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ISSN 1851-2577

#21 | Deporte(s), sociabilidad(es) y política(s). Intersecciones para el análisis del mundo contemporáneo

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Del muro de silencio a la pared de palabras

Ocultamiento, reproducción y responsabilidad colectiva en El secreto y las voces de Gamerro11. Agradezco la l (…)

Por Mauro Greco22. Consejo Nacion (…)

Resumen

El terrorismo de Estado de la última dictadura instaló el secreto como modo de (re)producción de su plan de refundación de la sociedad argentina. Se trató de un secreto particular, combinando lo que sucedía en las catacumbas de la ciudad con su publicidad, lo que a priori se opondría al secreto. Su objetivo, al mismo tiempo que la desorientación de quien no sabía exactamente qué estaba sucediendo, era el amedrentamiento, la mostración a medias de cuál era el destino de las resistencias o de las averiguaciones sobre lo sucedido.

Una novela que elaboró densamente estas problemáticas es El secreto y las voces (2002), de Carlos Gamerro. En este artículo propondré la hipótesis de que una de sus ideas fuertes, la de que no hace falta callar para ocultar, en caso de suponer el develamiento final de un secreto, es un modo metafísico de pensar la cuestión. En cambio, como su pensamiento impensado, considero que la novela se abisma hacia algo mucho más denso: la pared de palabras, signos e imágenes como forma de gobierno contemporánea.

Palabras clave

Secreto, dictadura, terrorismo de Estado, dinámicas microsociales, metafísica.

Abstract

The last dictatorship’s state terrorism placed 'secret' as a way of (re)production his argentine´s society refounding plan. It was a specific kind of secret, which combines what happened in the city’s catacombs with his publicity, that is say, a priori would seem the opposite. His goal was at the same time to scare who did not knew what was happening, and the intimidation, that was shown by the destiny of the resistances or the inquiries about what has happened.

One novel that worked in depth these issues is The secret and the voices (2002), of Carlos Gamerro. In this article I will propose the hypothesis that one if this book strong ideas, that is that ir is not necessary to remain silent to to hide, is, in the case that we suppose the final discovering of the secret, a metaphysic way of thinking: instead, as it´s un-think though, I will hold that the novel sink into a more dense thing: the wall of words, signs and images as a manner of contemporary govern.

Keywords

Secret, dictatorship, state’s terrorism, micro-social dynamics, metaphysics.

 

recibido: 24/7/2017

aceptado: 22/1/2018

 

1. Presentación

El secreto y las voces (2002) de Carlos Gamerro es una novela que cuenta la historia del secuestro y desaparición de un joven local en un pequeño pueblo del interior santafesino. En ella se desarrollan distintas situaciones donde el secuestrado es recapturado a los ojos y oídos de la comunidad pueblerina. Tematizante de las dinámicas sociales cotidianas y retrospectivas en torno al “secuestro seguido de muerte y desaparición” de “Darío Ezcurra” (Gamerro, 247), El secreto…, es la novela paradigmática sobre la responsabilidad colectiva ante la última dictadura argentina33. Son numerosos (…) . La responsabilidad colectiva, sobre todo luego del nazismo alemán (Jaspers, 1984, 1998; Arendt, 2003, 2009; Jonas, 1995; Levinas, 2001, 2002), ha sido entendida como las responsabilidades –no culpabilidades– que una sociedad porta ante los acontecimientos radicales sucedidos en su seno44. Esta serie de (…) . Esta responsabilidad, sobre todo a los fines de no pensar una sociedad sólo unidimensionalmente responsable, ha sido articulada con las resistencias que, desde la misma formación social colectivamente responsable, pudieron haberse articulado en oposición a la experiencia extrema en cuestión –nazismo, dictaduras latinoamericanas, entre otras– (Greco, 2016).

En Argentina, la pregunta por las responsabilidades y resistencias sociales ante la última dictadura es una puerta abierta de indagación presente desde su mismo transcurso (Greco, 2016a). Solapada por momentos ante la necesidad política de demandas más urgentes –la misma definición de lo sucedido como “dictadura”, el juicio y condena de sus culpables, la denuncia a leyes de olvido y perdón–, la interrogación sobre el papel de la sociedad, que tiene en el vecino de centros clandestinos de detención una de sus concretizaciones posibles, es una inquietud presente desde sus inicios. Las artes (la literatura, el cine, el teatro, entre otras), no necesariamente sólo en los últimos años, se han hecho eco de aquellos interrogantes para elaborar las herencias que la dictadura nos legó. El secreto y las voces (2002) de Gamerro es un ejemplo y trabajo sobre ello.

Este artículo se propone una lectura de la novela analizando la repartición de responsabilidades y resistencias sociales pero, sobre todo, los modos en que silencios y palabras, secretos y develamientos, se construyen como claves para pensar una sociedad bajo dictadura. Propondré a modo de hipótesis de lectura que, en la novela, siempre que leamos silencio podemos leer también secreto, lo cual nos llevará a preguntarnos por las relaciones entre uno y otro, es decir si efectivamente, en torno a pasados difíciles pero no exclusivamente, hace falta callar, no tomar la palabra, guardar silencio para mantener un secreto: la novela de Gamerro, considero, permite pensar lo contrario. Considero también que, sobre este punto, la novela se abisma como pensamiento impensado de sí misma (Heidegger, 1972:77), es decir como su pensamiento fundamental, sobre una práctica que puede haberse vuelto forma de gobierno contemporánea: el ocultamiento, no a través del secreto, sino de la sobre-exposición de palabras.

Por último, si no hace falta callar para ocultar, la novela permite pensar una forma de hacer sociedad ya no sólo a través de lo no dicho sino de lo diseminado a los cuatro vientos: una construcción del lazo social, que incluye la relación social de vecindad como una de ellas, a través de lo escondido secreteado mediante lo expuesto, lo cual nos puede llevar a pensar los modos metafísicos de entender el secreto heredados de una de nuestras tradiciones occidentales y modernas, donde habría lo no dicho que debe ser des-cubierto, de-velado, ex-puesto –puesto afuera–, de lo silenciado55. Con “metáfisic (…) .

