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¿De quién es ese autor?

La propiedad intelectual, entre las promesas del museo imaginario y las amenazas del imaginario virtual


Juan Ricardo Rey y Diego Guerra


Las cosas de cristal no tienen “aura”. El cristal es el enemigo del misterio, y lo es también de la propiedad (Walter Benjamin, Experiencia y pobreza, 1933).


N

o hay duda de que uno de los aspectos más celebrados –sinceramente o no–, en la sociedad contemporánea, es la posibilidad del acceso a la información, categoría tan vaga como invocada para los fines más diversos, que nuclea una amplia serie de mecanismos de puesta en circulación de producciones culturales: desde el campo de las artes hasta el entretenimiento de masas, desde la información periodística hasta la investigación en el área de las ciencias.

Las principales dificultades que presenta esta aparente apertura se relacionan con el concepto de propiedad intelectual y sus implicancias para las condiciones de circulación y recepción de los contenidos. Dificultades a las que nuestro trabajo como historiadores del arte –en tanto involucrados con todas las instancias de la producción y comunicación del hecho artístico entendidas como otras tantas materias de análisis crítico– nos enfrenta de manera cotidiana, y a las que –burros de carga, porfiados y confiados en el poder legitimador de la propia ignorancia– nos remitiremos, en estas reflexiones, que intentarán iluminar los inicios de un posible camino.1



La relación que nuestra sociedad de masas establece con las producciones culturales es tan ambivalente como los lazos que tensionan, en


  1. Vaya nuestro especial agradecimiento al Dr. José Puccinelli, por el asesoramiento prestado en el tema.


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  2. Walter Benjamin. “La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica” (1936), en J. Aguirre (traducción y edición): Discursos interrumpidos I. Madrid, Taurus, 1989.

    el marco de la concepción capitalista de la propiedad –y del modelo contractual promovido por la Ilustración–, las esferas de lo público y lo privado; de modo tal que, si de una parte se promueve la noción abstracta de cultura como patrimonio universal, ciertos aspectos fundamentales de la práctica concreta continúan, sin embargo, priorizando la salvaguardia del patrimonio individual, aun a costa de los principios legitimadores de su valor.

    En el marco de las contradicciones determinadas por ese contexto, las producciones culturales se ven atravesadas por su, no menos problemática, condición de mercancía: variable universal perfeccionada por el capitalismo, garante último de la traductibilidad de objetos, materias y personas al lenguaje globalizado del mercado. Como consecuencia de su inserción en un vasto proceso de masificación tecnificada, las producciones artísticas hicieron explícita, durante el siglo XX, su participación en lo que Walter Benjamin caracterizó, con tanta clarividencia, como resistencia al abuso de la cita, en la era de su reproductibilidad técnica.2 A partir de entonces, las obras de arte y su principal fuerza motriz, el aura, tuvieron que lidiar con paradojas derivadas del conflicto entre la necesaria unicidad del aquí y ahora de la obra artística –respaldo en metálico de una valoración de mercado a cuyos límites exorbitantes nos hemos habituado en las últimas décadas– y las aspiraciones democratizantes de los dispositivos de comunicación masivos, cuyo potencial para la liquidación del aura es solo equivalente al que tienen para alimentarla.

    En ese sentido, las consecuencias de la puja entre el valor de exhibición y el valor cultual de la obra de arte fueron más complejas que la simple represión –en términos de Benjamin– del segundo por el primero, aun dentro de los límites que, a la larga, se ocuparía de trazar la historia. Si bien es cierto que la difusión y el conocimiento de las producciones artísticas se elevaron durante el último siglo a niveles antes insospechados, también lo es que la obra de arte constituye un tipo particular de mercancía, cuyo valor económico se basa, principalmente, en su unicidad y su circulación restringida.

    ¿Qué pasa, entonces, cuando un espacio como internet, en tanto plataforma virtual de mercado y bolsa de valores, agudiza y proyecta, al infinito, las contradicciones no resueltas de la reproductibilidad técnica al facilitar el acceso digital de las producciones del genio humano?

    ¿Hasta dónde es legítima la paranoia del sistema frente a un proceso desencadenado por él mismo?, y ¿por qué es tan difícil evitar sentirnos menos como consumidores de cultura que como contrabandistas cuando accedemos –por vías perfectamente legales y cuya inserción en nuestra vida cotidiana ha sido legitimada por la práctica del mercado y el silencio, cuando no la aprobación directa del Estado– a textos, imágenes, películas y obras musicales que difícilmente hubiéramos conocido y disfrutado de otra manera?


  3. Francis Grose. Principios de la caricatura. Seguidos de un ensayo sobre la pintura cómica. Introducción de José Emilio Burucúa

    y Nicolás Kwiatkowski. Buenos Aires, Katz Editores, 2012.

  4. Ver galería virtual disponible en: http://www.katzeditores.com/ Grose/Imagenes.htm?detect-

    flash=false&, acceso 5 de febrero de 2013.


