ILONA KATZEW (ed.)
Contested Visions in the Spanish Colonial world
New Haven, Yale University Press, 2011 320 pp.
Instituto de Investigaciones sobre el Patrimonio Cultural (UNSAM)-UBA
Este libro es el resultado de un proyecto curatorial realizado para el LACMA (Los Angeles County Museum of Art), dirigido por la Curadora en jefe del departamento de Arte latinoamericano, Ilona Katzew. La idea del proyecto es contrastar la presencia de lo azteca/mexica e inca en el arte colonial hispánico, frente a la idea establecida de tomar como referencia solamente las producciones ibéricas y/o europeas. Tanto Katzew, en su prefacio, como William B. Taylor, en la introducción, señalan la importancia de la presencia indígena, pero también la dificultad del “indio” como idea homogeneizadora de múltiples culturas y formas de organización política. Williams muestra que las categorías Indio y Natural nacieron en Europa a comienzos del siglo XIX, para diferenciar al colonizador del colonizado, con connotaciones políticas y morales en la definición legal de deberes y derechos.
Las nociones negativas del indio, recogidas en el Tesoro de Covarrubias (Madrid, 1614), se mantuvieron hasta que en la república patriotas peruanos y mexicanos intentaron borrar del discurso cívico términos con contenido racial. A instancias de José de San Martín, en 1822, se decidió en Perú llamar a los indígenas peruanos, mientras que en México, el mismo año, se prohibía la clasificación racial. Así, se borró por decreto al indio en favor del Indígena, aunque ambos términos coexistieron como sinónimos de gente revoltosa, perezosa, poco fiable, el pueblo enfermo que era tanto símbolo nacional en los héroes (Atahualpa, Cuauhtémoc), como personaje literario, costumbrista-folclórico o el glorioso pasado.
Cecelia F. Klein, en “Before the Conquest: Contested Visions in Aztec and Inca Art”, presenta la compleja trama étnica y cultural, que precedió el arribo español a América, debido a la existencia de dos imperios en plena expansión: la Triple Alianza Azteca (Tepanec, Tenochtitlán y Texcoco) y, en el sur, el Tawantinsuyo Inca. Klein se ocupa de la construcción simbólica de la ideología imperial y tiene en cuenta el sistema logo-silábico Azteca, el quipu incaico y el ordenamiento territorial a partir de las capitales imperiales. Klein destaca las formas de cohesión social, a partir de rituales y ceremonias, que reforzaron nexos desde el centro hacia la periferia y viceversa; lo que permitió fortalecer las alianzas de poder. En este aspecto, se destaca el sentido de la reciprocidad, mediado por aspectos religiosos volcados en una concepción del tiempo y los ciclos de la agricultura, sistematizados a través de calendarios astrológicos. La ideología reinante, reforzada en ambas culturas por la elaborada indumentaria ritual, tendía al mantenimiento del orden sobre concepciones particulares de lo sobrenatural, la muerte y la tributación a las élites, unidas por alianzas en contienda a la llegada de los españoles. Para Klein, la guerra civil a la que condujeron tales disputas hubiera llevado a la caída de ambas sociedades, independientemente del avance europeo.