2. “Una conspiración de locuacidad”. Responsabilización indiscriminada y filiaciones electivas

“El Fefe”, voz narradora, vuelve al pueblo de Malihué donde pasaba sus veranos de infancia a investigar un secuestro y desaparición sucedido “hace veinte años”. Para hacerlo, se reencuentra con sus amigos de infancia así como con su familia. También dialogará con el dueño del bar Los Tocayos y sus parroquianos, donde se sucederán conversaciones sobre el tema con los profesionales, con ex integrantes de las fuerzas de seguridad, y con los habitantes del pueblo que no habitan la mesa masculina de Los Tocayos, ni pertenecen a ninguna de las profesiones encumbradas de la sociedad.

La novela, como las películas Juan como si nada hubiera sucedido (C. Echeverría, 1987) y Los rubios (Carri, 2003) que también analizaron las relaciones entre dictadura, responsabilidades colectivas y pactos de silencio, para (de)construir un secuestro y desaparición en un pueblo, construye un travelling social del que se derivará la reconstrucción del sentido de los hechos. Ya sea que se parta, como en Juan como si…, de que la verdad la posee uno de los actores entrevistados –la familia–, o, como en Los rubios, de que no existe tal verdad y su postulación es un acto de ficción que pretende ser tomada como evidencia, la reconstrucción de los hechos requiere del diálogo y discusión en torno a lo sucedido, de la búsqueda y realización de entrevistas, de la articulación de distintas voces en torno al accionar propio y ajeno: la hermenéutica, método de interpretar donde “no hay palabra que ponga el punto final así como tampoco existe una palabra primera” (Gadamer, 2003:82), como vía de investigación histórica o policial en torno al pasado reciente. Volveré sobre esta o cuando hablemos del Prof. Gagliardi, uno de los profesionales del pueblo.

Por otro lado, la novela realiza una suerte de inventario de las distintas posturas en torno al pasado reciente: la negación, la responsabilización indiscriminada, la construcción de chivos expiatorios auto-tranquilizatorios. La idea de postura, en lo que de corporal guarda la palabra y sus relaciones con “la impostura” (Martínez Estrada, 2005:625) como apartamiento de posiciones complacientes y esperadas, resulta fértil, en su plasticidad, para comprender los cambios de opinión ante el develamiento de una nueva noticia, de uno de los muchos secretos que puntúan la vida pueblerina: la identidad del extraño pero nativo que pregunta. Ahora bien, ¿desde qué lugar enunciativo es posible aquel inventario de posiciones ante un secuestro y desaparición cometido en el pasado reciente? ¿No resulta, como en torno a otras construcciones de puntos de vista, la postulación de una visión omnisciente que todo lo ve y a la que no se le escapa detalle? Si hay quienes en el pueblo pueden ver lo que el Fefe no muestra, los negativos de su vida o su llegada a él, ¿se contemplan en la novela los puntos ciegos desde los cuales la misma postura crítica de la enunciación puede ser realizada?

3. “La gente no es peor acá que en otra parte”: viaje iniciático, consultas de disponibilidad y laguna-mar

“Felipe Félix”, el Fefe, investiga un secuestro y desaparición en un pueblo donde pasaba los veranos de su infancia. El Fefe visita la vieja casa de sus abuelos, en el presente de la novela propiedad de “los Tuttolomondo, sus vecinos de toda la vida” (13, cursivas propias), se sienta en Los Tocayos, propiedad de “don León”, y conversa con sus moradores al costo de invitar ronda tras ronda, es derivado a otros personajes del pueblo, en resumen, habla: “esperaba chocar con un muro de silencio, con miradas hostiles, (…) una conspiración de silencio, no una de locuacidad” (173, cursivas propias). Es en el bar de don León donde el Fefe realiza una pregunta que interpela modos de inquerir sobre dinámicas microsociales en torno a pasados recientes:

¿y no hubo un caso, de la época cuando yo venía todavía, de un muchacho, cómo se llamaba, que tuvo un problema con otro del pueblo, o de un pueblo vecino, no me acuerdo bien? –tomo un buen sorbo de vino y sin mirar a nadie a los ojos largo de un tirón (19).

La pregunta afirma por lo que niega, o consulta lo que no explicita: lo que se demanda es lo que no se dice, lo sub-liminal o sub-mediático de la pregunta (Groys, 2008:88), no lo que explícitamente aparece en la superficie del discurso con sus titubeos aparentes pero premeditados66. Escribió Boris (…) . Es una pregunta trascendente: lo que en realidad se consulta no es lo que superficialmente se pregunta sino lo que se encuentra por debajo de la consulta. Es un tipo de pregunta que puede disparar la emoción de la sospecha: si lo que me pregunta es otra cosa de lo que me está preguntando, ¿por qué debería responderle lo que efectivamente me pregunta y no lo que aparentemente me está preguntando? Y, cuando el entrevistador explicite lo que realmente quería saber más allá de sus simulacros iniciales, ¿por qué no ofenderme sintiéndome engañado por la astucia inicial?

El Fefe, nos cuenta Gamerro, no encuentra estos cabildeos conspirativos cuando su pregunta subliminal: lo que halla, más bien, es “una conspiración de locuacidad” (73) que lleva a la mesa de Los Tocayos a abalanzarse sobre la pregunta sub-mediática del Fefe con furia confesional. Similar voluntad o deseo de habla encuentra en el resto del pueblo: el farmacéutico Mendonca, el Dr. Alexander, “Berraja”, dueño del hotel alojamiento, u otras voces que dicen que está en un pueblo vecino con familia, auto y casa: las mencionadas distintas posturas sobre la desaparición. Lo que el Fefe encuentra, más que “un muro de silencio” (Lila Stantic, 1993), es una pared de palabras: voz y secreto no se contraponen, no hace falta callar para no decir. Como en la famosa carta robada de Poe, no hay mejor forma de ocultar que mostrar: el ocultamiento dispara la sospecha sobre lo que no se muestra, la mostración –si bien puede generar desconfianza sobre lo que se encontraría por debajo o detrás de ella– cuenta con la aparición como conjura de sospecha. “El crimen perfecto es justamente aquel que se comete a la vista de todos” (231), dirá el Fefe. ¿Qué crimen? Mejor dicho, ¿qué criminales? ¿”La vista de todos” es la vista de quiénes?