    Son abundantes y ampliamente conocidos los casos de producciones intelectuales, escritas o audiovisuales, donde la exigencia de sumas onerosas en concepto de derechos de autor por la reproducción de imágenes mayormente integradas al imaginario colectivo funcionó, más que como el pedido de una justa retribución por el acceso a la propiedad ajena, como un mecanismo de extorsión financiera, que impidió o condicionó la circulación de contenidos.

    En Argentina se lanzó, a principios de 2012, la primera edición en castellano del tratado Principios de la caricatura de Francis Grose de 1788, de cuya edición francesa de 1802 se guarda un ejemplar en el tesoro de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. La obra fue traducida por José Emilio Burucúa y Nicolás Kwiatkowski,3 quienes incluyeron un estudio previo de su autoría sobre la pintura de tema cómico a lo largo de la historia del arte. En el espíritu universalista, característico de los autores, herederos de la escuela de Aby Warburg y su inclinación al análisis de los fenómenos visuales en la larga duración, el texto recorre, a partir de una mirada original, una extensa lista de obras de los pintores más renombrados del arte occidental, desde el Bosco hasta Leonardo Da Vinci o los hermanos Carracci, obras cuya reproducción en el impreso hubiera implicado costos prohibitivos para una publicación destinada a una circulación relativamente amplia y a un espectro de lectores conformado por estudiantes, profesionales de las humanidades y público en general. Lo interesante del caso es que, ante este impedimento, se decidió reproducir digitalmente muchas de esas obras en una galería virtual en la página de la editorial,4 lo cual no parece ciertamente un acto fuera de la ley o ejecutado en la clandestinidad, y tampoco tuvo las consecuencias económicas –ni legales– que hubiera tenido la inclusión de esas mismas imágenes en el libro editado en papel. ¿Doble discurso del sistema, descuido o vacío legal? La distancia que separa una y otra alternativa de publicación parece ser la misma que separa los fundamentos culturales del valor económico de la obra de arte y los fundamentos económicos de la protección de la propiedad privada, y su imposible punto de encuentro en producciones simbólicas que, a ningún poder estatal o financiero, parecieran resultar demasiado relevantes hasta que alguien manifieste la intención de consumirlas.

    En ocasiones, la salvaguardia de la propiedad privada exhibe más transparentemente su capacidad de condicionar, en determinado sentido, la producción de contenidos culturales. Es el caso del documental de César Rendueles Nada que decir, sólo mostrar. Constelaciones en el pensamiento de Walter Benjamin, producido en 2011 con el apoyo del Círculo de Bellas Artes de Madrid y del cual quedaron excluidas, por los costos prohibitivos exigidos por la compañía Disney, las visionarias reflexiones de Benjamin sobre Mickey Mouse como personaje-emblema de ese “ensueño de los hombres actuales” con:


  5. Walter Benjamin. “Experiencia y pobreza” (1933), en Jesús Aguirre: op. cit., p. 172.

  6. André Malraux. “El museo imaginario”, en: Las voces del silencio. Buenos Aires, Emecé, 1956.

  7. Pierre Bourdieu y Alain Darbel. El amor al arte. Los museos europeos y su público. Barcelona, Paidós, [1966] 2003.

  8. Así, la noción de patrimonio se vuelve expansiva ad infinitum de un modo análogo al de la noción de arte gestada por el Occidente moderno, a cuyo acervo se incorporaron, en su debido tiempo, las producciones culturales y religiosas aportadas por la arqueología y la etnografía desplegada por Oriente, Asia y América y que, vedadas al conocimiento masivo por haberse privilegiado por siglos su valor cultural –como apunta Malraux–, en el último siglo y medio, empezaron a irrumpir en la consideración occidental, previa su habilitación como objetos artísticos y museificables.

  9. Historia y Memoria, curso impartido por J. Revel en el Instituto de Investigaciones sobre el Patrimonio Cultural IIPC, el 13 y 14 de septiembre de 2012. Cf. asimismo el artículo de Revel publicado en el presente número.

  10. Una crónica detallada del caso, que incluye un compendio de las notas periodísticas que dieron cuenta del caso, se encuentra en el propio sitio web, documento electrónico disponible en: http://www.nietzscheana. com.ar/a-juicio-por-difundir-filosofia.htm, acceso 5 de febrero de 2013.

  11. Respectivamente, Stop Online Piracy Act (Ley de detención de piratería en línea) y Protect Intellectual Property Act (Ley para la protección de la propiedad intelectual), también conocida como Preventing Real Online Threats to Economic Creativity and Theft of Intellectual Property Act (Ley de prevención de amenazas en línea a la creatividad económica y la propiedad intelectual). Ver notas electrónicas disponibles en: http://www.pagina12.com.ar/ diario/suplementos/espectaculos/2-24022-2012-01-08.html

    y http://www.clarin.com/opinion/ titulo_0_640735980.html.

