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Subjetividad y restauración. El argumento del criterio cambiante


Salvador Muñoz Viñas


Universitat Politècnica de València


Introducción


D

esde que la ciencia pasó a convertirse en el soporte más destacado de la restauración, la objetividad ha sido uno de los principios fundamentales de la actividad. Los criterios subjetivos, cualquier manifestación de gusto, cualquier querencia personal son vistos con sospecha o, directamente, con rechazo. La objetividad es una aspiración, incluso, en los casos en los que es más evidente su ausencia. Así, hasta un teórico como Cesare Brandi podía afirmar, respecto de la pátina, que aspiraba a elaborar “una sustentación teórica que, como aspecto capital para la restauración y la conservación de las obras de arte, la arranque del dominio del gusto y de lo opinable”.1 En otras palabras, el propio Brandi, cuyo principal aporte teórico fue la inclusión del gusto estético en la toma de decisiones en restauración, se avergonzaba de que la noción de pátina, un “aspecto capital para la restauración”, estuviese fundamentada en criterios “opinables”, o dominada por el “gusto”. De forma igualmente paradójica, el restaurador Rafael Alonso, cuya restauración de la pintura de El Greco El caballero de la mano en el pecho fue objeto de una gran controversia pública en 1999, afirmaba en su propia defensa: “la restauración de una pintura no es una acción subjetiva y caprichosa del restaurador que modifica el cuadro a su gusto. Tampoco sirve la opinión estética y subjetiva de los que al ver el resultado dicen: ‘antes me gustaba más”’.2 En definitiva, la restauración es generalmente contemplada como una actividad en la que los gustos de las


  1. Cesare Brandi. Teoría de la restauración. Madrid, Alianza, 1989, p. 34.

  2. Rafael Alonso. “En defensa de una restauración”, El Mundo, 8 de junio, p. 60.


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  3. “1. existing independently of perception or an individual”s conceptions. 2. undistorted by emotion or personal bias. 3. of or relating to actual and external phenomena as opposed to thoughts, feeling, etc.”.

    personas u otros criterios igualmente subjetivos son indeseables y deben permanecer ausentes del proceso de toma de decisiones. En este artículo, examinaremos esta creencia e intentaremos demostrar que es errónea. Para lograrlo, analizaremos muy brevemente qué es ser objetivo o subjetivo, y después, presentaremos un razonamiento, sencillo pero potente, que hemos dado en llamar “el argumento del criterio cambiante”.


    Qué es un juicio objetivo


    Todos creemos saber cuándo un juicio o una afirmación es “objetiva”. Noción que se usa a menudo, y que no suele requerir mayor elucidación por parte del oyente o del hablante. Una definición muy clara aparece en la segunda edición del Collins Dictionary of the English Language. Allí se define “objetivo” de este modo:


    1. Existente independientemente de la percepción o de las ideas de un individuo.

    2. No distorsionado por la emoción o por las tendencias personales.

    3. De, o relativo a, fenómenos factuales y externos, por oposición a pensamientos, sentimientos, etc.3


      La definición que ofrece el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua es igualmente clarificadora:


      1. adj. Perteneciente o relativo al objeto en sí mismo, con independencia de la propia manera de pensar o de sentir.

      2. adj. Desinteresado, desapasionado.

      3. adj. Fil. Que existe realmente, fuera del sujeto que lo conoce.


      Ambos diccionarios insisten en el carácter impersonal de lo objetivo. Lo que caracteriza a cualquier juicio objetivo es, precisamente, el estar basado en rasgos propios del objeto y no en “emociones o tendencias personales”. Son observaciones o afirmaciones “desinteresadas, desapasionadas”, que “existen independientemente de la percepción o de las ideas del individuo” y se basan en características que existen “fuera del sujeto que lo conoce”. Un juicio –o afirmación, o apreciación, o estimación– objetivo, en definitiva, no puede basarse en las sensaciones, gustos o querencias propias del sujeto –como indica la propia palabra–. Si lo hiciera, sería un juicio subjetivo.

      Por el contrario, un juicio objetivo se basa, de manera exclusiva, en rasgos “pertenecientes o relativos al objeto en sí mismo”. Así, el tamaño de una pintura es un rasgo objetivo, porque es “perteneciente o relativo al objeto en sí mismo”, mientras que su armonía visual es un rasgo subjetivo, porque es un rasgo que depende de las “emociones o tendencias personales”. Por su parte, la composición química de una escultura metálica de acero corten es un rasgo objetivo, pero la belleza causada por la oxidación de su superficie es un rasgo subjetivo. Por poner un ejemplo del ámbito



  4. Sheila Watson. “‘England expects’: Nelson as a symbol of local and national identity within the museum”, Museum and Society, Volumen 4, N° 3, noviembre de 2006, pp. 129-151.

    de la conservación y restauración, desacidificar un papel cuando su pH es inferior a un límite establecido (por ejemplo, pH inferior a 5,5) es una decisión que depende de criterios objetivos, porque se elabora de acuerdo con características del objeto y no depende del ánimo del restaurador ni de sus preferencias. Ahora bien, remover el barniz de una pintura para conferirle un aspecto más limpio y armónico es un acto subjetivo, en la medida que depende del gusto del restaurador y de su noción de limpieza.