El 25 de febrero de 1977 (Gamerro, 2002:121), Darío Ezcura, habitante de Malihuel, pueblo del interior santafesino, es secuestrado y nunca vuelto a ver. Nunca vuelto a ver hasta la primera de sus fugas que se repite en una segunda oportunidad. “Ezcurrita” (71), perteneciente a dos de las familias más distinguidas de Malihuel, bon vivant escurridizo de amantes, esposos y acreedores, es secuestrado en el escenario donde el pueblo esperaba al cantante Sandro. El ídolo nunca llega pero el secuestro, a cargo del comisario Neri, el subcomisario Greco y el ex-policía Sayago, se acomete y representa al mismo tiempo: desde el principio la captura es construida como algo a ser visto. ¿De qué forma se arribó a este secuestro?

“Neri se encargó muy bien de hacernos a todos cómplices. Lo que no nos exime de culpa, todo lo contrario, cuanto menos pecamos por omisión” (18), dice Mendonca el farmacéutico, el que había espetado: “todos somos responsables”; Mendonca es el personaje que funde en la indistinción la paleta de grises entre responsabilidad, complicidad y culpabilidad. Gamerro construye una “consulta popular”: el comisario Neri, casa por casa, preguntándole a los vecinos del pueblo cuál es su postura sobre Ezcurra, el que, politizado para principios de los ’70 o simplemente provocando a otro de los apellidos distinguidos del pueblo, “Rosas Paz”, lo criticaba desde el periódico local: había sumado un nuevo enemigo, el dueño de las vacas. Ezcurra es secuestrado no se sabe si por mujeriego, montonero, deudor o perejil, y no se sabe tampoco si quien lo envía a secuestrar es un marido celoso, un acreedor harto o sectores organizados de la sociedad malihuense –empresarios, fuerzas de seguridad, profesionales– temerosos de que resulte el nuevo intendente izquierdista del pueblo, pero constructores de un chivo expiatorio más a la medida de su temor que de la pertenencia política del secuestrado. Lo que no se sabe, lo que adrede no termina de ser revelado, lejos de una falencia, es parte de la fertilidad de la novela: no se trata de determinar a priori o posteriori las identidades de secuestrado y secuestradores, de forma de tomar posición de acuerdo a la subjetividad del primero (mujeriego, militante político-militar, deudor crónico, provocador profesional), sino de pensar las reacciones de un pueblo a los distintos vaivenes de conocimiento y saber en torno a una historia.

Neri realiza el plebiscito y, cuando tiene vía libre de parte del pueblo, o de algunas voces de él, organiza el secuestro: se llevará a cabo mientras el pueblo esté entretenido escuchando a Sandro. Pero el ídolo no llega y, en el desconcierto de las masas que lo esperan y no comprenden la demora, Ezcurra se escurre de los policías que lo intentan detener y termina arriba del escenario siendo perseguido y secuestrado a la vista de los presentes. La primera fuga de Ezcurra, de las tribunas al escenario, a la vista del pueblo que había ido a ver y escuchar a Sandro, termina en recaptura también a los ojos de sus vecinos. Una vez en la alcaldía, Ezcurra será golpeado y torturado con “todos los comunes escuchando, viste, algunos poraí que en unos días salían a la calle a desembuchar”, dice León (146), el dueño del bar. Los secuestros, podemos leer en (y de) la novela, sucedían a la luz del día, en escenarios incluso espectaculares, listos –y puestos– para ser vistos, y esos secuestros implicaban recorridos que contactaban a los secuestrados con quienes luego podían difundir lo que habían escuchado. En otras palabras, se sabía, el terror circulaba y, con ello, las informaciones a él asociadas: los signos que lo representaban en su ausencia presente.

Pero, escurridizo como su nombre, Ezcurra vuelve a fugarse, esta vez no de las tribunas sino de la alcaldía, y desemboca en la casa de “Isadora de Mendonca”, la madre del farmacéutico, quien hospitalariamente le abre la puerta, le cuenta Guido al Fefe gracias a la narración de la historia por la enfermera de Isadora (148). Al recibir en su casa al joven sobre el que el comisario había realizado una encuesta para consultar –o confirmar– qué hacer con él, Isadora llama a su hijo, el farmacéutico, quien a su vez llama al Dr. Alexander, el médico policial. Guido le cuenta al Fefe que le contó la enferma que “desde el cuarto de al lado escuchó (…) decir al doctor quedate tranquilo, Darío, la Isadora ya está llamando a tu familia, vení que te vendo. Y la enfermera tres minutos después (…) escuchó el chirrido de las frenadas y los portazos” (151). Las cursivas, en el texto y no propias, dan cuenta de la polisemia ya no de una palabra sino de una expresión: la colaboración médico-farmacéutica resulta imprescindible para regresar a una alcaldía funcionando bajo torturas a quien se escapó de ella. Esta es la segunda y última fuga de Ezcurra: lo que luego adviene es el entierro del cadáver en los fondos de campo de un peón, su búsqueda por perros y chanchos que lo empiezan a comer, el aviso de Villalba a Neri y la decisión por parte del comisario de arrojarlo a la laguna del pueblo (165). Si, en el juego de símbolos, los fondos de un peón de campo son fosas comunes, la laguna ya es mar.

4. “Así tan suelta de cuerpo no se puede culpar a todo un pueblo”: culpabilidad, resistencias y responsabilidades

La investigación del Fefe le permite recomponer las condiciones de la desaparición: la consulta, el secuestro arriba del escenario, la recaptura del detenido en la casa de vecinos con colaboración médica, su entierro en fosa común, y, ante el aviso del peón al comisario de que chanchos y perros estaban comiéndose el cadáver, su arrojo a la laguna. Fefe recompuso el circuito que siguió Ezcurra: consulta-secuestro-torturas-fuga-recaptura-desaparición. Podría proponer una nueva serie o afirmar que, para Malihuel, la concatenación adecuada es aquella, a mitad de camino entre el realismo y la singularidad de los casos. Sin embargo su inquietud no se detiene allí: recompuesto el destino del cadáver, Fefe se interesa no sólo por las respectivas culpabilidades y participaciones en aquel derrotero sino por el modo en que se significaron y elaboraron, tramitaron y procesaron, aquellos sucesos.

