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El presente y el historiador


François Hartog1


École des Hautes Études en Sciences Sociales (EHESS), París



L

as condiciones del ejercicio del oficio de historiador han cambiado, hasta nuestros días, rápidamente ante nuestros ojos. La fórmula de “crisis” hizo su pronta aparición y se impuso a partir de 1990. Así, se habló de “crisis” de la historia, o de historia “desorientada”, mientras que nuestras relaciones con el tiempo se iban modificando.2 El futuro se cerraba, el pasado se oscurecía, el presente se imponía como el único horizonte.3

¿Qué iba a ser del lugar y la función de quien se había definido, en el siglo XIX –cuando la historia, habiéndose vuelto una evidencia, se había pretendido ciencia y se había organizado como disciplina–, como el mediador sapiente, entre el pasado y el presente, en torno a ese objeto mayor, si no único, la Nación o el Estado, en un mundo que, privilegiando en adelante la dimensión del presente, incluso solo la del presente, comenzaba a proclamarse globalizado? Alemania, al menos hasta su reunificación, había tanteado el camino de lo posnacional e intentado el patriotismo de la Constitución. El Estado, bajo la forma del Estado providencia, se veía urgentemente invitado a “repensarse”, mientras los neoliberales se “encargaban de los regímenes de adelgazamiento”.

¿No se había aprendido que el historiador moderno, incluso antes de comenzar, debía plantear la neta separación del pasado y del presente –sin perjuicio de, a continuación, olvidarla rápidamente–? Porque la historia solo debía ser la ciencia del pasado: una ciencia pura, como lo reclamaba Fustel de Coulanges, y su servidor, un ojo, capaz de descifrar documentos en el silencio de los archivos. Todavía con Fernand Braudel, a mediados del siglo XIX, el historiador longue durée se veía ubicado –aun- que más no fuese implícitamente– en una posición visual dominante. En


  1. La traducción estuvo a cargo de Gerardo Losada.

  2. “Le temps désorienté”, Annales, Histoire, Sciences sociales, Volumen 50, Nº 6, 1995; Gérard Noiriel. Sur la ‘crise’ de l’histoire. Paris, Belin, 1996.

  3. François Hartog. Régimes d’historicité. Présentisme et expériences du temps. Paris, Collection Points-Seuil, 2012.


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  4. Marc Bloch. Apologie pour l’his- toire ou Métier d’historien. Paris, Armand Colin, 1997, p. 65.

  5. Rapport sur les études historiques. Paris, Imprimerie Impériale, 1868, p. 356.

    Europa, uno de los primeros signos o síntomas, observado prematuramente y consignado por ciertos historiadores, respecto del resquebrajamiento del mundo surgido de la posguerra, fue, a fines de la década del setenta, la emergencia de la memoria. El fenómeno era, a la vez, una expresión de ese ascenso del presente y una respuesta a él. Con la noción de “memoria colectiva”, que había sido elaborada por el sociólogo Maurice Halbwachs entre las dos guerras, el historiador disponía de un acceso de primera, donde, por intermedio de los marcos sociales de la memoria, memoria y sociedad se encontraban vinculadas.

    A grandes rasgos, el historiador ha ocupado cuatro posiciones en el curso de los siglos XIX y XX. (a) En Francia, se lo piensa como profeta

    –con Jules Michelet como vates del Pueblo, a la manera del “vidente” de Hugo–; (b) se lo pretende “pontífice” y “maestro” –con Gabriel Monod y Ernest Lavisse, el historiador es el que realiza un “puente” entre la antigua y la nueva Francia, el que relata la lenta formación de la nación e inculca la República–; (c) reivindica “el olvido” previo del presente –Fustel de Coulanges es quien llevó más lejos esta postura– para consagrarse al conocimiento solo del pasado; (d) insiste sobre la necesidad de tener las dos puntas de la cadena juntas: el pasado y el presente –con los fundadores de los Annales–. Para Marc Bloch, la historia, “ciencia de los hombres en el tiempo”, tiene una “incesante necesidad de unir el estudio de los muertos con el de los vivos”, de moverse del pasado al presente y del presente al pasado en un constante movimiento de ida y vuelta.4

    ¿Hoy, el historiador debería mantenerse solo en el círculo del presente? Me estoy refiriendo a ese presente extendido, nuevo territorio de la memoria. En 1867, un Informe sobre los estudios históricos en Francia concluía con estas fuertes constataciones: “El historiador no nace para una época, sino cuando esa época está muerta del todo. El dominio de la historia es entonces el pasado. El presente le corresponde a la política, y el futuro pertenece a Dios”.5 El autor no dejaba de presentarse, ante el ministro, destinatario del informe, como un “notario exacto”. ¿Qué se le escribe hoy a un ministro? ¿Para ser admitido en el espacio público y ser reconocido en la sociedad civil, el historiador debe “presentificarse”, empero, “politizarse”, o dedicarse a una historia militante? Puesto que, al “notario exacto” de las cosas ocurridas, se lo llama hoy “experto”: ¿el historiador se debería presentar como un experto de la memoria y asumir su “responsabilidad”?

    Muy claramente, esta posición de guía del presente se encuentra ocupada, en el presente, por numerosos historiadores de lo contemporáneo o de lo muy contemporáneo, los cuales han tenido los primeros papeles en el espacio público y en la profesión, y han padecido dificultades y alcanzado honores. Fundada en 1984, la revista Vingtième Siècle aspiraba a “hacerse cargo de la identidad del presente”. En el mismo momento, Pierre Nora diagnosticaba que “el presente se había convertido en la categoría de nuestra comprensión de nosotros mismos”. Al historiador, “le corresponde explicar el presente en el presente”, a él, que se coloca “entre la pre-



  6. Pierre Nora (ed.). Lieux de mémoire. Paris, Gallimard, [1984] 1992.

    gunta ciega y la respuesta ilustrada, entre la presión pública y la paciencia solitaria del laboratorio, entre lo que siente y lo que sabe”. En los Lieux de mémoire, el procedimiento de quien los conceptualizó era, sin duda, ese: partir del presente para volver a él, después de haber convocado y trabajado la memoria, para hacerlo pasar por el tamiz del lugar de memoria. De tal modo que el lector no encontraba, al final, ni la epopeya retrospectiva de la Nación realizada, ni el desfile de los estadios de la Historia. Ahí, el modo de ser del pasado debía ser, en efecto, el de su surgimiento en el presente, pero bajo el control del historiador. Tal era el postulado de esta amplia investigación, cuyo primer volumen apareció en 1984 y, el último, en 1992,6 y que estaba motivado por la ambición de renovar la historia, de relanzarla, y, en ningún caso, de encabezar su cortejo fúnebre.

