Estudios Sociales Sobre Derecho y Pena

Aportes para comprender la evolución histórica del concepto de tratamiento penitenciario en la Argentina del siglo XX

Jeremías Silva1

Enviado: 13 de enero de 2023

Aceptado: 20 de febrero de 2023

Resumen

Este trabajo propone indagar el uso del término tratamiento en las discusiones de funcionarios y expertos durante el siglo XX. Demuestra que la incorporación de este concepto en el lenguaje penal obedeció a procesos de discusiones internacionales, así como a la adopción en la legislación se produjo hacia fines de la década de 1950. De esta manera, reconstruye el derrotero de las ideas y saberes que sustentaron este término, así como los contextos en que su uso se extendió y pasó a formar parte del lenguaje penal.

palabras clave: tratamiento; cárceles; saberes; Siglo XX.

Abstract

This article aims to investigate the use of the term treatment in the discussions of officials and experts during the 20th century. It demonstrates that the incorporation of this concept in criminal language was due to international discussion processes, as well as its adoption in legislation, which occurred towards the end of the 50s. In this way, it reconstructs the path of ideas and knowledge that sustained this concept. term, as well as the contexts in which its use spread and became part of criminal language.

keywords: treatment; prisons; knowledge; 20th century.

Introducción

En junio de 1996 se sancionó la Ley 24.660 de “Ejecución de la pena privativa de la libertad”. Si bien sobre esta normativa se fueron incorporando cambios en diferentes artículos, sus orientaciones han guiado hasta la actualidad las políticas penitenciarias nacionales. El artículo 1º señala que “La ejecución de la pena privativa de libertad, en todas sus modalidades, tiene por finalidad lograr que el condenado adquiera la capacidad de comprender y respetar la ley procurando su adecuada reinserción social, promoviendo la comprensión y el apoyo de la sociedad”. Y agrega a continuación: “El régimen penitenciario deberá utilizar, de acuerdo con las circunstancias de cada caso, todos los medios de tratamiento interdisciplinario que resulten apropiados para la finalidad enunciada”.

El propósito de este artículo es comprender los fundamentos históricos que subyacen a dicha afirmación. Como podemos observar, la legislación define como objeto del régimen penitenciario al “tratamiento interdisciplinario” que debe recibir el interno. Así, se propone brindar una reflexión sobre la difusión del concepto de tratamiento, poniéndolo en relación con el contexto histórico. Partimos de la base de que dicho concepto no es neutral y su incorporación a la legislación tiene una historia pasible de ser reconstruida. Por eso, nos proponemos responder los siguientes interrogantes: ¿Cuándo se comenzó a utilizar ese concepto? ¿Qué significaba para los actores que lo utilizaban? ¿Qué implicancia tuvo para la administración del castigo? ¿Cuál fue el contexto en el que comenzó a usarse?

Este ejercicio de indagación histórica permite reconstruir los derroteros del lenguaje penal, de las formas en que los términos sirvieron para designar y definir las políticas carcelarias, así como para comprender los contornos de las discusiones intelectuales propias de los saberes carcelarios que informaron la legislación penal. Vale la aclaración, al tomar las herramientas de la historia conceptual, nos concentramos en el aspecto discursivo de la legislación y discusiones sobre la política penal (Koselleck, 2012). Argumentamos que su uso y difusión se debió a lo que Pratt (2006, p. 121) definió como “saneamiento del lenguaje penal”. Esto significó despojar al discurso oficial de concepciones peyorativas y dotar al castigo de “términos más neutrales, objetivos, científicos” (Pratt, 2006, p. 121). En el caso argentino, esto se produjo a fines de los años 50, cuya reforma dio un nuevo marco legal a la situación carcelaria nacional, en un proceso de creciente tensiones políticas y un uso sistemático de las cárceles con fines políticos.

Si bien en la primera mitad del siglo XX el uso del concepto de tratamiento para designar la ejecución de la pena era poco frecuente, a partir de los años 40 comenzó a ser una categoría que formó parte del lenguaje de aquellos expertos y funcionarios dedicados a las cuestiones penitenciarias. En consecuencia, nos proponemos demostrar cómo en la definición del concepto de “tratamiento” operaron factores que permiten dilucidar la forma en que se difundió su uso: por un lado, la autoridad que poseía la criminología positivista entre los expertos y el lenguaje médico en las definiciones del castigo influyó en la adopción de este término; por otro lado, la influencia internacional significó la difusión de normas comunes para las políticas penitenciarias que durante la gestión peronista comenzó a ser materia de discusión sistemática. Por último, en el contexto de las discusiones globales de la Guerra Fría de la década de 1950 cobraron particular relevancia estas normas internacionales al quedar establecido el concepto de tratamiento en el lenguaje penal.

Así concebido, este artículo busca dialogar con el campo de estudios de la historia de la prisión, que en los últimos años se ha consolidado en nuestro país. Por un lado, los estudios –ya clásicos– han permitido colocar en la agenda de investigación problemas relativos a las políticas penales, el rol de las burocracias expertas y el ascendente de la criminología positivista en el país (Aguirre y Salvatore, 1996; Caimari, 2004; Salvatore, 2001; Cesano, 2009). Por otro lado, estudios recientes han contribuido a comprender mejor el desarrollo de las políticas carcelarias a lo largo del país, ponderar el peso de las discusiones internacionales en el plano local –los procesos de adopción o crítica, la participación en eventos penitenciarios, la visita de expertos extranjeros–, así como los usos políticos de las prisiones (Bohoslavsky y Di Liscia, 2005; D´Antonio, 2016; González Alvo, 2013 y 2017; González y Núñez, 2020; Silva, 2015 y 2017; Sozzo, 2002 y 2017).

Con este trabajo aspiramos a ofrecer una contribución a los saberes penitenciarios en el siglo XX. La adopción del concepto de tratamiento permite iluminar la relevancia de los discursos en la definición del castigo, las implicancias de los usos de ciertas categorías, la circulación internacional de ideas, y los modos en esos procesos son clave para dilucidar los significados de la ejecución de la pena. De esta manera, al colocar el lente en los usos conceptuales utilizados para concebir las políticas carcelarias, buscamos a dotar de contenido los modos en que ciertos términos fueron demarcando los alcances, posibilidades y límites de las políticas penitenciaria, así como forjaron los sentidos atribuidos a la cuestión penal.

