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Patrimonio cultural y espacios de la memoria en América Latina


Gabriel Peluffo Linari1


La necesidad de reconstruir memorias y tejidos sociales después de las dictaduras militares que, en buen aparte de América Latina, se extendieron desde la década de los sesenta y setenta hasta entrada la década de los ochenta del siglo veinte ha creado en países como Argentina, Uruguay, Chile, Paraguay, Perú, entre otros, una situación propicia para la instalación de espacios de la memoria destinados a dar cuenta de la violencia política, en general, y del terrorismo de Estado, en particular. Permitiendo una reformulación social del estatuto de los derechos humanos, estos espacios, que suelen ser museos, sitios de conciencia y memoriales, dejan entrever una brecha crítica acerca del antiguo concepto de patrimonio histórico y cultural, e incluso del corpus doctrinario en torno a la conservación, y dan paso a nuevas consideraciones sobre un patrimonio histórico crítico, e incluso sobre el desistimiento de ciertos tópicos tradicionales relativos a las técnicas de la conservación en favor de ideas proclives al libre uso social del patrimonio perteneciente a esas constelaciones de bienes político-culturales.

Desde las últimas décadas, el concepto de acervo patrimonial se ha visto ampliado para abarcar innumerables configuraciones materiales e inmateriales de las memorias colectivas, con lo cual –como ha señalado Déotte–2 las políticas del patrimonio han pasado a inscribirse en una filosofía política de las identidades culturales que inexorablemente incluye el problema de la construcción y reconstrucción de las memorias colectivas que las constituyen.

¿Cuál es la respuesta del museo frente a las posibilidades de una hermenéutica histórica y frente a las necesidades de reparación afectiva surgidas como consecuencia de la sistemática violación de los derechos humanos en épocas recientes?

Una pregunta directamente vinculada a esta otra: ¿de qué patrimonio hablamos cuando debatimos en torno a la determinación de sitios de conciencia, o a la construcción de memoriales y de museos de la memoria reciente?

La mirada al concepto de patrimonio desde los derechos humanos reintroduce el parámetro ideológico en la propia definición de la institución museo, mal que le pese a la concepción neoliberal de la museología como parte del mercado del ocio. Sin desconocer el hecho de que la llamada industria del tiempo libre domina los registros de la vida social, un museo de la memoria, entendido como sitio de conciencia, no puede ser una zona neutral, sino, por el contrario, define una zona de representación de los conflictos de manera tal que estos puedan ser incorporados –bajo la modalidad de un repertorio simbólico– en la conciencia crítica ciudadana. Esta circunstancia contribuye a reformular constantemente la noción de patrimonio.


1 Museo Juan Manuel Blanes, Montevideo.



Espacios de la Memoria en América Latina


Los museos de la memoria reciente (MMR) han puesto de manifiesto algunos aspectos fundamentales de las prácticas museales que en otras instituciones suelen permanecer ocultas por efecto de la aplicación rutinaria de ciertas fórmulas museográficas. Fundamentalmente, me refiero a la manera como la mirada del colectivo construye sentido sobre esos sitios, objetos o cosas (tangibles o no), que hace más visibles los procesos sociales de patrimonialización, es decir, los procesos culturales a través de los cuales la memoria asume una figura consensuada en ciertos objetos o cosas que pasan a ser socialmente apropiados.

Los tres objetivos principales de estos MMR, que hoy comienzan a conformar una red interactiva en América Latina, son los siguientes: A) reivindicar la memoria crítica de la violencia extrema que fue capaz de


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  1. Jean Louis Déotte. Catástrofe y olvido. Las ruinas, Europa, el Museo. Cuarto Propio, Chile, 1998, p. 132.


    ejercer el Estado, cometiendo las más inéditas violaciones a los derechos humanos en la historia de la región; B) suturar fisuras en un tejido social que pugna por recomponer sus vínculos internos y definir públicamente el territorio de la conflictividad, sobre la base de una profundización conceptual de los derechos humanos; C) educar para la paz.