En “Competing Memories of the Conquest of Mexico”, Kevin Terraciano analiza la memoria conflictiva de la caída de México-Tenochtitlan y la fundación de Nueva España, en 1521. La colisión cultural, producida durante la Conquista, produjo el recuento de visiones contrastantes de los invasores y los invadidos, en las que se mezclaron la crónica escrita europea con registros visuales mesoamericanos y tradiciones orales. Mezcla que puede apreciarse en el Códice Florentino (1555-1579), de Bernardino de Sahagún, en el cual, además, se usa Náhuatl alfabetizado. Para Terraciano, la narración del encuentro entre Moctezuma y Cortés, en el libro 12 de la obra, tiene una forma híbrida, común a otros códices. La imagen mnemónica enfatiza el contraste entre el europeo armado y el mexica vulnerable, dado que la masacre de Toxcatl es eliminada en la síntesis visual, que antecedió a la alianza entre Cortés y sus aliados de Tlaxcala. Tal versión estratégica del pasado, imitada por los altepetl (comunidades étnicas) de Xochimilco y Huexotzinco, tenía por objeto solicitar el pago de servicios a la corona mediante el uso de la imagen como evidencia admisible en la ley española. Las memorias en disputa funcionaron como historias moralizadas del avance español de la mano de la religión católica, con lo cual existen múltiples puntos de vista indios, como se ve en el texto híbrido entre códice y crónica de Fernando de Alva Ixtlilxochitl, sobre su abuelo, señor de Texcoco, aliado de Cortés. Es llamativo el poco interés que despertó en los artistas peninsulares la Conquista, lo cual podría atribuirse a la gran influencia de la obra de Bartolomé de las Casas, editada por Theodor de Bry (1598). Casi un siglo y medio después de su ocurrencia, en 1698, la conquista resurgió en la pintura novohispana, que reflejó intereses criollos e hispánicos tras el declive de los Austrias, en España, y una nostalgia por las glorias pasadas coincidente con la Historia de la conquista de Nueva España, de Antonio de Solís y Rivadeneyra (1684). La producción artística de la segunda mitad del siglo XVII es analizada por Terraciano como evidencia de una historia oficial sobre la llegada española a Mesoamérica pues, según una cita de Plutarco, tomada por Solís y Rivadeneyra, la pintura y la historia se unen porque solo la pluma y el pincel pueden representar el pasado.
Diana Magaloni Kerpel, en “History Under the Rainbow: the Conquest of Mexico in the Florentine Codex”, analiza el encuentro entre europeos y mexicas desde la dificultad de diálogo entre dos órdenes simbólicos diferentes. Como ejemplo, presenta la ofrenda enviada por Moctezuma a Cortés con su embajador Tendile, que era una demostración de magnanimidad vista por el español como acto de sumisión. Asimismo, habría que entender la diferencia entre formas de escritura europeas con la mezcla mesoamericana de in tlapalli (glifos) e in tlilli (imágenes dibujadas). Moctezuma envió un tlacuiloque (pintor/escriba) para obtener un recuento preciso –hoy perdido– de los recién llegados, cuya estructura, según la autora, pervive en la estructura de las dos primeras ilustraciones del libro 12 del Codice Florentino. La primera es una gran viñeta sobre el desembarco español en San Juan de Ulúa, en 1519; y la segunda, de menor tamaño, representa a Cortés y su armada a caballo. Magaloni Kerpel propone estudiar tales imágenes en relación con el juego dialéctico del relato bilingüe (castellano/náhuatl) que las acompaña, pues en ninguna de las imágenes se evidencian elementos iconográficos prehispánicos. La autora recurre al trabajo de Elizabeth Hill Boone sobre el Códice Boturini (ca. 1530-1541), para mostrar que tanto la ubicación espacial como la interrelación de las figuras tenían una significación simbólica precisa, como en la Fundación de Tenochtitlán del Códice Mendoza (1541-1542), que combina la ubicación de la ciudad, la profecía de Huitzilopochtli (el águila y en nopal) y un marco con glifos del calendario, lo que permite que interactúen tiempo mítico e historia. La primera imagen del libro 12 del Codice Florentino posee características similares pues la escena transcurre bajo un arco iris, que remite a los calendarios mesoamericano y católico (el final del Nahui Ollin, quinto sol, mexica y el fin del Diluvio Universal y el Apocalipsis). Esto explica por qué Pedro de Gante, en su Doctrina christiana en lengua mexica (1553), haya recurrido al fatalismo nahua desde la escatología cristiana. Por ello, la autora vincula las imágenes del libro 12 con las xilografías del Libro de las Revelaciones en la Biblia Sacra Latina (1566), porque en ellas transcurren bajo el arco iris, con San Juan como testigo-escriba.