    En este artículo, intentaremos demostrar que las medidas fundamentales en conservación y restauración son de naturaleza subjetiva, y que la subjetividad es un componente fundamental del proceso de toma de decisiones. Al margen de una pequeña proporción de disposiciones menores o puramente técnicas, la mayor parte de las normas, junto con las pautas más importantes, tienen un carácter marcadamente subjetivo. Para demostrarlo, expondremos el “argumento del criterio cambiante”.

    El argumento del criterio cambiante es muy simple. Consiste, sencillamente, en observar las soluciones elegidas por los restauradores en relación con algún aspecto relevante de distintos bienes, a partir de lo cual se extraen las conclusiones pertinentes. Así, veremos cómo se ha actuado respecto de diversos factores –las huellas de la historia, el contexto original de la obra, la voluntad del creador o la materia de la que se compone la obra– en múltiples casos pertenecientes a eso que llamamos “patrimonio cultural”.


    Las huellas de la historia


    El primero de estos objetos es una casaca. Obviamente, no es una casaca cualquiera, sino que se trata de la que llevaba el almirante Nelson en la batalla de Trafalgar. Esta batalla naval, la más importante de las guerras napoleónicas, tuvo lugar el 21 de octubre de 1805, frente a las costas del suroeste de la península ibérica. En esas fechas, Francia había tomado el control efectivo de España, de modo que ambos países combatieron, como aliados, contra Inglaterra. La flota franco-española era más numerosa (estaba compuesta por 33 navíos, respecto de los 27 navíos ingleses), pero el almirante de la Marina Real Británica ideó una formación de ataque que destrozó las líneas de defensa enemigas, y que llevó, a los suyos, a conseguir una aplastante victoria. La lucha, sin embargo, fue encarnizada y las bajas humanas fueron enormes: unos dos mil franceses, unos mil españoles y unos mil ingleses murieron en este trágico encuentro. El propio marino recibió un disparo, que lo hirió de gravedad y le causó la muerte. Nelson se convirtió, así, en uno de los héroes ingleses por excelencia, y en uno de los símbolos más importantes de lo que podríamos denominar la “inglesidad”.4 Hoy día, la plaza más célebre de Londres se llama, precisamente, Trafalgar Square y está presidida por una estatua del célebre británico, en lo alto de una elevada columna. Asimismo, no es de extrañar que el National Maritime Museum, en Greenwich, conserve muchos objetos relacionados con este personaje, numerosos grabados y retratos y piezas tan variopintas como medallas, estatuillas, cubiertos de mesa y guantes. No obstante, el objeto más significativo de toda esta colección, probablemente, sea la casaca que el almirante llevaba cuando fue herido en Trafalgar.

    Hay muchas cosas interesantes que pueden comentarse en torno a esta chaqueta, pero lo que merece ser destacado ahora es que los conservadores han preservado meticulosamente no solo el orificio del disparo en el hombro izquierdo, sino los restos de sangre en su manga izquierda y en su parte posterior. Para este caso, las huellas de la historia se han considerado valiosas, y por ende, se han conservado cuidadosamente.

    Precisamente, en Trafalgar Square, a espaldas de la estatua de Nelson, se halla situada la National Gallery. Este museo de Londres es una de las pinacotecas más importantes del mundo. Entre las muchas joyas que alberga, se halla un dibujo de gran formato –de aproximadamente un metro y medio por un metro–, realizado por Leonardo da Vinci. La obra está compuesta por ocho hojas de papel encoladas por los márgenes que posteriormente, en el siglo XVIII, fueron adheridas a un lienzo y montadas en un bastidor. El dibujo, realizado con carboncillo y toques de tiza, representa una escena clásica: la Virgen, sentada junto a Santa Ana, sostiene en sus brazos al Niño, mientras otro niño, San Juan, extiende sus brazos hacia Él (figura 7). Las figuras están tratadas con el característico sfumato leonardesco, y, de hecho, se cree que pudo ser realizado como modelo para una pintura.

    Esta hermosa pieza formaba parte de una colección privada hasta que, en 1962, fue adquirida por la National Gallery, donde ha permanecido expuesta desde entonces. En julio de 1987, sin embargo, un hombre entró en el museo ocultando entre su ropa una escopeta de cañones recortados, se dirigió hacia el dibujo de Leonardo, y cuando estuvo delante, extrajo la escopeta y disparó contra la figura de la Virgen. Cuando fue detenido, manifestó haberlo hecho para llamar la atención sobre “las condiciones políticas, sociales y económicas de Gran Bretaña”.

