balsa, 2016a y 2016b).3
Compartimos el enfoque laclausiano de que la hegemonía implicaría “dominar el campo de la discursividad” y detener parcialmente “el flujo de las diferencias” a través de la articulación de significantes en cadenas equivalenciales (Laclau y Mouffe, 1987: 129). La construcción discursiva de estas cadenas permitiría ir anudando significantes de forma de construir e integrar demandas en torno a algunos significantes claves para la dominación. Estas cadenas funcionarían como “paquetes” difíciles de desatar, obligando a aceptar unos significantes si se desean otros. Así, por ejemplo, si usted quiere “estabilidad económica”, seguramente el discurso dominante le impondrá que también tiene que aceptar el “ajuste fiscal” y, consecuentemente, apoyar algún presidente que sepa imponer “los sacrificios necesarios” a los sectores que no les gusten estas políticas.
A nuestro entender, una carencia del enfoque de Laclau es de índole metodológica, ya que ofrece pocas pistas sobre cómo analizar esta construcción de la hegemonía. Tal vez su más afinada contribución al respecto surge de la atención que le ha prestado a la retórica (Laclau, 2002 y 2014) y, en particular, su señalamiento de que, como la relación equivalencial no es de identidad, en la base de la hegemonía se encuentra un empleo ambiguo de las figuras retóricas. Por eso, la construcción de cadenas involucra procedimientos discursivos muy intrincados, que apelan a deslizamientos semánticos y a un uso oblicuo de las figuras retóricas, que se despliegan con especial enmarañamiento en los complejos de cláusulas (Balsa, 2014).
Pero, no vamos a abordar en este artículo la cuestión de la retórica, sino que propondremos una metodología para analizar las regularidades que conforman las cadenas equivalenciales en sus repeticiones. Para abordar estas cuestiones, creemos que son sumamente útiles los aportes de Michel Foucault, en particular los presentes en su obra La arqueología del saber (Foucault, 1969; de aquí en adelante las citas directas a la paginación hacen referencia a esta obra). De este trabajo, retomaremos especialmente el concepto de formación discursiva, que es recuperado, con salvedades, por Laclau y Mouffe en Hegemonía y estrategia socialista.4 Ellos explícitamente destacan que comparten la idea de que la formación discursiva implica “la regularidad en la dispersión” (Laclau y Mouffe, 1987: 119). Entonces, partiremos de este concepto foucaultiano y de sus componentes, para aportar a una sistematización del análisis de la conformación de las cadenas equivalenciales y de la manera en que se puede estudiar la hegemonía en tanto “regularidad en la dispersión”.5
De todos modos, no realizaremos un uso ortodoxo de los conceptos foucaultianos (lo que sería casi un oxímoron para el propio Foucault).6 En cambio, formularemos una serie de precisiones y recortes de los alcances de los conceptos de “formación discursiva” y “estrategia discursiva” que, consideramos, los tornan más operativos para su empleo sistemático, aunque para muchos foucaultianos esta operación podría ser considerada una simplificación excesiva.
En esta línea de reflexión, el artículo tiene una primera parte destinada a precisar una forma de entender los conceptos de formación discursiva y de estrategias discursivas, y a explorar su vinculación con la construcción de la hegemonía. Luego, en la segunda parte, se ejemplifica esta propuesta con la síntesis de un estudio previo acerca de las disputas en torno a la cuestión agraria en la Argentina entre 1920 y 1943.
Recordemos que Foucault incluye cuatro cuestiones que caracterizan a las formaciones discursivas: los objetos, las modalidades enunciativas, los conceptos y las estrategias discursivas. Como señala Deleuze, los enunciados en Foucault se distinguen de las palabras, de las frases o de las proposiciones, porque comprenden en sí mismos, como sus “derivadas”, las funciones de sujeto, de objeto y de concepto (Deleuze, 2005: 35). En relación con la modalidad, las formaciones discursivas especifican quién puede hablar, de qué y cómo, pues los discursos construyen las posiciones de enunciación que habilitan a hablar de algunas cosas y no de otras. Esta es una cuestión clave para la construcción de la hegemonía y Foucault profundiza sobre ella en El orden del discurso (Foucault, 1973). Sin embargo, en este artículo no vamos a abordar la cuestión de la modalidad enunciativa, ya que consideramos que merece un tratamiento específico y, por otro lado, aún no tenemos una elaboración articulada en forma consistente con la construcción de la hegemonía (una primera tentativa puede consultarse en Balsa, 2009).
Por otro lado, consideramos que es más fructífero, al menos en términos de su operacionalización, recortar el alcance de los conceptos de formaciones y estrategias discursivas, a la formación de objetos y la construcción de conceptos. En este sentido, el artículo abordará estas dos cuestiones y su vinculación con las cadenas equivalenciales en función de la construcción de la hegemonía.
Los discursos forman sistemáticamente los objetos de los que hablan. Como comenta Foucault en relación con el discurso psiquiátrico, un discurso novedoso debe “definir aquello de que se habla”, “darle el estatuto de objeto”, y así “hacerlo aparecer”, “volverlo nominable y descriptible” (67-68). Como recuerda Valisilachis (2007), para Foucault el objeto, lejos servir de referencia para vincular un conjunto de enunciados, está constituido, por el conjunto de esas formulaciones.7
Es la clase de objetos y no su mero listado lo que caracteriza a una formación discursiva. Lo importante serían las reglas que definen el régimen de los objetos posibles, o, más bien, de las prácticas que forman sistemáticamente los objetos de los que hablan (80-81).
Metodológicamente, surge así un primer plano de análisis de los enunciados centrado en la búsqueda de los objetos y, por detrás de ellos, de las regularidades y puntos en común, que pondrían en evidencia las reglas de formación de estos objetos.
Pero, para Foucault, los objetos son entendidos no como meros significantes o palabras, sino como formando parte de enunciados concretos que construyen un mundo discursivo determinado, constituido por un tipo de objetos específicos. En este mismo sentido, podemos observar que, gramaticalmente, existen diferentes formas en que los objetos aparecen en las cláusulas. En la clasificación elaborada por Halliday (2004), solo un tipo de cláusulas se limita a postular la existencia de determinados objetos; justamente son por ello denominadas “cláusulas existenciales”, y son del tipo “existe A”. Sin embargo, en el uso cotidiano, estas cláusulas son muy poco frecuentes − por ejemplo, en inglés solo del 3% al 4% de las cláusulas son existenciales (Halliday, 2004: 257). Entonces, la mayor parte de los objetos construidos por el discurso se encuentra dentro de cláusulas en las que aparecen realizando procesos que los vinculan con otros objetos a través de diferentes tipos de acciones (como partícipes de cláusulas materiales, verbales, mentales o conductales). En otros casos, a través de cláusulas de tipo relacional, se los clasifica o identifica vinculándolos con otros fragmentos de la experiencia, en proposiciones del tipo “A es una clase de B”. De todos modos, si bien las cláusulas relacionales son explícitamente conceptualizadoras, las otras cláusulas mencionadas también construyen la significación de los objetos que participan en ella, ya que todo empleo de un significante en una enunciación construye su significación. Como plantearon Voloshinov (1929) y Bajtín (1985), solo existen enunciados efectivamente emitidos en situaciones concretas que, de este modo, construyen la significación.
Entonces, en la propia construcción discursiva de los objetos, se introduce el plano de los conceptos a través de las definiciones contextuales, es decir, de las definiciones implícitas en el uso de un significante.8 Habría conceptualizaciones más explícitas y otras más implícitas, pero tanto las cláusulas relacionales como las que describen procesos avanzan en la precisión de las significaciones de los objetos.