Si retomáramos una de las preguntas de Juan como si… ante el secuestro de Juan Hermann el 16 de julio del ’77, “¿qué dijeron los medios, cómo se comportó el periodismo?”, esto es si nos preguntáramos por la forma en que actores sociales de peso informaron o secretearon lo sucedido, deberíamos recapitular lo que escribió Iturraspe (Gamerro, 2002:141) en el diario local cuando la ausencia de Sandro y el secuestro de Ezcurra: “¿Dónde estaba cuando todos lo buscaban? ¿Dónde se encuentra ahora? ¿Qué sucederá en el futuro? ¿Volveremos a verlo alguna vez?”. Gamerro construye un juego de dobles donde, hablando de una cosa, se pregunta por otra: no es que Sandro y Ezcurra se fundan al punto de indistinguirse, sino que preguntar por la ausencia del primero es indagar sobre el secuestro del segundo, así como imaginar la desaparición de un joven local en un pequeño pueblo de provincia es pensar micro-dinámicas sociales durante la dictadura. Un juego de espejos donde las imágenes –el secuestro de Ezcurra, el ídolo de la canción– refractan otros vectores: los comportamientos cotidianos ante violencias ejercidas desde el Estado, la interpelación a este Estado por el destino de sus detenidos.

El fragmento citado, en la pluma de Iturraspe, recuerda las precauciones que Strauss (2009:33) señalaba sobre la escritura en tiempos de excepción:

La persecución, entonces, da origen a una peculiar técnica de escritura y, con ello, a un peculiar tipo de literatura, en la cual la verdad acerca de todas las cosas fundamentales se presenta exclusivamente entre líneas. Esta literatura no se dirige a todos los lectores, sino sólo a aquellos que son confiables e inteligentes (cursivas propias)

Si la referencia a los “inteligentes” podría resultar “racista” (Bourdieu, 1990), la mención de los “confiables” repone los destinatarios ideales de aquella escritura entre líneas: Iturraspe, con su artículo “El ídolo faltó a la cita, la alegría no”, habría interpelado a aquellos con quienes la confianza resultaba mutua. “Nadie se dio cuenta”, repone don León, manifestando el estado de sospecha generalizada. Iturraspe escribió preguntando sobre el destino de Ezcurra y el pueblo de Malihuel le respondió leyendo sobre el faltazo de Sandro.

Por otro lado, podríamos analizar la segunda situación a partir de la cual Gamerro figura la toma de la palabra bajo persecución: “Todavía hoy se discute qué quiso decir el padre Abeledo, que en general era tan claro, tan lindo sabía hablar, (…) algo del brazo y del ojo y de ahí saltó a las bacterias y los virus”, dice la Tía Porota al Fefe (171). Si Porota elogiaba ante su sobrino el efecto de claridad, transparencia y referencialismo que habitualmente poseían los sermones del padre Abeledo, es porque, en ocasión del secuestro de Ezcurra, su discurso se pobló de efectos de sentido contrarios: metáforas, sinécdoques, metonimias, lítotes. El padre Abeledo radicalizó el artefacto que constituye todo lenguaje, sólo que lo hizo, como Iturraspe, para que lo entendieran sólo quienes lo pudieran entender, librando el peso de la interpretación al lector y no al enunciador.

“Quedó clarísimo que hablaba de Ezcurra, que de alguna manera estaba justificando lo que le hicieron”, disiente Iturraspe con las tías del Fefe (174). El “de alguna manera” da cuenta que la interpretación no resulta unívoca: que la forma que encontró Abeledo de resistir ante el crimen cometido por la comunidad de sus fieles fue utilizando un lenguaje explícitamente dispuesto para ser interpretado de distintos modos, incluso –y sobre todo– antagónicos entre sí: un lenguaje que, sin convertirlo en un engranaje más –el exculpatorio- de la máquina de consulta-secuestro-y-justificación que se había puesto en marcha en el pueblo, opusiera resistencia sin exponerlo, sin convertirlo en el siguiente chivo expiatorio de la comunidad. Sobre todo, recuerda “Licho”, teniendo en cuenta que era un cura que, hijo de su tiempo, había elegido no mantenerse ajeno al concilio vaticano segundo del ’52, los cambios progresistas que había introducido en las estructuras anquilosadas de la Iglesia, la opción por los pobres, la radicalización revolucionaria de ciertos curas, en suma, “Greco le tenía echado el ojo al curita, y ese sermón lo salvó”. “Al padre Abeledo lo único que le importaba a esa altura era dejar los hábitos y casarse con la pibita de Fuguet”, disiente con todos –Clota, Iturraspe, Licho– don León (173). De esta manera, jergoso religioso pre-concilio vaticano segundo con misas en latín, justificador eclesiástico de la desaparición, cura revolucionario que tácticamente pronunció un discurso hermético como forma de romper el aura de sospecha que pesaba sobre él, o monje harto del hábito que aprovechó el sermón para dinamitar los puentes, la interpretación de por qué lo hizo permanece abierta. Esta apertura no implica el relativismo de que cualquier lectura resulta equivalente, pero sí explicita que la clausura del sentido en torno a determinada interpretación no obedece a que sea la única o mejor posible, sino a la construcción discursiva de validez y legitimidad en torno a ese modo de leer lo sucedido. Por otro lado, puntúa que, ante la inasibilidad y prescindencia de las intenciones del autor – ¿por qué lo hizo, qué quiso decir?–, todo con lo que contamos es con la materialidad del texto –el sermón– para leerlo e interpretarlo.

Delia Alvarado, madre de Darío Ezcurra, poseedora de dos de los apellidos distinguidos de Malihuel y una de las dos personas que sabía hablar inglés en el pueblo, no considera válidas ni legítimas las explicaciones que las autoridades le brindan sobre el paradero de su hijo, ni los consuelos con los que sus vecinos la intentan tranquilizar: “nadie me quiere hablar, la gente en la calle me escapa”, le cuenta Porota al Fefe que le dijo Delia (185). Desaparecido Ezcurra, su madre se convierte en el nuevo virus que hay que extirpar del cuerpo social. Delia no se dirigía la palabra con la abuela del Fefe, la otra persona que sabía inglés, pero “ahora de golpe una madrugada golpeándole la puerta como una loca, (…) si a Delia no la quiso atender por algo sería, (…) ella te empezaba a hablar toda atolondrada y encima subiendo el tono de la voz”, se queja Porota (187, 191, 198). Delia, con la desaparición de Darío y su toma del espacio público, es convertida por sus vecinos en una bacteria evitada por “la gente”: una desesperada que no espera y reclama. “Vieja loca le quedó, (…) que hasta los chicos a la salida del colegio pasaran por el banco que estaba enfrente de la jefatura y le gritaban vieja loca vieja loca”, repone Porota (202). Como en Los rubios, “hasta los chicos” se hacían eco de las palabras que circulaban en el pueblo para justificar(se) la presencia de una señora en el banco de plaza enfrentado a la Alcaldía. “Habrá sido alguno de los padres creo yo no sabiendo qué contestar habrá dicho sin ninguna mala intención digo yo Darío se fue del pueblo sin decirle a la mamá y eso le partió el corazón y la volvió loca vos nunca vayas a hacer algo así”, contempla la tía del Fefe (206, cursivas propias). Delia, recuerda Porota, había perdido la cabeza:

las cosas que hacía los domingos a la tarde se acercaba a hablarle a los familiares de los presos que llegaban de visita porque a esa altura eran los únicos que le daban bolilla ella justamente que había sido de decir que la Alcaldía habría que mandarla a orillas del pueblo para no tener todos los domingos ese triste espectáculo (cursivas propias).

Delia es resignificada como leyenda popular negativa. Los efectos disciplinantes atribuidos a la dictadura, en un pequeño pueblo santafesino inventado en torno al modo en que una madre elabora la desaparición de su hijo acordada o consentida por sus vecinos. Va de suyo señalar que Delia hace las veces, representa a Madres y Abuelas de Plaza de Mayo: ama de casa alejada de lo político y hasta demonizatoria de ello, desconocedoras –por tabicamiento, clandestinidad o diferenciales generacionales– de las actividades de su hijo, se reconvierte con su desaparición: toma el espacio público, antes sitio de tránsito, golpea las puertas de personas a las que no les dirigía la palabra, soporta los insultos de niños que repitiendo –pero, en esa repetición, resignificando– lo que escuchaban en sus casas y pueblo en general la llaman “vieja loca”. Si madres rondaron Plaza de Mayo porque el estado de sitio impedía detenerse –el espacio público como sitio de circulación–, en Malihuel el estado de sitio, de por si excepcional-normal (Agamben, 2004), vivía un estado de excepción que permitía transgredirlo: Delia podía sentarse en el banco de la plaza enfrente a la Alcaldía para mirar la oficina de Neri, jefe operativo del secuestro de su hijo. Incluso, en esta reconversión, Delia le dirige la palabra a los mismos que quería expulsar extramuros del pueblo: los familiares de los presos detenidos en la seccional donde intuía que había estado o estaba su hijo. La madre del desaparecido, en su transfiguración, deja de dirigirles la palabra a quienes les hablaba y comienza hacerlo a quienes quería echar de la comunidad. Los niños, como en Los rubios, son construidos como el índice, síntoma e indicador de un saber que los excede, incluye y encarnan en la repetición de las palabras escuchadas en sus casas, repetición que es una resemantización operante: no es lo mismo decirle “vieja loca” a una vecina en la propia casa y en su ausencia, que en una plaza delante de ella.

“Habría que hacer algo, no, no digo una estatua, pero al menos una plaqueta”, proyecta don León (212, cursivas propias). ¿Por qué no una estatua? Porque Delia, en su habitación y no sólo transito del espacio público, descabezó la estatua de “don Urbano Pedernero”, fundador de Malihuel, integrante de “la campaña del desierto” contra el indio. La protesta por la desaparición de su hijo cometida por un comisario-funcionario local de un proceso que se proponía “refundar la sociedad” (Novarro y Palermo, 2013) implica volver sobre los fundadores del pueblo, sobre la fundación de la comunidad en la que tuvo lugar el crimen: como acordando con la tesis de Martínez Estrada (2005), Malihuel estaría mal fundado, intolerante a la verdad que lo espanta, lo cual lo lleva a cometer hoy con un joven lo que antes hizo con el indio. ¿Y mañana con quién?

“Ponele que le hubiera pasado algo a mi Leandrito, (…) ¿vos te creés que la Delia hubiera levantado un dedo para ayudarnos? La gente no es peor acá que en otra parte”, disiente Porota (218). “Te salen chorros o maleantes o hasta terroristas y mueren en un tiroteo resulta que después la culpa la tienen los demás”, insiste la tía del Fefe. Porota da vuelta “el infierno son los otros” ya no aplicado al individuo que se justifica y evita el autocuestionamiento, sino a la madre del desaparecido, autoconstruida como víctima, que señala con el dedo al pueblo cómplice o copartícipe del asesinato de su hijo. “Tampoco vamos a decir que todo un pueblo estaba equivocado y una sola persona tiene razón (…) en lo de Darío alguien estuvo mal digamos, hubo uno que tuvo la culpa de algo o digamos dos, (…) así tan suelta de cuerpo no se puede culpar a todo un pueblo” ¿Puede todo un pueblo –en al menos dos de los sentidos de la palabra, como paráfrasis de “sociedad” y como intermedio entre aldea y ciudad– estar equivocado y una sola persona a su interior llevar razón?

En caso de responder negativamente, pareciera practicarse cierto “populismo negro” (Guinzburg, 1999): no habría nada que interpretar, la palabra escuchada es la auténtica representación de las cosas. En caso de responder afirmativamente, es decir toda una sociedad puede estar equivocada y una minoría de ella encontrarse en lo cierto, se arriesga cierto “racismo de la inteligencia” (Bourdieu, 1990): una vanguardia o élite sería la que ve las cosas tal cual son, “el resto” se encuentra alienado, su vista nublada, la percepción tomada. Sin embargo las palabras de Porota, que no son solamente de Porota, tampoco se agotan en la pregunta imposible sobre si todo un pueblo puede o no estar equivocado en contraposición a la corrección de una sola persona: la tía del Fefe, como elaboración de la desaparición de Ezcurra y las medidas que toma Delia para protestar por ella, construye un chivo expiatorio que expía la responsabilidad de la comunidad y las concentra en una nueva carnadura individual, esta vez no de la razón en oposición a la sinrazón pueblerina, sino de las responsabilidades de lo acordado o consentido por todo un pueblo. Es esta responsabilidad colectiva la que, apartándose Delia del cuerpo colectivo del pueblo, o apartada por los otros ante el asesinato de su hijo, puede señalar “suelta de cuerpo” con una actitud corporal que no es el espíritu de cuerpo –el corporativismo– con el que el pueblo respondió ante el crimen que solicitó o concedió: el pacto de silencio por el cual, recién al cabo de su primer tercio de estadía en Malihuel, el Fefe se entera del asesinato colectivo de Ezcurra, secreto que no impide –incentiva– la multiplicación proliferante de voces y testimonios.