    El museo que concibió la Revolución francesa se basaba en un principio totalizador, un espacio devorador de todos los fragmentos del cuerpo del Rey (siguiendo aquella idea según la cual, a fines del siglo XVIII, el cuerpo del Rey decapitado fue reemplazado en la ficción política por el cuerpo patrimonial del museo). Cabría preguntarse, hasta qué punto, los MMR no actúan de manera análoga al intentar rejuntar todos los fragmentos, todos los vestigios de los encarcelados, los asesinados y los desaparecidos que representan, metonímicamente, una corporalidad social que fue despedazada y cuya unidad se intenta recomponer a través de ese mecanismo simbólico.

    En los fundamentos escritos del Museo de la Memoria proyectado en Santiago de Chile (Parque por la Paz Villa Grimaldi), puede leerse “El Museo de la Memoria y los Derechos Humanos tendrá un carácter nacional”. Esto significa que el Estado-nación es quien asume la iniciativa de hacer de este museo un espacio de unidad nacional mediante el ejercicio de la memoria activa y de la educación para la paz, reconociendo la existencia de una “nación víctima” y de una “nación victimaria”, ambas dentro del mismo Estado, aunque solo la última lo haya utilizado como instrumento de poder y de barbarie. En efecto, los Sitios de Memoria instalan públicamente la existencia de un litigio entre dos partes socialmente identificadas; ambas portadoras de un cierto grado de convalidación histórica sin el cual no habría espacio posible para esa memoria. Se privilegia en esos sitios la reconstrucción del cuerpo político de los vencidos, del cuerpo social diezmado por la dictadura, porque ese acto de “reparación” (término con el que se le ha designado generalmente) de una de las partes litigantes, propicia la refundación de la totalidad del contrato social, incorporándole los valores que le aportan estabilidad dinámica (inclusión social y derechos cívicos) ante los cambios del mundo contemporáneo.

    Este hecho resulta de particular importancia al momento de caracterizar la dimensión patrimonial de un Sitio de Conciencia o de un MMR. En efecto, el primer atributo de este tipo de patrimonio es su dimensión ética. Pero no se trata de una ética de la victimización, sino de una ética de la resistencia, porque esta última es la única capaz de operar pedagógicamente en la construcción de subjetividades aptas para la convivencia en la diversidad. Uno de los principales desafíos del MMR es evitar convertirse en un “museo de las víctimas”, es decir, en un mero vehículo para el permanente retorno simbólico del pasado traumático, propiciando una dificultad para el despegue consciente y crítico de ese pasado, una dificultad para convertir el duelo en enseñanza histórica y en memoria proyectiva. Se puede generar –como lo ha señalado Elizabeth Jelin3 en lo que llama “paradoja de la memoria traumática”– una fijación en ese pasado y en esa identidad, que incluye un temor a la elaboración y al cambio, ya que allí actúa la fantasía de que eso significaría una especie de traición a la memoria de lo ocurrido. Aquí es donde puede llegar a intervenir en forma negativa –por un desvío tributario de las patologías sociales generadas por el traumala fuerte componente ética del patrimonio museal de la memoria.

    Una segunda caracterización de lo patrimonial en este tipo de museos, es su carácter evocativo que comparten con los museos de historia. Pero en los MMR se trata de una evocación de y de una invocación a la resistencia ante cualquier abuso de poder. Es una evocación que llama deliberadamente a una reflexión actual sobre los derechos humanos. Se ha sostenido que lo correcto sería que los episodios de violencia política ocurridos en nuestra historia reciente tuvieran un espacio en los museos históricos nacionales, quedando así integrados e interrogados en el marco simbólico del Estado-nación. A mi juicio se trata de una idea inaplicable mientras los museos de historia nacional latinoamericanos no sean sometidos a una revisión museológica radical para extirpar su raíz decimonónica, de modo que sean capaces de incorporar al tiempo reciente en el marco de las conflictividades ideológicas que lo conforman, puesto que, de lo contrario, el compromiso ético con el presente que tiene un MMR podría quedar anulado, y el carácter evocativo y provocador de su patrimonio congelado en un escenario meramente taxonómico.