Dentro de cada formación discursiva, Foucault distinguía entre el plano de la construcción de los objetos, y el de los conceptos. Pero, nosotros consideramos que cabe formular una distinción analítica entre dos niveles del plano conceptual. Un primer nivel, más simple, correspondería a la precisión de la significación compartida por toda la formación discursiva. Es decir, a las definiciones contextuales más básicas, que delimitan qué significación más simple, “de diccionario” (en el sentido de relativamente compartida por todos los hablantes) tienen los significantes dentro de una formación discursiva. A este nivel lo denominaremos “conceptualización objetual”. Tal vez sea equivalente al plano de lo “pre-conceptual” que postuló Foucault, dentro del cual los conceptos (en una definición más estricta) podrían coexistir (98).
En un segundo nivel, ubicaremos las articulaciones en cadenas significantes más elaboradas, en general de asociación con otros conceptos, o vinculaciones en procesos específicos y que, en general, contienen también valoraciones más explícitas.9 A este nivel lo denominaremos “conceptualización estratégica”, y lo analizaremos en detalle en el siguiente apartado. Obviamente no es posible hacer una delimitación demasiado precisa entre estos dos tipos de conceptualizaciones.
Por una cuestión de simpleza estilística, en el resto del artículo cuando hablemos de “objetos” estaremos haciendo referencia no solo a la nominalización del mundo, sino también al plano de la conceptualización objetual. Y vamos recortar el concepto de formación discursiva a esta base objetual común de un conjunto de discursos. Retomando a Foucault, podemos decir que una formación discursiva constituye un a priori histórico, en tanto forma de positividad que “define un campo en el que pueden eventualmente desplegarse identidades formales, continuidades temáticas, traslaciones de conceptos, juegos polémicos” (215). Este a priori sería condición de realidad para los enunciados. Este concepto lo desarrolla primero y con más detalle en Las palabras y las cosas (Foucault, 1985).
El conjunto de enunciados que comparten esta base objetual conforma una formación discursiva y, en este sentido, comparte también un tipo de práctica discursiva. Esta práctica, dice Foucault, “no se la puede confundir con una operación expresiva por la cual un individuo formula una idea, un deseo, una imagen; ni con la actividad racional que puede ser puesta en obra en un sistema de inferencia; ni con la ‘competencia’ de un sujeto parlante cuando construye frases gramaticales; es un conjunto de reglas anónimas, históricas, siempre determinadas en el tiempo y el espacio que han definido en una época dada, y para un área social, económica, geográfica o lingüística dada, las condiciones de ejercicio de la función enunciativa” (198).
En este sentido, la eficacia interpelativa de una formación discursiva se evidencia en que sus hablantes tienen el mismo horizonte de objetos, construyen mundos discursivos con los mismos objetos, es decir, desarrollarán, sin ser conscientes de ello, las mismas prácticas discursivas. Es que, como puntualiza Castro (2004: 272-274), la práctica implica racionalidad o regularidad que organiza lo que los hombres hacen, y tiene un carácter sistemático y general. De modo que la recurrencia y la sistematicidad de las prácticas discursivas tienden a instalar descripciones que son naturalizadas por los procesos de socialización primaria a través de los cuales los hablantes internalizaron qué había en el mundo (Berger y Luckmann, 1986).10
Esta base objetual común, no impide, sino que permite, en su interior, la emergencia de discursividades contrapuestas. Estas serían las estrategias discursivas. Foucault postuló que “una formación discursiva será individualizada si se puede definir el sistema de formación de diferentes estrategias que en ella se despliegan; en otros términos, si se puede mostrar cómo derivan todas ellas (a pesar de su diversidad a veces extrema, a pesar de su dispersión en el tiempo) de un mismo juego de relaciones” (112-113). De modo que, dentro de cada formación discursiva pueden encontrarse distintas organizaciones de conceptos, agrupamientos de objetos, tipos de enunciación que forman temas o teorías, y que se distinguirían entre sí a partir de determinados puntos de difracción. Como indica Howarth (2000), los puntos de difracción permitirían juicios antitéticos dentro de un mismo discurso. Para Foucault, estos puntos de difracción serían “puntos de incompatibilidad: dos objetos, o dos tipos de enunciación, o dos conceptos, pueden aparecer en la misma formación discursiva, sin poder entrar –so pena de contradicción manifiesta o inconsecuencia- en una sola serie de enunciados” (107-108). Así forman “subconjuntos discursivos, aquellos mismos a los que de ordinario se atribuye una importancia mayor, como si fueran la unidad inmediata y la materia prima de que están hechos los conjuntos discursivos más vastos (‘teorías’, ‘concepciones’, ‘temas’)” (108).
De modo que, dentro de una misma formación discursiva se comparten los tipos de objetos, pero puede haber conceptualizaciones diferentes, y hasta opuestas. Para Foucault, los conceptos serían más bien “reglas para poner en serie unos enunciados, un conjunto de esquemas obligatorios de dependencias, de orden y de sucesiones en que se distribuyen los elementos recurrentes que puedan valer como conceptos” (93). Las combinaciones estructuradas de estas conceptualizaciones conformarían las estrategias discursivas, en el sentido de que serían teorizaciones que partirían desde la base objetual común de la formación discursiva, pero con sentidos e intereses estratégicamente diferenciados. Por eso, las estrategias discursivas se ubicarían en un nivel diferente del de los objetos y conceptos básicos (lo que denominamos como “conceptualización objetual”), serían justamente el plano de la articulación de los objetos en series específicas y recurrentes (lo que llamamos “conceptualización estratégica”). Y, en este sentido, se acerca a la idea de cadenas equivalenciales de Laclau. En las disputas por la hegemonía, se desarrollan diversas luchas por articular determinados significantes (flotantes) dentro de unas estrategias discursivas, y no de otras. En general, se intenta desarticular un significante de la red en la que se encuentra anudado, para rearticularlo en una nueva red. Y se produce una eterna lucha, pues las fijaciones son “siempre son perturbadas, interrumpidas por otras intervenciones hegemónicas que construyen significados e identidades mediante diferentes cadenas de equivalencias” (Laclau, 2003: 305).11
Entonces, la primera (en términos lógicos) lucha por la hegemonía es por el predominio de un tipo de objetos, es decir, se basaría en el éxito interpelativo en la definición de qué hay en el mundo. En este sentido, y siguiendo a Therborn (1991), este sería el primero de los planos de interpelación ideológica. La hegemonía, en este nivel, implica que los sujetos aceptan la dirección y la dominación pues han internalizado una descripción del mundo que favorece esta actitud (por ejemplo, que no visualiza la existencia de clases sociales o de otras relaciones de explotación). Habría una hegemonía por no visibilización de la dominación.