La organización carcelaria de la década de 1930 y la tenue incorporación del concepto tratamiento al lenguaje penal

Hacia fines del siglo XIX, la estructura penitenciaria nacional comenzó a delinearse con la conformación y consolidación del Estado nación en la Argentina (Caimari, 2004). El sistema carcelario, que administraba el Ministerio de Justicia e Instrucción Pública, estaba compuesto por las cárceles de los Territorios Nacionales, la Penitenciaría Nacional, la Cárcel de Encausados y el Asilo Correccional de Mujeres, estos tres últimos ubicados en la Capital Federal. Aquellas regiones que quedaron fuera de los límites o posesión de las provincias pasaron a conformar en diferentes momentos los Territorios Nacionales: Misiones en 1881, Formosa y Chaco en 1884, y para el mismo año en la Patagonia, la Ley 1.532, constituyó los territorios de Río Negro, La Pampa, Neuquén, Chubut, Santa Cruz y la Gobernación de Tierra del Fuego. En la Argentina, a diferencia de otros países latinoamericanos, conforme a su régimen federal, las provincias conservaban sus propios sistemas penitenciarios. Así gestionaban y construyeron sus propias cárceles, proceso que no resultó ajeno a los problemas financieros y políticos inherentes al proceso de organización nacional de las décadas finales del siglo XIX.2

Los intensos debates, proyectos y propuestas para reformar las instituciones penitenciarias del país acorde con los objetivos de alcanzar un castigo moderno monopolizado por el Estado y bajo el imperio de la ley, no lograron en las primeras décadas del siglo XX transformar la realidad marcada por el hacinamiento, la escasez presupuestaria y la imposibilidad de garantizar las premisas de instrucción, trabajo y disciplina (Silva, 2017). A pesar de estos intentos, a principios de la década de 1930, los establecimientos carcelarios carecían de una organización centralizada y presentaba un panorama carcelario heterogéneo, albergando dentro de sí una variedad de cárceles en distintas condiciones materiales. Las estadísticas del período evidenciaban las disímiles situaciones que existían entre las principales cárceles del país y una gran cantidad de prisiones nacionales, provinciales y locales funcionando dentro de parámetros “pre-penitenciarios” (Caimari, 2004). Diversos estudios han demostrado que mediaba un abismo entre las cárceles de los Territorios Nacionales y los “faros de modernidad punitiva”, como lo eran la Penitenciaría Nacional y la Cárcel de Ushuaia en las primeras décadas del siglo XX (Bohoslavsky y Di Liscia, 2005; Bohoslavsky y Casullo, 2003). La desorganización administrativa, así como la escasez de recursos hicieron imposible el desarrollo de las premisas de la criminología positivista en las cárceles de la “periferia”, a diferencia de lo que ocurría en las “cárceles modelos”. Cómo demuestran estos estudios, la falta de recursos humanos, de una burocracia especializada y de un presupuesto acorde a las necesidades en las áreas de salud, educación y justicia, hicieron que la realidad de los Territorios Nacionales estuviera marcada por la desorganización institucional.

Dada estas circunstancias no es sorprendente que, cimentada en estos diagnósticos, existiera un consenso sobre la urgencia de implementar políticas tendientes a mejorar la administración y las condiciones materiales de los establecimientos carcelarios. De esta manera, el 30 de septiembre de 1933 el proyecto de ley sobre “Organización carcelaria y régimen de la pena” elaborado por Juan José O’Connor fue aprobado por amplia mayoría y sin objeciones en el Congreso Nacional (1933, pp. 478-480). La Ley 11.833 coronaba diversos esfuerzos previos en pos de la reforma de las prisiones, y significó la creación de la Dirección General de Institutos Penales. Esta agencia llevó adelante una intensa actividad diseñando, proyectando y motorizando diversas iniciativas en este período. Como el primer organismo coordinador del sistema penitenciario nacional, centralizó la administración carcelaria, permitió el encumbramiento de abogados especializados con trayectoria dentro del Estado, y se propuso modernizar las prisiones bajo su dependencia motorizando múltiples iniciativas en su área. No resulta casual que su conformación sea en buena medida central para comprender el derrotero de la historia de la administración del castigo en el siglo XX (Silva, 2013a).

De la misma forma, es importante destacar que en este periodo de centralización administrativa, se produjo una vinculación concreta entre quienes participaron de la construcción de un saber especializado (en este caso, en derecho penal) y quienes desde el estado promovían políticas penitenciarias que operaban sobre la realidad social. Merece subrayarse que los primeros directores de la DGIP (Juan José O’Connor, José María Paz Anchorena y Eduardo Ortiz) tuvieran una formación universitaria en la UBA, realizada a principios del siglo XX, lo que marcó la influencia del pensamiento positivista. Orientados por dicha cultura científica, ellos influyeron decisivamente en el diseño de las políticas penitenciarias.

La Ley 11.833, entonces, marcó el inicio, el punto de partida de una reorganización administrativa del sistema penitenciario que se completaría a lo largo de la gestión conservadora con otro conjunto de medidas. La administración del castigo en la década de 1930 manifestó en reiteradas oportunidades la insatisfacción de los cuadros de la burocracia estatal por la situación imperante en las cárceles. Esta situación material y administrativa de comienzos de la década produjo como resultado una serie de acciones orientada a corregir déficits materiales en los establecimientos, y contribuyó a sentar una agenda estatal en materia penal. En sus múltiples intentos por llevar adelante estas ideas encontraron apoyos, como el logrado para la sanción de la Ley 11.833, y dificultades, como la insuficiencia de financiamiento para la construcción de todas las cárceles proyectadas. Sin embargo, la actuación de la DGIP sobresalió por su dinamismo. La construcción de nuevas cárceles, pabellones, enfermerías, así como la refacción y remodelación de cuartos, documentan solo algunas de las transformaciones materiales que impulsó la administración del castigo en estos años. Si bien la extensión de las obras fue significativa, muchas cuestiones quedaron pendientes, siendo una de las más importantes la formación de los encargados de la vigilancia de las prisiones.

Abocados a compromisos más urgentes y con la mira puesta en fortalecer los diálogos regionales, el compromiso por incorporar las discusiones globales fue selectivo.3 En lo referido a los problemas penitenciarios, si bien se retomaron la organización de eventos –claves en la difusión de premisas comunes en el siglo XIX– para aunar propuestas de reforma, una de las principales iniciativas se dio en el marco de la Sociedad de las Naciones. Nacida de las consecuencias del conflicto bélico mundial, la organización supranacional persiguió diferentes objetivos: evitar otro conflicto bélico, fortalecer el diálogo entre los países y proyectar reformas sociales, entre otros (Laqua, 2011).