  12. Una existencia llena de prodigios que no solo superan los prodigios técnicos, sino que se ríen de ellos. Ya que lo más notable de ellos es que proceden todos sin maquinaria, improvisados, del cuerpo del ratón Mickey, del de sus compañeros y sus perseguidores, o de los muebles más cotidianos (…). Naturaleza y técnica, primitivismo y confort van aquí a una, y ante los ojos de las gentes, fatigadas por las complicaciones sin fin de cada día y cuya meta vital no emerge sino como lejanísimo punto de fuga en una perspectiva infinita de medios, aparece redentora una existencia que en cada giro se basta a sí misma del modo más simple a la par que más confortable...5


    En una línea emparentada con la de Benjamin, internet multiplica y vuelve ilusoriamente tangible la visión optimista de André Malraux sobre la circulación de obras de arte en reproducciones fotográficas: aquel museo imaginario difusor de los valores del arte y la civilización, condición de posibilidad de la legitimación comparativa de los logros de Occidente. Como vía de proyección de su propia misión institucional, en ese sentido, el museo ha dado paso al repositorio digital: en este converge todo aquello que, de acuerdo con Malraux, le es vedado a aquel por estar atado a un conjunto arquitectónico, por su carácter intransportable y por su incapacidad para desplegarse o ser adquirido más allá de sus límites físicos.6

    Todas estas vedas al valor de exhibición del museo –y todo este potenciamiento de su valor cultural como correlato laico del templo, señalado por Pierre Bourdieu a mediados del siglo XX7 han sido salvadas por el espacio virtual, que se congrega para aumentar la confrontación, no solo ya de las obras maestras que cuestionaban a Malraux, sino de la aún más amplia –y vaga– categoría de lo patrimonial. Del mismo modo en que el capitalismo ha vuelto pasible de ser traducido en términos de mercado y valor monetario a todo espacio, materia prima o fuerza de trabajo humana, el marco referencial del museo eleva potencialmente a cualquier objeto nacido dentro o fuera del sistema del arte a la categoría de integrante del patrimonio cultural de la humanidad.8 Un proceso que Jacques Revel ha caracterizado con precisión9 y que, en su reciente giro digital, convierte al objeto cotidiano o sagrado devenido materia documental, escultura o reliquia del pasado, en un conjunto de píxeles transmisible, copiable y vendible bajo, encima o más allá de las –intensamente cuestionadas en tiempos recientes– leyes del copyright.



    Los debates que, en 2009, rodearon el caso del sitio web Nietzsche en castellano –demandado por la Cámara Argentina del Libro por la difusión no autorizada de obras agotadas del filósofo alemán fallecido 109 años antes–10 pusieron, en debate, una serie de cuestiones que las disputas en torno a los proyectos de ley antipiratería conocidos como SOPA y PIPA

  13. La importancia de estas iniciativas para nuestra región radica, entre otras cosas, en una creciente presión para que los Estados suscriban tratados de libre comercio con los Estados Unidos, en cuyas negociaciones se exige como una pauta básica la adopción de la legislación norteamericana por parte de

    los Parlamentos de los países interesados. Dentro y fuera de las desastrosas consecuencias

    que esta combinación de factores tendría para la gestión estatal

    del patrimonio cultural y artístico de cada país, este aspecto se convierte en un nuevo escollo para las iniciativas de integración comercial y cultural de América Latina, como lo ejemplifican

    los casos de Colombia, Chile o Panamá, entre otros.

  14. Cf., por ejemplo, Lucio Colletti. Il marxismo e Hegel. Roma, Laterza, 1969.

  15. Walter Benjamin. “Historia y coleccionismo: Eduard Fuchs” (1937), en J. Aguirre: op. cit.

    (por sus siglas en inglés), que en los Estados Unidos reavivaron durante 2012, en diversos medios de alcance masivo.12

    La cuestión principal, en este caso –en cuya disputa de sentido confluían tanto los partidarios del profesor de filosofía responsable del sitio, como los de la entidad demandante–, fue la de determinar hasta qué punto un producto cultural puede ser o no considerado una mercancía, así como cuáles serían las prácticas de circulación y consumo que diferenciarían uno y otro carácter. En esta discusión por demás interesante, ambas partes coincidían en el modo en que parecían perder de vista al menos dos aspectos centrales del problema. El primero es el de los fundamentos y la finalidad de la asignación de un valor de mercado a un producto cultural. Al conferirle carácter de mercancía a –digamos– un manuscrito de Baudelaire, su valor económico y de mercado ratifica su importancia y su parcial autonomía respecto de su valor como obra de arte. El propio reconocimiento –cuyos fundamentos nadie parece estar poniendo aquí en tela de juicio– de un determinado valor de mercado para el objeto implica la aceptación de una dinámica que entre otras cosas involucra –más allá, o más acá, de los matices críticos oportunamente introducidos a la teoría marxista del valor–13 la cotización de un tiempo de trabajo volcado sobre el objeto, no ya por el artista, sino por sus actuales y futuros administradores patrimoniales. El carácter único de un manuscrito de Baudelaire no implica solo la atribución de un aura vía la capacidad de fetichización de las mercancías ni la arbitraria asignación de valor nacida de la especulación del mercado, sino que involucra también la responsabilidad, implícita o explícita, obligatoria por ley o no, de preservarlo. Preservar el manuscrito implica ocuparse de que no sea robado ni dañado, que se administre su acceso por parte del público, que se le apliquen trabajos de estabilización, conservación y restauración y que se lo guarde en un espacio especialmente preparado con las condiciones ambientales necesarias. Se hagan o no, estén o no en la agenda siquiera teórica, la materialidad del objeto nos reenvía a estas y otras operaciones, que son parte de la base de su asignación de valor como ejemplar raro y único.