Mónica Domínguez Torres recuerda que Cristóbal Colón reclamó la posesión de los territorios americanos en nombre del rey, representado por sus heraldos y pendones, en “Emblazoning Identity: Indigenous Heraldry in Colonial Mexico and Peru”. Para la autora, la heráldica americana denota procesos de disputa simbólica, negociación político-cultural y estrategias de autorepresentación de la nobleza indígena bajo dominio hispánico. Los conquistadores y la nobleza indígena aliada a ellos solicitaron la concesión de títulos nobiliarios de acuerdo con lo establecido en las Cortes de Madrigal (Castilla, 1476) por hazañas personales, hechos de armas y tras presentar testimonios de su servicio. Los principales (nobleza local) recibieron títulos y posesiones, y se reconoció a sus gobernantes como caciques, denominación Caribe que condensó jerarquías de tlatoanis novohispanos y curacas andinos. La heráldica americana mezcló símbolos europeos y prehispánicos mesoamericanos como tlacotl (flores de jarilla), maquahuitl (espadas de madera y obsidiana), chimalli (escudos redondos emplumados) y dibujos de nombres, como “águila blanca pequeña”, que era la transcripción de Totoquihuaztli, cacique de Tlacopan; en el Perú, se usaron champi (clava de batalla), uncus con tocapus (vestidura masculina ajedrezada) y cabezas cortadas que tanto en Europa como en América indicaban la prevalencia sobre el enemigo.
Estos escudos de armas híbridos, prehispánicos y europeos, se enriquecieron entre los siglos XVII y XVIII con retratos, genealogías y alegorías, como prueba identitaria de un linaje indígena. Los símbolos del Sapa Inca (mascaypacha, Amaru, ‘serpiente coronada’, Sunturpaucar, ‘pica corta’, etc.), fueron reforzados con símbolos europeos de poder contrarios a la tradición andina, como aparece en los retratos de gobernantes incaicos de Martín de Murúa en Historia general del Piru (1616), que incluyen escudos de armas. En México se analizan los retratos dieciochescos que recurrieron a la tradición genealógica azteca para crear escudos de armas y documentos en apoyo de reclamos de nobleza, como el blasón del emperador azteca Moctezuma Xocoyotzin, que es una versión de las armas de Carlos V, con elementos como el xiuhuitzolli (tocado o diadema real). Esto evidencia la apropiación de la heráldica, con el fin de acreditar antigüedad prehispánica.
De manera complementaria, Eduardo de Jesús Douglas trabaja las relaciones entre la pintura y las genealogías indígenas en “Our fathers, our mothers: painting an indian genealogy in New Spain”. El autor analiza el Árbol genealógico del linaje real de Texcoco, compuesto por diez generaciones del linaje de Nezahualcoyotl y su hijo Nezahualpilli entre los siglos XV y XVIII. Esta obra encarna la transformación cultural del Nahua en Indio colonial, pasa por el mestizo y el español y acredita la continuidad de un linaje indígena. El autor analiza la mezcla de la tradición escritural prehispánica, en lenguaje icónico-fonético prehispánico, con adaptaciones del alfabeto europeo. Su objeto son los documentos producidos por los escribas y pintores coloniales para el reclamo de privilegios, el favor real y la salvaguarda de poder económico y político de nobles indígenas e hidalgos españoles. Es notable que, en estas obras, se seleccionara el uso de formas tradicionales como prueba de antigüedad, lo que resaltaba la legitimidad de la dinastía reinante al tiempo que se evitaba desafiar a la autoridad colonial. En el análisis, se recurre al concepto altepetl –literalmente, ‘montaña de agua’ –, que designa comunidades y su territorio, en lo que Delia Consentino denomina “paisajes de linaje”.
