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La fábrica del patrimonio


Jacques Revel1


École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS), París



L

a noción de patrimonio ha conocido, recientemente, una fortuna excepcional. Las tareas que la tienen como objeto se han multiplicado y se han diversificado. Ya no se habla solamente de patrimonio económico, sino también, corrientemente, de patrimonio cultural, de patrimonio de valores o de gustos, además, de patrimonio industrial, de patrimonio natural, de patrimonio genético y de otros más.2 Esta ampliación del repertorio patrimonial, sin duda, es inseparable de la ola memorial, que, en las últimas generaciones, ha inundado nuestras sociedades; primero, a las más antiguas y desarrolladas y, luego, paulatinamente, a las formaciones más recientes. Este fenómeno testimonia una transformación profunda de la relación que, en su conjunto, esas sociedades mantienen con el tiempo histórico. Su presente les parece incierto y su futuro, opaco. Por compensación, se aplican a proyectar, en el futuro, aquello que les parece lo más seguro: decidir ellas mismas, desde ahora en adelante, sobre el pasado que será retenido por el futuro. Movidas por un sentimiento de urgencia, esas sociedades se patrimonializan sin dejar que el tiempo realice el trabajo de selección y de decantación, que tradicionalmente tenía reservado. La conservación y la transmisión del pasado se han convertido, para ellos, en actividades centrales y prioritarias.

Pero, hay más. En el derecho (en el derecho romano, en particular), el patrimonio designaba el conjunto de los bienes privados susceptibles de ser transmitidos en el seno de un linaje. Hoy en día, el término sirve, también, y de manera muy visible, para calificar una suerte de propiedad


  1. La traducción estuvo a cargo de Gerardo Losada.

  2. A título de ilustración, un inventario relativamente precoz es propuesto por la obra colectiva dirigida por Henri-Pierre Jeudy, Patrimoines en folie, “Ethnologie de la France”, 5, Paris, 1990.


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    colectiva: la de los franceses (o de los argentinos, o de cualquier otra entidad nacional o étnica), incluso, la de la humanidad en su conjunto, como se ve en la constitución de un “patrimonio de la humanidad”, “cultural y natural”, cuya lista es decidida por la Unesco desde 1970. Esta mutación semántica señala un cambio mayor no solamente en el orden de las palabras, sino, también, en el del tiempo y de las experiencias que constituyen su objeto.

    Es obvio que los dos movimientos, extensión y redefinición, están íntimamente ligados. Si hoy, un paisaje o unos recursos ecológicos, o incluso el planeta, pueden ser pensados como realidades patrimoniales, con el mismo derecho que un monumento, una colección o un museo, es, sin duda, porque, con razón o sin ella, aparecen como amenazados, pero también porque, de su salvataje urgente, parecen depender la existencia y la supervivencia de las colectividades (de talla variable) a las cuales pertenecemos –en todo caso, su capacidad de proyectarse en el futuro–. Por cierto, las realidades mencionadas no son las primeras a las que les toca vivir bajo el régimen de la pérdida. Pero ellas le han dado, a la idea de pérdida, provisoriamente, una significación con nuevas implicaciones.3



    Sin duda, es siempre posible identificar precedentes de este fenómeno si nos remontamos tiempo atrás. François Hartog recuerda que, en el siglo II de nuestra era, Pausanias consagraba su Descripción de Grecia a los lugares memorables del mundo helénico, cuya importancia quería destacar frente a las maravillas de los mundos exteriores. Pero Hartog observa, inmediatamente, que el interés que aquel autor manifestaba no estaba acompañado por ninguna intención de conservación y, menos todavía, de restauración. Esas ruinas solo eran citadas en tanto vestigios de un pasado definitivamente concluido.4 El descubrimiento y la santuarización de las obras de la Antigüedad griega y romana en la época del Renacimiento europeo parecen ofrecer un ejemplo más probatorio, porque, en este caso, se trataba de restaurar y de actualizar, para iluminar el presente, una herencia reivindicada como tal.

    En ese sentido, el espíritu del Renacimiento fue el de una renovatio. Pero si se esperaba, entonces, que, a partir del pasado, esa herencia continuara suministrando enseñanzas a través del tiempo (bajo el régimen de la historia magistra vitae), esto no implicaba, para nada, que sus huellas fueran intangibles ni que fueran consideradas como la propiedad colectiva de los contemporáneos.