    Con esta experiencia inédita de historia del presente, la historia contemporánea ha ganado la partida, tal vez, incluso más allá de lo que esperaba. Ese abordaje de lo contemporáneo, que apenas hace poco presentaba argumentos para defender su legitimidad frente a los otros “períodos”, y que muy poco después estaba atento al “retorno” del acontecimiento, hoy habla en nombre de la historia. Para el gran público y para los medios de comunicación, se ha convertido en la historia, en toda la historia, o casi. El pasado como exotismo y receptáculo de la alteridad de los años setenta ha desaparecido. ¿Pero ese innegable éxito no tiene un precio? ¿La historia contemporánea, en Francia y en otros lugares, puede escapar a los calendarios de las conmemoraciones y a las agendas de la comunicación política? ¿Llevada, en todo caso, por la ola del presente, no corre el riesgo de ser superada por ella?

    ¿Qué pasa, por otra parte, con los historiadores de otros períodos?

    ¿Pueden dedicarse a sus ocupaciones y valerse del saber acumulado en sus especialidades, como si todos esos cambios, aun siendo de fondo, no les concernieran sino lejanamente? Pero hay algunas señales. La historia no se enseña más en los colegios en los últimos años de estudio con orientación científica. En la universidad, los cursos de historia atraen menos estudiantes. El lugar que le concedían los diarios y revistas se ha ido reduciendo y, sin sorprender a nadie, los promedios de venta de los libros de historia han bajado. Salvo excepciones, la historia se ha convertido en una figura secundaria en el paisaje de los medios. Pero, al mismo tiempo, y en sentido contrario, se habla del apetito por la historia, se cita la audiencia de un programa como “La fábrica de la historia”, el éxito de las “Jornadas de Blois”, que, cada año, atraen un amplio público, compuesto, en parte, por profesores de Historia. Curiosos, interesados y participantes se agolpan en las conferencias, en las múltiples mesas redondas, y se detienen delante de los numerosos stands de los editores. Es innegable que la “fiesta” ha prendido. Como una peregrinación, bien organizada, reúne, cada año, en la misma época, a sus fieles. En ella, como es evidente, no domina ninguna ortodoxia, porque hay más de un cuarto en la casa de Clío. Basta con creer en la historia. ¿Pero esos aconte-



  7. François Bédarida. Histoire, critique et responsabilité. Bruselas, Complexe, 2003, pp. 305-329.

  8. Fernand Braudel. Écrits sur l’histoire. Paris, Flammarion, 1969, p. 32.

    cimientos, esas prácticas culturales, son suficientes para concluir, a partir de ellas, que, a fin de cuentas, la historia no sale tan mal parada como se dice? Yo no lo creo. Si bien no hay que ignorarlos, tampoco se puede estimar que su significación sea unívoca, y tampoco no se puede ver, en ellos, una función tranquilizadora. “Sí, la historia está siempre ahí, nos instruye, nos distrae, es nuestra memoria colectiva, nos responsabiliza, a nosotros hoy, como ciudadanos”.


    Las condiciones del ejercicio del oficio


    ¿Cuál es, formulado de la manera más general, el papel del historiador, sino el de aportar un poco más de inteligibilidad al mundo y un plus de lucidez a sus ciudadanos? Ni más ni menos que los otros cultores de las ciencias humanas y sociales, pero de una manera propia, la del historiador. De lo cual, se deriva un supuesto, la necesidad de una previa captación lo más correcta y fina posible de las condiciones del ejercicio del oficio. Entre ellas, detengámonos, ante todo, en la del tiempo. Porque si la relación con el tiempo es, para cada uno, la dimensión fundamental de su experiencia del mundo y de sí mismo, lo es doblemente para el historiador. Puesto que el tiempo es, primero, aquel en el cual él vive y trabaja, pero es también “su” período, el tiempo sobre el cual trabaja. Por esto, François Bédarida lo había denominado “el organizador del tiempo”.7 ¿Cuáles son las relaciones que se establecen entre esos dos tiempos? Con esta pregunta suplementaria para el historiador de lo contemporáneo: ¿qué pasa con esas relaciones desde el momento en que la distancia entre el tiempo vivido y el tiempo estudiado se reduce a casi nada y que “su” tiempo lo es doblemente? ¿Cómo retroceder y tomar distancia para obtener el equivalente de la mirada alejada que el etnólogo creaba en otra época al desplazarse en el espacio? Una vez abandonadas las ilusorias seguridades del evolucionismo, el etnólogo, desde allá lejos, podía cuestionar las evidencias del acá, al mismo nivel. La comparación es una respuesta posible, lo cual implica que acepta salir de “su” tiempo y de su “lugar”.