5. “Pueblo de cobardes, pueblo de canallas”: exterioridad moral, miedo e historia local de la infamia

El profesor Gagliardi, “en su casa en los bordes del pueblo entre cuyas paredes amuralladas de libros ha decidido recluirse en vida”, dice el Fefe, lo recibe para hablar sobre el destino de Ezcurra (227). El profesor encuentra la historia de Ezcurra una reedición de tragedias personales: “ni mis vecinos que habían sido todos sin excepción alumnos míos, o eran padres de mis alumnos actuales, me apoyaron”, cuando fue destituido en su cargo. Los vecinos, dice el profesor, se comportaron con su historia con “cobardía y canallez” que lo hicieron ante la desaparición de Ezcurra.

“En un pueblo de mala muerte como este no se puede liquidar a un vecino de nota sin que todos sepan”, sentencia el Profesor (232). Sus palabras no dejan ambigüedades: es un pueblo desafortunado en el que todos sabían la inminente o pretérita “liquidación de un vecino de nota”. El “todos saben”, como vimos desde la cercana posdictadura –1987– hasta veinte años después de vuelta la democracia –2002–, es un sintagma recurrente a la hora de indagar el quehacer cotidiano de la sociedad, el pueblo, la gente ante la última dictadura.

Gagliardi trae otra versión de la consulta popular: “fue una apuesta” entre el comisario y el coronel. “Ambos prometieron no hacer trampa, dieron su palabra de honor: el comisario de cumplir con su deber si, como sostenía el coronel, la cosa resultaba facilísima; el coronel, de archivar el asunto si el comisario encontraba que los vecinos del pueblo le negaban su colaboración” (239, cursivas mías). La decisión, en esta versión de Gagliardi, la tomaron “los vecinos”: si ellos hubieran respondido negativamente, el coronel, dice el Profesor, hubiera aceptado la derrota y archivado el asunto Ezcurra. Sin embargo el pueblo le falló a Neri y, ante su consulta, le dijo que sí: le hicieron perder la apuesta, él creía en ellos. Su deseo de represión le dio la razón al coronel y no le dejó más alternativa, al comisario, que cumplir “su palabra” y ser el brazo ejecutor de lo que la comunidad había decidido. Si los vecinos, obediente y “cobardemente”, no hubieran visto en el plebiscito una pregunta retórica sino una consulta abierta, podrían –en caso de haberlo deseado– haber salvado a su vecino. Pero, como hipotetizaba el coronel, quizá no deseaban archivar el asunto de su vecino, o deseaban archivarlo de un modo preciso: su desaparición.

Sin embargo, “afirmar que todos fueron culpables, así, de manera genérica, es casi como decir que nadie lo fue, y por eso me propuse establecer, en la medida de mis posibilidades, en qué medida y de qué manera, cada uno de los habitantes de Malihuel participó en la tragedia”. “Gagliardi”, como citando a Arendt, dice: “donde todos son culpables nadie lo es” (Arendt, 2001:151). Agregó la filósofa: “La culpa, a diferencia de la responsabilidad, siempre selecciona; es estrictamente personal” (ibídem). Y jurídica. La responsabilidad, al menos según Arendt, no selecciona, es colectiva, es el costo inevitable a pagar por vivir con otros.

Pero lo que se pregunta Gagliardi es por las culpabilidades. La forma en que discrimina estas culpas individuales es a través de un “Registro de Iniquidades de Malihuel” (Gamerro, 2002:245). Un libro que sistematiza la participación de cada uno de los involucrados en la desaparición de Ezcurra, pero también una infinidad de pequeñas miserias cotidianas, que el Profesor registra desde los bordes del pueblo. “No sé de qué se las da el profesor ahora, si con Neri siempre fueron culo y calzón”, objetan el nene Larrieu y Batata Sacamata, recordando que él y el comisario se pasaban largas horas charlando en la mesa de la ventana con la excusa de una partida de ajedrez que apenas si tenía algunos movimientos. Larrieu y Sacamata, parroquianos que siguen asistiendo al bar que el profesor frecuentaba y dejó de hacerlo cuando fue destituido y el affaire Ezcurra, impugnan su aparente pureza e incontaminación moral desde la cual se atreve a sostener afirmaciones como: “pueblo de canallas, cobardes y culpables, todos sabían”.

La crítica del Fefe es más radical: no objeta la distancia entre pasado y presente, el olvido de las viejas pertenencias –sentarse a la mesa con un comisario– en razón de las posiciones actuales, sino que avanza sobre el género del “Registro…”, suerte de historia universal de la infamia de un pequeño pueblo de provincia77. Es conocido el (…) . Para el Fefe, el “Registro…” miente e idealiza por el enclaustramiento del Prof. en una “muralla de libros”: “este mamotreto, esta promiscua cohabitación de la ficha policial con el chisme pueblerino, era, también, el melancólico testimonio de una vida consagrada a la mortificación moral” (250).

El “Registro…” es, a ojos del narrador, un mamotreto indecente en su convivencia entre denuncismo policíaco y qué dirán local, un monumento moralista de un testigo que se dedicó a vivir el pasado en el presente. Por eso, cuando Gagliardi echa loas sobre el principismo de Darío y “la valiente búsqueda de verdad” (234) de su madre, el Fefe piensa: “Nada de eso es verdad. El idealismo enclaustrado del profesor quería hacer un héroe de un mártir involuntario, pero lo cierto es que en aquella época, en iguales o peores circunstancias, miles y miles de personas habían mostrado más valor y dignidad” (253). ¿Quiénes son estas “miles y miles de personas que, en aquella época, en iguales o peores circunstancias, habían demostrado más valor y dignidad”? ¿Los desaparecidos clara y distintamente por motivos políticos, ideológicos, político-militares? ¿Los exiliados? ¿Los que se quedaron en el país, insilio mediante, y resistieron como y donde pudieron?