Es posible pensar este plano como correspondiente al nivel de lo ontológico, el plano que se refiere al tipo de cosas configuran el mundo social. En este nivel, la hegemonía definiría el orden social que se impone, un tipo de lógica de construcción de la sociedad y, sería propia del orden de lo político, entendido en tanto que lo político tendría ‘el status de una ontología de lo social’ (Laclau y Mouffe, 1987: 14).12
Al mismo tiempo, esta base objetual de la hegemonía se encuentra en sintonía con la idea de “objetividad” que Gramsci desarrolla en el Cuaderno 11, cuando afirma, por ejemplo, que “‘objetivo’ significa precisa y únicamente esto: que se afirma ser objetivo, realidad objetiva, aquella realidad que es establecida por todos los hombres, que es independiente de todo punto de vista simplemente particular o de grupo” (Gramsci, 1981-1999: tomo 4, 308). Ahora bien, esta idea tan subjetiva de “objetividad”, en el sentido de depender de las construcciones subjetivas, sociales, no implica que lo que se considera como “objetivo” pierda efectividad en tanto guía de la conducta. Es que, para los hombres y mujeres, constituyen referencias que describen “objetivamente” la realidad, y por lo tanto, ellos actúan en el mundo en base a estas “verdades”. El ejemplo que despliega Gramsci al respecto es el de las referencias de “Oriente” y “Occidente”. Claramente las conceptualiza como “construcciones arbitrarias, convencionales, o sea históricas”, pero aclara que
...han cristalizado no desde el punto de vista de un hipotético y melancólico hombre en general, sino desde el punto de vista de las clases cultas europeas que a través de su hegemonía mundial los han hecho aceptar dondequiera (Gramsci, 1981-1999: tomo 4, 279).
Entonces, a través de la hegemonía, lo arbitrario se vuelve “objetivo”, es decir, que, de modo intersubjetivo, queda fuera de discusión, y los sujetos lo consideran descripciones verdaderas del mundo que, por lo tanto, resultan operativas para guiar la conducta:
... estas referencias son reales, corresponden a hechos reales, permiten viajar [...] y llegar exactamente [...] permiten ‘prever’ el futuro, objetivar la realidad, comprender la objetividad del mundo externo. Racional y real se identifican (Gramsci, 1981-1999: tomo 4, 280).
En fin, la base objetual de la hegemonía sería de un carácter muy poco visible, pues, justamente, las formaciones discursivas son relativamente opacas. Foucault habla de la “cuasi invisibilidad del ‘hay’” (187). En la medida en que son hegemónicas, ubican en los márgenes de la discursividad social a los discursos que se basan en otros objetos. Pero esto no implica una total anulación de la existencia de otras formaciones discursivas. Ni siquiera en este plano ontológico, la hegemonía es plena. Pues, excepto que exista un control dictatorial sobre los discursos públicos que no sería propio de una dominación de tipo hegemónica,13 siempre existen discursos que construyen visiones del mundo centradas en la presencia de otros tipos de objetos. El plano de lo ontológico siempre puede ser reactivado, politizado aunque parezca haberse constituido en lo social. Es decir, más allá de que puedan haber altos niveles de sedimentación en el sentido común de una época, que logran establecer la existencia de determinados objetos casi como indiscutibles.
Luego, dentro de cada formación discursiva, tendría lugar otra disputa por la hegemonía que se basaría en la aceptación de determinadas significaciones y valoraciones (conceptualizaciones estratégicas) de los objetos existentes. Es decir que, luego de construida una hegemonía en el plano de lo que hay, se tiene que reafirmar esta hegemonía en el plano de qué significa y cómo se valora lo que hay. Este sería el segundo plano de la interpelación ideológica de Therborn. Es aquí donde se da la lucha por la hegemonía de nivel óntico-valorativo, en el plano de las estrategias discursivas. Aquí se haría presente, de un modo mucho más claro, la cuestión de las valoraciones, los intereses y los deseos. Por eso, como dice Foucault, “la determinación de las elecciones teóricas realmente efectuadas depende también de otra instancia. Ésta se caracteriza ante todo por la función que debe ejercer el discurso estudiado en un campo de prácticas no discursivas” (111). Y “esta instancia se caracteriza por las posiciones posibles del deseo en relación con el discurso” (112).
Los objetos cobran significación en la medida en que son articulados con otros significantes y, al mismo tiempo, obtienen valoraciones, pues los enunciados tienen siempre una carga valorativa (Voloshinov, 1929). A su vez, estas articulaciones construyen toda una teoría acerca de cómo funcionan estos objetos en la realidad, a quiénes benefician y a quiénes perjudican determinadas descripciones. En estas disputas algunas estrategias discursivas se imponen y consolidan así una hegemonía discursiva en el nivel óntico-valorativo. Sería una hegemonía por la aceptación de la dominación, por su valoración positiva. Esta hegemonía es, por definición, mucho más inestable que la que se encuentra en su base (es decir el plano ontológico). Las estrategias discursivas están en constante puja dialógica. Esta lucha entre estrategias discursivas es casi siempre perceptible, debido a la función dialógica del lenguaje y adquiere especial visibilidad en el caso del discurso político, típicamente adversativo (Verón, 1987). Las distintas estrategias discursivas tratan de desarticular los significantes claves de una cadena equivalencial opuesta y rearticularlos en las cadenas propias.
Sin embargo, en los casos en que la operación de desarticulación fuera muy difícil de realizar, porque estuvieran fuertemente arraigados en determinadas estrategias discursivas, podrían buscarse significantes equivalentes que se encuentren menos articulados en las redes preexistentes. Tal vez el ejemplo más gráfico sea el caso del reemplazo en la década de 1990, por parte del neoliberalismo, del significante “pueblo” en el discurso político latinoamericano (demasiado vinculado a los nacionalismos-populares) por el significante “gente”. Pero, en estos casos, ya nos deslizamos a las operaciones de reemplazo de las formaciones discursivas hegemónicas. Es decir, a un cambio en la base objetual de la descripción del mundo. En este ejemplo, podemos observar que las reglas de formación son diferentes: el “pueblo” forma parte de objetos sociales de tipo colectivo, además abre la posibilidad de una significación de tipo plebeya (“lo popular”) y otra política, como el sujeto de la democracia; en cambio, la “gente” es una mera suma de individualidades, que se presentan como carente de connotaciones sociales o políticas, pero en realidad es parte de una estrategia de atomización de la ciudadanía y de despolitización de la misma.
Este sería, entonces, un ejemplo de cómo, frente a una sedimentada y fuerte articulación, es posible que algunos grupos sociales abandonen la disputa por dichos significantes, y procuren instalar otros significantes que, en la medida en que construyan una realidad social diferente, conformen una nueva formación discursiva. Es decir, que procuren cambiar las bases ontológicas de la realidad social.
Aquí corresponden formular dos aclaraciones. En primer lugar, decíamos que la hegemonía en tanto formaciones discursivas era primera pero solo en términos lógicos, y no en términos cronológicos. Esto es así pues es imposible presentar una formación discursiva sin ubicarnos dentro de alguna estrategia discursiva. Al desplegar la base objetual, siempre nos adentramos en las conceptualizaciones. Y, en segundo lugar, la base objetual común implica, tendencialmente, el favorecimiento de alguna de alguna/s de la/s estrategias discursivas posibles en su interior. Como veremos en nuestro ejemplo, si los sujetos agrarios son definidos por el tipo de relación que poseen con la tenencia de la tierra, va a ser más difícil ocultar las relaciones asimétricas entre ellos y, entonces, será más fácil denunciar la explotación.