Dentro de las preocupaciones que tuvo dicha organización, las cuestiones penitenciarias formaron parte de su agenda. Es más, puede considerarse que las discusiones de los expertos convocados para elaborar un documento llegaron a buen puerto. En efecto, en su décimo quinta sesión ordinaria, el 26 de septiembre de 1934 aprobó el “Conjunto de reglas para el tratamiento de los presos”, que contenía 55 puntos. Dada la relevancia de este documento, también fue adoptado por la Comisión Internacional Penal y Penitenciaria en agosto de 1934. Publicadas en el segundo número de 1936 de la Revista Penal y Penitenciaria, el objetivo principal de dichas reglas era “indicar las condiciones mínimas que debe satisfacer desde el punto de vista humano y social el tratamiento de los presos” (DGIP, 1936, p. 361). Con ello, comienza en las discusiones internacionales a ser central el concepto de tratamiento, que no hemos encontrado en discusiones locales de las primeras décadas del siglo XX.

Las recomendaciones que presentaba el documento abarcaba cuestiones consideradas básicas, como la clasificación y separación de los penados (por naturaleza del delito, edad y sexo); el examen físico de los detenidos; los objetos del tratamiento (“el tratamiento de los presos debe tener por fin principal habituarlos al orden y al trabajo y a fortalecerlos moralmente”); garantizar la educación, asistencia espiritual, actividades físicas y trabajo (con máximo de horas, peculio y formación); un régimen de alimentación, vestimenta y de salud adecuados; límites a los castigos y medidas disciplinarias; y contar con personal formado para el desempeño de sus tareas. Si bien cada uno de estos temas se desarrollaba en diversos puntos, estas reglas condensaban una serie de consensos básicos sobre lo que implicaba el tratamiento penitenciario que venían siendo objeto de largas discusiones en las que participaban expertos, funcionarios y políticos. De esta manera, las orientaciones estaban guiadas con un “fin práctico” que consideraba “conveniente seguir en la aplicación de todo sistema penitenciario, cualesquiera que sean las condiciones jurídicas, sociales y económicas” de los diferentes países.

Como podemos observar, estas reglas colocaban el foco en garantizar una serie de condiciones para los penados inspiradas en la concepción de éstos como sujetos a los que se debía respetar ciertos derechos. Si bien el documento consideraba a estas cuestiones un punto de partida básico para la organización carcelaria, lo cierto es que en gran parte de los países no formaban parte de las realidades carcelarias. En la Argentina, la reforma carcelaria de los años 30 buscó llevarlas a cabo con diferente suerte. Si bien muchas de ellas formaban parte de la Ley 11.833, aún merece conocerse mejor el impacto en la aplicación del conjunto de cárceles nacionales.

La publicación de las normas en la principal revista penitenciaria nacional ilumina la atención que las propuestas internacionales suscitaban, y que merecían tenerse en cuenta. Sin embargo, su impacto en las discusiones locales no redundó en una adopción inmediata. Por el contrario, el concepto de “tratamiento penitenciario” se fue incorporando lentamente al bagaje de funcionarios y expertos. El año 1941 ilumina los avances en este sentido. En primer lugar, el Segundo Congreso Latinoamericano de Criminología celebrado en la ciudad de Santiago de Chile incluyó dentro de los temas oficiales uno dedicado a los “Tratamientos penitenciarios especializados” (Segundo Congreso Latinoamericano de Criminología, 1941). Este evento que convocaba a funcionarios y expertos de la región a discutir y buscar soluciones comunes en cuestiones penales y penitenciarias de la región, hacía eco de este nuevo concepto.

En efecto, la décima sesión que abordaba los “Tratamientos penitenciarios especializados” versó sobre dos cuestiones: las colonias penales ganaderas y agrícolas y la necesidad de diferenciar los establecimientos según el tipo de delincuentes. La primera cuestión estuvo a cargo del Director General de Institutos Penales de Argentina, el jurista José María Paz Anchorena. Allí el funcionario argentino defendió la importancia de las colonias agrícolas en el proceso de readaptación social de los delincuentes que pertenecían a ámbitos rurales. Tomando como modelo la Colonia penal agrícola Witzwil ubicada en Suiza, la alocución del delegado argentino consideraba esencial su realización, y refería a los logros obtenidos en el país a partir de la inauguración de la Colonia Penal de Santa Rosa. A continuación, completó la exposición el delegado chileno Eduardo Varas, quién defendió la necesidad de aplicar en la región la individualización de la pena, así como el sistema progresivo en los tratamientos penitenciarios.

Ambas premisas parten fundamental de las ideas de la criminología positivista en boga por aquellos años, que para el funcionario chileno significaban en la práctica implementar un sistema de reformatorios para delincuentes jóvenes, manicomios judiciales para delincuentes alienados, prisiones sanatorios para reos con enfermedades (tuberculosis, epilepsia, neurosis, etc.), asilos para toxicómanos (en particular aquellos con problemas de adicciones o alcoholismo), y abogaba por la inversión en infraestructura carcelaria y formación del personal carcelario. Podemos notar que el término tratamiento comenzó a incorporarse como un concepto relevante dentro de los debates sobre la ejecución de la pena, y a ser utilizado por funcionarios y expertos que adherían a las ideas de la criminología positivista.

Ese mismo año también se produjo el cambio de las autoridades carcelarias argentinas. José María Paz Anchorena dejaba su puesto para ocupar un cargo en la Secretaría de la Presidencia de la Nación, asumiendo el cargo de Director de la DGIP el abogado Eduardo Ortiz. Entre las primeras medidas que tomó el funcionario podemos encontrar una resolución titulada “Disposiciones sobre individualización del tratamiento carcelario” del 8 de julio de 1941 (DGIP, 1941). En la normativa, el novel director sostenía que la “individualización del tratamiento carcelario es fundamental y debe constituir la norma directriz” y exhortaba a los encargados de los establecimientos carcelarios garantizar el trabajo de los penados, así como su “observación permanente y minuciosa de las actividades” a fin de “adaptar el tratamiento a las posibilidades de quienes lo cumplen”. Esto significaba que las planillas que debían confeccionar el personal de los establecimientos, lejos de ser un mero acto de rutina con información general, debían “referirse a la personalidad integral de los reclusos” para poder garantizar la individualización de los tratamientos carcelarios. Si bien en la práctica esto se volvía de difícil aplicación, revela las ambiciones de los principales funcionarios penitenciarios respecto del régimen carcelario.