    Ahora bien, de las bases que justifican la asignación de valor del objeto a los intereses implicados en ella, y la designación real de destinatarios de la ganancia económica que este valor genera, hay un trecho tan largo como el que separa el valor cultural del comercial. Al contrario de la reflexión de Benjamin sobre el trabajo del coleccionista, no se trata aquí de sustraer un objeto del mundo de la mercancía para hacerlo circular en el ámbito de lo simbólico,14 sino de un movimiento inverso. El valor económico del producto cultural opera con demasiada frecuencia en desmedro de su valor simbólico. En el caso del documental sobre Walter Benjamin, es claro que el personaje emblemático de Walt Disney tiene un valor comercial que entra en contradicción con su valoración simbólica, en tal medida que el primero se convierte en un obstáculo para la segunda. O, en cierto modo, la confirma.



    El segundo aspecto es algo llamativamente ocultado o distorsionado en todas las discusiones sobre si los bienes culturales pertenecen a todos o solo a su o sus propietarios; es decir, si son puro bien cultural o son pura mercancía. Con harta frecuencia, la defensa del derecho de todos a consumir cultura omite, artificialmente, su carácter de mercancía y aplica una división según la cual una tesis publicada no es un objeto de mercado y un libro editado con fines “explícitamente comerciales” sí lo es. Cabe preguntarse cuál es la diferencia si en ambos casos se trata de artículos exhibidos y puestos a la venta en las mismas librerías, sometidas a las mismas leyes de copyright e insertas en un mismo juego general de oferta y demanda. A ello debe agregarse el hecho, por demás elocuente, de que una serie de nociones centrales para la lectura intencionadamente veteromarxista del capitalismo en cuyo torno giran estas reflexiones –salario, propiedad, valor de compraventa de bienes o de tiempo de trabajo– parecen entrar en contradicción cuando asignamos a las producciones culturales una categoría excepcional dentro del mercado. Pero esto último se debe, simplemente, a la necesidad, ineludible de ciertos actores hegemónicos –institucionales, empresariales– del capitalismo, de optimizar el rendimiento económico de los bienes culturales, considerados como tales dentro de un marco de valoración que los constituye desde la excepción. A este problema, se suma, a su vez, la contradicción entre propiedad privada y propiedad colectiva de las producciones catalogadas como “culturales”, cuyos mecanismos simultáneos de cotización económica y simbólica actúan en niveles que el sistema se ha visto obligado a diferenciar explícitamente.

    Dicha separación quedó consagrada en la legislación internacional sobre derechos de autor al distinguirse entre derechos morales y derechos patrimoniales. En este esquema, los primeros son imprescriptibles, pues el autor tiene derecho a ser reconocido como tal sin importar cuánto tiempo haya pasado desde la fecha de su muerte, así como a que su obra sea reproducida de manera íntegra, un aspecto que rige más para el caso de las imágenes –cuadros, esculturas, fotografías, etcétera– que para el de obras cuya recepción se inscribe en una temporalidad más lineal, como las literarias, musicales o cinematográficas.

    Los derechos patrimoniales, en cambio, sí prescriben, pues en ellos se contempla la reproducción con fines comerciales de una obra dentro de un período determinado de tiempo, en el que el autor percibe regalías por la explotación de su trabajo; derecho que se transfiere, tras su muerte, a sus herederos. Los lineamientos generales de este esquema se parecen a la búsqueda de una solución de compromiso entre dos elementos en tensión –de un lado, la necesidad de garantizar cierto grado de circulación a bienes cuya valoración de mercado depende, en gran parte, de su presencia en el imaginario colectivo; del otro, el derecho del artista y del gestor de bienes culturales a percibir un ingreso a cambio de su trabajo–; elementos cuya



  16. Ver documento electrónico disponible en: http://catalog. nypl.org/screens/help_googlebooks_about.html, acceso 5 de febrero de 2013.

  17. Ver documento electrónico disponible en: http://www.hathitrust. org/access_use#pd-google, acceso 5 de febrero de 2013.