Como última consideración sobre las estrategias discursivas, quisiéramos, siguiendo a Laclau, distinguir dos tipos de articulaciones que pueden realizar las estrategias tendientes a lograr la hegemonía. Por un lado, pueden procurar articular a la mayoría de los significantes dentro de una única cadena y, de este modo, integrar las demandas de un modo “diferencial”. Todos los sujetos/demandas podrían estar contenidos dentro de una propuesta hegemónica, siempre y cuando acepten el lugar que le corresponde en la cadena; en el caso de los actores hegemonizados, una posición subordinada. Por otro lado, en otro tipo de operación hegemónica, podrían construirse, al menos, dos grandes cadenas de significantes, opuestas entre sí, ya que se sostendría que el logro de las demandas de una cadena se puede realizar solo a través de la negación de las demandas/intereses de la otra. Obviamente, la dinámica política que surge de una u otra lógica de construcción de la hegemonía es notoriamente diferente. En las primeras formulaciones, Laclau y Mouffe (1987) denominaron la primera forma de construir hegemonía, “democrática” y la segunda, “populista”. Una terminología, por cierto, poco feliz pues parecía indicar que la articulación populista no era democrática. En sus últimas obras, en las que Laclau recupera la potencia repolitizadora del populismo, pasó a nombrar la primera como una articulación “institucionalista” (Laclau, 2005). Sin embargo, consideramos que el término da lugar a equívocos, pues todo populismo en el gobierno no puede dejar de intentar institucionalizar sus propuestas, pero puede tratar de hacerlo manteniendo la tensión populista, es decir, en favor de los sectores populares y no de un inexistente “bien común”. Por otro lado, la forma de construir cadenas equivalenciales opuestas no tiene porqué ser privativa de las propuestas populistas, sino que fuerzas de tipo conservador, si luchan desde la oposición, pueden también construir cadenas opuestas a la de un oficialismo progresista. De modo que preferimos nombrar estas dos formas de construir la hegemonía, como “administrativista” y “agonal”.14
Hasta aquí hemos considerado dos planos de la construcción de la hegemonía, uno ontológico en el que se defiende la dominación a partir de la definición de los objetos que configuran una realidad, y otro óntico-valorativo en el que se le da un determinado sentido (funcional a la dominación) a esta realidad objetual. Pero si ambas trincheras fallan en su función defensiva de la dominación, es decir, si la dominación se ha tornado visible y, además, se la valora en forma negativa, los sectores dominantes tienen un último recurso para defender su hegemonía. El mantenimiento de la hegemonía dependería de la negación de la existencia de posibilidades alternativas al status quo. Este sería el tercer plano de la interpelación ideológica de Therborn, el de lo que es posible, y su correlato en términos de dominación sería lograr que no se crea en la potencial existencia de un orden alternativo. Estaríamos en presencia de una hegemonía por resignación. Esta sería la última trinchera antes de tener que sostener su dominación a través de la coacción directa, lo que significaría una dominación de tipo no no hegemónico.
En este sentido, una hegemonía alternativa solo sería posible si se logra consolidar la creencia en que otra realidad es factible. De modo que la crítica óntico-valorativa no alcanza para revolucionar el orden social, sino que se requiere de otra percepción-utópica de lo que podría haber en el mundo. Esto nos regresa al plano de lo ontológico: sin la creencia en un ordine nuovo, no hay posibilidad de victoria sobre la hegemonía preexistente.
Luego de estas precisiones conceptuales para al análisis de la hegemonía a través de los conceptos foucaultianos de formación y estrategia discursiva, en la segunda parte del trabajo, ejemplificaremos esta propuesta con los resultados de un estudio acerca de las disputas en torno a la cuestión agraria en la Argentina de las décadas de veinte, treinta y comienzos de la del cuarenta.
En un trabajo más extenso hemos analizado en detalle una serie de discursos sobre la cuestión agraria en las décadas del veinte, treinta y los primeros años de la década del cuarenta (Balsa, 2012). Remitimos al lector a ese capítulo (y a otros trabajos más específicos detallados en la bibliografía) si desea seguir la secuencia cronológica de los discursos y prestar atención a quiénes fueron las figuras históricas que realizaron cada una de las enunciaciones. Es que aquí, por una cuestión de espacio, pero también de simpleza argumental, no vamos a reproducir los textos, ni siquiera haremos una breve presentación de cada uno de ellos. En cambio, transcribiremos fragmentos de enunciados que nos permitan ejemplificar las formaciones y estrategias discursivas que se desplegaron en la lucha en torno a la cuestión agraria. Esta forma de presentación de los textos, fragmentada y con escasa referencia contextual a cada uno de ellos, si bien puede resultar un error desde el punto de vista de la práctica historiográfica tradicional, consideramos que se justifica desde dos planos: por un lado, porque simplemente buscamos ejemplificar esquemáticamente la utilidad de la propuesta metodológica presentada y, por el otro, porque nos parece coherente con el postulado de Foucault de que el análisis de las formaciones discursivas se sitúa en el nivel del “se dice”, como el conjunto de las cosas dichas, aunque aclara que no como una especie de opinión común o de una voz anónima (207-208).
Para situar al lector/a, simplemente diremos que en Argentina, desde fines del siglo XIX había tenido lugar un extraordinario crecimiento de la producción agrícola en la región central, y que esta expansión, se había basado en agricultores familiares de origen europeo, la mayoría de ellos arrendatarios o aparceros, pues previamente a su llegada, la tierra había sido apropiada por la burguesía terrateniente. La propia valorización de los campos realizada por su puesta de producción agrícola fue alejando a la mayoría de estos arrendatarios y aparceros de la posibilidad de acceder a la compra de la tierra. Desde la década de 1910, estos sujetos agrarios se organizaron gremialmente y lucharon por una regulación estatal de los contratos de arrendamiento (que lograron con leyes en 1921 y 1932, aunque éstas fueron burladas en su aplicación por muchos terratenientes) y también por el acceso a la propiedad, reclamando políticas de colonización. En este sentido, a partir de la segunda mitad de la década de 1930, en varias provincias se sancionaron leyes de colonización y en 1940 se logró una ley nacional que otorgaba amplios poderes al Consejo Agrario Nacional (Balsa, 2013).
Tengamos presente que, desde que se había instaurado el sufragio masculino secreto y obligatorio, el radicalismo se había impuesto en las sucesivas elecciones presidenciales de 1916, 1922 y 1928; pero que en 1930 un golpe de estado impuso una breve dictadura militar que se transformó en 1931 en una democracia fraudulenta en la que el poder ejecutivo quedó en manos de los conservadores y de sus aliados de la derecha del partido radical; mientras que el radicalismo se convirtió en la principal fuerza opositora con importante presencia en las cámaras legislativas. En 1943, otro golpe de estado terminó con este régimen político.
Los enunciados analizados a continuación provienen de una serie de textos académicos (en general, producidos por ingenieros agrónomos), de libros escritos por políticos especializados en la cuestión agraria, de artículos sobre el tema publicados en revistas, y de los debates parlamentarios que abordaron la legislación agraria en el período.
En casi todos los discursos estudiados encontramos el predomino de una de las dos posiciones antagónicas sobre la cuestión agraria: una, crítica del latifundio y propiciadora de medidas estatales tendientes al acceso a la propiedad de la tierra por parte de los arrendatarios y aparceros, y otra posición que minimizaba la necesidad de esta intervención estatal y que defendía a la gran propiedad territorial. Las discusiones eran intensas; sin embargo, al considerar más detenidamente ambas discursividades, encontramos que compartían la mayoría de los objetos que utilizaban y sus conceptualizaciones objetuales. Estos objetos estaban centrados en la cuestión de la tenencia del suelo y el tamaño de las propiedades. En este sentido, podemos decir que formaban parte de una misma formación discursiva que denominamos como “agrarista”, pues debatían en torno a la cuestión agraria en términos del problema de la tenencia del suelo. Así, dentro de esta formación discursiva los principales sujetos agrarios (es decir los objetos discursivamente construidos para dar cuenta de los agentes sociales presentes en el campo) se definían esencialmente por su relación con la tierra: los había propietarios, arrendatarios o aparceros. Secundariamente podían incorporar en sus caracterizaciones el tamaño que poseían sus propiedades o unidades productivas. Las posiciones antagónicas conformaban, entonces, dos estrategias discursivas al interior de una misma formación.