Sin hacer referencia al “Conjunto de reglas para el tratamiento de los presos”, la incorporación de este concepto se relacionaba con la impronta de la criminología positivista y la medicalización de la prisión. El término tratamiento, de uso común en el lenguaje médico, se asoció a la individualización y a la progresividad de la pena. Este incipiente uso del concepto por parte de las discusiones regionales y la burocracia local va a sufrir un cambio con la gestión carcelaria del peronismo. Como veremos a continuación, recién en el marco de la segunda posguerra y la importancia que cobraron los impulsos internacionales, y la proliferación de ámbitos de discusión globales, la agenda de trabajo que había delineado la Sociedad de las Naciones en la década de 1930 va a ser retomada. No resulta azaroso que la denominación esgrimida por dicha organización se mantenga igual a la iniciativa que vio la luz en 1934.

El peronismo y las discusiones penitenciarias durante la Guerra Fría global: el concepto de tratamiento entra en agenda

En los últimos años, la historiografía de la prisión prestó particular atención a la reforma carcelaria del peronismo clásico. Momento clave en la motorización de políticas carcelarias, la reforma justicialista de las cárceles fue impulsada por Roberto Pettinato, Director General de Institutos Penales de la Nación, a partir del 25 de enero de 1947. Al asumir su cargo instituyó como premisas centrales de su gestión la dignificación y el desagravio de los penados (Caimari, 2004; Cesano, 2011; Silva, 2013b). Si bien el peronismo retomó el andamiaje legal y las orientaciones que en materia penitenciaria venían de la gestión conservadora, la administración del castigo peronista le imprimió a la legislación sus propias concepciones de la pena: garantizó el bienestar de las familias de los penados, creó nuevas divisiones en la estructura administrativa, implantó un régimen especial para presos próximos a recuperar la libertad y creó la Escuela Penitenciaria de la Nación (Núñez, 2021).

Entre las múltiples iniciativas que llevó a cabo la gestión peronista de las cárceles puede encontrarse la celebración de los congresos penitenciarios justicialistas. El primero se realizó del 14 al 20 de octubre de 1953. Organizado por la gestión de Pettinato, este evento reunió a expertos, representantes gubernamentales y funcionarios carcelarios de la Nación y de todas las provincias. Desarrollado con gran fastuosidad, el Congreso Penitenciario Justicialista tuvo un alto contenido simbólico partidario: el evento se realizó según la Ley 14.036 durante el “Mes del Justicialismo”. Cada uno de los aspectos del Congreso estuvo organizado por la Dirección Nacional de Institutos Penales (DNIP).4 Precisamente, los temas fueron elegidos por la DNIP: I) “Aportes del penitenciarismo justicialista a la ley de Ejecución de las sanciones penales (Consolidación Jurídica del Pensamiento Penitenciario de Perón”, II) “Consideración y aplicación de las Reglas para el Tratamiento de los Reclusos”, III) “El problema sexual en el ámbito penitenciario” y IV) “El personal en el Sistema Penitenciario Justicialista”. Asimismo, la Mesa Directiva del Congreso estuvo conformada por Roberto Pettinato cómo Presidente, y contó con la vicepresidencia del Dr. Aníbal Orozco (Subsecretario de Justicia e Instrucción Pública del Ministerio de Gobierno de la Provincia de Mendoza), Amado Cuba (Subsecretario de Gobierno de la Provincia de Jujuy), Dr. Francisco Camperchioli Masciotra (Interventor de la Dirección General de Establecimientos Penales de la Provincia de Buenos Aires) y Dr. Julio De Nicola (Vicepresidente de la Cámara Nacional de Apelaciones de Resistencia). Los secretarios fueron Juan Carlos García Basalo (Inspector General de Institutos Penales de la Nación) y Alberto Mazzorin (Subprefecto, Jefe de la División Cultura de la Dirección Nacional de Institutos Penales).

La elección de los temas no se realizó a partir de problemáticas poco atendidas o que necesitaban pronta solución. Por el contrario, la gestión de Pettinato podía exhibir en cada una de esas áreas un notable dinamismo y logros alcanzados. Las cuatro cuestiones formaban parte de las transformaciones llevadas a cabo por la DGIP desde 1947 y habían sido exhibidas a nivel nacional, como en congresos y conferencias internacionales que había asistido Pettinato (Silva, 2013a). El primer tema discutido versó sobre los “Aportes del Penitenciarismo Justicialista a la Ley de Ejecución de las Sanciones Penales (Consolidación Jurídica del Pensamiento Penitenciario de Perón)”. Allí la justificación radicó en que entre sus objetivos especiales el Capítulo XXIX, referente a la Legislación General del Segundo Plan Quinquenal, establecía que: “Una legislación adecuada asegurará en todo el país la aplicación de un régimen uniforme para el tratamiento de los delincuentes” (Primer Congreso Penitenciario Justicialista, 1953, p. 40). Por eso, la primera cuestión a discutir era la sanción de una Ley Nacional.

El segundo tema, “Consideración y aplicación de las Reglas mínimas para el tratamiento de los reclusos”, recogía los puntos aprobados ese mismo año por el Seminario Latinoamericano sobre la Prevención del Delito y Tratamiento del Delincuente organizado por las Naciones Unidas en la ciudad de Río de Janeiro en 1953. Estas reglas tenían como antecedente un documento elaborado por la Comisión Internacional Penal y Penitenciaria en 1934, que había sido homologado por la Sociedad de las Naciones y revisado en una reunión realizada en Berna en 1950. Pettinato señalaba que las delegaciones argentinas tuvieron una importante participación en todas estas reuniones presentando “sus puntos de vista y enmiendas, adiciones y supresiones, la mayoría de las cuales fueron incorporadas al texto de las Reglas”. Éstas tenían como objetivo establecer “el mínimo de recaudos humanos, científicos y técnicos exigibles de acuerdo al progreso de la ciencia penitenciaria, involucrando supuestos generales, normas de organización penitenciaria y de tratamiento de reclusos en todos sus aspectos”. De esta forma, se proponía adaptar algunos de los principios establecidos en las Reglas a la realidad penitenciaria nacional.