  18. Organización sin fines de lucro creada por el profesor Lawrence Lessig, de la Universidad de Stanford. Su propósito es la protección de derechos de autor en internet, a nivel internacional, en un marco amplio y flexible, que permita la difusión del conocimiento sin la desprotección de los derechos de autor. Las diferentes categorías de licencia aparecen en: www.creativecommons.org, sitio web de la organización.

    legitimidad intrínseca nadie parece querer cuestionar, toda vez que ambos actores del debate en curso –“proteccionistas” y “libre-consumistas”– reclaman al Estado que actúe como garante de sus propios derechos sin tocar los fundamentos básicos del sistema.

    En ese contexto –y al menos hasta que la discusión se dé en otro nivel–, no es entonces el carácter de mercancía lo que habría de negarse a los bienes culturales, sino que, lo que debería hacerse es un replanteo radical de los fundamentos, canales y direcciones de distribución de los recursos que ese carácter de mercancía genera. Los fundamentos que determinan el valor de una mercancía cultural no se revierten por negarle valor mercantil a algo que, en la práctica, lo tiene, y que, de hecho, es la base de la supervivencia de su autor y de las personas que trabajan en torno de ella y que, de un modo u otro, sostienen la existencia de tales objetos a lo largo del tiempo. El “patrimonio de la humanidad” o el “patrimonio nacional” están administrados por sistemas públicos o privados e instituciones de existencia real y palpable, que, para el sostenimiento de dicho patrimonio, invierten un importante capital económico, sufragado o bien por el fisco

    –en forma de inversión estatal de los impuestos o de exenciones tributarias a instituciones privadas– o bien por la ganancia generada por el consumo pago de dichos bienes.



    En el caso de las bibliotecas o archivos –sean estos públicos o privados–, hay una tendencia creciente a la digitalización y la apertura de acceso en repositorios digitales; pero, al mismo tiempo, nos encontramos con el cobro de sumas, destinadas a la conservación material de lo digitalizado, a las personas que soliciten su uso académico o comercial (“o” inclusivo). Esto quiere decir que en muchos casos no se diferencia entre quienes confieren un valor simbólico al patrimonio cultural y quienes lo explotan con fines comerciales, a pesar de que en la legislación internacional sí se contempla tal diferenciación.

    En el acceso a materiales digitalizados, hay múltiples contradicciones en lo referente a la consulta de textos y el uso de imágenes: así, por ejemplo, las bibliotecas norteamericanas suscriptas al programa de Google Books ofrecen una gran variedad de libros en formato pdf para consulta abierta y gratuita en línea. No obstante, al leer con detenimiento las políticas de consulta de material en línea de la Biblioteca Pública de Nueva York15 y la biblioteca digital Hathi Trust16 nos encontramos con que muchos de los libros disponibles en Google solo pueden ser leídos o descargados en territorio norteamericano, con un permiso expreso de la biblioteca digital o de las instituciones que la conforman, desde una computadora habilitada. Al mismo tiempo, en ambos casos, se lee, al final de la página,

    ¡una cláusula de licencia de Creative Commons,17 que permite la consulta



  19. Realizado el 9 de septiembre de 1886, completado en París el 4 de mayo de 1896, revisado en Berlín el 13 de noviembre de 1908, completado en Berna el 20 de marzo de 1914; revisado en Roma el 2 de junio de 1928,

    Bruselas el 26 de junio de 1948, Estocolmo el 14 de julio de 1967 y París el 24 de julio de 1971, con enmienda del 28 de septiembre de 1979. El texto completo de la convención con sus enmiendas puede consultarse en: http://www. wipo.int/treaties/es/ip/berne/ trtdocs_wo001.html.

  20. Ibíd.

    y el acceso irrestrictos! De hecho, con frecuencia el mismo material de acceso restringido en los repositorios citados suele aparecer disponible en Google, aunque cualquier académico que haya frecuentado este servicio desde diferentes lugares del mundo habrá notado que no todos los libros están disponibles para cualquier país, pues la “apertura virtual” depende, entre otras cosas, del estado de las relaciones diplomáticas y comerciales con los Estados Unidos.

    Un buen ejemplo de esto es el caso de la Biblioteca Americana o miscelánea de literatura, artes y ciencias, de Andrés Bello (1781-1865) y Juan García del Río (1794-1856). A pesar de encontrarse libre en varios sitios de internet –como corresponde a su estatuto de obra cuyo autor lleva más de setenta años de fallecido, según establece el Convenio de Berna para la Protección de las Obras Literarias y Artísticas como requisito para la caducidad de los derechos patrimoniales–, Hathi Trust exige diligenciar un formulario web (que puede ser rechazado) para descargar el material, aunque –a diferencia de la Biblioteca Pública de Nueva York, que declara la restricción para su consulta a territorio norteamericano– permite visualizarlo en su totalidad. Al mismo tiempo, en ambos sitios se remite al proyecto Google, desde el cual puede descargarse el material sin problema alguno.