    El dibujo resultó gravemente dañado. Estaba montado en un marco y cubierto con un cristal; las postas atravesaron el vidrio, y causaron una perforación circular de aproximadamente quince centímetros de diámetro en el pecho de la Virgen; curiosamente, el disparo deformó la tela, pero no llegó a perforarla. Por el contrario, el papel de quinientos años de antigüedad, quedó destrozado, dividido en muchos fragmentos, algunos casi invisibles, que se mezclaron con pequeñísimas esquirlas de cristal.

    La intervención de la obra fue una tarea muy laboriosa. El restaurador de la National Gallery, Eric Harding, recuperó todos los fragmentos, retiró las astillas de vidrio y eliminó la deformación del lienzo. Después, con una paciencia enorme, colocó cada minúscula pieza en su lugar, y reintegró las zonas faltantes con polvo de carbón. Por último, montó el conjunto sobre una tela de lino en un nuevo bastidor.


    Una vez restaurada, la obra fue presentada en medio de gran expectación pública y mediática. La National Gallery habilitó un espacio dedicado exclusivamente al Leonardo, casi una capilla laica en la que reinaba una tenue penumbra –para evitar el daño que la luz puede causar en el papel– y en donde había bancos para que los visitantes se sentaran y se fascinaran mirando la pieza con más detenimiento.

    Hoy en día, el público puede admirar el dibujo tal cual se hallaba antes del disparo: gracias al trabajo de Eric Harding, la perforación es completamente imperceptible. El espectador del Leonardo lo contempla tal y como se hallaba antes de la agresión, las huellas de esta parte de su historia han sido completamente eliminadas.

    En definitiva, el criterio aplicado en la obra de da Vinci es directamente opuesto al criterio aplicado en la casaca de Nelson. En el caso del Leonardo, se decidió hacer desaparecer las huellas de la historia, mientras que, en la segunda situación, se dispuso mantener las huellas de la historia. Las consecuencias de un disparo, por tanto, pueden considerarse valiosas en una circunstancia, o merecedoras de la eliminación más completa en otra.

    Lo interesante de todo ello es que no hay ninguna razón objetiva que justifique el cambio de criterio. No hay nada en un disparo de mosquete, como el que mató a Nelson y perforó su casaca, que lo haga esencialmente superior a un disparo de postas, como el que destrozó el dibujo de Leonardo. Ningún factor material justifica estas decisiones; ningún rasgo inherente al objeto explica por qué unas huellas deben mantenerse cuando otras deben ser eliminadas. No podemos explicar estas disposiciones aludiendo al tipo de perforación, o a la fuerza del impacto, o al material que componen la tela o el papel, o al diámetro o morfología de los proyectiles. Lo que demuestra la yuxtaposición de estos casos es que las huellas de la historia a veces son consideradas valiosas y a veces son consideradas eliminables, sin que ningún criterio objetivo justifique estas medidas.


    El contexto de la obra


    En Cancún, México, existe un museo poco común, el Museo Subacuático de Arte (MUSA), que contiene varios cientos de esculturas de Jason de Cayres Taylor. Lo más llamativo de este museo, sin embargo, es que las piezas están ubicadas en el fondo del mar, junto a la costa. Los visitantes de este museo deben realizar inmersiones a pulmón o con botellas de oxígeno para contemplarlas.

    Las esculturas de De Cayres Taylor son representaciones realistas y a tamaño natural de figuras humanas. Cuando se observan en el fondo marino, en la ubicación para la que su autor las creó, las piezas ofrecen una impresión casi mágica, cercana a una ensoñación. Rodeadas por agua y peces, las obras presentan un aspecto muy particular, y ciertamente distinto del que presentarían en una sala de exhibición convencional (figura 8).


    El realismo crudo de las piezas es sorprendente, y se debe a que muchas de ellas están realizadas a partir de moldes de cuerpos naturales. Una vez preparado el modelo, se obtiene un positivo en cemento marino, y el resultado es retocado por el artista. Las figuras son entonces colocadas en su sitio, en el fondo del mar de la costa de Cancún, donde pueden ser observadas libremente por los espectadores. Obviamente, estos espectadores no son tan numerosos como los que visitan la National Gallery de Londres, los visitantes de este museo tienen que realizar el esfuerzo de bucear hasta donde se hallan las esculturas, pero a cambio son recompensados con una experiencia única e irrepetible. Una experiencia que es el resultado de la combinación de la bruma, el sonido quebrado, la flora, la fauna, los colores y la luz submarinas, y unas estatuas de cemento que representan seres humanos en actitudes sorprendentemente ajenas al entorno que las rodea. Buena parte del impacto estético de estas esculturas radica, precisamente, en el contraste que se establece entre lo que representan y el entorno que las rodea.