Uno de los propósitos del congreso consistía en enmarcar las discusiones y propuestas internacionales al plano local.5 Resulta relevante para nuestra indagación comprender cómo el término tratamiento comenzó a ser incorporado al lenguaje penitenciario oficial, así como sus implicancias en la ejecución penal. En primer lugar, merece destacarse que las Reglas mínimas contenían un conjunto de premisas que buscaban establecer parámetros comunes en la ejecución de la pena. La Comisión Internacional Penal y Penitenciaria retomaba en el contexto de posguerra -a pedido de las Naciones Unidas- el proyecto inconcluso de 1934, buscando saldar los obstáculos que en aquel momento impidieron arribar a la adopción de la iniciativa. La tarea no se avizoraba fácil. Establecer reglas comunes para países con diversas situaciones y trayectorias penitenciarias (legales, materiales, financieras, etc.) significaba establecer acuerdos no exentos de tensión. Cómo señalaba Pettinato al reflexionar sobre las discusiones que involucró delimitar dichas reglas: “éstas han de ser necesariamente la expresión cabal de un sistema básico de tratamiento de reclusos como reza su título general, abarcando la consideración de los elementos indispensables de organización penitenciaria, para asegurar la aplicación de esas normas de tratamiento” (Primer Congreso Penitenciario Justicialista, 1953, pp. 194-195).

En segundo lugar, dichas normas contenían una serie de recomendaciones que podemos listar en tres grandes áreas: un primer grupo, se detenía en las condiciones de encierro y derechos de los penados: buscaba que se garantice acceso a la salud, la instrucción y el trabajo, así como cuestiones relativas a la higiene, la alimentación, los servicios médicos, la religión, entre otras; un segundo conjunto de medidas se proponía materializar cuestiones que se discutían desde varias décadas: la separación entre procesados y condenados, entre mayores de 20 años y menores, entre reincidentes y primarios (Regla 18); los puntos finales advocaban por la supresión de castigos corporales y aislamiento en “calabozos que atenten contra la salud del recluso, como castigos de falta de disciplina, por graves que estas fueran” (Regla 41) (Primer Congreso Penitenciario Justicialista, 1953, p. 190).

Por último, Pettinato podía congratularse de ser el autor de modificaciones que se plasmaron en el documento final, como por ejemplo que figure en el documento la designación de los penados como “internos”. Por ello, en las conclusiones felicitaba la participación argentina en las reuniones de discusión internacionales que habían brindado “la expresión de las ideas y experiencias del penitenciarismo justicialista”. Finalmente, encomendaba a la DNIP la redacción de un documento propio, inspirado en las recomendaciones y solicitando a las autoridades penitenciarias provinciales “transmitir al organismo nacional, sugerencias e iniciativas para tal propósito”.

El Segundo Congreso Penitenciario Justicialista se celebró entre el 15 y 21 de agosto en la Ciudad de Resistencia. Nuevamente, el segundo tema estuvo dedicado a la “Reglas mínimas para el tratamiento de los reclusos”. Tomando como modelo las normas acordadas en el Seminario Latinoamericano sobre la Prevención del Delito y Tratamiento del delincuente buscaba recomendar “a las administraciones penitenciarias del país el conjunto de principios, normas de trato y tratamiento de internos y alojados en establecimientos penitenciarios” (Segundo Congreso Penitenciario Justicialista, 1954, p. 58). El documento que establecía dichas normas advertía en su preámbulo que las Reglas mínimas habían sido adecuadas a los principios de la reforma penitenciaria justicialista, las discusiones del primer congreso celebrado en 1953, y que dicho proceso requería adaptarlo y reformarlo “de conformidad con las necesidades y la consideración de nuestra realidad y sus posibilidades técnicas y económicas”. Esta “formulación vernácula” constaba de una parte general dedicada a la organización de los establecimientos penitenciarios y una especial destinada a las diferentes categorías de internos según las características del régimen penal, procesal y sistema de sanciones local.

Los principios generales establecían la prohibición de castigos y de medidas que impliquen “la vejación al individuo ni a la dignidad humana”; que el objetivo del encierro debía ser la “reeducación social”; que el tratamiento de los internos debía basarse en la persuasión, el respeto y el cuidado de las personas; el retorno progresivo a la vida en sociedad de los internos; el mejoramiento de la relación entre el interno y su familia; un sistema de ayuda y tutela postpenitenciaria; entre otras. Por eso en las conclusiones se enfatizaron dos cuestiones. En primer lugar, que en la administración carcelaria nacional se cumplía y superaban las recomendaciones que se realizaban en las “Reglas mínimas para el tratamiento de los reclusos” sobre este asunto, lo que colocaba al régimen penitenciario federal argentino a la vanguardia de sus pares latinoamericanos. En segundo lugar, las conclusiones llamaban la atención sobre el “eco” que habían tenido algunas políticas del Gobierno Nacional en las provincias, pero que sobre la situación del personal penitenciario “no se conoce movimiento alguno en tal sentido, manteniéndose en sensible retardo” (Segundo Congreso Penitenciario Justicialista, 1954, p. 60). Por ello, se instaba a las provincias a que se equiparen las obligaciones y derechos del personal penitenciario con los avances que se realizaron a nivel nacional: formación técnico profesional adecuada, un estatuto, derechos previsionales y la jerarquización del personal al mismo nivel que las otras fuerzas de seguridad. Asimismo, se proponía como solución inmediata el envío del personal penitenciario provincial a la Escuela Penitenciaria Nacional para garantizar su formación.

De esta manera, los Congresos Penitenciarios Justicialistas reunieron a especialistas y funcionarios de las administraciones carcelarias nacionales y provinciales, funcionarios de otras agencias de gobierno y expertos. Enmarcadas en un tono político partidario, los participantes discutieron sobre diversas medidas que había emprendido la gestión de Roberto Pettinato, este evento también revela la apuesta del funcionario por adaptar las discusiones internacionales al plano local. En este sentido, la propuesta de redactar un conjunto de normas para el tratamiento de los internos tomando como referencias las discutidas en Río de Janeiro, buscaba uniformar el sistema penitenciario nacional y mostrarse como parte de transformaciones globales. Sin ser incorporadas formalmente a la legislación, el peronismo significó una mayor vinculación con organismos internacionales, demostró que podía influir en las discusiones penales que se daban en el marco de la segunda posguerra, siendo una de sus consecuencias la adopción sistemática del término tratamiento en el vocablo de los funcionarios gubernamentales. Como parte de la transformación que implicó la internacionalización de la cuestión penitenciaria en el marco de la Guerra Fría global, la dictadura que derrocó al gobierno en 1955 terminó de sellar este proceso.

