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Memoria e historia
Desde un punto de vista antropológico, la conservación-restauración de las obras de arte y, más ampliamente, de los objetos culturales, es un acto de curiosidad. Es un rasgo de nuestra cultura, aunque no se conozca ninguna otra que no se aplique a preservar y a transmitir lo que la constituye como propia y aunque prácticas más antiguas y de otros países puedan hacer pensar que ella responde a preocupaciones universales.3 La transmisión de las prácticas, reglas y valores que caracterizan las sociedades humanas es inmanente al proceso social y a su inscripción en la duración. La memoria de las sociedades es una de sus condiciones. Desde el lenguaje hasta los actos y las
1 La traducción estuvo a cargo de Gerardo Losada. 2 Université de Provence (Aix Marselle).
3 Ver Alessandro Conti. A History of Restoration and Conservation of Works of Art. Traducción del italiano: Helen Glanville. Boston, Butterworth-Heinemann, 2007, capítulo 1: “Towards Restoration”, p. 1 y ss. Hay testimonios de la conservación de las imágenes en períodos muy antiguos, mediante diversas técnicas, sin duda alejadas de las nuestras, de lo cual el caso de los íconos es un ejemplo elocuente.
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interacciones en las que lo social se constituye y se regenera, no hay nada que no se transmita y no se inscriba. La historia es ciertamente memoria; la memoria, sin embargo, no es la historia; ella se actualiza dentro de variaciones de amplitud más o menos grande; pero solo en la medida en que se reapropia del pasado como portador potencial de un futuro al cual ella debe su sentido, se convierte en historia,4 o más exactamente, asume el esquema de la historia. La conservación y la restauración de las obras de arte, eventualmente extendidas a otro artefactos, encuentra ahí su condición, en el sentido de que presupone a la vez una continuidad y una discontinuidad del tiempo compartido que justifica (y explica) el interés acordado a los objetos que portan en sí la marca de un tiempo fácticamente cumplido.5 En ese sentido elemental, si los objetos de la memoria son signos, y si es cierto que eso los constituye como tales,6 los de la conservación-restauración –y, por ende, de la historia, tomada en ese sentido– lo son doblemente: se refieren a una pasado (con vistas a la preservación y la actualización) y a un presente que se manifiesta en ellos, proyectando en un hipotético tiempo futuro los valores conjugados de la tridimensionalidad del tiempo.7
La memoria compartida no está subordinada a la puesta en marcha de los medios específicos destinados a cuidar de ella. Los mitos y los ritos, los modos tradicionales de transmisión de los saberes y de las destrezas responden a los fines de la memoria común, al mismo tiempo que suministran un marco a la memoria individual, pero las formas variadas de comunicación o de cooperación –las diversas interacciones a través de las cuales una sociedad existe– son otras tantas iteraciones y reiteraciones del vínculo social y de lo que lo constituye específica y estructuralmente en sus modalidades propias. Que nuestras sociedades hayan decidido, en un momento de su historia, hacerse cargo de la preservación de su memoria desarrollando un saber y prácticas que exceden a las que son inmanentes a la sociedad en su conjunto –constituyendo de esta manera, un campo nuevo de investigación y valores como el de la “conservación”– no debe hacernos olvidar que la empresa de la cual
En el sentido de una Geschichte. Ver Paul Ricoeur. La mémoire, l’ histoire, l’oubli. Paris, Seuil, 2003.
Sin duda, en la medida en que las prácticas de la conservación se conciben hoy como objetos del presente, se podría ver en ello un límite a la presente aseveración. Sin embargo, en todos los casos que parecen ser testigos de ello, la “prevención” incluye en sí esa relación con el tiempo.
Se puede pensar en lo que Pomian llama “semióforos”. Krzysztof Pomian. Der Ursprung des Museums. Vom Sammeln. Traducción de Gustav Roßler. Berlin, Klaus Wagenbach, 1998.
Digamos, para mayor claridad, que en el objeto conservado o restaurado se articula una triple relación con el tiempo, en la cual el pasado se explica a partir de un presente que proyecta en el futuro una perpetuación anticipada.
todo eso forma parte responde a una función que solo tiene de nuevo o diferente los medios puestos en acción y los motivos a los cuales responden.8 Si algo es seguro, es que la mencionada empresa se inscribe en una relación con la historia que puede ser considerada característica de las sociedades modernas. El “culto moderno de los monumentos”, para hablar como Aloïs Riegl, es su expresión evidente.9 Ahora bien, esa relación con la historia es tal que no se disocia –volveremos sobre el tema más adelante– de la conciencia de un presente o al menos de las orientaciones y de las opciones que en ella se manifiestan. La noción que Riegl ponía en movimiento en sus análisis: el Kunstwollen puede ser interpretada de esa manera. El Kunstwollen es literalmente la voluntad de arte, pero en el sentido de un querer enteramente vuelto hacia la articidad, es decir hacia lo que “produce arte” en un objeto dado. Ese querer moviliza valores que pertenecen al presente, está ligado a motivos y procesos de artificación, de los cuales se sabe que no son indiferentes cuando uno tiene que vérselas con “objetos no artísticos”, como los objetos “etnográficos”.