A pesar de que era hegemónica, esta no era la única formación discursiva presente en la discursividad sobre el tema agrario en este período. Al menos, es posible distinguir otras tres formaciones discursivas, en el sentido de que construían un mundo rural conformado por otro tipo de objetos. Sin embargo, ocupaban un lugar marginal y a lo largo del período fueron quedando como enunciados cada vez más aislados y, en todo caso, que cobraban cierta relevancia al articularse con las estrategias discursivas de la formación agrarista. Antes de centrarnos en el análisis de las estrategias discursivas situadas al interior de esa formación, comentaremos brevemente las características centrales de estas otras formaciones discursivas.
En primer lugar, encontramos una formación discursiva que denominamos “clasista”, pues, si bien podía funcionar a veces políticamente como el “ala izquierda” del agrarismo crítico, construía a los sujetos desde una perspectiva de clase que prestaba especial atención a sus papeles como explotadores (o no) de fuerza de trabajo asalariada, además de considerar la tenencia del suelo. De este modo, por un lado, identificaba una “aristocracia territorial” subordinada, en su mayoría, al “capital financiero” y, por otro lado, ubicaba a una “pequeña burguesía agraria” que, si por momentos era denominada como “clase campesina”, en general era descripta como “explotadora de trabajo ajeno”, destacando así el papel en la producción agropecuaria del proletariado rural.15
En segundo lugar, existía una formación discursiva que construía otro tipo de objetos y conceptos centrados en ciertos valores que la vida rural inculcaría en los sujetos agrarios y que se contrapondrían con las características axiológicas propias de la residencia en las grandes ciudades. Hemos denominado a esta formación discursiva como “ruralismo moralizante”. El campo, como lugar de “sosiego para el espíritu”, promovería ciertos valores, entre los que podemos destacar el “sentimiento de la patria” (que “nace en el campo y solo el campo lo siente”), el “optimismo” y la “esperanza”. El peso de estos valores rurales llevaría a que “los campesinos [...] no [tengan] vicios muy arraigados”, pues “no conciben la vida bajo el punto de vista del disfrute material”. Tampoco habría “la prostitución tan generalizada”, ni “las costumbres femeninas […] tan modernistas”. Es que “el eco de la lucha de clases, la miseria y los trastornos políticos que agitan a los países y aun algunas regiones del nuestro, no alteran” a la vida campesina.16
Dentro de esta discursividad “ruralista moralizante” es posible identificar dos estrategias discursivas que se articulaban con las dos estrategias antagónicas internas al agrarismo. Una estrategia, ejemplificada en los fragmentos anteriores, se caracterizaba por no hacer hincapié en la diferenciación de los sujetos agrarios, sino, por el contrario, por englobar a todos dentro del significante “campo”. De este modo, se bloqueaba la representación del conflicto agrario, abonándose las posiciones favorables al status quo. En cambio, la segunda estrategia, limitaba los efectos benéficos de la vida rural a las situaciones en las que los productores eran propietarios de los campos que trabajaban.17
En tercer y último lugar, es posible observar una discursividad “anti-industrializante” que se centraba en construir un destino nacional identificado en torno a la producción agropecuaria como contrapuesta al crecimiento industrial: “la industria y el urbanismo son implantaciones artificiales, exóticas en esta porción del globo.” Habitualmente este tipo de enunciaciones se vinculaba con posiciones conservadoras, pero en otros casos se articulaba con una discursividad agrarista crítica del latifundio frente a una “alianza entre los intereses de industriales-terratenientes.”18
Como ya adelantamos, dentro de la formación agrarista se presentaban dos estrategias discursivas opuestas: una, crítica del latifundio y otra, defensora de la gran propiedad. A partir de determinados puntos de difracción, cada estrategia vinculaba los mismos objetos con otros significantes y, de este modo, buscaba otorgarles una distinta funcionalidad discursiva. A continuación describiremos en detalle estas dos estrategias y, por una cuestión de claridad expositiva, solo en el último apartado prestaremos atención a una tercera estrategia que se ubicaba entre medio de ellas.
Cabe aclarar que los políticos de las dos fuerzas mayoritarias (conservadores y radicales) hacían uso de estas tres estrategias internas al agrarismo, sin que pudieran identificarse a cada uno de estos partidos políticos con una estrategia determinada.
En cuanto a los objetos/sujetos agrarios, la base de la estrategia crítica era una descripción muy negativa de la figura de los grandes propietarios, denominados casi siempre como “terratenientes” o “latifundistas”. Ellos eran presentados como “ricachones” que sacaban el “dinero de bolsillos ajenos” para divertirse “en los balnearios y casas de juegos” o “pasarse la vida panza al sol”, para quienes “la tierra es solo una mercancía” y que, en muchos casos, “ni siquiera hacían cultivar sus tierras”.19 Además, mantenían, especialmente en el Interior, una “realidad feudal”, como dueños de un “poder omnipotente”.20
Por el otro lado, frente a cada una de estas observaciones críticas, desde la estrategia defensora de los terratenientes se realizaron operaciones discursivas para negarlas o, en todo caso, diluirlas. Un claro ejemplo de esta estrategia es la intervención, en el debate parlamentario sobre la ley de colonización, de un senador radical pero aliado al conservadurismo. Él procuraba defender las posiciones favorables a los grandes propietarios y, debido al contexto de fuerte hegemonía ontológica de la formación discursiva agrarista y a que el tema en debate era una ley de colonización, no pudo dejar de nombrar la realidad agraria en términos de la tenencia del suelo y no pudo ignorar, entonces, la presencia de “propiedades muy grandes”. Sin embargo, a pesar de mantenerse dentro de la formación discursiva “agrarista”, evitó el uso del término “terratenientes” y discutió la significación de lo que eran estas “propiedades muy grandes”, intentando disociarlas de la cadena que las vinculaba con el “desierto” y las penurias de los colonos. Para lo cual, impugnó la pertinencia de nombrarlas como “latifundios” (aunque la propia negación, estaba reconociendo la fuerza interpelativa que esta denominación poseía). En este sentido, el siguiente fragmento es un claro ejemplo de cómo las estrategias discursivas disputan conceptualmente las articulaciones de los significantes en diferentes cadenas pero contenidas por la formación discursiva de la que forman parte:
…hay propiedades muy grandes […] a las que se les designa con el nombre de latifundios, pero en esas propiedades viven y prosperan –muchas veces más felices que sus mismos dueños- los colonos que la arriendan en condiciones favorables a su desenvolvimiento y a su bienestar. Esas grandes propiedades […] no están desiertas. Por eso no considero prudente hablar, en general, de latifundios porque pareciera que fueran tierras abandonadas o utilizadas para placeres de señores.21
Procurando disociar las “estancias de gran extensión” de la improductividad o la ineficiencia, las describía como “verdaderamente ejemplares”, y afirmaba que constituían “un régimen de producción relativamente barato”. Y, ante las críticas a las actitudes explotadoras de los terratenientes, destacó la acción “espontánea y generosa” que habían tenido en 1912 cuando “rebajaron los arrendamientos”.22
De todos modos, estos elogios a los terratenientes no eran muy frecuentes y siempre tenían un tono claramente defensivo. En el único espacio argumentativo en el que encontramos cierto éxito de la discursividad favorable a los terratenientes era en el papel histórico que ellos habrían cumplido como constructores de la “civilización” en el “desierto” argentino. Así, políticos conservadores y radicales afirmaron que el “latifundio” había sido “indispensable, porque no había otra manera de poblar nuestro territorio sino con él”, y que estos grandes propietarios merecían ser reconocidos como pioneers, por su papel en el combate contra los indígenas. Llamativamente, incluso algunos socialistas compartían la idea de que los terratenientes habían sido la “avanzada de la civilización que arrancaba la tierra al desierto”.23
En lo que respecta a la figura del agricultor, el discurso agrarista crítico lo asociaba en forma bastante directa con el arrendatario (invisibilizando la existencia de agricultores propietarios); y este era presentado como alguien que era “un explotado y un perseguido”, que debía “entregar al dueño todo su trabajo, su sudor y su vida”, que tenía que “vivir en un estado miserable de servidumbre” y que, se llegó a aseverar, estaba en una situación de “esclavitud”, “amenazado constantemente por el fantasma del desalojo”.24
En cambio, desde la estrategia defensora del latifundio se sostenía que “la situación de nuestros agricultores no es tan negra como se ha pintado en algunas de las exposiciones” y que vivían “muchas veces más felices” que los propios dueños. También se planteaba que “existe la más perfecta armonía” y que, en todo caso, “los agricultores no son tan débiles que no puedan contener los abusos que pueden cometer algunos propietarios excesivos”.25
Los peones o asalariados rurales fueron poco considerados por la formación discursiva agrarista. En general, la estrategia discursiva crítica del latifundio (preocupada centralmente por denunciar la situación de los arrendatarios y aparceros) hizo pocas referencias a su situación, mientras que encontramos algunas menciones por parte de la estrategia defensora del latifundio para, justamente, diluir el reclamo chacarero en un problema de mayor magnitud que tenía que considerar también, y prioritariamente para algunos, a los trabajadores asalariados nativos.