    “Ocurre, con frecuencia, que, bajo la influencia de fuertes y ricas tradiciones, una generación entera atraviesa el tiempo de una revolución intelectual sin participar en ella”.8 Esta otra advertencia, enunciada hace tiempo por Fernand Braudel, es un útil llamado de atención. Porque, como se sabe, existen las inercias de las disciplinas, las rutinas de las escuelas y de los cuestionarios, el peso de las instituciones, junto con su ri- gidez, pero, también, su relativa exterioridad. Por esto, para el historiador, una manera de hacerse contemporáneo de lo contemporáneo es comenzar cuestionando la evidencia masiva de su tiempo contemporáneo, lo cual es todo lo contrario de quedarse sin aliento corriendo detrás de la actualidad o de ceder a la moda del tiempo contemporáneo. Como lo nota el filósofo Marcel Gauchet, que habla por experiencia, “hay que querer ser de su



  9. Marcel Gauchet. La Condition historique. Paris, Stock, 2003, p. 60.

  10. Fue uno de los más activos abogados de una antropología de los mundos contemporáneos.

  11. Johannes Fabian. Le Temps et les autres. Comment l’anthropolo- gie construit son objet. Toulouse, Anacharsis, 2006; Alban Bensa. La Fin de l’exotisme. Essais d’anthropologie critique. Toulouse, Anacharsis, 2006, pp. 157-169.

  12. Olivier Dumoulin. Le Rôle social de l’historien. De la chaire au prétoire. Paris, Albin Michel, 2003.

    tiempo para serlo, y hay que trabajar para llegar a serlo”.9 ¿Cuál es, enton- ces, el trabajo por desarrollar para quien quiere serlo como historiador?

    ¿Cómo convertirse en organizador o, mejor, yo diría, en vigía del tiempo o, mejor, de los tiempos?

    El rápido ascenso de lo “contemporáneo” o del “presente”, como categoría dominante, ha sido el rasgo predominante de esta coyuntura. En historia, evidentemente, pero también, en antropología, en la cual el desplazamiento ha sido todavía más espectacular. Desde lo lejano y tradicional hasta lo actual de nuestras sociedades, hasta la observación et- nológica de lo que está pasando. De ahí, la rápida importancia de los lugares de la modernidad, a la manera de un Marc Augé,10 junto con el cuestionamiento de la noción misma de cultura (denunciada como culturalismo) en provecho de la sola contemporaneidad de las situaciones de interlocución entre el etnólogo y aquellos a quien estudia. Olvidémonos de las estructuras y el estructuralismo –adiós Tristes trópicos–, y apostemos a lo pragmático. Se acabaron las viejas lunas evolucionistas, pero también, las innumerables variaciones sobre la alteridad, último avatar del eurocentrismo y del colonialismo. Todos somos similarmente contemporáneos.11 La sociología no ignora, evidentemente, esta tendencia, la cual tuvo como proyecto original investigar sobre el presente de las sociedades y sus dis- funciones. Pero “la intervención sociológica”, tal como lo propuso Alain Touraine, se pretendía una forma de sociología caliente o inmediata, en el corazón del presente y para él.

    Bajo el nombre de presente, lo contemporáneo se ha convertido en un imperativo social y político, en una evidencia indiscutible. De hecho, se ejerce una presión, a la vez, difusa y fundada, venida de los medios de comunicación, de la edición, de los procuradores de fondos tanto públicos como privados, para que las ciencias humanas y sociales se vuelvan más hacia lo contemporáneo y respondan mejor, más rápido, a la “demanda social”, a la urgencia de las situaciones, de las emociones, de las desgracias, en tanto saben ponerlas en cifras y palabras. Para atender esta demanda, se apela a los expertos, por lo que el historiador es entonces solicitado bajo ese título.12 Para ser quien, en las comisiones ad hoc, supuestamente, aporte los hechos, incluso, no otra cosa que los hechos o, en ocasión de ciertos procesos, quien ocupe un lugar de testigo. El experto de la memoria, experto para decir lo que realmente ha ocurrido, experto del contexto.

    ¿Cuál es la trama de ese tiempo contemporáneo? Una serie de palabras, cuyo uso se ha impuesto, es una manera de reconocerlo y decirlo. Esos términos dibujan los principales motivos de ese tiempo. Si ya no hay grandes relatos, en cambio, se han puesto en circulación palabras clave, que funcionan como soportes de toda clase de relatos fragmentarios y provisorios. Permiten dar forma; autorizan a tomar la palabra; gracias a ellas, las injusticias pueden ser expresadas, los crímenes denunciados, los silencios nombrados, las ausencias evocadas. Propiamente insoslayables, se han impuesto como contraseñas, palabras de época. En adelante, bastaría



  13. Pierre Nora (ed.). Lieux de mémoire, III, Les France. Paris, Gallimard, 1992, pp. 988, 992,

    1010.

  14. Vincent Descombes. Identités à la dérive. Marsella, Editions Parenthèses, 2011, pp. 55-56.

    con pronunciarlas sin que hubiera necesidad de explicarlas. Está, en primer lugar, el cuarteto formado por la memoria, la conmemoración, el patrimonio y la identidad, al cual, al menos, habría que añadir el crimen de lesa humanidad, la víctima, el testigo y otras más. En la medida que constituyen, más o menos, un sistema, esas palabras, que no tienen ni la misma historia, ni el mismo alcance, remiten las unas a las otras. Se han convertido en referencias, a la vez, poderosas y vagas; en soportes para la acción, en eslóganes para hacer valer reivindicaciones y exigir reparaciones. Inevitablemente, portan consigo toda una carga de quid pro quo. Si el historiador menos que nadie puede ignorarlas, debe, más que nadie, cuestionarlas, captar su historia, trazar sus usos y sus malos usos, antes de retomarlas en su cuestionario.