    Aunque el cemento empleado por De Cayres Taylor está elegido para resistir el máximo tiempo posible el agresivo ambiente submarino, las estatuas se alteran con rapidez al ser recubiertas por algas y otros vegetales. El deterioro químico y biológico de las obras es, por lo tanto, inevitable, ya que el fondo del mar no es el mejor lugar para garantizar la conservación de unas estatuas.

    No obstante, las obras siguen allí, en un medio claramente hostil. Nadie se ha planteado extraerlas de ese entorno tan agresivo para mejorar las condiciones de conservación. Esto ocurre porque el contexto de la obra –los peces, la luz difusa, la bruma permanente, los colores fríos, las partículas en suspensión– se contempla como una característica muy valiosa, una característica que debe ser conservada aun a costa de otras, como su integridad material, su aspecto original o su conservación a largo plazo.

    Las obras de De Cayres Taylor son realistas. Las figuras están representadas con todas sus arrugas, con sus cicatrices, con sus defectos, con su obesidad o su delgadez, y son lo opuesto a la perfección de las esculturas clásicas o a la impoluta geometría de su arquitectura. Su belleza es radicalmente distinta a la de la obra que constituye nuestro siguiente ejemplo: el altar de Pérgamo.

    Este sitio fue construido en el siglo II antes de Cristo, durante el reinado del rey Eumenes II, el legendario inventor del pergamino, en la acrópolis de la ciudad que lleva su nombre. El altar era un vasto edificio religioso, cuya planta era un cuadrado de aproximadamente treinta y cinco metros de lado. La entrada principal estaba dominada por una ancha escalinata de unos veinte por quince metros. Las paredes exteriores estaban ricamente decoradas con unos altorrelieves que representaban la gigantomaquia, la batalla mítica entre los dioses griegos y los gigantes. El perímetro del edificio estaba definido por una elegante columnata, en el centro de la cual se encontraba el recinto en el que se encendía el fuego sagrado.


    La acrópolis de Pérgamo, como es habitual, se hallaba en una colina desde la que se dominaba el paisaje del contorno. El altar no estaba aislado, sino que formaba parte de un conjunto de edificios religiosos que incluían, por ejemplo, un templo de Atenea o un augusteo, además de una serie de escaleras, murallas y puertas. El altar, como el resto de la Acrópolis, era un lugar de celebraciones y eventos especiales. Bajo el sol cálido del mediterráneo oriental, esta bellísima construcción debió de haber ofrecido una imagen imponente, comparable a la que aún hoy ofrece el Partenón en la acrópolis de Atenas.

    Sin embargo, este monumento fue objeto de una excavación científica a finales del siglo XIX. Entre 1878 y 1886, el arqueólogo alemán Carl Humann localizó y extrajo los restos de los frisos, las columnas y otras partes del edificio, y determinó, además, su ubicación y forma exactas. El acuerdo de las tareas realizadas con el gobierno turco autorizaba a los expedicionarios para trasladar, a Alemania, cualquier resto que se considerase oportuno, por lo que los restos del altar, al igual que los del templo Atenea, fueron transportados a Berlín.

    Para albergar estas obras, se construyó, en la Museuminsel de Berlín (la ‘isla de los museos’), un edificio destinado principalmente a albergar el altar de Pérgamo. El pabellón se erigió en 1901, pero nunca resultó adecuado. Puesto que, además, tampoco reunía las suficientes garantías de estabilidad, se derruyó muy poco después, en 1909. Para sustituirlo, se levantó una nueva edificación, mucho más grande, que se inauguró en 1930. En ella se conserva, en la actualidad, el reconstruido altar de Pérgamo. Se albergan, también, otras piezas arqueológicas de origen diverso, pero la importancia de los restos de la acrópolis de Pérgamo, y sobre todo los del altar, era tan grande que los berlineses lo llamaron, y siguen llamándolo, el Pergamonmuseum.

    La sala principal del Pergamonmuseum es algo parecido a un gran hangar en el cual se ha reconstruido la mitad delantera del altar original, que incluye la monumental escalinata y buena parte de los restos de la gigantomaquia. Está pegada a una de las paredes de la sala, pero la porción posterior no existe. Por así decirlo, el altar, que antes era un edificio que dominaba la cima de una colina en el mediterráneo oriental, se ha visto reducido a su sección anterior, que parece surgir de una pared en el interior de una sala cerrada en el corazón de Alemania. El edificio, por lo tanto, se conserva en un contexto que es radicalmente distinto de aquel original. En este caso, el entorno ha sido considerado completamente prescindible (figura 9).