    En uno de los primeros artículos consagrados a la noción de patrimonio, el historiador del arte André Chastel recordó la importancia que la Iglesia y la monarquía habían reconocido, a largo plazo, a los signos tangibles de lo sagrado y del poder.5 Pero ese “fondo antiguo”, que ha alimentado muchos géneros literarios (en particular, el de las guías de viaje), si bien había sido objeto de una valoración muchas veces insistente, nunca estuvo



  3. En el estrecho marco de esta exposición, me limitaré esencialmente a la experiencia francesa.

  4. François Hartog. Régimes d’historicité. Présentisme et expériences du temps. Paris, Seuil, 2003, p. 171.

  5. Jean-Pierre Babelon y André Chastel. “La notion de patrimoine”, Revue de l’art N° 49, 1980, pp. 5-32; André Chastel. “La notion de patrimoine”, en P. Nora (ed.): Les Lieux de mémoire, La Nation, 2. Paris, Gallimard, 1986, pp. 405-450.

    bajo una política de protección deliberada, que lo constituyera como una entidad coherente.

    A decir verdad, si se quieren encontrar ejemplos de conjuntos sistemáticamente conservados como tales, hay que pensar en el Trésor des Chartes, o en la colección de mapas reunidos y celosamente vigilados por la monarquía. Pero, en este caso, se trata de conjuntos circunscriptos, cuya propiedad no era concebida, ciertamente, como pública o colectiva: eran principalmente regalías.

    Fue, a partir del siglo XVIII, cuando se manifestaron los primeros signos explícitos de un interés patrimonial: las primeras preocupaciones por una preservación material de los edificios dignos de ser considerados como “monumentos” y de un inventario deseable de esas riquezas. Desde Roger de Gaignières hasta Quatremère de Quincy, junto con Bernard de Montfaucon y el conde de Caylus, la noción de “antigüedad” tuvo, en Europa, una difusión espectacular, que Arnaldo Momigliano supo reconocer en un artículo célebre.6 Pero no podría afirmarse que la sensibilidad nueva, que se expresaba de este modo y que iba acompañada de la constitución de nuevos repertorios de objetos, diera lugar a políticas deliberadas y, aunque más no sea, algo sistemáticas de conservación ni siquiera de inventario.

    El problema se planteó de manera frontal con la Revolución Francesa. Intervinieron, también, situaciones de hecho: la secularización de los bienes del clero, la venta de los bienes nacionales y de los bienes de la nobleza confiscados o caídos en desherencia, que quedaron, de hecho, bajo responsabilidad del nuevo régimen. La situación fue tanto más apremiante debido a que esos bienes –iglesias, castillos, palacios urbanos, pero también colecciones y monumentos aislados– estaban en peligro. Entregados al abandono, se vieron amenazados por la degradación, incluso por la destrucción deliberada (se tratara de destrucciones simbólicas de emblemas del Antiguo Régimen o, más prosaicamente, de operaciones comerciales o de ajustes de cuentas). El abate Grégoire forjó –tardíamente– el término “vandalismo” para denunciar esas prácticas y, al mismo tiempo, dio consistencia a la idea patrimonial.7

    Pero, en el otoño de 1790, un erudito de provincia, François Puthod de Maisonrouge, alegó, ante la Asamblea Nacional, por la conservación de los “monumentos del reino”, e invocó, en una fórmula notable, lo que podría considerarse una razón patrimonial: “el orgullo de ver un patrimonio de familia convertirse en un patrimonio nacional lograría lo que no pudo lograr el patriotismo”.8 Se creó una Comisión de Monumentos, cuya misión era, en particular, orientar la acción pública. Sin duda, su eficacia fue modesta, como la de la Comisión de las Artes, con la cual fue, finalmente, fusionada. Sin embargo, su existencia fue prueba de una preocupación, que, claramente, estaba en relación con el nuevo orden político. Porque quienes defendieron la preservación de las obras del pasado lo hicieron, en adelante, en nombre de un derecho colectivo, que, con justicia,



  6. Arnaldo Momigliano. “Ancient History and the Antiquarian”, Journal of the Warburg and Courtauld Institute N° 13, 1950,

    pp. 285-315.

  7. Grégoire lanza el término en enero de 1793. Pero es sobre todo su célebre Rapport sur les destructions opérées par le

    vandalisme et sur les moyens de les réprimer, presentado el 24 de agosto de 1794, el que lo convirtió en un término con fortuna, en la coyuntura política posterior a Thermidor.