    Esas palabras han suscitado una avalancha de libros, de artículos, de informes, pero también, un frenesí de declaraciones, de decisiones y de leyes. Del lado de la historia, Pierre Nora ha hecho de ellas el hilo conductor de su gran investigación en los Lieux de mémoire. Desde el texto que abre el libro, “Entre historia y memoria”, hasta “La era de la conmemoración”, en el séptimo volumen. En ese último texto, ya retrospectivo, deducía lo que él llamaba “la inversión de la dinámica de la conmemoración”. Según el autor, al “modelo histórico” de lo conmemorativo ha sucedido un “modelo memorial”, justo cuando, en menos de veinte años, “Francia pasaba de una conciencia nacional unitaria a una conciencia de sí de tipo patrimonial”, en la cual dominaba el presente. Pero ese presente “historizado”, cargado de un pasado que no terminaba de pasar, iba a la par de la emergencia de la “identidad”. Francia, como persona, subrayaba nuevamente Nora, apelaba a su historia. Francia, como identidad, no se prepara un futuro, sino en el desciframiento de su memoria.13 Patrimonio, identidad y memoria también resultaron, en ciertos aspectos, nociones para tiempos de incertidumbre. El filósofo Vincent Descombes lo expre- saba, con gran claridad, a propósito de la identidad nacional:


    La identidad nacional puede significar el pasado nacional, es decir, las generaciones pasadas de nuestro país. Concierne, entonces, a la situación fija, porque el pasado ya se ha desarrollado, es un objeto histórico. En cambio, el futuro, que es la otra cara de la identidad nacional, significa que tenemos una identidad en la medida en que tenemos un futuro y tenemos un problema de identidad en la medida en que tenemos un problema con nuestro futuro. El problema de identidad planteado a ni- vel colectivo implica la dificultad de representar un futuro que sea nuestro futuro.14


    Memoria


    La mitad de la década del ochenta coincidió con la emergencia plena del fenómeno memorial en el espacio público. Literatura, arte, museos, filosofía, ciencias sociales, discurso político le dieron cada vez más lugar. La cronología, la extensión de las diversas expresiones de ese fenómeno fueron



  15. Kerwin Lee Klein. “On the Emergence of Memory in Historical Discourse”, Representations Nº 69, 2000, p. 145; Didier Fassin y Richard Rechtman. L’empire du traumatisme. Enquête sur la condition de victime. Paris, Flammarion, 2007.

  16. Benjamin Wilkomirski. Frag- ments. Une enfance 1939-1948. Paris, Calmann-Lévy, [1995] 1996. Ver Régine Robin. “Entre histoire et mémoire”, en Bertrand Müller (ed.): L’histoire entre mémoire et épistémologie. Autour de Paul Ricoeur. Lausanne, Payot, pp. 62-73.

    conocidas y han sido repertoriadas. Ese deslizamiento de la historia hacia la memoria indicaba, como se lo percibe ahora, un cambio de época. Desde la Revolución Francesa, la historia y la memoria han marchado como dos grandes veleros que, al navegar juntos, podían alejarse, el uno del otro, como también, ir borda contra borda. En el conjunto, la historia impuso su ley. Porque estaba vuelta hacia el futuro, conducida por el progreso y las leyes de la evolución, componía, cada día, el relato del devenir. Pero las grandes crisis que atravesó la sociedad acarrearon, con ritmos variables, ascensos y erupciones de la memoria, de los que la historia se sirvió, en parte, para transformarlos en historias prioritariamente nacionales. Erupciones de esta índole tuvieron lugar después de 1820, en torno a 1880, antes y después de 1914, a partir de la mitad de la década de 1970. Pero el mecanismo se frenó.

    En una época, bastante cercana todavía, el simple enunciado del término “Historia” –con mayúscula– significaba explicación. La Historia quiere, juzga, condena… hoy, aunque de un modo diferente, la memoria se ha convertido en esa palabra clave que exime de una explicación adicional. Es un derecho, un deber, un arma. Duelo, trauma, catharsis, trabajo de la memoria, compasión, la acompañan. En un cierto número de situaciones, se recurre a ella, no como complemento o como suplemento de, sino más bien como reemplazo de la historia. Es, claramente, una alternativa a una historia que, según se piensa, ha fallado, se ha matado. La historia de los vencedores, y no la de las víctimas, de los olvidados, de los dominados, de las minorías, de los colonizados. Una historia encerrada en la nación, con historiadores al servicio de una historia, de hecho, “oficial”. Y se habla incluso, aquí y allá, de la memoria como “alternativa terapéutica” a un discurso histórico que nunca habría sido otra cosa que una “ficción opresiva”.15

    Como toda palabra de época, su dominio se basa en su plurivocidad, que remite a una multiplicidad de situaciones, las cuales están también tejidas con temporalidades bastante diferentes. Según que se hable de Ruanda, de África del Sur, de la Shoh, de la trata de negros, la palabra no tendrá exactamente la misma significación. Incluso, si viene a inscribirse en la temporalidad unificadora e inédita del crimen de lesa humanidad, en ese tiempo que no pasa, el de lo imprescriptible. Recorrer todo el arco de los usos contemporáneos de la memoria e identificar la diversidad de los contextos de los temas en juego sería una tarea, a la vez, repetitiva e interminable. Podría llegarse, incluso, hasta la memoria simulada, puesta en palabras por Benjamin Wilkomirski, quien se inventó una identidad mediante una identificación con las víctimas judías.16 Hablar de exceso o de abuso de la memoria no resuelve nada y, por otra parte, ¿quién puede estar tan seguro de encontrarse en posesión del verdadero patrón de medida? Lo cual nos llevaría hacia Paul Ricœur y lo que motivó su largo rodeo filosófico: la búsqueda de una “justa memoria” y, de paso, el reconocimiento de una “inquietante extrañeza” de la historia. Un exceso de preocupación por



  17. Emmanuel Terray. Face aux abus de la mémoire. Arles, Actes Sud, 2006.

    el pasado corre el riesgo, según estiman algunos, de ser una excusa para no ver los males del presente.17

    Esto puede ocurrir, pero, para preocuparse de las desgracias del tiempo, es necesario, más allá de una compasión por el instante, estimar que se puede obrar, que el futuro podría ser diferente, que hay lugar para proyectos, incluso, para una alternativa. En resumen, es necesario creer en una cierta apertura del futuro, luego, en la historia, para poder escapar a la sola imposición del presente. De un presente que, además, nunca termina de diagnosticarse, que presenta un estado de crisis permanente. Pero una crisis que dura, que no termina, ¿sigue siendo una crisis, en el sentido original y médico del término, es decir, un momento crítico y un punto decisivo?