    Una tercera caracterización patrimonial sería la afirmación de que las presentaciones y representaciones contenidas en un MMR tienen carácter de enunciados que descomprimen no solo la memoria de las víctimas, sino la totalidad del discurso social acerca de lo sucedido. Sin llegar a pensar que tales enunciados son el bálsamo de una memoria que hace posible el olvido –asunto que merece un debate específico– puede, sí, pensarse, que constituyen la posibilidad de un fraseo propio de las memorias oprimidas. Es sabido que una ruptura radical del orden de la experiencia vivida impide hacer experiencia del acontecimiento catastrófico; el cambio abrupto producido por ese acontecimiento deja a la capacidad interpretativa inhabilitada para dar cuenta narrativa de lo sucedido. Benjamin observaba que los soldados de la Gran Guerra regresaron mudos de las trincheras y, por lo tanto, empobrecidos de


  2. Elizabeth Jelin. Los trabajos de la memoria. Madrid, Siglo Veintiuno (Memorias de la represión), 2002, pp. 63-78.


experiencia. He aquí la noción de trauma social producido, por ejemplo, por el terrorismo de Estado, en la medida que el trauma inhibe la posibilidad de generar experiencia, vale decir, de enunciar (o de narrar) la experiencia traumática. La construcción de patrimonio a través de enunciados museales ayudaría, como gestión liberadora, a rehabilitar la experiencia social por la vía del duelo activo, por la vía de reconocer en el lenguaje de los objetos, de los lugares y de las cosas la propia memoria “hablada” y resignificada.

Por último, lo patrimonial en los casos que estamos considerando tiene carácter efímero, transitorio, porque la memoria reciente es una memoria en tránsito, en constante transformación.

Con esto llegamos a una afirmación de base: el verdadero núcleo patrimonial de un MMR es, por un lado, la memoria que repone en escena a la barbarie del poder, pero, por otro, es también la memoria de las diversas formas de resistencia individual y colectiva a su ejercicio. La misión de ese sitio o museo es entonces transformar la memoria en conciencia activa, es decir, hacer vivir socialmente su núcleo patrimonial.

Tales sitios y objetos patrimoniales son, en un sentido casi platónico, solamente los indicios físicos, los residuos del tiempo inscriptos en esa otra entidad abstracta que los subsume (la entidad de una memoria social y familiar omnipresente), y cumplen, por ello, una función específica fundamental como instrumentos de conocimiento a la hora de la reconstrucción ficcional de los sujetos históricos.

Se trata entonces de historizar la memoria,4 ya que los cambios en los escenarios políticos, la entrada de nuevos actores sociales y las mudanzas en las sensibilidades colectivas, inevitablemente, implican (e implicarán) transformaciones decisivas en el sentido que otorguemos a lo que hoy llamamos “pasado reciente”. Más aún cuando en los tiempos actuales se registra una acentuada “deshistorización” de la vida política y de la vida cotidiana, urgidas por un presentismo ciego, producto de la alevosa y siniestra ceguera de los mercados.

Por último, quiero referirme a la idea de conservación de los objetos o de los datos físico-patrimoniales existentes en este tipo de museos. La conservación, como concepto, fue una de las primeras formas de resistencia al terrorismo de Estado, porque comenzó en el acto de las propias personas y familias victimizadas, para quienes cada fragmento testimonial de una ausencia forzada era una reliquia, en el sentido sagrado de la palabra.

Cuando a principios de la primera década del siglo XXI se realizaron en Argentina los debates “Memoria Abierta” en el marco del coloquio


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4 Ibidem.


“El Museo que queremos; la transmisión de la memoria a través de los sitios”, hubo alguien que señaló, precisamente, que la conservación de objetos como reliquias (los relicarios familiares referidos a seres desaparecidos) es una función museal que aparece en estos casos antes que la propia institución, pero que luego continúa con ella.

Ahora bien, ¿de qué forma continúa?

Una de ellas es la conservación pasiva (también calificada como preventiva), basada en la estabilización físico-química de los materiales que son presentados en exhibición, que permite únicamente el vínculo visual distante con el espectador. Pero junto con esta, convive otra que podríamos llamar conservación activa, que acepta una manipulación pública del patrimonio con el propósito de otorgarle nuevos usos y significados según las circunstancias.