  8. Archives parlementaires, t. XIX, p. 472 (4 de octubre 1790).


    se podía considerar como “patrimonial”: el del “pueblo francés convertido en el único propietario de esas obras geniales, de las cuales siempre fue el mejor juez”, como lo formuló Jean-Baptiste Mathieu, presidente de la Comisión de las Artes en diciembre de 1793.

    Precisamente, en nombre de ese derecho colectivo, se gestó una inversión paradójica. La revolución produjo, desde el comienzo, la noción de Antiguo Régimen, con la cual englobaba el pasado, que pretendía romper. Pero, en nombre de la herencia colectiva de la nación, valorizó los vestigios notables de ese pasado repudiado. Sobre todo, en tanto la revolución fue vivida, por los contemporáneos, como una formidable aceleración del tiempo, pero también, como una ruptura dramática del orden temporal, aquella dio, a la experiencia del tiempo, un espesor y un color particulares. Mathieu lo dijo de manera muy explícita:


    Los monumentos y las antigüedades, restos interesantes, respetados y consagrados por el tiempo, que el tiempo parece darnos todavía, porque no los destruyó, que la historia consulta, que las artes estudian, que el filósofo observa, en los cuales todos los ojos gustan fijarse con ese género de interés que inspiran incluso la vejez de las cosas y todo lo que da una suerte de existencia al pasado (…).9


    Henos aquí ante una serie de inversiones notables, las cuales contribuyen a configurar la ideología del patrimonio. Primera inversión: se trata, evidentemente, de valores nuevos investidos en la herencia del pasado. Mientras que un decreto de agosto de 1792 se inquietaba ante el hecho de “dejar por más tiempo bajo los ojos del pueblo francés los monumentos elevados al orgullo, al prejuicio y a la tiranía”, la protección de los bienes con fines educativos es, ahora, puesta a la orden del día, como en la Instrucción de marzo de 1794, que se preocupa por “la manera de inventariar y conservar, en toda la extensión de la República, todos los objetos que pueden servir a las artes, las ciencias y a la enseñanza”.10 Bajo el Antiguo Régimen, la propiedad y el goce de las obras de arte estaban reservados a algunos privilegiados. Bajo el reino de la libertad, estas encontraron a sus verdaderos destinatarios y su verdadera significación moral. De este modo, pudieron contribuir a la regeneración del hombre nuevo.

    Segunda inversión: debido a que el proyecto revolucionario pretendía, desde sus orígenes, fundar un nuevo comienzo absoluto en la historia, mediante la instauración de un orden político inédito (Gilbert Romme: “el tiempo abre un nuevo libro a la historia”),11 poco a poco, se impuso la convicción de que la revolución debía arreglar cuentas con el pasado y que no podía contentarse con haberlo abolido. Esta paradoja estaba en el corazón de una transformación mayor de la relación que las sociedades europeas mantenían con el tiempo histórico, y cuyos alcances e implicaciones fueron mostrados por Reinhart Koselleck. La historia, entonces, dejó de ser la dispensadora de opciones intemporales y pasó a ser comprendida como un proceso autónomo, dotado de un sentido y portador de su propia significación.12 Al haber emprendido la interrupción del orden del tiempo


  9. Citado por André Chastel, op. cit., pp. 411-412.

  10. Edouard Pommier. L’Art de la liberté. Paris, Gallimard, 1991, pp. 101, 142-143, y, más generalmente, capítulo 3.

  11. Gilbert Romme. Rapport sur l’ère de la République : séance du 10 septembre 1793. Paris, Convention Nationale.

  12. Reinhart Koselleck. Le Futur passé. Contribution à la sémantique des temps historiques. Paris, EHESS, [1977]1990; François Hartog. Régimes d’historicité. Présentisme et expériences du temps. Paris, Seuil, 2003.