    Patrimonio


    El patrimonio está ahí, como algo ya familiar, presente tanto en la retórica oficial como en nuestros discursos ordinarios. En Francia, cada septiembre, se produce su retorno bajo la forma de las “Jornadas del patrimonio”, también llamadas, desde hace poco, “Jornadas europeas del patrimonio”. Se habla del tema durante un fin de semana, se entrevista a “trabajadores” del patrimonio, se critican las insuficiencias de presupuesto, se lanzan cifras, se da la lista de las “residencias” abiertas en esa ocasión, el Palacio del Elíseo –¿con presidente incluido?, nunca se sabe– atrae a las muchedumbres. Un balance, bajo la forma de un comunicado emanado del Ministerio de Cultura, cierra las actividades el lunes a la mañana: “¡Éxito!”, “Más de doce millones de visitantes” durante las vigesimocuartas jornadas. Alguien dirá que es la política de los pequeños pasos en la Europa de la cultura. El mismo día, a la misma hora, cada uno puede visitar su patrimo- nio, que se encuentra por eso etiquetado como “patrimonio europeo”. Así, imperceptiblemente, avanza la Europa del patrimonio y, por consiguiente, la Europa que se querría promover como patrimonio. Esas manifestaciones, convertidas en rutinarias, como la fiesta de la música, o la temporada de las liquidaciones, constituyen el telón de fondo de toda reflexión sobre el objeto patrimonio: un signo de su presencia en nuestros espacios públicos. Seguramente, uno se puede irritar con respecto a la idea de “todo es patrimonio”, esa “muleta para una identidad achacosa”, según la expresión de Jean-Pierre Rioux.

    Queda por averiguar el porqué de ese entusiasmo, al cual remite la ola de la patrimonialización. El patrimonio surgió y se impuso rápidamente antes de instalarse. Se difundió en todos los rincones de la sociedad y del territorio. Se movilizó, y fue tomado a cargo por múltiples asociaciones. Estuvo al alcance de ellas, inervó el tejido asociativo, fue institucionalizado, se convirtió en un topos del discurso político, fue objeto de informes, de en-uestas, de conversaciones y altercados. En Francia y mucho más allá. Va- lorizarlo se ha convertido en una evidencia, en una exigencia. Concebido



  18. Max Querrien. Pour une nouvelle politique du patrimoine. Documento oficial. Paris, Ministère de la culture, 1982.

    como un recurso, pide una buena gestión. Se ha multiplicado. La Unesco no escapó a esta tendencia y lo ha hecho variar de distintas maneras, lo inscribió en convenciones siempre más amplias y ambiciosas, cuyo sujeto es la Humanidad, todo bajo la enseña de la preservación y, desde hace poco, del desarrollo sustentable. Un poco por todas partes, ha inspirado políticas urbanas que han puesto en marcha la rehabilitación, la renovación y la real apropiación de centros históricos o predios industriales. Ciertos profesionales han hecho de él su razón social. Investigadores de distintos horizontes lo han escrutado, en tanto han acompañado y dado forma a su incremento de poder, rastreado su historia, explorado sus significaciones, y se han interrogado, al mismo tiempo, sobre su propia disciplina. Es lo que a veces se ha llamado el momento reflexivo: ese tiempo de detención, de mirada retrospectiva sobre el camino recorrido, pero, también, la expresión de la pérdida de seguridad, incluso, de una desorientación. ¿Qué hacer ahora?

    La fase ascendente y conquistadora del patrimonio se ha terminado. No es que haya un reflujo, pero se ha entrado en el régimen ordinario del patrimonio, que va desde su invención hasta su asimilación. Su rutina cotidiana. Ya no es el tiempo de las incursiones, de las avanzadas pioneras y de los manifiestos, más bien, el de la velocidad constante y de los ajustes en torno a la economía del patrimonio y a las políticas de comunicación –de las ciudades, de los grandes organismos, especialmente–. Es ilustrativo el recorrido del “patrimonio” en las comunidades científicas, y sus efectos de rebote sobre los saberes mismos de aquellas o, mejor, sobre la percepción que se tiene de ese fenómeno o que se quisiera dar. ¿Hay que destruir, conservar, clasificar? Los científicos muestran, según las disciplinas, una actitud ambivalente a propósito de la patrimo- nialización. Conservar, sí, pero en la medida en que eso sirva a la vida. Por definición, la ciencia mira hacia adelante, no hacia atrás. Conservar, sí, incluso, cuando ciertas disciplinas, como la Física, atraviesan una crisis –identitaria–. Conservar, por cierto, pero como una manera de llevar a cabo una operación de comunicación.

    Cuando, en 1937, Jean Perrin lanzó la idea del Palais de la Dé- couverte (‘Palacio de los descubrimientos’), quería un museo para crear un vínculo directo con el público, pero un museo “que mantuviera un contacto vivo con la Ciencia que continuaba creándose”. Se toca, con ello, el punto clave de las relaciones con el tiempo: ¿cómo un museo puede dar lugar al futuro, no solamente como horizonte, sino de forma activa? Ser una máquina no solo orientada al pasado, sino futurista? Esta interrogación fue nuevamente lanzada, en la década de 1980, en torno a los ecomuseos, concebidos idealmente como guías y productores de futuro. En 1982, Max Querrien anunciaba que quería “hacer pasar por nuestro patrimonio el soplo de la vida”, mientras que otros, del lado de la Unesco, querían concebirlo como lo que debería “permitir a una población interiorizar la riqueza cultural de la cual es depositaria”, tal como lo expresaba un informe de Quebec.18



  19. Jean Davallon. Le Don du patrimoine: Une approche communicationnelle de la patrimonialisation. Paris, Hermès Sciences-Lavoisier, 2006.