    La comparación entre el altar de Pérgamo y las estatuas del MUSA demuestra que el paisaje propio de una obra puede ser considerado una característica valiosa en unos casos y sacrificable, en otros. Se debe insistir, además, en que ello no depende de ningún criterio objetivo. No hay ninguna característica “relativa a fenómenos factuales externos, y no a pensamientos o sentimientos”, que justifiquen el valor que, en un caso u otro, se otorga al escenario de la obra. No hay nada en la composición del mármol



  5. “[Felt Suit] retains an essence of its original raison d’etre but no longer functions as intended” (Rachel Barker y Alison Bracker,

    “Beuys is Dead: Long Live Beuys! Characterising Volition, Longevity, and Decision-Making in the Work of Joseph Beuys”, en Tate Papers. Tate’s Online Research Journal (Disponible en: http://www.tate. org.uk/download/file/fid/7404)).

    del altar, o en su grado de cristalización, o en su color o su densidad, que haga pensar que su ámbito es menos importante que el de otros materiales. Y tampoco hay ningún rasgo objetivo que haga pensar que el cemento marino de las estatuas de De Cayre Taylor deba ser mantenido en su contexto original. Si en ambos casos se han usado criterios opuestos es por razones de distinta naturaleza, mientras que en un caso ha prevalecido un cierto orgullo seudocolonial, o la comodidad de los espectadores occidentales; en el otro caso, ha prevalecido el gozo estético que proporciona el espacio original de la obra. Pero ninguna de estas razones es inherente al objeto. Por el contrario, el gozo estético, el orgullo o la comodidad son inherentes a los sujetos, son razones de naturaleza subjetiva.


    La intención del creador


    Alemania tiene, ciertamente, muchos motivos de orgullo en el ámbito de lo artístico. Joseph Beuys, por ejemplo, fue uno de los autores más destacados –y provocativos– de la segunda mitad del siglo XX. Entre las obras de arte que nos ha dejado, se incluyen salas enteras de museo, enanitos de jardín y trajes de vestir. Una de estas piezas, Felt Suit (‘Traje de fieltro’), producida en 1970, fue adquirida, en 1981, por la Tate Gallery de Londres. Este Traje de fieltro fue debidamente almacenado, hasta que en 1989 se decidió su exhibición. Sin embargo, cuando los técnicos fueron a sacar la vestimenta de su contenedor de conservación, descubrieron que esta había sido gravemente dañada por polillas; como es habitual en estos casos, la tela presentaba numerosas perforaciones que, por desgracia, eran claramente visibles.

    Restaurar estos orificios era técnicamente inviable, y el propio Beuys había muerto en 1986, de modo que no se le podía consultar sobre la conveniencia o no de exponer la pieza en aquel estado. Las opciones eran exponer el traje tal y como estaba o sencillamente darlo por perdido.

    La decisión final fue considerar la obra destruida; en la actualidad, sus restos se conservan sin que esté permitida su exhibición en la propia Tate o en cualquier otro lugar. Alison Bracker y Rachel Barker, quienes han investigado este caso, explican así la razón para esta medida: “Felt Suit mantiene una esencia de su raison d”etre original, pero ya no funciona como se pretendía”.5 En resumen, como se pensaba que la pieza ya no respondía a la intención de su creador, su exhibición se descartó para siempre. El criterio fundamental de esta disposición fue, por lo tanto, el respeto de la voluntad del creador de la obra.

    Y sin embargo, este criterio puede variar muy notablemente. La universidad donde trabaja el autor de este artículo es de fundación relativamente reciente –comenzó a funcionar en 1968–, y sus centros, con la excepción singular de la facultad de Bellas Artes, acogen titulaciones de disciplinas técnicas. En algunos de sus múltiples espacios ajardinados, se



  6. “What might our reaction be to someone who responded to an earlier (original?) meaning of Giovanni Bellini's Madonna of the Meadows in London’s National Gallery by kneeling with their rosary before it?”. D. E. Cosgrove. “Should we take it all so seriously? Culture, conservation, and meaning in the contemporary world”, en W. E. Krumbein, P. Brimblecombe, D. E. Cosgrove, and S. Staniforth (eds.): Durability and Change. The Science, Responsibility, and Cost of Sustaining Cultural Heritage. Chichester, John Wiley and Sons, 1994, pp. 259-266.

    hallan expuestos diversos ejemplos de maquinaria antigua. Estos aparatos se usan en ocasiones con fines docentes, pero, la mayor parte del tiempo, permanecen, en medio del césped, expuestos de manera parecida a las esculturas artísticas que salpican el resto del campus.

    Una de estas máquinas, quizá la más popular entre los estudiantes, es una locomotora a vapor, la Mikado 141F, que mide cerca de quince metros en total, y se mantiene cuidadosamente pintada en negro y rojo, lo que evita su oxidación o el deterioro propio de la intemperie. Está colocada sobre un pequeño tramo de vía dispuesta en diagonal en un pequeño parche cuadrado de césped (la vía mide un poco más que la locomotora, y sobresale aproximadamente un metro por cada extremo) (figura 10).