    A esta verdadera demostración de esquizofrenia legal, tan confusa como funcional a la industria del juicio, se suma el hecho de que, en algunas bibliotecas norteamericanas –como otras públicas y privadas de distintos lugares del mundo–, el uso de imágenes tomadas de libros, como frontispicios o estampas, está arancelado, lo que hace que los estudiantes deban pagar sumas en ocasiones sumamente onerosas por la utilización de imágenes –ya sea con fines de reproducción, como para su relevamiento y análisis como parte del corpus– para sus tesis de grado y posgrado, aun cuando se trate de materiales en dominio público. Vale aclarar hasta qué punto esta obligación limita el recurso a las imágenes para fines de estudio y análisis, claramente inscriptos en las utilizaciones “no comerciales”, que el sistema parece tan preocupado por separar de las otras.

    Al mismo tiempo, y a pesar de existir un acuerdo internacional

    –el citado Convenio de Berna–18 sobre el concepto de obras de dominio público, existen múltiples excepciones relacionadas con la legislación particular de cada país. Así, por ejemplo, en su Párrafo 2 del Artículo 10, el Convenio contempla el uso de la cita y la reproducción parcial o total de una obra con fines educativos o de ilustración, sujeto a las leyes de los países que se acojan a la convención:


    Se reserva a las legislaciones de los países de la Unión y de los Arreglos particulares existentes o que se establezcan entre ellos lo que concierne a la facultad de utilizar lícitamente, en la medida justificada por el fin perseguido, las obras literarias o artísticas a título de ilustración de la enseñanza por medio de publicaciones, emisiones de radio o grabaciones sonoras o visuales, con tal de que esa utilización sea conforme a los usos honrados.19



  21. Título 17, U. S. Code.

  22. Para más información, visitar los sitios: http://www.gettyimages. es/ y http://pares.mcu.es/

    Para el caso de los repositorios digitales norteamericanos, en los que se encuentra un acervo más que significativo para la comunidad académica mundial, este párrafo dio lugar a la política de Fair Use, según la cual el dueño de los derechos de reproducción tiene el derecho de copiar o autorizar la copia de su obra, de acuerdo con una serie de limitaciones establecidas en las secciones 107 a 118 de la ley de derechos de autor.20 Si bien esta normativa podría permitir el uso de las imágenes de Mickey Mouse en el citado documental sobre Benjamin, a la vez, contiene en sí misma la posibilidad del veto que, en este caso, efectivamente, se produjo, de un modo tal que hubiera sido necesario entablar un pleito legal para usar un material que el párrafo arriba citado consagra como de acceso libre para este tipo de usos.



    En el caso de las imágenes, la cosa resulta aún más complicada, con todo y estar sujetas a las mismas consideraciones legales que las obras literarias. En un contexto en que los repositorios virtuales de imágenes digitales tanto privados (Getty Images) como públicos (el Portal de Archivos Españoles PARES)21 presentan un corpus de documentos digitalizados en permanente crecimiento, la mayoría de los servicios privados se arroga el derecho a autorizar el uso de imágenes de su acervo, así estén en dominio público, a partir de una solicitud en línea y el pago de una tarifa determinada que cambia de acuerdo con los usos que se dé a la imagen y el tipo de digitalización que se solicite.

    Diferente es el caso de los archivos nacionales, que suelen presentar una colección de sus documentos en acceso libre, mientras que se reservan una parte cuya digitalización se realiza a pedido del interesado. O las bibliotecas nacionales, que en las últimas décadas han venido poniendo sus colecciones digitalizadas en línea: para el caso de habla hispana, por ejemplo, la iniciativa del sitio Cervantes Virtual ha permitido articular las colecciones de las diferentes bibliotecas nacionales de la comunidad hispanoamericana, mientras que, para el caso francés, Gallica difunde materiales de la Biblioteca Nacional de Francia.

    No obstante, volvemos a enfrentarnos con las excepciones relacionadas con la legislación –o las excepciones a esta, fijadas por la Justicia– de cada país. La revista L’Illustration, protagonista indiscutible de la inserción de las imágenes en la prensa desde la década de 1840 en adelante, presenta un problema de derechos que impide a la Biblioteca Nacional de Francia vender imágenes digitalizadas o autorizar a los usuarios para fotografiarlas, como sí es posible con el resto de las publicaciones de más de setenta años de antigüedad. La consecuencia de esto es que, al menos por lo que a los organismos públicos respecta, no hay forma de hacer una tesis sobre dicha publicación, y su relación con la historia de la cultura



  23. A esto se suma, claramente, la infinidad de variables abiertas por la legislación de cada país, pues se trata de una limitación específicamente francesa, sin alcance, por ejemplo, para los ejemplares de L’Illustration –en ningún caso la colección completa, ni mucho menos– que se guardan en el Museo Histórico Sarmiento y otros repositorios de Buenos Aires. Por otra parte, resulta por demás interesante que esto ocurra con un documento tan ligado a la historia de la imagen mecánicamente reproducible en Francia, país que en 1839 estatizó la patente del daguerrotipo en el marco de una política nacional de conquista de mercados internacionales, para la cual resultaba estratégico que la expansión comercial del invento no solo quedara inscripta simbólicamente como parte de la identidad cultural francesa –como clamaba el diputado Arago, autor de la propuesta–, sino que además no se viera obstaculizado por los intereses particulares del inventor del procedimiento, una política cuyo perfecto contraejemplo es la que siguió la corona británica con el procedimiento contemporáneo inventado por Fox Talbot. En la actualidad, para cualquier investigador que trabaje en Francia es infinitamente más fácil hacer un trabajo sobre el Illustrated London News, de consulta y reproducción irrestrictas en la BNF, que sobre su equivalente francés.