Al Fefe ninguna respuesta lo satisface: ni la internamente heterogénea de los moradores del bar, ni la auto-exculpatoria de sus tías, ni la elogiosa de la represión del Dr. Alexander y el farmacéutico Mendonca, ni la idealizatoria de Ezcurra y su madre de Gagliardi. El secuestro de Ezcurra es como “el viudo Gus”, “a quien se le paralizó el lado derecho del cuerpo a los pocos meses de morir su mujer”, actual dueño de la casa que era de Greco: “Mi problema es de punto de vista: con el auto estacionado, su lado bueno daba a la vereda ocultándome la otra mitad de la historia, la que yo necesitaba entender”, dice el Fefe (255). La desaparición de Ezcurrita es el rostro de un viudo: viendo una parte, se pierde otras. No hay vista total, ni relato totalizante que cuente todas las aristas del secuestro desde todos los puntos de miras posibles, suerte de Aleph de la desaparición: lo más cercano es el “Registro…” y es un “mamotreto promiscuo, melancólico y moralista”. Cada punto de vista tiene sus puntos ciegos y críticos de invisibilidad, hay que elegir una postura y aceptar sus conos de sombra.

El Fefe se determina: elige aceptar su filiación y hacerse cargo de ser el hijo de Darío Ezcurra y su madre, una de las numerosas muchachas que Ezcurra seducía y abandonaba. Acepta ser el nieto de Delia Alvarado. Esta suma de aceptaciones suscitan distintas reacciones: “El Dr. Alexander se cruza de vereda al distinguirme de lejos; un joven, que conduce una deslumbrante 4x4 nunca vista por mí, me escudriña torvo y resulta ser uno de los nietos de Rosas Paz; el Batuta Sacamata se ha borrado de la mesa de Los Tocayos” (242). El resto de los entrevistados se apersona en la casa de su amigo Guido, donde reside desde su nueva llegada al pueblo, para decirle que estuvo en contra de lo que le pasó y le hicieron a Darío, para manifestar su admiración por la heroica resistencia de su abuela Delia, y para apoyar su búsqueda de verdad. Don León, ni torvo sostenedor de sus posiciones anteriores, ni plástico modificador de ellas a partir de las contingencias de la actualidad, le dice: “no digo que lo que hiciste está mal, (…) abusaste de nuestra buena fe. Para entender estas cosas hay que ser de acá. Es fácil para el que viene de afuera”. Este reconocimiento de que, si el Fefe hubiera manifestado desde el principio ser el hijo del desaparecido y el nieto de la mujer que lo buscó, nadie hubiera abierto la boca, es severamente reprendida por Guido, quien llama al orden a León y le ordena que no los siga obligando a escuchar sus iniquidades. Pero ni siquiera esta defensa por su amigo se encuentra ausente de dobleces: “Guido está contento, pero no sólo por mí. La mesa de Los Tocayos ha cambiado de dueño”. El amigo del Fefe aprovechó la coyuntura del develamiento de su filiación bio-genética para invertir las relaciones de poder que padecía desde hacía veinte años. Nadie, pareciera escribir Gamerro, está por fuera de alguna instrumentación en torno a la desaparición de un joven: para justificarse, para saldar cuentas con el pasado, o para convertirse en el nuevo rey de una mesa-selva.

“Voy a ponerme en contacto con Hijos (…) Poraí le podemos organizar un escrache”, termina el Fefe. Ante la pregunta de su amigo por la novela, la ficción con cuya justificación comenzó a hacer entrevistas, Fefe Ezcurra Alvarado responde: “Tengo un amigo escritor que ya hizo una con las cosas que le conté y ya incluyó unas páginas sobre el pueblo. Fue él el que inventó ese nombre: Malihuel. Y a vos te puso Guido”. Es decir, el pueblo no se llama Malihuel y el amigo no se denomina Guido: podría ser cualquier otro pueblo, cualquier otro amigo, cualquier otro doctor, farmacéutico o profesor. Como si el Fefe le diera la razón a su tía Porota, como si Gamerro eligiera cerrar la novela con una reflexión conectada con uno de sus personajes incómodos, aquello es como decir: “acá la gente no es peor que en otra parte”. Pero, como la misma expresión contempla, tampoco mejor. “Sacar sillas a la vereda, juntarse en cada esquina, en los negocios, en los bares a conversar con el vecino (…) no existe mejor lugar en la tierra para vivir”, cierra el Fefe, el hijo del desaparecido secuestrado con el acuerdo o consentimiento de aquellos vecinos.

6. Conclusiones

El terrorismo de Estado argentino instauró el secreto como una de sus formas de funcionamiento y reproducción y, en su continuación o interrupción, que implican tomas de la palabra o difusión de otros sentidos, se juegan modos de pensar responsabilidades y resistencias bajo acontecimientos extremos. Quizá la idea fundamental que, sin ser una novela de tesis, lega el trabajo de Gamerro sea: se puede ocultar callando, como hablando hasta por los codos. Sin embargo, como adelanté en la introducción, desarrollé en el texto y retomo aquí, considero que este sería un modo metafísico de pensar el secreto: siempre habría, en la profundidad insondable, impenetrable y nouménica, una verdad oculta por develar88. Para una inter (…) . La caterva de palabras muestran lo contrario: resulta in-diferente lo que se diga o lo que se oculte, siempre hay espacio – ¿submediático?– para retractarse e invertir el discurso.

Lo importante para los personajes de El secreto… es hablar, contestar, mostrarse solícitos, no callar: ¿el fin del secreto, la sociedad transparente donde todo debe ser dicho, confesado y registrado, es el secreto por otros medios? Tal vez la novela haya observado sin asumir, más que aquella idea sobre el ocultamiento mediante la mostración, la híper-contemporaneidad en la que nos movemos: la palabra sin fondo ni trasfondo, su inmanencia radical anti-trascendente, el fin de la verdad – ¿y por ende del secreto?–, los “alternative facts”99. Agamben (2007) (…) .

El secreto y las voces de Gamerro, un secreto y muchas voces, nos fuerza a volver sobre una metafísica del secreto, ya que en ella lo callado y lo hablado no se oponen, o se oponen sólo en el grado en que todavía la catarata de palabras no llegó al núcleo duro de lo que uno de los interlocutores pretende conocer. Pero ese núcleo no es duro, es blando, casi evanescente: una vez que un ocultamiento sea develado, esto no será el fin del secreto, sino que en torno a ese develamiento se construirán otros conos de sombra, expuestos mediante otra proliferación de palabras, que serán los nudos de la nueva comunidad que acaba de constituirse. Entonces, toda historia guarda una mitad –un tercio, tres cuartas partes– de secreto, este la constituye al mismo tiempo que es su eslabón débil, protegido no a través de un “pacto de silencio” (Stantic, 1993), sangre u otro modo contractual en que podemos pensarlo, sino por medio de una lucha, una guerra semiótica de palabras: la hermenéutica cotidiana como forma al mismo tiempo de ocultar, develar y elaborar el pasado reciente en el que estamos inmersos.