    Si se observa esta locomotora, es lícito preguntarse si sus creadores –sus constructores, o quizá sobre todo su diseñador– la hicieron realidad con la intención de que estuviera perfectamente quieta y sin vagones sobre un tramo de vía de poco más de quince metros. La pregunta, por supuesto, es retórica porque la respuesta es evidente: su creador no la concibió para que permaneciera continuamente inmóvil en un brevísimo tramo de vía, sino para que se desplazase a cierta velocidad mientras tirase de pesados vagones de carga o pasajeros. Este objeto, por lo tanto, se conserva en unas condiciones totalmente ajenas a las intenciones con las que fue creada, intenciones que han sido y siguen siendo rigurosamente ignoradas.

    Quizá, podría objetarse que nuestro argumento mezcla dos tipos de obras: una obra de arte, Felt Suit, y una obra de ingeniería, la Mikado 141F. Sin embargo, esta crítica no sería del todo justa. D. E. Cosgrove ha escrito una réplica tan breve y contundente que no nos resistimos a incluirla aquí: “¿Cuál sería nuestra reacción ante alguien que respondiera a un sentido más antiguo (¿original?) de la Madonna del prado de Gioavanni Bellini, en la National Gallery de Londres, arrodillándose ante ella con un rosario?”.6 En efecto, muchas obras de arte han sido creadas para ser expuestas y contempladas de manera muy distinta a como son expuestas y contempladas en los museos, donde las obras son colocadas una al lado de otra, yuxtapuestas según criterios históricos o de otro tipo, pero muy a menudo, diferentes o, incluso, opuestos a la intención con que fueron creadas. Y de hecho, en los museos contemporáneos, las obras se iluminan con fuentes de luz que poco o nada tienen que ver con las originales, y que, por ello, condicionan la manera de ver cada pieza. Al mismo tiempo, la contemplación en los museos supone una mirada que dista mucho, por ejemplo, de acuerdo con la sugerencia de Cosgrove, de la devoción con la que se esperaba que fueran observadas la mayor parte de las piezas religiosas que hoy pueblan los museos de medio mundo.

    De igual modo, ¿se respeta la voluntad del creador de un sarcófago egipcio cuando este se muestra abierto y vacío en medio de una amplia sala bien iluminada?, ¿o la voluntad del creador de un casco militar medieval cuando este se expone sobre un soporte de madera en el interior de una vitrina (figura 11)? ¿Se respeta la intención del autor de una estatua clásica de un dios romano cuando se exhibe, sin brazos o sin cabeza, junto a un extintor de emergencia? No, la voluntad del creador, tanto si es artista como si no, se ignora rutinariamente, y se hace cada vez que se considera necesario sin ningún tipo de reparo.

    En definitiva, la voluntad del creador es una consideración que a veces se acata y a veces se omite por completo. Y de nuevo, ningún rasgo objetivo, ningún rasgo inherente al objeto, justifica este tipo de decisiones.


    La materia


    El 26 de septiembre de 1997, una serie de temblores de tierra sacudieron el norte de Italia. La sacudida más fuerte se produjo mientras varios monjes y expertos estaban examinando los daños causados por los terremotos anteriores en la basílica de San Francisco, en Asís. Los resultados fueron tremendos: buena parte del techo de la bóveda se hundió, mató a cuatro personas y produjo varios heridos. Además de las terribles pérdidas humanas, se produjo también un grave daño cultural, porque los plementos de la basílica habían sido pintados por artistas de la talla de Giotto o Cimabue.

    Como se puede imaginar, lo que queda de una pintura mural que cae entre ladrillos destrozados desde unos quince metros de altura son fragmentos minúsculos, esparcidos entre un montón de cascotes, polvo y pedazos de barro cocido, argamasa y revoque, buena parte de ellos convertidos en polvo, un material imposible de reconocer o recuperar, mezclado con un enorme montón de escombros.

    Podría pensarse que las pinturas se habían perdido irremisiblemente, pero las autoridades italianas no se resignaron a ello y decidieron intentar su restauración. El reto era tan colosal que el taller que se organizó in situ fue llamado il cantiere dell”utopia. La restauración duró varios años y contó con la colaboración de voluntarios de muchos países. El proceso comenzó con la localización de tantas piezas de la pintura como fuera posible. Los escombros fueron examinados en busca de aquellos fragmentos que contuvieran un resto reconocible de la superficie de la pintura. Una vez dispuestos, se intentó encontrar su sitio original con la ayuda de fotografías detalladas del techo antes del desastre. Los fragmentos que se pudieron ubicar fueron adheridos sobre unas reproducciones de las pinturas a tamaño natural montadas sobre unos paneles rígidos y ligeros. Por último, estos paneles fueron fijados en los plementos de la bóveda, debidamente reconstruidos.