    visual como no sea de tipo puramente descriptivo y… desprovisto de imágenes. A menos, claro, que se recurra a una colección privada que esté completa y cuyo propietario haga lo que el Estado debería hacer y no puede, esto es, garantizar el acceso a un bien de patrimonio colectivo a cuya preservación se destina parte de los impuestos pagados por los usuarios de la biblioteca.22 El caso es interesante no solo por el modo en que la protección de la propiedad privada y los derechos de autor entra en franca contradicción con la noción de patrimonio cultural y la definición de dominio público, sino también como ejemplo de la dinámica de fuego combatido con fuego con que el régimen de priorización de la propiedad se asegura su propia reproducción.



    En los últimos años, a pesar de las contradicciones arriba señaladas, la apertura virtual de contenidos se ha sistematizado en una multiplicidad de portales académicos, que facilitan el acceso a una cada vez más amplia gama de artículos en revistas especializadas, tesis y trabajos científicos de las más variadas disciplinas, provenientes de todo el mundo. La cantidad, complejidad y variedad de estos sitios y sus mecanismos de funcionamiento es tal que resulta, cada vez, más habitual encontrar, en las currículas universitarias, materias y seminarios dedicados a transmitir a los investigadores las herramientas –técnicas y metodológicas– que faciliten su máximo aprovechamiento.

    Esta situación plantea al menos dos aspectos que merecen atención. El primero es el de la drástica reformulación que podría implicar, en el mediano o largo plazo, la existencia de una potencial infinidad de trabajos sobre un mismo tema y sus consecuencias en la legitimidad de determinados enfoques, elecciones metodológicas o recortes de un corpus.

    El segundo es –dado el rumbo múltiple y antojadizo que el poder

    represivo del Estado ha demostrado ser capaz de tomar en casos como los arriba descriptos– la posibilidad, no tan lejana, de que los precedentes legales existentes sobre la incidencia del formato de las obras en la renovación de los derechos patrimoniales sirvan para contrarrestar los efectos más interesantes de esta tendencia.

    Tal como lo entiende la jurisprudencia actual, la reedición de un material en un nuevo formato implica la extensión del término de protección de los derechos de autor. Esto –que llega a ser un dolor de cabeza para quienes trabajan con cine y video, ya que les permite la reproducción de fotogramas o fotos fijas de los negativos de una película, pero no la de sus copias en DVD o Blue-Ray– es la puerta de servicio por la que el derecho de los herederos del autor a percibir regalías se cuela entre los engranajes del sistema, toda vez que ha generado en las últimas décadas una lucrativa industria de reediciones de películas y


  24. Ver enlace disponible en: http://about.jstor.org/indivi-duals-faq.

  25. Es decir, anteriores a 1923 para los Estados Unidos y editadas antes de 1870, para otros países. Ver http://www.jstor.org/page/ info/about/policies/terms.jsp#TC2 y http://about.jstor.org/service/ early-journal-content-0.

  26. Ver documento electrónico disponible en: http://about. jstor.org/sites/default/files/misc/jstor-factsheet-20120213.pdf; también, http://www.theatlantic. com/technology/archive/2012/01/ every-year-jstor-turns-away-150-million-attempts-to-read-journal-articles/251382/.

    obras musicales en una larga lista de soportes periódicamente renovados, desde el VHS, el disco láser o el CD hasta los mencionados DVD y Blue-Ray, o los ya habituales relanzamientos de films remasterizados o pasados a formato 3D.

    En ese contexto, cabe preguntarse hasta qué punto está garantizado que no pueda pasar lo mismo, en un futuro no muy lejano, con los libros en papel digitalizados y colocados –por ahora– en un acceso virtual relativamente amplio al que podría resultar peligroso acostumbrarse. La pregunta no es en absoluto descabellada si tenemos en cuenta, por ejemplo, que el servicio Google Books permite tres grados de visualización de libros: ninguna, parcial y completa, donde la primera incluye numerosas obras de difícil acceso que están en dominio público y la segunda, libros de publicación mayoritariamente reciente, donde sin embargo capítulos enteros (solo de texto) pueden ser leídos sin que la vigencia del derecho patrimonial resulte un obstáculo, como sí lo son en cambio para las imágenes, que en la mayoría de los casos –no todos– aparecen reemplazadas por un cartel que explica que no pueden visualizarse por estar sujetas a derechos de autor.