    El patrimonio es, como bien se sabe, un recurso para tiempos de crisis. Cuando las referencias se desvanecen o desaparecen, cuando el sentimiento de la aceleración del tiempo hace más sensible la desorientación, entonces, el gesto de poner aparte, de elegir lugares, objetos, acontecimientos “olvidados”, modos de obrar se impone, se convierte en una manera de reencontrarse. Sobre todo, cuando la amenaza desborda sobre el futuro mismo –el patrimonio natural–, y se pone en movimiento la máquina infernal de la irreversibilidad. Uno se aplica, entonces, para proteger el presente y, según se proclama, preservar el futuro. Es la extensión reciente más considerable de la noción, que se vuelve operativa, a la vez, para el pasado y para el futuro, bajo la responsabilidad de un presente amenazado, que hace la experiencia de una doble pérdida, la del pasado y la de un presente que se consume a sí mismo.

    Al inventariar los múltiples usos actuales de la noción de patri- monio, salta inmediatamente a la vista la plasticidad y la elasticidad del concepto. Es lo característico de toda noción que prende al punto de con- vertirse en una palabra de época. Produce consenso y, al mismo tiempo, lleva con ella su carga de quid pro quo. Lo mismo ocurre con la memoria. Aplicar la denominación de patrimonio a algo es inmediatamente performativo, tiene sentido cualesquiera que sean las motivaciones por las cuales se procede así y las significaciones que se le den a la palabra. Aplicarse a justificar sus empleos, clasificarlos, captar sus ambigüedades, dedicarse a producir un modelo de lo que es fundar mentalmente la patrimonialización en una historia cultural de larga duración, es un procedimiento que posee una legitimidad plena y toda su utilidad.19

    Pero limitémonos a registrar la polisemia de la noción. Para decirlo de una vez, el patrimonio, en la actualidad, se encuentra apresado entre la historia y la memoria. Depende de una y de otra, participa del régimen de una y de otra, incluso, cuando ya ha entrado, cada vez más, en la esfera de atracción de la memoria. De la historia nos llegó “el monumento histórico”, que ocupó todo su lugar en una historia concebida como nacional, e indujo una administración de las formas del saber y de la intervención que, en Francia, fue la del Servicio de Monumentos Históricos. Paralelamente, el museo sustraía objetos al tiempo ordinario para darlos a ver –teóricamente, para siempre– a las generaciones sucesivas, puesto que su selección los convertiría, en principio, en inalienables. Pero hoy, en nombre de una mejor gestión de las colecciones, aparecen interrogantes sobre este punto. ¿Por qué el museo, que debe valorizar su patrimonio, recoger fondos y hacerlo circular, no podría, igualmente, vender para comprar?

    Si esta primera inscripción del patrimonio en la esfera de la historia no ha sido abandonada para nada, se ha venido a añadir la de su asunción por la memoria. Convertido en palabra de época, patrimonio –como me- moria, conmemoración e identidad– remite a un malestar con respecto al presente y trata de traducir, bien o mal, una nueva relación con el tiempo.


    La del presentismo. Ahora bien, el concepto moderno de historia, como lo hemos ya subrayado, el de una historia como proceso y desarrollo, incorporaba la dimensión del futuro y establecía, al mismo tiempo, que el pasado era algo pasado. Era dinámico. Según esta perspectiva, el patrimonio era concebido, en primer lugar, como un depósito por transmitir, por preservar, de modo que estuviera en condiciones de ser transmitido. Pero la pérdida de evidencia de la historia se tradujo en un rápido ascenso del patrimonio –segunda manera–, en particular, bajo la forma de la “patrimonalización”. Mediante esta operación, se apuntó, entonces, menos a preservar para transmitir que a convertir el presente en más habitable y a “preservarlo” para sí mismo, en primer lugar, para su propio uso. En esta nueva economía del patrimonio, se tiene la impresión de que, a partir de ahí, lo que resulta cuestionable es la transmisión misma. Porque el futuro ya no acude a la cita. Desde entonces, la patrimonialización hace las veces de historización, y apela a todas las técnicas poderosas de la presentificación, entre las cuales los museos y los monumentos conmemorativos son, en el presente, de gran uso.


    “La inquietud” del historiador


    Memoria, patrimonio, conmemoración, identidad, todas partes de la red de palabras del presente que ha sido apropiada ampliamente por otros actores que, desde larga data, son ocupantes de pleno derecho. El historiador es solamente un visitante tardío. Al primero que encontramos ahí es al periodista, cuyos informes son el pan de cada día. Sin embargo, helo ahí desestabilizado por esas dos formas de aceleración que son la instantaneidad y la simultaneidad de todo lo que circula sin interrupción en la pantalla. La ola se ha convertido en un flujo mientras las redes sociales ganan en extensión y en presencia. ¿Qué pasa, en estas condiciones, con su rol de mediador, encargado de seleccionar, de dar forma, orden y perspectiva? ¿No sería una cierta inconsecuencia para el historiador, que es fundamentalmente un mediador –un go-between, un guía…–, el querer parecerse siempre más al periodista, en el momento mismo en que el lugar y la función de este último se encuentra fuertemente cuestionada? En el curso de los últimos años, la crisis general de la prensa escrita ha dado testimonio de estas transformaciones, que nadie estuvo en condiciones de controlar. Por otro lado, cuando hemos entrado en un tiempo mediático de historización del presente, que ya no es ni siquiera cotidiana, sino instantánea, ¿el historiador puede, también él, “hacer historia en directo”, siempre más rápida, y dar inmediatamente el punto de vista de la posteridad en un tweet? ¿Esta carrera, perdida de antemano, no desemboca en una situación, en el sentido literal, de aporía, sin salida? ¿Pero renunciar a esa fuga hacia adelante no es, precisamente, salir de la carrera y encontrarse a remolque? Obsoleto, antes de haber escrito una palabra.