    La restauración puede considerarse exitosa desde cierto punto de vista, pero sin embargo no produjo resultados perfectos. Una parte muy importante de la superficie pictórica no pudo ser recuperada, ya que los paneles estaban llenos de huecos e irregularidades. Por otro lado, los trozos que pudieron ser localizados a menudo habían perdido parte de sus aristas, con lo cual, las pinturas restauradas ofrecían un aspecto fragmentario y agrietado. Además, los pedazos de pintura recuperados estaban adheridos al revoque, lo que les confería un volumen que los hacía sobresalir sobre las fotografías a las que habían sido adheridos, destacando sobre los faltantes y produciendo un efecto similar al de una piel de cocodrilo.

    No obstante, aunque el aspecto de la pintura haya cambiado respecto del que tenía antes del derrumbamiento, los responsables de la restauración pueden argumentar que, gracias a este trabajo, lo que el visitante de la basílica puede ahora contemplar de nuevo es, en buena medida, la pintura realizada por el propio Giotto: el auténtico y genuino material de la obra, el material que contiene las pinceladas del autor, la materia original que fue elaborada por el artista, y no una réplica o una imitación (figura 12). Así, se puede decir que, en este caso, la preservación de la materia original de la obra ha sido una consideración primordial, que ha prevalecido aun a costa de un descomunal esfuerzo.

    Si la basílica de San Francisco es uno de los iconos de Asís, el ejemplo siguiente también se ha convertido en uno de los iconos más reconocibles de la ciudad alemana de Hanover. Como las pinturas de Asís, la obra de Hanover también contiene pigmentos y aglutinantes, pero no es propiamente una pintura, sino un conjunto de tres esculturas; y no fueron creadas hace seiscientos años ni siquiera hace sesenta años, sino en 1974. Estas esculturas son las nana, que Niki de Saint Phalle creó para el Leibnizufer, un paseo junto al río Leine. Las nana, de Hanover, son tres esculturas de unos cuatro o cinco metros de altura realizadas en resina de poliéster. Sus vivos colores y sus formas divertidas y contundentes contrastan con el entorno urbano de manera sorprendentemente armónica, por lo que, rápidamente, se convirtieron en uno de los elementos más reconocibles de la ciudad. Sin embargo, treinta años después de su instalación, las esculturas, que no estaban especialmente preparadas para resistir a la intemperie, habían sufrido daños causados por la continua exposición al sol, a la lluvia, a la nieve y al frío. Después de todo este tiempo, la pintura estaba descolorida y agrietada, y el poliéster había perdido parte de su resistencia original. Así, en el año 2004 se emprendió su restauración.

    La restauración de las nana consistió, sencillamente, en producir una réplica de las tres esculturas. Las mismas fueron modeladas de nuevo con una resina más resistente, y después fueron repintadas exactamente como los originales. En 2005, las deterioradas estatuas originales se retiraron y las réplicas fueron colocadas en su lugar (figura 13). Así, las nana tienen ahora el aspecto con el que Saint Phalle las creó, pero, en esta restauración, se consideró que la materia original de la obra era prescindible.

    Lo que muestran estos dos ejemplos es que la materia original de una obra puede considerarse como un valioso rasgo de la obra o como una característica completamente sacrificable. Pero no existe ningún rasgo, perteneciente o relativo al objeto en sí mismo con independencia de la propia manera de pensar o de sentir, que justifique esa consideración. No existe ninguna característica física o química que confiera al sulfato



  7. La expresión de Petzet. El “fetichismo material” consiste en otorgar un valor importante a la materia de la que está compuesto un objeto, por encima de otros factores como por ejemplo su aspecto, las huellas de su historia o su funcionalidad (Herb Stovel. “Authenticity in Canadian conservation practice”. Conferencia presentada en el Interamerican Symposium on Authenticity in the Conservation and Management of the Cultural Heritage (San Antonio, Marzo de 1996). (Disponible en: http://www.usicomos.org/symp/ archive/1996/docs/stovel-4830).

o carbonato cálcico de un revoque mayor valor que el de una resina de poliéster. Si algún material se considera más valioso que el otro no es por cuestiones objetivas, sino por cuestiones subjetivas, porque algunos de nosotros le asignamos un valor determinado en función de nuestros gustos o querencias.