Ascenso y consolidación del concepto de tratamiento: el saneamiento del lenguaje penal durante la “Revolución libertadora”

En septiembre de 1955, un golpe de Estado derrocó al gobierno peronista. Con el objetivo de poner fin a la presidencia de Juan D. Perón, la oposición civil, militar y eclesiástica apoyó a la autodenominada “Revolución Libertadora”. El golpe contó con el beneplácito de todo el arco político partidario opositor al peronismo y que, a pesar de la heterogeneidad ideológica de los diferentes sectores, aceptaron la intervención militar. El primer gobierno posperonista estuvo a cargo del Gral. Eduardo Lonardi, quién buscó instalar la idea de que no había “ni vencedores ni vencidos”. Disputas dentro de las FF.AA., respecto del rumbo político a seguir, provocaron que en noviembre de ese año se produjera un cambio en la presidencia de facto, asumiendo el Gral. Pedro Eugenio Aramburu.

Partidario de la reeducación política de las masas peronista, junto al vicepresidente, Contraalmirante Isaac Rojas, se inició un proceso de desperonización de la sociedad: “La política del nuevo gobierno se basó en el supuesto de que el peronismo constituía una aberración que debía ser borrada de la sociedad argentina, un mal sueño que debía ser exorcizado de las mentes que había subyugado” (James, 1991, p. 82). Con el propósito de volver a la situación anterior a la llegada del peronismo y garantizar un funcionamiento institucional “normal”, el gobierno de facto impulsó amplias reformas de las instituciones para evitar el regreso a un gobierno con las características del peronista (Spinelli, 2005; Galván y Osuna, 2019).

Este contexto de denuncias y críticas a la gestión justicialista, incluyó a la política penitenciaria. En consecuencia, el 9 de noviembre de 1956 el Decreto 20.435 del Poder Ejecutivo Nacional dispuso que se propusieran las modificaciones a introducirse a la Ley 11.833. Con este fin, el interventor de la Dirección de Asuntos Penales, Coronel Florentino Piccione, designó un grupo de trabajo con el objetivo de redactar el proyecto. Dicho grupo estuvo conformado por Juan Carlos Pizarro, el Dr. Juan Carlos García Basalo y Luis M. Fernández; a los que posteriormente se sumaron Alberto J. Elena y Francisco Grosso Soto. Elaborado el proyecto, se elevó el trabajo al nuevo interventor de la Dirección el General de División Fortunato Giovannoni, quien lo presentó al Presidente Provisional E. Aramburu (García Basalo, 1975).

Finalmente, el 14 de enero de 1958 se aprobó el Decreto 412 que estableció las “Normas legales a que deberá ajustarse el régimen penitenciario”.6 Como señala Cesano (2009), este decreto se caracterizó por adecuarse a las orientaciones de política penitenciaria que habían sido establecidas en el conjunto de “Reglas mínimas para el Tratamiento de los Reclusos”. Estas reglas resultaron de la discusión realizada en el “I Congreso sobre la prevención del delito y el tratamiento del delincuente” organizado por la ONU en la ciudad de Ginebra en agosto de 1955. Esta normativa fue rápidamente acogida por la mayoría de los países latinoamericanos, con su incorporación textual a su legislación jurídica, aun cuando en la práctica era imposible su aplicación por las condiciones locales (Del Olmo, 1999, pp. 96-97).

La incorporación de premisas discutidas a nivel internacional no es el único aspecto a tener en cuenta a la hora de comprender la importancia de esta legislación. Una de las cuestiones significativas que estableció el decreto fue la unificación legal del régimen carcelario nacional. Al concebirse como complementaria del Código Penal de 1922, estableció, en el artículo 132, que: “La Nación y las Provincias procederán dentro del plazo de 180 días a revisar la legislación y las reglamentaciones penitenciarias existentes, a los efectos de concordarlas con las disposiciones contenidas en este decreto ley”. Así planteada, esta medida pretendía integrar el sistema legal a nivel nacional, luego de varios proyectos que intentaron infructuosamente llevarlo a cabo en las décadas de 1920 y 1930, y al mismo tiempo reglamentó una situación que se daba de hecho, ya que muchas provincias basaron su legislación penal en la Ley 11.833 (García Basalo, 1975, pp. 9-21). En este sentido, como parte de la unificación legal, el decreto habilitaba al PEN a convenir junto a las provincias la creación de establecimientos penitenciarios regionales (art. 123), y autorizaba a la Dirección Nacional de Institutos Penales a pedir información, inspeccionar, trasladar reclusos bajo jurisdicción provincial y señalaba que en aquellos lugares en donde no existieran instituciones de formación del personal debían ser enviados a la Escuela Penitenciaria de la Nación. Como podemos observar, esta legislación buscaba deliberadamente aumentar las facultades y la injerencia de la administración nacional sobre las provinciales, teniendo un mayor control sobre el sistema penitenciario de todo el territorio.

Asimismo, la nueva normativa incorporó el bagaje que comenzaba a consolidarse por esos años. El primer capítulo, “Principios Básicos de la Ejecución”, sostenía en su artículo 1° que:

La ejecución de las penas privativas de la tiene por objeto la readaptación social del condenado. El régimen penitenciario deberá utilizar, de acuerdo con las necesidades peculiares de cada caso, los medios de prevención y de tratamiento curativo, educativo, asistencial y de cualquier otro carácter.

En efecto, la ley penitenciaria nacional adoptó el término tratamiento para definir las medidas que debían guiar la ejecución de las penas, entendiéndolo en sentido amplio.

El resultado en materia penitenciaria, del golpe de Estado al gobierno peronista, estuvo guiado por una paradoja. Si la nueva legislación buscaba dejar atrás la experiencia carcelaria peronista definiendo un nuevo marco legal, al mismo tiempo terminó consolidando el proceso de internacionalización de la legislación que, como vimos en el apartado anterior, la gestión de Pettinato había iniciado. En este contexto, la ejecución de la pena adoptó el bagaje médico al concebirla como un “tratamiento individualizado”, expresión que ilumina al mismo tiempo el peso que continuaba teniendo las ideas de la criminología positivista en la legislación penal. Cómo años después explicó García Basalo, uno de sus redactores, los cuatro artículos del capítulo 1 se enmarcaban en las discusiones internacionales y citaba el discurso de Denis Carrol, presidente de la Sociedad Internacional de Criminología al inaugurar el III Congreso Internacional de Criminología en 1955: “En la hora actual –es necesario subrayarlo– el término tratamiento incluye el empleo de todos los medios terapéuticos o correctivos que puedan ser aplicados al delincuente. El tratamiento únicamente médico, únicamente psicológico, únicamente social, o únicamente penal, pertenece al pasado” (García Basalo, 1975, pp. 101-102).