  20. Ver, en Le Débat, el conjunto del informe “Vérité judiciaire, véri- té historique”, ibídem, pp. 4-51.

  21. Pierre Vidal-Naquet. L’Affaire Audin. Paris, Éd. de Minuit, 1958.

  22. Ídem, en V. Duclert y P. Simon-Nahum (eds.): Les événements fondateurs. L’Affaire Dreyfus. Paris, Armand Colin, 2009, p. 277.

  23. F. Hartog. Vidal-Naquet, histo- rien en personne, l’homme-mé- moire et le moment mémoire. Paris, La Découverte, 2007, pp. 30-31.

  24. Thomas, ibídem, pp. 278-279. Carlo Ginzburg. Le juge et l’histo- rien, Considérations en marge du procès Sofri. Paris, Verdier, 1997.

    De un estilo judicial de historia


    En el campo de una contemporaneidad judicializada, el historiador encuentra, en primer lugar, un ocupante de pleno derecho, el juez. Con este último, el encuentro puede ser directo o indirecto, real o metafórico. En efecto, los jueces se ven encargados de decidir acerca de –casi– todo, y de “curar” males públicos y privados, pasados y presentes, e, incluso, futuros. A partir de ahí, se habla de “terapia” judicial. De donde se plantea, en Historia, la reapertura de un legajo –a decir verdad, antiguo–, el de las relaciones entre el juez y el historiador, y de las claras interferencias entre lo histórico y lo judicial.20 Si ya nadie habla del tribunal de la historia o en su nombre, se han reactivado, en cambio, los interrogantes sobre el juez de la historia, el que emite la sentencia o, más bien, el juez de instrucción. Precisamente, porque la historia no es ya esa instancia superior, es por lo que surge o resurge la cuestión del historiador como juez. Un buen ejemplo es el de Pierre Vidal-Naquet, que en 1958, a propósito de la desaparición de Maurice Audin, actuó de esta manera. Detenido y torturado por los paracaidistas en el momento de la batalla de Argelia, ese joven matemático, miembro del Partido Comunista Argelino, no fue reencontrado con vida y su cadáver nunca apareció.21 De esa matriz dreyfusarda, nació, en Vidal-Naquet, un cierto estilo judicial de historia, plenamente consciente y deliberado. En efecto, este autor reconocía que había “nacido” para la historia con el relato del Caso Dreyfus que le había hecho su padre a fines de 1942 o comienzos de 1943. Con él desapareció el más dreyfusardo de los historiadores contemporáneos, incluso, en cierto sentido, el último “contemporáneo” del caso. “Seré dreyfusardo al mismo título que seré historiador”, escribía en lo que fue su última intervención pública: “Mis casos Dreyfus”.22

    Desmontar la impostura y obtener justicia para Audin era la con- signa. En esa posición de historiador público, Vidal-Naquet se puso a tra- bajar, para hacer justicia de o a alguien, por lo que realizó y revisó, desde 1958, el trabajo de instrucción que la justicia no había hecho o había hecho mal.23 Más recientemente, de esta confrontación entre el juez y el historiador han surgido reflexiones sobre la prueba y la noción de con- texto, desarrolladas, en particular por Carlo Ginzburg, a propósito de los procesos y de la condenación de Adriano Sofri por un asesinato, que él siempre negó. Cuando el historiador carece de fuentes, recurre a los datos contextuales. Así, si escribe una biografía, puede hacer que el personaje “sea portador de un contexto”, que, en cierta manera, se lo “incorpore”. Tal procedimiento, que produce verosimilitud, no podría ser empleado por el juez, el cual debe, al contrario, “distinguir un acto de su contexto” y, entonces, debe prohibirse reconstituir un hecho del cual no tiene pruebas por otra vía. La demostración de Ginzburg sobre el caso Sofri se basa esencialmente en esa confusión. Los jueces pusieron en juego verosimilitudes contextuales como si fueran pruebas, con lo que confundieron Justicia e Historia. El resultado, la condenación del acusado.24



  25. Charles Péguy. “Bernard Lazare”, en: Œuvres en prose complètes. Paris, Gallimard, 1987, tomo 1, p. 1223.

  26. Ibídem, p. 1228.

    En cambio, la cuestión del juicio histórico ha despertado poca atención –salvo en el notable caso de Hannah Arendt, lectora de Kant, en la continuación del proceso Eichmann–. ¿Existe tal juicio? ¿Cuál es y en qué difiere del juicio judicial? En la larga serie de sus reflexiones sobre el caso Dreyfus, Charles Péguy, dreyfusardo y justiciero si los hubo, tuvo el mérito de enfrentar con franqueza la cuestión. Para él, lo jurídico se ubica del lado de lo discontinuo, puesto que los delitos y las penas están graduados. El juicio jurídico “no puede y no debe acompañar a la realidad sino con un movimiento discontinuo (…). Solo puede y debe moverse después de que la realidad que lo acompaña ha recorrido bastante camino para justificar, por así decirlo, un desencadenamiento, un paso, un cambio de tratamiento, un agravamiento o un aligeramiento”. Mientras que el juicio histórico “debe acompañar la realidad con un movimiento continuo, debe plegarse a todas las flexibilidades de la realidad cambiante”.25 Por esto, no hay ninguna “tranquilidad” para el historiador, cuyo rol consiste menos en pronunciar juicios que en elaborarlos constantemente. “Su conciencia es todo inquietud; no le basta, en efecto, con acordar a los personajes de la historia, esos grandes inculpados, las garantías jurídicas, las garantías legales, modestas, limitadas, determinadas, sumarias, precarias, groseras que el jurista y el instructor acuerdan a los inculpados jurídicos, el juez a los inculpados judiciales. El historiador no pronuncia juicios judiciales, se puede decir que, tampoco, pronuncia juicios históricos, sino que elabora constantemente juicios históricos, está en perpetuo trabajo”.26