    mediante la imposición de un nuevo punto de partida, su continuidad se volvió problemática. Más difícil de pensar y de demostrar, fue al mismo tiempo más necesaria, lo que constituiría, para los historiadores y los memorialistas de comienzos del siglo XIX, una cuestión lancinante.13 En lo inmediato, es decir, en la época de la revolución, se multiplicaron los signos de una valorización de las experiencias y de los objetos que llevaban las marcas del tiempo. Volney (Las ruinas o meditaciones sobre las revoluciones de los imperios, 1791) y Chateaubriand (El genio del cristianismo, 1802) lo testimoniaron, junto con iniciativas concretas, que apuntaban a exhibir el trabajo del tiempo. El Museo del Louvre, “museo nacional de las artes”, dio una primera versión del fenómeno. Abierto al público el 10 de agosto de 1794, en el segundo aniversario de la caída de la monarquía, pretendía ofrecer, al pueblo, su verdadero detentador y su verdadero destinatario, el “depósito” de los siglos pasados, con la convicción de que la conservación de la herencia de la humanidad correspondía, por derecho, a la Gran Nación, que había abierto, para todas las otras, el camino de la libertad –se sabe que esta convicción justificará el pillaje de las colecciones europeas por el Ejército francés en tiempos de la Gran Nación–. Pero el Louvre nacional quedó unido a la idea de que el valor de las obras del genio humano es fundamentalmente intemporal, y es a ese título como ellas debían contribuir a la regeneración del espíritu humano.14 Muy diferente, fue el proyecto del Museo de los Monumentos Franceses, iniciado por Alexandre Lenoir a partir de 1793, y continuado durante un cuarto de siglo. Surgió a partir del rescate de los vestigios lapidarios medievales, en particular de las tumbas, ubicadas en París en el convento de los Grandes Agustinos. La museografía de esta institución, sin duda, “teatral y poética” (Chastel), fue muy criticada. Pero, en ella, el arte encontró un medio donde presentar la historia. Al restituir un lugar para la Edad Media, tradicionalmente despreciada por la herencia histórica de los franceses, el museo abrió no solo el repertorio de los gustos y de los intereses, sino que redefinió las condiciones de la experiencia del tiempo, insistiendo, a la vez, sobre su continuidad –un recorrido– y sobre su imprescriptibilidad.15 Se sabe que fue ahí donde el joven Michelet dijo haber encontrado su vocación de historiador.

    Habrá que cuidarse de no olvidar todo lo que acompaña a estas realizaciones espectaculares, en particular, a los trabajos de inventario, muy imperfectos, y desarrollados en condiciones casi imposibles. Importan menos por su eficacia y por los conocimientos, todavía aproximativos, que reúnen, que por la preocupación que expresan en relación con un valor patrimonial del pasado en cuanto tal.



    A partir de ese zócalo de convicciones y de representaciones, es cómo hay que comprender el trabajo patrimonial del siglo XIX y de buena parte del



  13. Marcel Gauchet. Philosophie des sciences historiques: le moment romantique. Paris, PU Septentrion, 2002.

  14. En 1798, François de Neufchâteau expresa con claridad esta perspectiva, que hace del presente revolucionario no solo

    la realización del pasado, sino su destino y lo que desvela su verdadero sentido: “No fue para los Reyes, no fue para los pontífices, para quienes [los] grandes hombres trabajaron (…). Compusieron para su época mucho menos que para obedecer al instinto de la gloria y, si se puede hablar así, para la conciencia del futuro. Sin duda, adivinaban los destinos de los pueblos; y sus cuadros sublimes fueron el testamento mediante el cual legaron, al genio de la libertad, el cuidado de ofrecerles la verdadera apoteosis y el honor de discernirles la verdadera palma de la que se sentían dignos” (Le Rédacteur, 12 Termidor año VI/30 julio 1798, cursivas nuestras).

  15. Dominique Poulot. Musée, nation, patrimoine, 1789-1815. Paris, Gallimard, 1997; Ídem, “Alexandre Lenoir et les Musées des monuments français”, en P. Nora (ed.): op. cit., pp. 497-531.

    siglo XX. No tenemos en este artículo tiempo para ocuparnos del tema en detalle. Pero, al menos, se pueden destacar las direcciones principales y los problemas con los cuales nunca cesó de chocar.

    La idea de patrimonio estuvo asociada, a partir de entonces –hasta nuestros días–, con la idea de un derecho colectivo eminente, capaz de imponerse a todos los otros derechos. Victor Hugo, en 1832, afirma:


    Cualesquiera sean los derechos de la propiedad, la destrucción de un edificio histórico no debe ser permitida a esos innobles especuladores a los cuales el interés enceguece más allá del honor. En un edificio hay dos cosas: su uso y su belleza. Su uso pertenece al propietario, su belleza, a todo el mundo, a usted, a mí, a todos nosotros. Por consiguiente, el destruirlo es ultrapasar su derecho.16