Del mismo modo, varios de los artículos evidencian una continuidad de las principales premisas de la criminología positivista en el régimen carcelario nacional. El Capítulo 2, que se denomina “Progresividad del Régimen Penitenciario”, establece tres periodos por los que deben pasar los condenados, estos son: de Observación, Tratamiento y Prueba. En efecto, el régimen de progresividad instaura en un primer período el estudio médico psicológico con el objetivo de formular un diagnóstico a cargo de un organismo técnico criminológico que definirá el tratamiento (art. 6); el paso posterior consistía en ubicar al penado en un establecimiento adecuado para que cumpla su condena acorde a las prescripciones del primer periodo (art. 7); por último, el periodo de prueba comprendía la posibilidad de salidas transitorias o la libertad condicional con el fin de que el penado adquiera los hábitos de la autodisciplina (arts. 8-12). Como demuestra el análisis de la legislación, las principales premisas de la criminología positivista (la individualización y progresividad de la pena, la reeducación de los penados y el diagnóstico científico del delincuente) tuvieron una importante pervivencia en el diseño de la normativa legal que reguló las instituciones del castigo en la Argentina.

Hay que señalar que durante estos años se produjeron importantes transformaciones en el plano legislativo y en la administración penitenciaria, que se promovieron en un contexto de fuerte conflictividad social donde la cárcel se utilizó como un instrumento de represión política. El partido peronista, proscripto por el Decreto-Ley 4161 de marzo de 1956, prohibió en el espacio público la afirmación ideológica o de propaganda sobre el gobierno depuesto con el objetivo de desterrar la simbología justicialista, que se consideraba un paso fundamental en el proceso de desperonización de la sociedad.7 La violación de este decreto sería penado con prisión de treinta días a seis meses y multa de 500 a 1.000.000 pesos nacionales, y además le cabría inhabilitación absoluta por doble tiempo del de la condena para desempeñarse como funcionario público o dirigente político o gremial (art. 3). Esta medida represiva legalizó el uso de detenciones arbitrarias, aumentando de manera significativa el número de detenidos políticos.

Justamente, la vigencia de esta legislación provocó, de acuerdo a algunas estimaciones, que entre septiembre de 1955 y mayo de 1958 “cerca de 50.000 peronistas fueran encarcelados, incluyendo unas 10.000 mujeres” (Seveso, 2009, p. 140; Castronuovo, 2016). También, el gobierno de facto reabrió la Cárcel de Ushuaia que la gestión justicialista había clausurado, para albergar allí a los militantes peronistas. Como señala Seveso (2009, p. 144) “el apoyo incondicional de los medios de comunicación y el amplio consenso partidario, no solo a favor del endurecimiento de la legislación represiva ilegal, fueron también fenómenos que no habían tenido fuerza comparable en el pasado reciente”. El autor sostiene que, durante estos años, constituyó una novedad el uso ilegal, y a escala nacional, de la infraestructura de seguridad y los recursos del Estado para perseguir a los oponentes políticos. En este marco, nos parece oportuno volver al concepto de saneamiento del lenguaje penal que propone Pratt (2006). La extensión de la prisión política durante la “Revolución Libertadora” y la violación sistemática de las libertades civiles y políticas, se produjo en un contexto de reforma penal que se proponía garantizar derechos a los penados en consonancia con la agenda penitenciaria internacional.

Sin duda, estas transformaciones se enmarcan en un clima de alta conflictividad política durante el golpe de Estado que derrocó al peronismo, pero no fueron las únicas. Dos transformaciones legislativas en los años posteriores fueron centrales: en primer lugar, la ley 17.236 del 10 de abril de 1967, establece que la Dirección Nacional de Institutos Penales pasa a ser denominada Dirección Nacional del Servicio Penitenciario Federal; y en el año 1973 se sancionó y promulgó la “Ley Orgánica del Servicio Penitenciario Federal Nº 20.416” (sustituyendo la ley del año 1967), que organizó la Dirección Nacional como organismo que conduce el Servicio Penitenciario Federal. Estas leyes fueron definiendo derechos, obligaciones y estructura de los actores involucrados en la ejecución de la pena, así como las nuevas funciones de la organización carcelaria. Sin embargo, las orientaciones siguieron estando enmarcadas en la ley Penitenciaria Nacional sancionada en 1958.

Estás innovaciones legislativas se produjeron en paralelo a novedades importantes a comprender. Por un lado, la ley de 1967 trasladó a la Dirección Nacional del Servicio Penitenciario Federal bajo la órbita del Ministerio del Interior, volviendo al Ministerio de Justicia recién en 1973. Si bien puede pensarse que esta modificación es solo una cuestión burocrático-administrativa, ilumina el papel que los gobiernos le otorgaban a las instituciones de castigo. Por un lado, podemos observar que se produce una militarización de las prisiones que queda de relieve al ver la formación de quiénes eran designados como directores de las agencias penitenciarias: durante toda esta etapa la figura central fue el Coronel Miguel Ángel Pavia quién a diferencia de sus predecesores de la primera mitad del siglo XX poseía una carrera militar. Tal designación no es casual en un contexto de fuerte represión política y de profundización de los establecimientos penitenciarios como instituciones destinadas a los “presos sociales”.

Durante estos años la principal transformación legislativa fue la Ley Penitenciaria Nacional de 1958, que incorporó las normas discutidas internacionalmente sobre el tratamiento de los penados. Esto supuso la consolidación de este término en el lenguaje penal de la normativa, y su uso extensivo a las siguientes disposiciones legales del país. En el plano penal, puede concebirse una confluencia con otras políticas públicas del periodo que participaron de un proceso similar de internacionalización (Galván y Osuna, 2018). Si bien aún falta indagar en profundidad este periodo sobre el que carecemos de estudios monográficos –por fuera de la prisión política que cuenta con trabajos importantes–, una de las características que hemos demostrado tuvo que ver con la adopción de normas internacionales, que difundieron el concepto de tratamiento en la legislación. No parece casual que la adopción del término “tratamiento” se diera en este contexto de uso creciente de las prisiones para detener a militantes políticos, lo que necesitó, según nuestra interpretación, del proceso de “saneamiento del lenguaje penal” para dotar de cientificidad y objetividad a un sistema penitenciario atravesado por prácticas, que lejos estaban de garantizar las condiciones y derechos para los penados que pregonaba.