A la representación asimétrica de la relación entre terratenientes y agricultores, la estrategia agrarista crítica le agregó una articulación entre la cuestión agraria y varias problemáticas relativas al desarrollo nacional. Su operación de articulación más importante fue la de vincular sus propuestas con el problema del resguardo y la consolidación de la paz social, especialmente en relación (explícita o implícita) con las amenazas planteadas por las izquierdas revolucionarias: “si dejamos así las cosas nos vamos a la revolución agraria”, frente a lo cual se postulaba “subdividamos [...] la tierra y no habrá lenines”.26
Desde la estrategia defensora de la gran propiedad se desplegaron dos operaciones para contrarrestar esta articulación. La primera desestimó la conflictividad agraria y el peligro revolucionario que podía generar. La segunda acusaba a las propias políticas agraristas de “perturbar, el régimen de la propiedad” y, por lo tanto, “el orden social”. Sin embargo, estas dos operaciones tuvieron poca efectividad.
En algunas ocasiones, esta articulación entre políticas agraristas y orden social se vinculó explícitamente con la idea de la consolidación de la democracia, pues la “democratización de la tierra” se asociaba con la idea de “democracia”. Mientras que, por el contrario, desde la otra estrategia se reivindicaba el vínculo entre democracia e individualismo y el respeto por los derechos de propiedad.
Otras articulaciones de la cuestión agraria conducían hacia el problema del despoblamiento rural. Desde el agrarismo crítico se vinculó directamente la situación penosa y errática que tenían los agricultores (“vagabundos y errantes en su propia patria, como restos flotantes de un naufragio”27) con “la ruinosa despoblación de nuestros campos” y el “éxodo desconcertante de las gentes del campo que marchan hacia las ciudades”.28 Como respuesta, desde la estrategia defensora de la gran propiedad se argumentó, sin mucha fuerza, que no existía un vínculo directo entre colonización y solución al despoblamiento.
En cuanto al efecto del tipo de desarrollo agrario sobre la economía nacional, desde la estrategia antilatifundista se señalaba que la colonización conduciría a incrementar “el consumo interno”. Por el contrario, desde la otra posición, hubo algunos pocos intentos de desarticular la asociación entre acceso a la propiedad y una mayor crecimiento y prosperidad.
Otro significante en disputa era el nacionalismo. Desde la estrategia defensora de la gran propiedad se contrapuso al propietario “argentino” con los agricultores “extranjeros”, mientras que desde el agrarismo crítico se recurría al tópico nacionalista para denunciar que los terratenientes dilapidaban la renta en Europa, y que el “capital extranjero sin alma y sin Dios” se había “infiltrado en nuestras pampas”, y se estaba dando “la concentración de grandes extensiones en manos de las empresas extranjeras”.29
En fin, en estas disputas discursivas fueron primando las articulaciones propuestas por el agrarismo crítico, de modo que el latifundio fue estigmatizando como socialmente indebido y con graves consecuencias para el progreso del país.
Entonces, el agrarismo era la formación discursiva hegemónica en el plano ontológico: casi todos los discursos describían a los actores agrarios en función de su relación con la tierra. Dentro de esta formación, la estrategia discursiva crítica del latifundio, a lo largo de las décadas del veinte y del treinta, fue alcanzando la hegemonía en el plano óntico-valorativo: los terratenientes quedaron articulados con una serie de significantes negativos. Así, la estrategia favorable al status quo agrario se encontró, cada vez más, en franca actitud defensiva. Progresivamente, a lo largo del período estudiado, casi todas las descripciones de la realidad agraria argentina fueron teniendo al latifundio como un elemento ineludible de las mismas. Esta conclusión fue facilitada por el hecho de que la formación discursiva agrarista otorgaba gran visibilidad a la cuestión de la tenencia del suelo. En este sentido, la propia formación tendía a ubicar en una posición defensiva a la estrategia favorable a los terratenientes.
De este modo, los terratenientes habían perdido la primera línea defensiva de toda dominación social: la invisibilidad (ya que no se puede criticar lo que no se visualiza).30 Pero también había sido derrotada la segunda línea de defensa de la dominación social, la valorativa: las apreciaciones sobre el latifundio eran, en general, notoriamente negativas.
Pareciera que, una discursividad tan crítica del latifundio y los terratenientes, no podía dar lugar a ninguna composición de acuerdos con ellos, sino que quedaban situados en una oposición irreductible con los intereses de los arrendatarios y los agricultores en general (por el efecto deslizamiento de la sinécdoque que lleva de la parte hacia el todo). Incluso esta oposición incluía en el polo de los arrendatarios al conjunto de los sectores productivos (excediendo entonces a los sectores populares). Es más, en el polo contrario a los terratenientes, se presentaba al país como un todo (por un nuevo efecto de deslizamiento semántico), con sus necesidades de orden social, democracia y crecimiento económico. Quedaban así trazados dos campos antagónicos, en uno de los cuales se hallaban prácticamente solos los latifundistas. El corolario lógico en términos de proyectos políticos hubieran sido acciones que llevaran a una rápida desaparición de los latifundios. De hecho, se propusieron y sancionaron, al menos parcialmente, tres tipos de medidas en este sentido: la regulación de los contratos de arrendamiento de forma más estricta, el establecimiento de impuestos al latifundio y las políticas de colonización, que incluían la expropiación de las grandes propiedades. Todas estas políticas, en líneas generales, pregonaban el deseo de construir un agro basado en pequeños y/o medianos productores familiares propietarios, tratando de copiar el modelo del farmer norteamericano.