El Árbol genealógico del linaje real de Texcoco presenta, a la vez, cambio y continuidad cultural, en respuesta a la demanda de pruebas documentales de nobleza. Esto explica los manuscritos Techialoyas –en escritura icónica– o los Títulos primordiales en lengua nativa alfabética. Unos y otros recurren al pasado, en su forma “tradicional”, para asegurar privilegios del presente de una forma “biológica” que, según el autor, busca la identidad indígena en la apariencia física de un linaje, y crea genealogías ficticias y estereotipos de “indianidad”. El autor finaliza mediante un paralelo entre los códices Techaloyas y las pinturas de castas del siglo XVIII; propone que, en ambos, hay una genealogía de la apariencia física que mostraba símbolos de clase y estatus social para los comitentes nahuas del siglo XVIII y no una discriminación racial o étnica.
Carolyn Dean, en “War games: indigenous militaristic theater in colonial Peru”, investiga los juegos de guerra en el Perú desde la celebración de victorias incaicas hasta las danzas guerreras coloniales. A pesar de ser comunes en Europa y América, según Dean, estas representaciones debieron ser atemorizantes en el siglo XVI, debido a la rebelión de Manco Inca (1535-1536). Esto cambió en los siglos siguientes, con lo que mitigó la tensión con muestras de lealtad y vasallaje (reverencias, juramentos de lealtad, etc.), pues hubo Taquis (danzas) militares Incas en la beatificación de san Ignacio (1610), el nacimiento del príncipe (1659) y la abdicación de Felipe V en favor de Luis I (1724), donde se representó una batalla. Estos taquis eran formas de memoria histórica prehispánica que condensaban danza, música y canciones, vistas, desde una perspectiva europeizada por Garcilaso de la Vega (1539-1616), como obras cómicas y trágicas de tema histórico, compuestas por los amauta (sabios). Así se preservaba la historia prehispánica, o bien el prestigio personal y la nobleza de los Ayllus (grupos de parentesco) y los Panacas (linaje del Inca).
Los Cañari del actual Ecuador o los Chachapoyas de las tierras altas peruanas, subyugados por los incas, representaron combates ficticios con armas europeas para rememorar su alianza con los españoles durante la conquista. El líder Cañari, Francisco Chilche, se presentó como vencedor de los Incas en el Corpus Christi de 1555, y los indígenas de la parroquia de San Jerónimo, en 1610, recrearon su apoyo a las autoridades contra los Mapuches en honor de San Ignacio. Aunque los europeos no diferenciaban etnias, los indígenas distinguían entre “amigos” (cristianizados) e “indios de guerra” en taquis, ya que recordaban el apoyo a la corona contra las odiadas etnias amazónicas Anti o Chuncho. Los habitantes del antisuyu (área selvática) rivalizaban ritualmente con los del suyu (Cuzco y sus cuatro provincias vecinas), en una búsqueda del balance cósmico entre civilizados y salvajes representada en pinturas, textiles y queros (vasos ceremoniales). En el siglo XVIII, los Chunchos fueron personificados por “indios amigos”, Aymaras, junto a danzas de europeos, con lo cual el festejo de Corpus Christi se convirtió en la celebración del triunfo de la religión.
Ilona Katzew, en su “‘Remedo de la ya muerta América’: the construction of festive rites in colonial Mexico” (pp. 151-174), examina la participación indígena novohispana en celebraciones del poder real, ejemplificadas por El Biombo con desposorio indígena y palo volador (1690). Para festejar la paz entre Carlos V y Francisco I en Aigues-Mortes, en 1539, el virrey Antonio de Mendoza convocó como representantes reales a indígenas y africanos, que integraron los estamentos de la sociedad colonial. En el texto se analiza la naturaleza elástica de los rituales aztecas, que medió en la integración al gobierno hispánico de las comunidades indígenas. Los evangelizadores encauzaron las prácticas prehispánicas al cristianismo, desde el arte plumario y la inclusión de danzas indígenas en la eucaristía hasta representaciones bíblicas en Nahuatl. A partir de fuentes como el Códice Azcatitlan (segunda mitad del siglo XVI) y Monarquía indiana (1615), de Juan de Torquemada (ca. 1562-1624), Katzew propone que la danza del palo fue despojada de su sentido pagano para incluirla en el Corpus Christi, aunque el celo del arzobispo novohispano Juan de Zumárraga (1468-1548) llevó a que se prohibieran los rituales indígenas. Tras su muerte, se reincorporaron las danzas rituales al contexto católico y, a partir del siglo XVI, su participación se extendió a la entrada de los virreyes y las juras reales con el ritmo de huehuetl (tambor vertical de un parche) y teponaztlis (tambor horizontal) tocados con olmaitl (baquetas recubiertas de hule), posible inspiración para los retratos de Manuel Arellano (ca. 1663-1722). La translatio imperii y el pacto de vasallaje novohispano se actualizaron ritualmente en la entrada de los virreyes, al representar la conquista de Tenochtitlán, Mitotes (danzas guerreras), Ixiptla (personificación ritual), con etnias diferentes a la Nahua, afrodescendientes y alegorías de México con Huipil y colegiales jesuitas disfrazados de indígenas. En el siglo XVIII, los indígenas fueron cosa del pasado, de ahí su representación en el Remedo de la ya muerta América, aunque para el cronista nahua Chimalpahin (1579-1660), la ritualidad novohispana podría entenderse como un continuo de la historia de los pueblos prehispanos.