    Detengámonos todavía un poco en el caso Dreyfus, como Péguy lo quería con tanto ardor. “Cuanto más terminado está este caso –observó en Nuestra juventud, en 1910–, tanto más evidente es que no terminará jamás. Cuanto más terminado está, tanto más prueba”. ¿Qué es lo que sigue probando ese caso con relación a la historia, la memoria y ese presente del historiador que tratamos de definir? Al prologar, en 1962, una nueva edición de Cinco años de mi vida, relato publicado por Alfred Dreyfus en 1901, François Mauriac invitaba a mirar el Caso como un espejo “cuya fidelidad es terrible”. En ese espejo muchos de los protagonistas reconocie- ron la importancia de lo que estaba en juego, lo que probaba. A partir de 1898, en la misma época en que el caso estaba en curso, Jean Jaurès publicó Las pruebas. “No más puertas cerradas”, reclamaba, quería apostar a “la sola fuerza de la luz”. En la posición opuesta, también en 1898, Ferdinand Brunetière veía ahí la ocasión de denunciar “el individualismo”, que era entendido como “la gran enfermedad de nuestro tiempo”. A lo cual Émile Durkheim respondió vivamente que si algunos “han creído deber negar su asentimiento a un juicio cuya legalidad les parecía sospechosa, no es que en su calidad de químicos o de filólogos, de filósofos o de historiadores, se atribuyan no se qué privilegios especiales y como un derecho excepcional de control sobre la cosa juzgada. Sino que, siendo hombres, pretenden ejercer todos sus derechos de hombres y comprometerse en presencia de ellos con un asunto que compete solo a la razón”.



  27. Vincent Duclert. Dreyfus au Panthéon, Voyage au cœur de la République. Paris, Galaade Editions, 2007, p. 425 (artículo publicado en Le Figaro el 10 de

    julio de 2006). Ver, también, Alfred Dreyfus, L’honneur d’un patriote. Paris, Fayard, 2006.

  28. Duclert. Dreyfus au Panthéon, op. cit., pp. 202, 265.

  29. Ibídem, p. 358.

En julio de 2006, el Tribunal de Casación organizó un coloquio en ocasión del centenario de la decisión de 1906, por la cual el Tribunal anu- laba el juicio del Consejo de Guerra de Rennes, “atendiendo, en último análisis, que de la acusación presentada contra Dreyfus nada queda en pie (…) anula el juicio del Consejo de Guerra de Rennes…”. En esas pocas líneas, Vincent Duclert y Antoine Garapon vieron “una decisión verdaderamente fundadora de los derechos del hombre”.27 Si de la acusación nada quedaba en pie, la rehabilitación tuvo, durante un largo tiempo, algo de inacabado. Es cierto que Alfred Dreyfus fue condecorado y reintegrado al Ejército, pero solo con el grado de comandante. No tuvo, entonces, otra opción que dimitir. Y, a continuación, no hubo más nada o casi nada, sal- vo un silencio oficial en el cual había una buena parte de embarazo. Prueba de esto también lo fueron, un siglo más tarde, las tribulaciones que conoció la estatua de Dreyfus, ordenada por Jack Lang a Tim. Su Homenaje al capitán Dreyfus, inicialmente remitida a las Tullerías, a falta de un acuerdo sobre un lugar más visible y más significativo, debió esperar hasta 1994 (y el “primer” centenario) para que Jacques Chirac, entonces alcalde de París, la instalara en el VI° distrito, “inmediatamente cerca” –como él mismo lo subrayó– de la prisión de Cherche-Midi –en cuyo emplazamiento se encontraban la École des Hautes Études en Sciences Sociales y la Maison des Sciences de l’Homme– y “también cerca” del hotel Lutétia, “todavía cargado de sombríos recuerdos de la Segunda Guerra Mundial”.28

En 2006, finalmente, esta vez como presidente de la República, decidió rendir homenaje en el patio de la Escuela Militar –ahí mismo donde ocurrió la infame degradación– a la memoria de ese hombre “al que, sepamos reconocerlo, no se le ha hecho justicia cabalmente (…). Es por eso por lo que la nación debía rendirle hoy un homenaje solemne”.29 Con esa reparación simbólica, la rehabilitación encontró, finalmente, su pleno cumplimiento. Desde la Escuela Militar hasta la Escuela Militar, el recorrido se cerró y, después de un siglo, esa conmemoración-reparación vino para poner un punto final al caso. La república apuró sus cuentas, reconoció sus errores y asumió su responsabilidad. A menos que el caso siga “probando” hoy. A menos que la cuestión de la panteonización de Dreyfus, lanzada en la primavera de 2006, no ingrese, un día –¿en ocasión del bicentenario?– en el debate público.


Resumen


En el texto, se analizan los retos que enfrenta el oficio del historiador ante el privilegio que ha adquirido, en los últimos tiempos, la dimensión del presente. En este sentido, se examina la crisis que afronta, en la actualidad, el saber histórico frente al ascenso de lo contemporáneo, representado en las categorías de memoria, conmemoración, patrimonio e identidad. De esta forma, se demuestra cómo el imperativo social del presente pone en cuestión el espacio social ocupado por el historiador desde el siglo XIX, para acercarlo al del reportero, el experto presto a aportar datos y cifras a la realidad, o el juez, que dictamina en una causa histórica un valor de verdad en aras del principio de reparación.


Palabras clave: imperativo del presente, memoria, conmemoración, patrimonio e identidad

Abstract


The text discusses the challenges the historian is coping with in the face of the privileged position the dimension of the present has aquired in recent times. In this sense, the author examines the crisis that historical knowledge is currently facing as it is being confronted by the ascension of the contemporary, represented in the categories of memory, commemoration, heritage and identity. He demonstrates how the social imperative of the present makes it possible to question the social space occupied by the historian since the nineteenth century, making room for the reporter, the expert who is ready to provide facts and numbers of reality or the judge who in a historical trial rules in accordance with the value of the truth for the sake of the principle of reparation.


Key words: imperative of the present, memory, commemoration, heritage and identity


Recibido: 13 de julio de 2012

Aprobado: 1 de septiembre de 2012


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