Conclusión


El argumento del criterio cambiante es poderoso, pero sencillo. No contiene complejos razonamientos, sino tan solo una mirada moderadamente crítica hacia la realidad. Y lo que el argumento del criterio cambiante pone de relieve es que los criterios más importantes en la toma de decisiones en conservación y restauración no son objetivos. No se basan en rasgos inherentes al objeto o en características ajenas al observador que se puedan cuantificar. Por el contrario, este proceso de toma de decisiones se basa en criterios esencialmente subjetivos, en criterios que dependen del esquema de valores de las personas. Así, en unos casos se pueden valorar las huellas de la historia, porque recuerdan una gesta heroica que no se quiere olvidar, mientras que en otro caso se puede preferir su eliminación, porque estropea la hermosa vista de una obra de arte deliciosa; se puede preferir que una obra se deteriore en su contexto original si el conjunto parece suficientemente hermoso, pero se puede también preferir que una obra sea conservada fragmentariamente en un entorno radicalmente distinto al original si esto lo hace más accesible para los espectadores; se puede considerar que la voluntad del creador es suficiente para retirar una obra de la circulación, mientras que en otras ocasiones su voluntad se ignora de manera rutinaria; se pueden hacer esfuerzos enormes para conservar la materia original de una obra, pero se puede también considerar que la materia es tan poco importante como para sacrificarla por completo. Y en todos estos casos, las razones que justifican unas u otras acciones son de tipo subjetivo. Los cambios de criterio, que afectan a aspectos fundamentales del proceso de restauración, no se explican por ningún juicio objetivo, sino por factores claramente humanos, y a veces, quizá, demasiado humanos: el placer estético, el patriotismo, el “fetichismo material”,7 la comodidad, etc.

Para algunos, la falta de objetividad quizá sea una mala noticia, pero, en realidad, solo así tiene sentido la restauración. Las apelaciones a una restauración “científica” u “objetiva” no pueden alterar la naturaleza radical y esencialmente subjetiva de una actividad que se hace para satisfacer necesidades inmateriales –o “espirituales”, si así se prefiere– de los sujetos. Es cierto que los criterios objetivos sirven, y sirven bien, para informar al restaurador, o para ayudarle a tomar decisiones técnicas (como por ejemplo para seleccionar el adhesivo más eficiente, para formular un consolidante más duradero, o para establecer el mejor sistema de iluminación); pero las decisiones más importantes (qué cosas se van a restaurar, para qué se van a restaurar, y qué esfuerzos se deben hacer para ello) son de otra naturaleza. Para tomar este tipo de decisiones, usamos, sobre todo, criterios subjetivos. Criterios, que, afortunadamente, podemos cambiar para adaptarlos a los sujetos, para adaptarlos a las necesidades de aquellos para quienes se hace la restauración.


Resumen


La objetividad es una propiedad que poseen aquellos juicios que se basan en rasgos y características inherentes al objeto, mientras que aquellos que se apoyan en preferencias del sujeto observador son juicios subjetivos. La restauración suele describirse como una actividad objetiva, o al menos como una actividad que aspira a alcanzar la objetividad, y en la que la subjetividad se considera no deseable. Sin embargo, la simple observación crítica de diversos casos de conservación y restauración nos puede demostrar que los criterios que guían estas actuaciones se modifican enormemente sin que ningún rasgo objetivo justifique estas variaciones. Para desarrollar lo que hemos dado en llamar “el argumento del criterio cambiante” hemos examinado ocho casos distintos, en los que se ha observado cómo se han preservado el aspecto, la materia, el contexto y la intención del creador. La conclusión es que, en efecto, en conservación y restauración los criterios más importantes se mudan radicalmente –y que no hay ningún rasgo objetivo que lo justifique–, porque de hecho estos criterios son de naturaleza esencialmente subjetiva.


Palabras clave: subjetividad, conservación, restauración, criterios

Abstract


Objectivity is a property that has those judgments that are based on features and characteristics inherent to the object while those who rely on the observing subject preferences are subjective judgments. The restoration is often described as an objective activity, or at least as an activity that aims to achieve objectivity, and where subjectivity is considered undesirable. However, the simple critical observation of several cases of conservation and restoration can show us that the criteria which guide these actions are greatly modified while no objective attribute justifies these variations. To develop what we call ‘the changing criteria argument’ we looked at eight different cases in which it has been observed how the appearance, the materiality, the context and the intent of the creator were preserved. In fact, the conclusion is that, the most important criteria in conservation and restoration shift radically –and that there is no objective feature that justifies it because these criteria are essentially subjective.


Key words: subjectivity, conservation, restoration, criteria


Recibido: 29 de octubre de 2012

Aprobado: 15 de diciembre de 2012


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7 Santa Ana, la Virgen, el Niño y San Juanito, dibujo de Leonardo da Vinci conservado en la National Gallery de Londres.

8 Silent Evolution, conjunto de estatuas de Jasan de Cayres Taylor conservado en el Museo Subacuático de Arte de Cancún (México) . Fotografía de Ocean-bio .


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    1. Altar de Pérgamo, conservado en el Pergamonmuseum de Berlín. Fotografía de Jennifer Morrow.

    2. Locomotora Mikado 141F, conservada en la Universidad Politécnica de Valencia (España).

    3. Casco Barbuta, conservado en el Hereford Museum and Art Gallery, Hereford, Reino Unido. Fotografía de Green Lane.

    4. Interior de la nave principal de la Basílica superior de San Francisco de Asís, en Asís (Italia). Fotografía de Ugo Franchini.

    5. Nanas, conjunto de estatuas de Niki de Saint Phalle, conservadas junto al río Leine, en Hanover (Alemania). Fotografía de G.

  2. Juergen.


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