Sin embargo, el tipo de medidas sancionadas y, sobre todo, su implementación indican que la mayoría de los enunciadores críticos difícilmente estuvieran realmente creyendo que se avecinaba un nuevo orden social agrario. La última trinchera de la dominación hegemónica, la del plano ontológico-utópico, parece haber funcionado. Es por eso que buscaron la coexistencia de “estancias, chacras y granjas”.31 Esta era una estrategia discursiva intermedia, que hasta aquí no hemos comentado. Combinaba el reconocimiento de buena parte de las demandas de los arrendatarios, y, en este sentido, compartía algunas cadenas de significantes del agrarismo crítico pero, anclada en una posición más moderada-conservadora, no articulaba dos campos antagónicos de intereses, sino que planteaba la capacidad de absorber los reclamos de los arrendatarios sin negar la continuidad del latifundio y las grandes estancias. Esta posición intermedia, que podríamos denominar “agrarista moderada”, tenía muchos menos enunciadores que el agrarismo claramente crítico del latifundio, pero en los debates parlamentarios y, sobre todo, en las resoluciones implementadas tuvieron un papel más significativo.
Al detenernos en las medidas, vemos que todas ellas se entroncaban más claramente en esta posición agrarista moderada, ya que ninguna de las políticas implicaba la desaparición, ni siquiera en el mediano plazo, del latifundio e, incluso, solo afectaba muy levemente sus intereses (con regulaciones poco efectivas de los contratos de arrendamiento, rebajas y prórrogas de los arriendos durante la situación de la guerra mundial, o algunos incrementos impositivos). En este sentido, podría pensarse a este discurso agrarista moderado y a las medidas políticas a él vinculados como formando parte de la reconstrucción de una hegemonía conservadora (menos liberal que antes, por cierto) que absorbía en forma diferencial las demandas y las integrara en una operación unificadora/administradora. El camino esencialmente parlamentario y “desde arriba” de estas políticas resultaba muy coherente con estas operaciones inclusivas no disruptivas. Las propuestas “colonizadoras” y “anti-latifundistas” eran llevadas adelante por la propia elite política conservadora o radical, y los chacareros se limitaban a peticionar y aplaudir medidas parciales. Los sectores subalternos no llegaban a promover un programa de reformas integrales y menos aun a autoproclamarse como los dirigentes de este programa (ni siquiera en alianza con otros sectores sociales).32
Estas políticas agraristas en su variante conservadora, por su reducido alcance, no llegaron, siquiera, a constituir una “revolución pasiva”, más allá de que tuvo lugar un proceso de reconceptualización “desde lo alto” de una parte de las demandas “de abajo”, quitándoles toda iniciativa política autónoma.33
De todos modos, si bien las políticas implementadas tuvieron efectos muy escasos sobre la distribución de la tierra, no ocurrió lo mismo en el plano ideológico. El predominio discursivo del agrarismo crítico creció en legitimidad al ser emitido desde la cima del Estado. Se fue construyendo un sentido común antilatifundista que perduraría en Argentina durante varias décadas (probablemente hasta mediados de los años setenta). Este sentido común brindaría legitimidad no solo a las medidas de expropiación que se llevarán adelante durante el gobierno militar de 1943 a 1945 y durante los primeros años del peronismo (Balsa, 2015 y Lázzaro, 2015), sino también a las medidas tendientes a proteger a los arrendatarios y que tuvieron duración hasta fines de los años sesenta.34 Recién a partir de 1955, la estrategia favorable a los latifundios logró desplegar una enunciación no solo defensiva, sino ciertas propuestas propias. Es posible que, lentamente, fuera mutando de una estrategia defensiva dentro de la discursividad agrarista, hacia una formación discursiva propia, de carácter liberal, cuyos objetos se centraron en la no regulación estatal de los mercados y relegaron la cuestión de la tenencia del suelo como una problemática ya superada (de todos modos el discurso agrarista crítico siguió estando muy presente hasta la década del setenta). Pero, el cambio más claro en la discursividad tuvo lugar con la emergencia de una formación discursiva que se centró en otro tipo de objetos: la tecnología y su celebración como elemento que permitía la superación de las anteriores antinomias. Esta formación discursiva, que hemos denominado como “tecnologizante”, en las últimas décadas se ha ido tornado cada vez más hegemónica, tanto en el discurso público, como entre los productores agropecuarios.
Esperamos que este breve ejercicio haya permitido visualizar la utilidad, para estudiar los aspectos discursivos de la lucha por la hegemonía, de los análisis de las formaciones y las estrategias discursivas. En primer lugar, ya que posibilita observar la existencia de distintas reglas para la construcción de los objetos discursivos, para determinar qué hay en el mundo, y, de este modo, analizar cómo las mismas facilitan u obstaculizan la visualización de la dominación.
En segundo lugar, porque también permite reconocer que, más allá de estas visualizaciones u ocultamientos, dentro de una misma formación discursiva es posible articular los objetos de modos distintos, a partir de determinadas estrategias discursivas. De modo que es posible observar cómo cada estrategia discursiva construye una teorización diferente a pesar de que comparte una base objetual común con otras estrategias que poseen sentidos socio-políticos diferentes y hasta antagónicos.
Por tanto, el sentido político de la hegemonía de una formación discursiva no está fijado, sino que se encuentra siempre abierto a la manera en que los objetos son articulados por cada estrategia discursiva. En realidad, su sentido dependerá del grado en que una estrategia logre imponer su hegemonía, o deba coexistir con articulaciones propias de otras estrategias discursiva e, incluso, de estrategias pertenecientes a otras formaciones discursivas. Esta manera de pensar la hegemonía, no como una existencia plena y sin gradientes, sino como una permanente lucha por la hegemonía, consideramos que es más coherente con las teorizaciones de Gramsci y de Laclau.35
Por último, esta perspectiva permite observar que, cuando una actor social considera que será muy difícil desarticular un significante de una determinada cadena equivalencial y/o que una formación discursiva se encuentra demasiado asociada a una estrategia discursiva, puede tratar de imponer un cambio en la formación discursiva hegemónica. Lo cual implicaría una transformación en el nivel de lo ontológico.
En fin, este ejercicio de aplicación no pretende, de ningún modo, validar la propuesta teórico-metodológica esbozada en la primera parte del artículo. Simplemente queríamos mostrar cómo es posible emplearla en un estudio concreto sobre las disputas por la hegemonía en una cuestión acotada.
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Doctor en Historia (UNLP) y Magíster en Ciencias Sociales (FLACSO). Profesor Titular del área de Sociología de la Universidad Nacional de Quilmas. Director del IESAC-UNQ e Investigador Independiente del CONICET. jjbalsa@unq.edu.ar.
La consideración del plano ideológico-discursivo de la hegemonía no implica que no existan otros planos en los que se construya la misma, como el de las alianzas de clases (entendidas analíticamente como situadas en un nivel diferente) y el de la instauración de determinados modos de vida, tal como hemos analizado en Balsa (2006b).