    Es urgente que ese derecho superior esté garantizado por la ley, “una ley para la obra colectiva de nuestros padres, una ley para lo irreparable que se destruye, una ley para lo que una nación tiene de más sagrado después del futuro, una ley para el pasado”. Los temas y las preocupaciones que legitiman una política del patrimonio están presentes en este texto y no cesarán de ser repetidos. La idea de que el conocimiento y la conciencia del pasado, que es indispensable para la experiencia de lo contemporáneo, reaparece, por ejemplo, bajo la pluma de Guizot, casi al mismo tiempo, en una alusión evidente a la revolución: “Los pueblos pueden, por un momento, bajo el imperio de una crisis violenta, renegar de su pasado, incluso, maldecirlo; pero no podrían olvidarlo ni desligarse de él por mucho tiempo y absolutamente”.17 A esta preocupación responden varias iniciativas. Son de dos órdenes distintos. Por una parte, una legislación y el embrión de una administración de las instituciones del saber (la École des Chartes) ocupan, progresivamente, su lugar a partir de 1830, así como, con más dificultades, se manifiesta una política del inventario de los “monumentos históricos”, que la ley coloca bajo la autoridad del Estado (1887, 1913). A pesar de la importancia de esas medidas, su capacidad de acción es virtual y, por ello, insuficiente para garantizar la protección del patrimonio. Pero el poder público no es el único que interviene en este dominio, la multiplicación de las sociedades eruditas militantes, que, por otra parte, el Estado promueve con fuerza, hace posible un trabajo de animación; y también muestra hasta qué punto la preocupación patrimonial es, de ahí en adelante, un sentimiento compartido.

    Sin embargo, una inflexión se produce y plantea un problema que reaparece hoy con insistencia. ¿Todos los vestigios del pasado merecen ser igualmente conservados? En 1800, se habría respondido con un sí, y, más todavía, en 1820. Algunos decenios más tarde, François Guizot, historiador y hombre político, atempera ese entusiasmo. Invita a no ceder ante las “idolatrías del pasado y del futuro” y a seleccionar o, como lo formula D. Poulot, a “fundar sobre la razón el patrimonio necesario para toda sociedad”. Entre la ilusión de la tabla rasa y la utopía de una conservación sistemática, una vía media, razonable, debe buscarse, y no



  16. Victor Hugo. “Guerre aux démolisseurs!”, Revue des Deux- Mondes, 1832, pp. 607-622.

  17. François Guizot. Histoire des origines du gouvernement représentatif en Europe. Paris, Didier, 1855, t. 1, p. 10.

    solamente porque una salvaguarda integral es imposible. Es que, como lo recuerda Guizot, el pasado no debe ser entendido como un absoluto, sino que su carácter es relativo, porque es constantemente redefinido a partir de las preocupaciones del presente, “cambia con el presente”.18 El tema es, hoy en día, familiar para nosotros, porque nos arrastra la ola historicista. Pero no era un tema familiar en el momento en que Guizot pronunció su discurso sobre la Historia de los orígenes del gobierno representativo. El valor pasado es, así, sustituido por un valor historia. El pasado que importa es el que conviene, un pasado ordenado, que contribuye a esclarecer los progresos de la “civilización nacional y universal”, puesto que es ella la que, a fin de cuentas, debe determinar el punto de vista y las opciones que realiza en función de las expectativas del presente. Pasado absoluto, pasado relativo: entre estos términos, se juegan dos definiciones sustancialmente diferentes del patrimonio y, desde luego, dos políticas. No obstante, sus persistentes insuficiencias, la política de conservación y las instituciones sobre las cuales se apoya terminaron por hacérnoslo olvidar hasta que la experiencia de la última generación volvió a poner estos problemas en un primer plano.



    El sentimiento patrimonial se ha exasperado desde hace una generación. Continúa expresándose a través de prácticas que se han convertido en tradicionales, tales como las del inventario y la conservación de los vestigios de un pasado, que se presenta amenazado por las transformaciones aceleradas del mundo contemporáneo, como el “Inventario general de las riquezas artísticas de Francia”, creado por iniciativa de André Malraux en 1964. Pero es necesario notar que ese pasado, que resultaba urgente salvar, se ha ampliado notablemente. Dos años antes, el mismo Malraux había hecho votar una ley sobre la protección de los bienes artísticos, que incluía a la arquitectura del siglo XX en su dominio de aplicación. El presente más cercano se vio, así, incorporado a la herencia cultural de Francia.