Ramón Mujica Pinilla analiza la marginalización del Nuevo Mundo desde la escatología católica en “Hell in the Andes: the Last Judgment in the art of viceregal Peru”. Según Mujica, Pinilla Juan Solórzano Pereira, en Política Indiana (1648), interpretó, como una alusión a América, el pasaje de la Epístola a los Filipenses (2:10), en el cual san Pablo ubica al infierno en las antípodas de Europa. Esto, sumado al uso de los Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola y la traducción de La diferencia entre lo temporal y lo eterno, de Juan Eusebio Nieremberg en las Misiones Jesuíticas Guaraníes, habría promovido la iconografía de las Postrimerías. La acción del Imperio Español, como empresa apostólica en América, es analizada por el autor en la obra hispano-quechua Tratado de los evangelios (1646), de Francisco de Ávila, así como la equiparación de creencia prehispánica y demonología. El demonio torcía la fe de Cristo según José de Acosta (1540-1600), aunque Bartolomé Álvarez explicó, en su informe a Felipe II, que la lengua del Inca no tenía equivalencia para la palabra “demonio”. El uso erróneo de supay (‘espíritu de los ancestros’), forzó la destrucción de santuarios indígenas, quema de malquis y huacas, en una “limpieza” similar a la del infierno, que implicaba la condenación eterna de un ayllu según Pablo José de Arriaga, en Extirpación de la idolatría del Pirú (1631), y Pedro de Quiroga, en su coloquio de la verdad (ca. 1569). También, se muestra cómo el complemento entre los sermones dirigidos a los indígenas y las pinturas del infierno habría inaugurado, en el Alto Perú, según el autor, una adaptación al medio multiétnico para reflejar una crítica social con significado político que explicaría las campañas iconoclastas del siglo XVIII, la supresión de la nobleza y cultura incaicas, en respuesta a la revuelta de José Gabriel Túpac Amaru, para concluir que la represión a los rebeldes, probablemente, haya inspirado en Tadeo Escalante las postrimerías de la iglesia de Huaro.