    La cuestión se complejiza si tenemos en cuenta que Google también ha lanzado, desde 2004, un servicio aparte para textos específicamente académicos (Google Scholar), que se maneja con parámetros similares a los de JSTOR, Dialnet y otros tantos portales de búsqueda. Precisamente, JSTOR –el mayor repositorio digital de revistas y publicaciones de carácter científico–, cuya declaración de principios aclara que “no necesariamente es gratuita una publicación por estar en dominio público”,23 por los eventuales costos de operación, lanzó en septiembre de 2011 el Early Journal Content Program, que “garantiza” el libre acceso a revistas comprendidas en esta categoría24 y se ofrece para fines “no comerciales”, por lo que permite la copia total o parcial del material y su divulgación, pero prohíbe expresamente la “descarga masiva” de archivos.

    Sobre este último concepto, vale la pena detenerse un momento. Cabe preguntarse dónde fija el límite de lo masivo –ya que en ninguna parte lo explicita– un sitio web accesible desde cualquier punto del planeta, con más de 7.000 instituciones suscriptas en 153 países y cuyo volumen de descargas supera los 70 millones de documentos anuales, con un total de alrededor de 600 millones de visualizaciones realizadas antes de 2010.25

    Desde julio de 2011, uno de los impulsores decisivos de Creative Commons, así como de la red social Reddit, el portal Open Library y el sistema de distribución de información online RSS (Really Simple Syndication) enfrentaba la posibilidad de pasar los siguientes cincuenta años de su vida en prisión –el doble de la edad que tenía y del máximo asignado en la Argentina al delito de homicidio simple– y a pagar una multa de un millón de dólares, acusado de fraude precisamente por haber



  27. Ver documento electrónico disponible en: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/ radar/9-8545-2013-01-21.html, acceso 5 de febrero de 2013.

  28. Ver documento electrónico disponible en: http://derechoaleer.org/blog/2011/07/35-anos-de-carcel-por-consultar-demasiados-libros.html, acceso 5 de febrero de 2013.

  29. Ver documento electrónico disponible en: http://www. pagina12.com.ar/diario/cdigital/31-211853-2013-01-15.html,

    acceso 5 de febrero de 2013.

  30. Ver declaración en versión electrónica en: http://about.jstor. org/statement-swartz.

  31. Michel Foucault, “¿Qué es un autor?” (1969), en Litoral, 25/26, 1998, pp. 35-71.

  32. Ibidem, p. 46.

efectuado lo que JSTOR considera como descarga masiva de documentos de su sitio web, cuando, nueve meses antes, había conectado al sitio una computadora del Massachusetts Institute of Technology con un programa que automatizaba la función “guardar como”, que permitía la descarga sucesiva de 4,8 millones de documentos del portal académico. Pese a tratarse de una ofensa tan clara a la prohibición de JSTOR de utilizar sistemas de descarga automática para el acceso a los archivos, ni el sitio web ni el MIT presentaron cargos, aunque sí colaboraron activamente en la investigación iniciada de oficio por la fiscal de Massachussets y que fuera calificada, por algunos medios, como una verdadera ordalía psicológica y financiera y por voceros reconocidos como Lawrence Lessig, abogado y creador de Creative Commons, lisa y llanamente como acoso.26

Otra vez, el conflicto por el trazado del límite de la propiedad, pero también sobre la materialidad de los objetos devenidos territorio de disputa: lo que la fiscal Carmen Ortiz calificó de “robo” fue equiparado por los defensores de la libre circulación con el acto de mirar demasiados libros en una librería.27 Tomar ilegalmente versus mirar, realidad versus virtualidad; materialidad palpable contra ¿in-materialidad? digital.

El 11 de enero de 2013, Aaron Swartz, de 26 años, se ahorcó en su departamento de Brooklyn. Su muerte desató una amplia gama de reacciones, que fueron desde las acusaciones más o menos veladas a JSTOR y el MIT,28 hasta el hackeo de sus páginas web por Anonymous y el tibio descargo de JSTOR,29 que lamentó profundamente la pérdida del ex niño prodigio de cuya responsabilidad se desligaban explícitamente a la vez que anunciaban, el mismo día, la puesta a disposición de una cantidad de artículos casi igual (4,5 millones) a la de los “robados” por Swartz, a razón de tres cada dos semanas.

En una de sus conferencias en el Collège de France,30 Michel Foucault reflexionaba sobre el nacimiento de la categoría de autor tal como la conocemos, a partir de un proceso más amplio de reconfiguración de los poderes a partir del siglo XVIII, cuando surgió la necesidad de relacionar determinados textos y discursos con determinados sujetos entendidos como una identidad cristalizada y diferenciada del individuo de carne y hueso. La función autor, decía entonces, es “característica del modo de existencia, de circulación y de funcionamiento de ciertos discursos en el interior de una sociedad”.31 Discursos y prácticas de control que los reafirman, reformulan o desautorizan. Y, por supuesto, elocuentes políticas de disciplinamiento –microfísicas, panópticas y de las otras– cuyos alcances y validez demandan hoy, como nunca, ser interrogados.