    Pero la evolución se aceleró a partir de fines de 1970, es decir, en el momento en que la “crisis del futuro”19 conmovió la estabilidad que, después de dos siglos, indexaba el orden del tiempo según la idea del progreso. El paradigma patrimonial fue sustituido, entonces, por el paradigma conservador. En un país como Francia, encontró, por supuesto, una traducción institucional. En 1978, se creó una Dirección del Patrimonio en el Ministerio de Cultura. El año 1980 fue proclamado “Año del patrimonio” y los sitios abiertos al público atrajeron a más de 8 millones de visitantes –desde entonces, existen, además, jornadas del patrimonio que, cada año, movilizan a un público muy amplio–. Finalmente, en 1990, se creó una Escuela Nacional del Patrimonio, para formar un cuerpo de conservadores especializados (cerca de 800 en 2010). Tradicionalmente, de carácter real,



  18. Ibídem.

  19. Krzysztof Pomian. Sobre la historia. Madrid, Cátedra, 2007.

    esta preocupación no estuvo ya reservada únicamente al Estado central: en el marco de las leyes de descentralización de 1982 y 1984, una parte importante de las competencias patrimoniales fue compartida con las instancias regionales y, a veces, con los escalones administrativos inferiores (departamentos, ciudades).

    Las consecuencias resultaron espectaculares. La primera y la más visible fue una formidable ampliación del repertorio patrimonial. En los años ochenta, según se informó, se abrió en Francia un museo por día. La cifra, aunque probablemente exagerada e inverificable, recuerda que el término museo pasó a cubrir una gama inédita, e indefinidamente extensible, de “semióforos”, para retomar el término de Krzysztof Pomian.20

    En adelante, se pudo hacer un museo de cualquier cosa, o casi. Apenas amenazado en su funcionamiento o en sus funciones, el paisaje industrial se ha visto patrimonializado en la mayor parte de las viejas naciones industriales.

    Más recientemente, el fenómeno vintage, el cual, de manera acelerada, convierte, en vestigios del pasado, producciones cuasi contemporáneas –la moda indumentaria, el repertorio musical, los automóviles–, constituye una ilustración, aún más impresionante, del mismo fenómeno. Estamos viviendo en sociedades museográficas y archivísticas.

    Segunda consecuencia: la multiplicación y la diversificación de los actores del patrimonio. No se trata ya solamente de salvaguardia y conservación. A medida que las iniciativas patrimoniales se han desconcentrado y descentralizado, fueron ampliamente redefinidas. El departamento y la región asumieron beneficios de distinta naturaleza: políticos e identitarios, pero también, muy prosaicamente, una valorización turística y, más generalmente, un atractivo incrementado. En esos diferentes niveles, las instancias y los intereses juegan la carta patrimonial. Son, a la vez, instituciones públicas, asociaciones locales, empresas privadas, con personal especializado, que, a partir de ahí, pone sus competencias en materia de programación y de realización técnicas al servicio de los demandantes –y les propone, en la ocasión, producciones relativamente estandarizadas–. Una industria cultural ha tomado, a su cargo, la producción del patrimonio.

    Una tercera consecuencia que se comprende a la luz de las precedentes responde a una verdadera inflación patrimonial que fue, a la vez, el resultado de la ampliación del repertorio y de la multiplicación de las iniciativas. En nombre de la salvaguardia de la herencia y de la restauración de los valores auténticos, se trató, de hecho, de una invención prolífica de tradición.21 En Francia, ha tomado una dimensión espectacular, en todos los niveles. La competencia entre los fabricantes locales o regionales de patrimonio fue entonces y es a veces dura.

    Así, se puede retomar un ejemplo bien estudiado, el del Larzac, en el sur del Macizo Central, que se vio promovido como una región dotada, a la vez, de un pasado “templario y hospitalario” y de una tradición histórica de resistencia al poder central. Porque, en el seno de un mismo



  20. Krzysztof Pomian. “Historia cultural, historia de los semióforos”, en J.-P. Riouxy J. F. Sirinelli (coords.): Para una historia cultural. México, Taurus, 1999, pp. 73-100.