A modo de conclusión: el concepto de tratamiento penitenciario en el lenguaje penal

Este ensayo de indagación histórica se propuso reconstruir la adopción, uso y extensión del concepto de tratamiento en el lenguaje penal. Para eso hemos examinado la legislación penitenciaria, las políticas carcelarias, así como eventos que congregaron a funcionarios y expertos entre las décadas de 1930 y 1960. Hemos podido constatar que la incorporación de este término al bagaje penitenciario tiene una historia que ayuda a iluminar las formas en que se concibió el castigo en la Argentina y los impactos en la normativa legal de las discusiones internacionales.

En la primera parte de este trabajo nos detuvimos en la transformación legal más relevante de la primera mitad del siglo XX: la Ley 11.833. Esta normativa sancionada en 1933 conformó la primera agencia gubernamental nacional dedicada a planificar y organizar el “régimen de la pena”. En el marco de estas transformaciones, que tuvo como una de sus principales características la influencia de la criminología positivista, el término tratamiento, con claras reminiscencias médicas, comenzó a cobrar fuerza en las discusiones globales, pero tuvo una tenue recepción en las discusiones locales. Si la Sociedad de las Naciones formuló en 1934 un “Conjunto de reglas para el tratamiento de los presos”, estas tuvieron un impacto limitado a nivel local.

El inicio de la gestión peronista, una de las más relevantes en la historia de la prisión en nuestro país, tuvo como una de sus principales preocupaciones la incorporación a las discusiones internacionales en el marco de la segunda posguerra. En consecuencia, en el segundo apartado mostramos cómo la búsqueda de Roberto Pettinato por formar parte del concierto internacional de discusiones penitenciarias, lo llevó a incorporar las normas que la ONU había retomado de la iniciativa de 1934. Esto quedó de relieve en los dos congresos penitenciarios justicialistas organizados por Pettinato en 1953 y 1954, respectivamente. Allí se hicieron esfuerzos por incorporar los acuerdos internacionales, lo que implicó que el concepto de tratamiento comenzara a ser utilizado de manera sistemática en las discusiones locales. De esta manera, la incorporación de este término debe mucho a la gestión carcelaria del peronismo clásico y su interés por participar de los acuerdos que se tejían en el plano global.

Pero si el peronismo contribuyó a diseminar el concepto de tratamiento, la Ley Penitenciaria Nacional de 1958 terminó de consolidar ese proceso. Justamente, la última parte de este trabajo está decida a comprender cómo la legislación carcelaria nacional se basó en las premisas que proponía la ONU, siendo central la expresión de tratamiento para referirse a las medidas que formaban parte de la ejecución de la pena. Junto a este proceso de internacionalización del lenguaje de la legislación penal, las prisiones sistematizaron sus usos con fines políticos. La proliferación de militantes peronistas y de izquierda encarcelados durante estos años nos permitió pensar que ese proceso de adopción del término tratamiento también puede ser comprendido como la búsqueda de darle un marco de objetividad y cientificidad a las políticas penales. Por eso, hemos considerado que se trató de un proceso de saneamiento del lenguaje penal. En la práctica las prisiones estuvieron lejos de garantizar derechos y condiciones dignas para los penados, aunque la legislación por esos años buscaba reglamentar.

En suma, consideramos que hemos podido brindar una reconstrucción del proceso en que el término de tratamiento penitenciario pasó a formar parte del bagaje penal. Hemos identificado diferentes etapas en este derrotero y las hemos puesto en relación con los contextos en que se produjeron las discusiones de expertos y funcionarios. Asimismo, esto permitió comprender como su incorporación a la legislación nacional a fines de los años 50, momento atravesado el encarcelamiento masivo por cuestiones políticas, marcaron una distancia entre lo que la normativa buscaba garantizar y lo que ocurría efectivamente en las prisiones. Esperamos que este ensayo haya contribuido a hacer inteligible un concepto clave en la historia de las políticas penales y permita reflexionar sobre su incorporación al lenguaje penal.

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1 Profesor de Historia (UNGS), Magister y Doctor en Ciencias Sociales (IDES-UNGS). Investigador Docente del Área de Historia del Instituto de Ciencias (ICI) de la UNGS (Los Polvorines, Provincia de Buenos Aires). Realizó su tesis de maestría sobre la reforma penitenciaria del peronismo clásico (2012) y su tesis doctoral (2017) sobre el reformismo carcelario en Argentina y Chile durante la primera mitad del siglo XX. Fue becario doctoral y posdoctoral del CONICET. Realizó estancias de investigación en el Instituto de Historia del CSIC (Madrid) y el Instituto Iberoamericano de Berlín. Sus temas de interés giran en torno a la historia socio-cultural del delito y del castigo, los sistemas penitenciarios, la circulación de ideas criminológicas y la reforma penal en el Cono Sur. jsilva@campus.ungs.edu.ar

2 Muchas provincias contaban con cárceles que databan de la primera mitad del siglo XIX, pero recién a partir de 1860 comenzaron a construir sus penitenciarias provinciales, proceso que en algunos casos demandó muchos años desde el inicio de las obras. Así por ejemplo Mendoza construyó su cárcel penitenciaria en 1865, Córdoba en 1870, San Luis en 1881, Salta en 1884, Entre Ríos en 1890 y Tucumán en 1891 (Levaggi, 2002; González Alvo, 2013; Piazzi, 2011; Luciano, 2014; Yangilevich, 2017).

3 Sobre el papel de los organismos internacionales durante la entreguerra ver a modo de ejemplo Sluga (2013) y Tsagourias (2020).

4 El Decreto 15.075 estableció el cambio de denominación de la “Dirección General” por el de “Dirección Nacional de Institutos Penales”. Boletín Oficial de la República Argentina (1953, p. 2).

5 Sobre la participación argentina en los congresos internacionales ver González y Núñez, 2020.

6 Decreto 412. Normas legales a que deberá ajustarse el régimen penitenciario, Boletín Oficial de la República Argentina, Ministerio del Interior. Dirección General del Boletín Oficial, 24 de enero de 1958, Número 18.571, pp. 1-4. Este decreto fue confirmado por el Congreso Nacional cuando reanudó sus funciones en 1958 mediante la ley 14.467, sancionada el 5 de septiembre de 1958.

7 “Prohíbese el Uso de Elementos y Nombres que Lesionaban la Democracia Argentina. Decreto-Ley 4161”, Boletín Oficial de la República Argentina, Presidencia de la Nación. 9 de marzo de 1956, Número 18.107, p. 1.