7. Referencias bibliográficas

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1.

Agradezco la lectura de una versión preliminar de este texto a Ma. Belén Olmos y Daniel Mundo, así como a los/as evaluadores de la propuesta de artículo, cuyos correcciones y críticas me permitieron mejorarlo.

2.

Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas. Universidad Nacional de La Pampa. Universidad de Buenos Aires. mauroigreco@yahoo.com

3.

Son numerosos los trabajos que han señalado las vinculaciones de esta novela y la responsabilidad colectiva ante la última dictadura: Di Marco, 203; Gómez, 2007; Grenoville (2010); Aletta de Sylvas (2010:6); Semilla Durán (2010:2); Souto, 2013. Mención aparte merece el trabajo de Stegmayer (2010), un brillante análisis en relación a los géneros policial clásico y negro.

4.

Esta serie de autores –Jaspers, Arendt, etc– no puede ser aplanada en su pertinencia para pensar la responsabilidad colectiva: mientras que los aportes de aquellos dos autores, con sus diferencias internas, resultan nodales, los de Jonas y Levinas, por ser más generales y no referirse exclusivamente a las relaciones entre una sociedad y un hecho extremo sucedido en su seno, son de mayor difícil articulación en torno a una experiencia en particular. De allí que en la literatura (teórica, literaria y cinematográfica) de la posdictadura las reflexiones más presentes sean las de Arendt y Jaspers, y en muchísima menor medida las de Jonas y Levinas –con la excepción, en cuanto a este último, de la carta, y el debate posterior que ella generó, de del Barco (2007, 2010)-.

5.

Con “metáfisica”, dado los límites del artículo, me refiero elementalmente a las oposiciones que estructuraron el pensamiento moderno y occidental: cuerpo-alma, espíritu-carne, público-privado, adentro-afuera, profundo-superficial, interior-exterior, humano-animal, entre otras. Dos textos clásicos, separados por dos mil quinientos años de distancia, son la metafísica aristotélica (1994) y la pregunta heideggeriana “¿Qué es la metafísica?” (2009). Sin embargo, dado que el ámbito de especificidad de este artículo no es la filosofía sino las ciencias sociales, lo que me interesa de aquella metafísica retomada es la estructura dual, y opuesta, para pensar, en este caso, el secreto: lo ocultado a develar, las profundidades a sacar a la luz. Veremos, si logro argumentarlo, que otro modo en que puede leerse la novela de Gamerro es una suerte de crítica de la metafísica heredada: lo mostrado oculta, no sólo como una “Carta robada” cuya visibilidad se auto-invisibiliza, sino también como una técnica de gobierno basada en la proliferación cuantitativa de palabras e imágenes.

6.

Escribió Boris Groys (2008:88): “La sinceridad no tiene nada que ver con el carácter referencial de los signos, es decir, con la pregunta por la ‘concordancia’ entre signo y referente. La sinceridad no se refiere al estatus significativo de los signos, sino a su estatus mediático, a aquello que se oculta bajo ese signo”. La “sinceridad” de la pregunta, de acuerdo con Groys, no se dirime entre lo que se pregunta y lo que se quiere o busca preguntar, sino en el mayor o menor espacio de sospecha que la pregunta como medio abre tras de sí. A este espacio Groys lo llama “sub-mediático”. Y agrega: “Lo habitual, lo tradicional, lo repetitivo oculta el espacio submediático como una capa protectora impenetrable, y produce con ella el efecto de la insinceridad” (Ibídem.). La insinceridad es un efecto producido por la habitualidad y repetición de determinado signo. Es el mecanismo de (la) pregunta del Fefe la que disparan el efecto de sospecha –esto es, de insinceridad– sobre lo que se esconde debajo de ella, submediáticamente, sus verdaderas intenciones.

7.

Es conocido el libro de cuentos borgeano donde el autor, a través de distintos personajes –“el impostor inverosímil”, “el proveedor de iniquidades”, “el asesino desinteresado”, entre otros–, recorre diferentes historias infames, no en el sentido de carentes de fama, sino de indignas, deshonestas o corrompidas. Por ejemplo, al comienzo de “El atroz redentor Lazarus Morell”: “En 1517 el P. Bartolomé de las Casas tuvo mucha lástima de los indios que se extenuaban en los laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas, y propuso al emperador Carlos V la importación de negros, que se extenuaran en los laboriosos infiernos de las minas antillanas” (Borges, 2005:17). La lástima por la extenuación se soluciona modificando los sujetos sobreexplotados, no interrumpiendo la sobreexplotación. Es clara la intertextualidad citada por Gamerro al nombrar el registro del Prof. Gagliardi. Dos trabajos clásicos, sobre los hombres infames no por falta de fama sino por presencia de infamias, pertenecientes aquellos a la filosofía francesa contemporánea, son Foucault (1993) y, en uno de los tres libros que dedica al comentario de la obra de este último, Deleuze (2013).

8.

Para una interesantísima defensa de una “metafísica crítica”, como –a pesar de la demonización que ha recibido la palabra– “lo que se entrega a quienquiera que tenga el coraje de vivir con los ojos abiertos, lo cual a la larga no exige más que una obstinación particular que SE acostumbra a pasar por demencia” (mayúsculas en el original): Tiqqun, 1999.

9.

Agamben (2007), glosando los dos últimos textos en vida de Foucault y Deleuze –“La vida: la experiencia y la ciencia” y “La inmanencia: una vida…” respectivamente– realiza un movimiento de lectura por el cual, partiendo del elogio de la inmanencia presente en ambos autores aunque más intensamente en el segundo, termina desembocándola, fiel a su inscripción aristotélica, en la “vida desnuda” (503, 504), la vida orgánica, nutritiva o vegetativa de acuerdo al autor. Si bien es una lectura personal, y no poco auto-referencial, no deja de oxigenar la idealización de las últimas dos décadas de todo lo que comporte el término inmanencia.