En este sentido, nuestra propuesta busca combinar, con cierto eclecticismo, dos enfoques que son considerados generalmente como incompatibles: el marxista gramsciano y el laclausiano. Sin embargo, pensamos que, relativizando algunos de sus planteos más opuestos, es posible armonizarlos. En particular, creemos que cierto exceso de abstracción y carencia de sustancialidad han conducido a Laclau hacia afirmaciones un tanto contradictorias (en otro trabajo hemos abordado esta cuestión en relación al concepto de populismo, Balsa, 2010). Consideramos que para hacer posible la compatibilización se debe mantener el concepto de clases sociales. Esto no significa negar que estas identidades se construyen a través de –y en– el discurso, pero sí ser conscientes de que las posiciones de clase, a través de las prácticas de vida de sus integrantes, generarían cierto “buen sentido” que las distintas discursividades no podrían terminar de erradicar y, en todo caso, el investigador/a puede postular/imputar especulativamente su existencia e incluso la de intereses objetivos a estas clases vinculados; sobre esta cuestión ver Gramsci (1986, Cuaderno 10 (48): 212 y Cuaderno 11 (12): 247) y Nun (1989). Ver más detalles en Balsa (2016a).
En particular, ellos rechazan la distinción foucaultiana entre prácticas discursivas y no discursivas, pues, más allá de la existencia externa al pensamiento, todo objeto se constituye socialmente como tal en tanto “objeto de discurso” (Laclau y Mouffe, 1987: 121-123). Personalmente no considero que sea productivo hacer tanto hincapié, como se ha hecho en la tradición laclausiana, en esta diferencia (más allá de que implica concepciones diferentes sobre lo discursivo).
Justamente, La arqueología del saber contiene una propuesta metodológica para trabajar sistemáticamente un corpus textual. Foucault planteaba que “analizar una formación discursiva, es, pues, tratar un conjunto de actuaciones verbales al nivel de los enunciados y de la forma de positividad que los caracteriza; o más brevemente, es definir el tipo de positividad de un discurso” (212-213).
En una entrevista del año 1974, Foucault plantea que le gustaría que sus libros sean una especie de caja de herramientas donde otros puedan bucear para encontrar un artefacto para emplear en sus propias áreas según sus deseos y, en este sentido, afirma que no escribe para una audiencia, sino para usuarios, no para lectores (Foucault, 2001).
En términos lacanianos, que sin duda extreman este enfoque, el significante crea el campo de las significaciones, es capaz de producir significación debido a que no se refiere a ningún objeto “significado”. Toda significación se refiere a otra y así sucesivamente; el significado se pierde en el deslizamiento metonímico característico de la cadena significante. (Stavrakakis, 2007: 50-51).
Magariños de Morentín (1993) propuso hacer un análisis sistemático de estas definiciones contextuales y analizarlas en forma de redes de enunciados. De algún modo, en este artículo estamos retomando el tipo de lectura metodológica que Magariños realizó de Foucault.
Recordemos que la articulación supone una práctica que establece una relación tal entre los elementos que la identidad de éstos resulta modificada como resultado de esa práctica.
Además de los procesos de socialización primaria, para la instalación de estos objetos juega un papel clave la distribución de la información: en la medida en que los objetos son tematizados, es decir, se evita colocarlos en posición remática, se los presenta como pre-existentes y se dificulta la negación de su realidad, pues no son el centro de la argumentación (por ejemplo, en “los terratenientes son unos explotadores”, en principio, se abre al debate sobre el carácter explotador, o no, de los terratenientes, pero no se pone en discusión su existencia, que queda presupuesta). Una introducción a estas cuestiones puede encontrarse en Halliday (2004: Chapter Three).
Esta forma de ver la construcción de la hegemonía presenta notables analogías con los procedimientos que Perelman y Olbrechts-Tyteca (2006) detallaron como claves en su teoría de la argumentación: procedimientos de enlace y procedimientos de disociación.
Esta es una lectura que, evidentemente, simplifica la profundidad que posee la distinción entre lo ontológico y lo óntico, pero que, a nuestro entender, permite cierto anclaje en lo observable. Sobre estos dos planos pueden consultarse Howarth (2008), Marchart (2009) y Retamozo (2011).
Según nuestra conceptualización, la dominación hegemónica es solo un tipo de dominación, propia de la existencia de un contexto relativamente democrático (Balsa, 2006a).
Una reflexión sobre el excesivo formalismo en la definición de populismo de Laclau, puede consultarse en Balsa (2010).
El ejemplo más destacado de esta discursividad “clasista” sobre la cuestión agraria es Boglich (1933).
Discurso de Manuel Carlés pronunciado en el congreso de la Liga Patriótica Argentina (1935).
Ver, por ejemplo, Campolieti (1929).
Como, por ejemplo, es posible encontrar en Nemirovsky (1933).
Fragmentos sacados de Oddone (1930).
Tal como la describía, entre otros, Heysen (1933: 56).
Fragmento de la intervención del Senador Ricardo Caballero en el debate sobre la ley agraria nacional en Congreso de la Nación (1940, Tomo I: 576).
Otra parte de la misma intervención Congreso de la Nación (1940, Tomo I: 572).
Intervención de Alfredo Palacios en el debate de la ley de colonización, reproducido en Palacios (1940: 32).
Joaquín Argonz, radical yrigoyenista en el debate sobre la reforma a la ley de arrendamientos, Congreso de la Nación (1932: 916-917).
Intervención de José María Bustillo en el debate en la Cámara de Diputados sobre la reforma de la ley de arrendamientos, Congreso de la Nación (1932: 603).
Artículo de Pedro Marotta (1924: 135).
Intervención del diputado Benjamín Palacio (del Partido Demócrata de Córdoba) en el debate sobre la ley de colonización en el Congreso de la Nación (1939, Tomo II: 206).
Fragmento de la ya citada intervención de Alfredo Palacios (1940: 14).
Intervención del diputado conservador Mujica Garmendia en el debate del impuesto al latifundio en la Cámara de Diputados de la Provincia de Buenos Aires (1942, Tomo III: 1764).
Cabe destacar, sin embargo, que esta visualización no incluía a la publicación especializada, La Chacra, donde los temas sociales estaban ausentes, más allá de algunos artículos sobre el cooperativismo.
Intervención del senador Laureano Landaburu, de la UCR Antipersonalista, en el debate sobre la ley agraria (Congreso de la Nación, 1940, Tomo I: 406)
Carl Taylor, destacado sociólogo rural norteamericano, quien en 1942 hizo un detenido y agudo estudio de la Argentina rural (Taylor, 1948), resaltó la presencia de un clima reformista generalizado pero, al mismo tiempo, señaló la poca existencia de canales entre los intelectuales favorables a reformas agrarias (quienes estaban cerca de la cima de la estructura de clases de la sociedad argentina) y las masas rurales en la base. Sobre la vida de Taylor y su trabajo en Argentina puede consultarse Balsa (2008).
Coincidimos con Hora cuando plantea que “esta nueva conciencia reformista conservadora, sin embargo, no estaba destinada a ir muy lejos”. Y “la moderación fue la marca distintiva de las políticas agrarias tanto de la Concertación como de la principal fuerza de oposición [UCR], que en los distritos que gobernaba hizo gala de la misma timidez que le reprochaba a sus rivales.” (Hora, 2002: 323-324).
Sobre la relación entre discurso dominante y sentido común pueden consultarse Raiter (2003).
Por ejemplo, cuando Gramsci plantea que “...la comprensión crítica de sí mismos se produce pues a través de una lucha de ‘hegemonías’ políticas, de direcciones contrastantes, primero en el campo de la ética, luego de la política, para llegar a una elaboración superior de la propia concepción de lo real.” (Gramsci, 1986, Cuaderno 11, I (12): 253). Sobre esta perspectiva, ver Frosini (2010).