  21. Se encontrarán muchos ejemplos convincentes en la investigación colectiva publicada por Alban Bensa y Daniel Fabre. Une histoire à soi. Figurations du passé et localités. Paris, Maison des Sciences de l’Homme, 2001, en particular, el sabroso estudio de Jean-Luc Bonniol sobre “La fabrique du passé. Le Larzac entre mémoire, histoire et patrimoine”, pp. 169-193.

    conjunto territorial, versiones alternativas, con frecuencia movidas por rivalidades políticas, pueden enfrentarse. Ese fenómeno espectacular en Francia, como se sabe, no es algo específicamente francés. Se encuentra en la mayor parte de nuestras sociedades, incluso, en las formaciones políticas recientes, en las cuales los “cazadores de patrimonios” se han convertido en los actores imprescindibles de operaciones de ese tipo.22

    Semejante mutación, como resulta evidente, no deja de plantear problemas mayores. El patrimonio, durante mucho tiempo, fue identificado con los monumentos de la cultura “cultivada”. Hoy, cada vez más, se identifica con una cultura en el sentido antropológico del término, que ambiciona poder tener en cuenta el mayor número de producciones anónimas o sin legitimación institucional. La temática de la apropiación –más exactamente, de la reapropiación– de la herencia por sus supuestos productores se ha vuelto central en nombre de los valores de la “autenticidad”. Pero, si todo es importante para la razón patrimonial, ¿qué es lo que es verdaderamente importante? La pregunta no es solamente teórica (o estética, o histórica). Ella plantea, inmediatamente, la cuestión de lo que puede ser, bajo estas condiciones, una política del patrimonio, independientemente del patrón donde uno se sitúe. Ya sea que se trate de las tareas del inventario, de los medios de la conservación, de la selección de programas o de orientación de los financiamientos prioritarios, el paisaje se ha vuelto considerablemente confuso.

    En 1990, distintas repercusiones polémicas ocuparon la escena mediática sobre este tema, denuncias a la vez sobre el fracaso del “Estado cultural”, y corrientes que anunciaron el triunfo de una cultura de los mediadores sobre la de los creadores.23 Esas polémicas no estaban desprovistas de segundas intenciones políticas y, tampoco, resulta seguro que siempre hayan permitido analizar más lúcidamente la situación actual. El problema queda en pie y no se ve que pueda ser evacuado. ¿Demasiado patrimonio está matando el patrimonio?



    Uno también puede preguntarse, y, sin duda, debería hacerlo, qué significa la movilización contemporánea en torno a un patrimonio cuya definición es infinitamente extensible y cuya salvaguarda y promoción se han convertido en actividades obsesivas en la mayor parte de nuestras sociedades. Resulta claro que distintas respuestas son aquí posibles. Nos quedaremos con dos a modo de conclusión.

    Una primera línea de reflexión podría vincular la reivindicación patrimonial con la prosecución de una afirmación identitaria. Vivimos en sociedades compactas, sociedades de masas, en las cuales la existencia individual y colectiva frecuentemente es percibida como anónima y estandarizada. La mundialización (como la globalización) es, a la vez, el proceso objetivo y la afirmación ideológica de esa transformación profunda. Pero, contrariamente a lo que ella dice de sí misma, no es ni lineal, ni unívoca. Todo nos muestra que los efectos bien concretos de homogeneización de los dispositivos sistemáticos de las prácticas y de las representaciones encuentran su respuesta en la reivindicación y, a veces, la exasperación de las diferencias. La fábrica del patrimonio podría ser una de esas respuestas, y una de las más visibles. Mientras que el vínculo social y su traducción política e ideológica se volvieron inciertos, problemáticos, la noción vaga, colectiva, englobante del patrimonio podría ofrecer recursos de adhesión y de identificación. El espectáculo deportivo también lo hace, de manera episódica y convulsiva, en ocasión de las confrontaciones a nivel mundial. El patrimonio lo lograría de manera más constante y regular, al incorporar todas las dimensiones de la experiencia social e, incluso, su entorno natural.