Por ejemplo, en el Museo de la Memoria creado en Montevideo, se conservan dos bibliotecas de importante volumen, una fue formada por el aporte de los presos políticos de la dictadura que donaron los libros que habían logrado compartir durante el período de reclusión; la otra, en cambio, fue conformada al crearse el museo, con libros provenientes de distintos cuarteles militares, producto de las requisas en casas de familia que el Ejército realizaba cuando allanaba domicilios. El público tiene acceso al uso de esos libros en determinadas condiciones, las que, aun siendo condiciones restrictivas, no pueden impedir el progresivo deterioro de los materiales, hecho aceptado en el entendido de que el valor de uso social de ese patrimonio está por encima del valor que puede asignársele a su perdurabilidad en el tiempo.

Otro de los espacios de ese museo está ocupado por los retratos de los desaparecidos (en formato cartel con mango de madera) utilizados desde 1984 en las marchas que reivindicaban su aparición con vida. Esas manifestaciones se siguen realizando periódicamente y los manifestantes van al museo a buscar esos materiales para usarlos en las marchas y luego vuelven a su sitio. Con el tiempo se van deteriorando y los ejemplares que pierden su valor de uso van siendo repuestos por los propios usuarios.

Los mamelucos que usaron los presos, por ejemplo, están colgados en medio del paso de la gente, no solamente para que puedan tocarse, sino para que deban ser rozados y sentidos en la piel o la ropa de los visitantes. Una comunión corporal con la memoria.

El documento testimonial (que suele ser uno de los ejes del objeto patrimonial en un MMR) es algo que está en lugar del que debería dar testimonio, motivo por el cual es ya, por naturaleza, un objeto mediador: desplaza al sujeto de la historia que es, paradójicamente, quien le “da vida” a través de su ausencia. Este hecho puede habilitar la idea de que conservar, en este caso, no es necesariamente salvar al objeto patrimonial de su deterioro y de su pérdida, sino hacer que el objeto ocupe el lugar de la pérdida aun al precio de una vida efímera. Lo cual no solamente da soporte conceptual a lo que llamo conservación activa (una conservación puesta más al servicio de la utilidad sociopolítica y pedagógica del objeto que al de su estabilidad material en el tiempo), sino también a lo que podríamos llamar conservación simbólica (o la conservación como acto fallido), asunto sobre el cual expondremos, para terminar, el siguiente ejemplo.

En el año 2007, en el marco del Encuentro Regional de Arte que tuve oportunidad de organizar desde el Museo Juan Manuel Blanes, la artista mexicana Teresa Margolles realizó una obra en el Museo de la Memoria de Montevideo que llamó Herida, consistente en la apertura de una zanja en el parque de ese museo por parte de un grupo de familiares de asesinados y de desaparecidos en la época dictatorial (familiares que eran también, en su mayoría, ex-presos políticos) en la que colocaron un objeto que había pertenecido al ser querido, y luego la rellenaron con hormigón. No cabe comentar la metáfora obvia de este acto. El papel de Margolles fue permanecer algo apartada observando la situación, haciendo anotaciones en una libreta e interviniendo con indicaciones esporádicas mientras el grupo se esforzaba por abrir, a pico y pala, una zanja de tres metros de largo y veinticinco centímetros de profundidad. De esta manera se reconstruyeron los roles de la situación de reclusión restaurando los dispositivos de trabajo vigilado, dramatizando –sin alardes y sin previa reflexión colectiva sobre el asunto– la experiencia vivida varios años antes por la mayoría de los convocados. Margolles sobrellevó impávidamente su papel de agente controlador y dio lugar a una situación de clara violencia ética. Sin embargo, el quid de la obra radicó en que no fue llevada a cabo por su autora intelectual, sino por sus protagonistas efectivos (y afectivos), quienes la asumieron como suya bajo una matriz ética necesariamente diferente a la diseñada por Margolles.

Ellos realizaron un ritual de enterramiento (imposible en el caso de las desapariciones forzadas) en el que el patrimonio-reliquia está, metonímicamente, en el lugar del familiar perdido. La artista actuó como propiciadora y testigo de ese ritual, con la particularidad de que este implicó una cuota de trabajo físico catártico para los convocados, en el que ella reprodujo una situación de poder que los convertía nuevamente en sujetos, ahora de su propia memoria.