En “The indulgent image: prints in the New World”, Thomas B. F. Cummins muestra la centralidad de las estampas y el libro impreso en la interacción entre nativos y españoles durante la colonia, pues constituyeron un repertorio visual rico, transportable, de uso asequible para artistas y comitentes ya fuera en la representación simbólica y cultural de América o como modelos para obras coloniales. El autor muestra que la imprenta presentó un lenguaje nuevo para Europa y América, de carácter inicialmente religioso (la Biblia de Gutemberg –1455– Bulas de Santa Cruzada, indulgencias, etc.), que desde 1493 reflejaría las noticias del primer viaje de Colón, e incluiría las primeras imágenes de América en ediciones de Florencia y Basilea. Ambas imágenes condensaron tiempo y espacio, y determinaron subsecuentes representaciones en aspectos como la desnudez americana, el encuentro alrededor de un intercambio de regalos y la humana indígena, alejada de las ideas de monstruosidad tropical. Las estampas posteriores diseminaron el conocimiento entre América y Europa, más allá de su fidelidad, con un alto poder generativo para otras obras. Esto se ejemplifica con las estampas que llevaba Cortés a su arribo a Tenochtitlán, en 1519, que se convirtieron en modelo para nuevas imágenes, de la misma manera que un plano de Tenochtitlán, probablemente regalado por Moctezuma, diera origen a la famosa imagen de las noticias de Cortés (Nuremberg, 1524), o que el arte plumario fuera una nueva técnica de producción de imágenes para modelos europeos. Los modelos europeos llevaron aparejados nuevos conceptos, como el dogma de la transustanciación, en el caso de La misa de San Gregorio, o para la heráldica, las ideas europeas de territorio y nobleza. El intercambio técnico-artístico constituyó una cultura visual común, que se cristalizó con innovaciones técnicas y la adaptación a diversos soportes. Para la conquista del Tawantinsuyo, el autor analiza el desarrollo de la representación del encuentro de Atahualpa y Francisco Pizarro, desde la primera estampa de Verdadera relación de la conquista del Perú (Sevilla, 1534), la edición de Theodore de Bry desde la parte VI del libro Americae de Hironymi Benzoni (1596) hasta el de fuentes no referidas al Perú, como los acróbatas aztecas dibujados por Christof Weiditz en 1528 y las xilografías de Hans Burgkmair sobre los viajes de Balthasar Springer por África e India (1508). Esta transposición de imágenes, desde un área cultural americana hasta otra, aparece en la vista de Tenochtitlán de la Rethorica Christiana (Perugia, 1579), de Diego Valadés, o en Nueva crónica y buen gobierno (c. 1615), de Guamán Poma de Ayala, en cuyo análisis se detiene el autor, para concluir que las estampas, como cultura visual compartida, permitieron la comprensión del mundo.
Luis Elena Alcalá analiza las imágenes milagrosas hispanoamericanas en “The image of the devout indian: the codification of a colonial idea”. Su influencia produjo orgullo e identidad local, al evidenciar una cristianización exitosa en la que el indígena actúa como testigo e incluso cocreador de las imágenes; las crónicas se escribieron, siguiendo modelos hagiográficos establecidos en el siglo XVI, en un proyecto de legitimación religiosa compuesto por pinturas, estampas y esculturas. Como ejemplos se trata el Cristo de la encina (siglo XVIII), en Extremadura, su relación con el crucifijo del Valle de Limache, descripto por Alonso de Ovalle en Histórica relación del reino de Chile (1646), o la Virgen de los Remedios descubierta en un maguey en torno a 1540. El descubrimiento de imágenes milagrosas determinó la conversión de infieles, la construcción de templos y el inicio de un culto, pues alcanzaba un público mayor al que podría lograrse con el texto y cristalizaba la idea del indígena como buen cristiano o símbolo de piedad colectiva. Aunque en la pintura colonial hay una mayor cantidad de donantes españoles en comparación con las diversas castas, la proporción se revierte en la relación de donantes en las crónicas de imágenes milagrosas y en estudios recientes sobre el activo patrocinio indígena en Nueva España, en el siglo XVIII. Según Ilona Katzew, en el Colegio de Guadalupe hacia 1782, había un salón con retratos de eclesiásticos indígenas.
Aun así, salvo las pinturas cuzqueñas del Corpus Christi, o la del primer milagro de la Virgen de Guadalupe en Nueva España, es excepcional la aparición de indígenas en la pintura de celebraciones religiosas. Para la autora, hay una disyunción entre relato e imagen que revela el control de las élites sobre la producción artística en las capitales a diferencia de localidades rurales donde la participación de cofradías es notoria, ya que incluye a las femeninas, lo que es trascendental por su numerosa participación. La pintura de procesiones reflejaría, según la autora, la participación indígena, que dependía de los intereses y las locaciones para la que fuera encargada, pues fijaba, para la posteridad, la conmemoración de hechos memorables, y contribuía a la constitución de identidades comunitarias, corporativas e individuales a través del “buen cristiano” indígena, símbolo de la identidad católica americana.