    Una segunda pista de reflexión, que ya hemos evocado varias veces, sería la de las transformaciones contemporáneas de nuestra relación colectiva con el tiempo histórico. Nuestras sociedades ya no tienen confianza, o la tienen, cada vez menos, en el futuro –lo cual puede parecer paradójico en un tiempo en que las posibilidades ofrecidas por la innovación tecnológica y científica parecen desmesuradamente abiertas–. Como lo ha mostrado Reinhart Koselleck, durante dos siglos, la proyección de estas en el futuro ha determinado la manera en que las sociedades europeas –y sus extensiones a través del mundo– pensaron su inscripción histórica. No es este el caso en el presente. Desconfiamos de todo lo que está delante de nosotros y es indefinido. Lo que hemos heredado, o más exactamente, lo que hemos constituido como herencia, y que no cesa de ampliarse, nos parece más seguro. Y esto mismo, ¿es todavía tan seguro? Junto con la dimensión identitaria, se afirma, al mismo tiempo, la preocupación por la salvaguardia, acerca de la cual hemos visto que era inseparable de la idea misma del patrimonio. Pero esta preocupación es vivida hoy según el modo de la urgencia: ya no se trata solamente de salvaguardar lo que resta del “mundo que hemos perdido”, sino, más bien, de lo que estamos perdiendo porque nos parece amenazado por todas partes. La ampliación del repertorio patrimonial al entorno natural es muy significativa al respecto. Remite, implícitamente, y, a veces, también explícitamente, a la anticipación de una amenaza generalizada, que estaría, desde ahora, inscripta en el orden del tiempo (como la creencia en el progreso lo había estado desde el siglo XVIII hasta el segundo tercio del siglo XX). De este modo, se comprendería el hecho de que no dejemos más al tiempo histórico el trabajo de decantación de la herencia que tradicionalmente le estaba confiado. Pretendemos abreviarlo y decidir nosotros acerca de lo que está llamado a durar. De hecho, a decir verdad, preferiríamos no elegir y conservar todo, o, en todo caso, lo más posible. Así, se resuelve tal vez esta aparente contradicción: el patrimonio es, a la vez, percibido como una obligación insistente, sub specie de la deuda con respecto al pasado, y como una perpetua invención a través de la cual produciríamos nuestra singularidad.



  22. Un ejemplo muy ilustrativo es el estudio de Gaetano Ciarcia sobre la fabricación de una prominencia etnográfica, el “Acantilado de los Dogones” en Malí: De la mémoire ethnographique. L’exotisme du pays dogon. París, EHESS, 2003. El mismo investigador desarrolla, actualmente, un programa de investigaciones comparativas sobre la multiplicación de esas prácticas entre África y Europa. Fenómenos homólogos se encuentran en la fabricación del “patrimonio mundial” de la Unesco. Sobre este tema remito a la tesis que terminó bajo mi dirección Isabelle Vinson.

  23. Marc Fumaroli. L’État culturel, une religion moderne. París, LQF, 1991; Jean-Michel Leniaud. L’Utopie française. Essai sur le patrimoine. Paris, Mengès, 1992.


Resumen


El artículo presenta reflexiones acerca del fenómeno contemporáneo de la patrimonialización y la relación que nuestras sociedades mantienen con el tiempo histórico. Estamos viviendo en sociedades museográficas y archivísticas, donde la conservación y la transmisión del pasado se han convertido en actividades centrales y prioritarias. Este fenómeno, que ocurre simultáneamente a una ola memorial, se caracteriza, además, por utilizar el término de patrimonio para calificar una suerte de propiedad colectiva. Es a partir de algunas situaciones de hecho ligadas a la Revolución Francesa y a las convicciones y representaciones que se manifestaron en las instituciones e iniciativas creadas durante el nuevo régimen, que podemos comprender el trabajo patrimonial del siglo XIX y de buena parte del siglo XX. Uno se puede preguntar qué significa la movilización contemporánea en torno a un patrimonio, cuya definición es infinitamente extensible y cuya salvaguarda y promoción se han convertido en actividades obsesivas en la mayor parte de nuestras sociedades. Una primera línea de reflexión podría vincular la reivindicación patrimonial con la prosecución de una afirmación identitaria. Una segunda pista de reflexión sería la de las transformaciones contemporáneas de nuestra relación colectiva con el tiempo histórico.


Palabras clave: patrimonio, tiempo histórico, conservación, sociedad contemporánea

Abstract


The article reflects upon the contemporary phenomenon of heritage making and how our societies relate to historical time. We live in museumizing and archivizing societies where conservation and the transmission of the past have become central and prioritized activities. This phenomenon, which is taking place simultaneously with a memory upswing, is also characterized by the use of the term heritage in a collective property sense. The heritage making process of the 19th century as well as that of large parts of the 20th century can be understood in the light of some de facto situations related to the French Revolution as well as the convictions and representations as manifested in the institutions and initiatives which arose during the new regime. If the definition of heritage has become infinitely broad and its salvaging and conservation obsessive activities in large parts of our societies then one can ask oneself what the contemporary mobilizing engagement with heritage means. A first line of reflection could consist in relating heritage assertions with a pursuit of identity reinforcement. Another path to follow would be to reflect upon the contemporary transformations in the collective relation to historical time.


Key words: heritage, historical time, conservation, contemporary society


Fecha de recepción: 13 de julio de 2012

Fecha de aprobación: 1 de septiembre de 2012


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