Finalmente, Luis Eduardo Wuffarden, en “Famous Brushes: Native Artists in Colonial Peru”, analiza el topos del artista indígena y subraya la significativa anticipación de Felipe Guamán Poma de Ayala en defensa de la nobleza de la pintura, en 1615, antes que Vicente Carducho y Francisco Pacheco. Este hecho redunda en la reivindicación social del artista y las culturas nativas, pues Guamán Poma estaba convencido del beneficio que se obtendría mediante la unión de las noblezas indígena y artística. La tratadística italiana fue asimilada en España y América simultáneamente, lo que produjo en el Viejo Mundo nuevos escritos, mientras que en el Nuevo se manifestó en acto, se sirvió del arte como estrategia de inserción social, tal como recomendaba Juan de Matienzo (1520-1579) en Gobierno del Perú (1567). El virrey Francisco de Toledo resolvió separar a los españoles de los indígenas en dos repúblicas, y reunió las etnias peruanas en poblaciones de indios cristianizados, con su propia legislación y gobierno, fuera de las ciudades españolas. Esta medida afectó nuestra comprensión de la conformación de los talleres artísticos, pues la denominación “españoles” es engañosa: Pedro Santángel de Florencia (ca. 1540 - ca. 1590) fue tenido por descendiente de italianos o toscano de nacimiento, aunque en realidad era hijo de una indígena noble y el artillero Martín de Florencia, venido con los conquistadores. Este caso muestra cómo mestizos e indígenas ascendieron socialmente gracias a las artes europeas, a diferencia de los querocamayoc y cumbicamayoc (fabricantes de queros y telas), quienes, a pesar de su habilidad y especialización, fueron considerados “menores” y sujetos a tributo al servicio de la élite. La pintura y la imaginería, a pesar de ser artes mecánicas, no eran los oficios sórdidos o viles de la plebe, y por ello ofrecían estabilidad económica y prestigio social, aunque requerían conocimientos religiosos y humanísticos. El autor analiza el trabajo indígena en relación con el prejuicio extendido de su habilidad para copiar mecánicamente mas no inventar, en los casos de Francisco Tito Yupanqui (1550-1616), autor de la Virgen de Copacabana, y su seguidor Sebastián Acosta Tupac Inca (o Acostopa Inca, activo entre 1611-1641), autor de varios trasuntos (copias exactas) de la advocación mariana. Wuffarden cuestiona la separación estilística entre mestizos y españoles, por sus connotaciones racistas y su inutilidad operativa pues Diego Quispe Tito (1611-1681) y Basilio de Santa Cruz Pumacallao (activo entre 1660-1700) practicaron un estilo europeizante, que inició una escuela consolidada con la contribución de maestros españoles.
El autor analiza otros artistas destacados de la escuela cuzqueña, para mostrar el desarrollo de un estilo que respondió a las preferencias devocionales, y privilegió la diferencia sobre la emulación, al margen de los grandes centros urbanos, donde se desarrollaba un arte a la europea. Este proceso culminó en el “Renacimiento Inca” y el aumento de la producción pictórica en el siglo XVIII, que necesitó de grandes talleres liderados por famosos pinceles indígenas, que construyeron con sus obras un sentido de orgullo sur andino y conquistaron el gusto limeño. La decadencia, acentuada tras los alzamientos de 1780 y el advenimiento de la República, se reforzó con la imagen desacreditada del indígena y sus tradiciones, a pesar de lo cual una última generación de maestros cuzqueños logró reaprovechar su habilidad para establecerse socialmente con la pintura, con probanzas genealógicas y series de linajes incaicos. Para mediados del siglo XIX, el lugar del artista indígena en el sistema de las bellas artes ya dejó de ofrecer una oportunidad de ascenso social.