Por esto la memoria no es el simple depósito ni la simple repetición de lo que pertenece al pasado. No hay necesidad de declararse bergsoniano para concebir que, si fuera de otra manera, la idea misma de «restauración» estaría privada de sentido. La conservación y la restauración de las obras de arte y de todos los objetos o prácticas a las cuales aquellas se aplican tiene su condición en una relación con la historia que incluye la rememoración según el modo de una retroducción, esta última solidaria con una producción potencialmente orientada hacia el futuro.10 Evidentemente esa relación no es simple –como por otra parte no lo es la memoria– en la medida en que se constituye a partir de una madeja de relaciones que ni siquiera pueden concentrar en una diacronía, y que no permiten aislar, excepto por abstracción, algún contenido, cualquiera que sea, apto para ser etiquetado como “pasado”, propio de un momento dado del tiempo y concebido en su insularidad. En cuanto al futuro, se caracteriza precisamente por una relación que se determina en relación
Esos motivos probablemente no son extraños, si uno se atiene a la historia de las ideas, a los temas introducidos por el romanticismo y al valor atribuido a los orígenes según diversas relaciones, incluida la identidad de los pueblos y de las naciones. La importancia que la filología alcanzó en Alemania en el siglo XIX constituye uno de sus componentes.
Como se sabe, Aloïs Riegl era vienés, es decir “cacaniano”, en palabras de Robert Musil, que tenía veinte años más que aquel. Esa procedencia de la obra de Riegl no es indiferente. El sentido particular de la historia y de lo que es considerado vorbei, en el sentido típicamente vienés, como lo sugiere la novela de Musil, El hombre sin atributos, son solidarios.
El componente de retroducción es importante en cuanto determina la naturaleza de lo que pide ser restaurado, pero sobre la base de hipótesis o de reconstrucciones en el presente de lo que es atribuido al pasado o a un estado supuestamente originario, con un anhelo que apunta a ser conservado en el futuro.
con el presente, según que tienda a preservar su propia memoria o a borrarse ante lo que se producirá.
Para el conservador-restaurador, se podría decir que la historia tiene un sentido “filosófico”. Ella está enclavijada en sus gestos, como el compromiso ontológico e histórico que se encuentra implicado en ella, incluso si ese compromiso no es asumido como tal, en la plena conciencia de lo que ahí hay, envuelto, de relación con el pasado que se constituye a partir de opciones ancladas en la cultura presente, esta misma comprometida en sus propios procesos de transmisión. Esta situación es trivial: no se puede desatar el tiempo y lo que se le sustrae, a título de lo que se constituye como objeto, monumento o saber, solo es el producto de una fijación cuyos solo méritos dependen de la inteligencia o el placer que ella nos da.11 El resultado puede ser más o menos sólido, más o menos estable, pero la mejor garantía de esa estabilidad (relativa y siempre precaria) sigue residiendo en su adaptabilidad. La variabilidad es una de sus dimensiones mayores.
Estas breves observaciones permiten entrever por qué la conservación-restauración no se resuelve en un conjunto de cuestiones y de procedimientos técnicos, aun cuando los medios que nos ofrecen las ciencias y los instrumentos que ellas ponen a nuestra disposición desempeñan un papel cada vez más importante.12 Sería una ingenuidad creer que los problemas y las opciones que ahí se encuentran implicados, el sentido que toman, pueden resolverse en una presunta tecnicidad, y sería un error creer (ambas convicciones pueden resultar estrechamente solidarias) que la conservación y la restauración deben orientarse hacia un origen o a un estado de origen definido en los términos de una pureza o de una absolutidad, en las cuales se reabsorbería pura y simplemente su significación.13 Ciertas nociones –y también ciertos hábitos–, como los de la intención y de la autenticidad se manifiestan, a ese respecto, embarazosas y ambiguas, en la medida en que reducen a una sola dimensión
Las tesis que aquí sostengo están en relación con ideas desarrolladas en otras obras y en otros terrenos. Grosso modo, el hilo conductor es que lo que se presenta bajo la condición de objeto o de una concreción cualquiera no puede ser comprendido sino en relación con complejos de acciones y de interacciones en las cuales están envueltos. Esos complejos son de naturaleza social; participan de la constitución y de la reconstitución de lo social, incluso en las producciones más individualizadas.
Los medios de análisis que ofrecen hoy las técnicas y los instrumentos sofisticados de los que se dispone en el análisis de los materiales, en cuestiones de datación, etc. El ejemplo más significativo es sin duda el del acelerador de partículas AGLAE (Accélérateur Grand Louvre d’Analyse Elémentaire).
Sin embargo, es lo que está en el trasfondo de muchas ideas, cuya línea de fuga es una concepción de la restauración que se emparienta con el revival. En el fondo, el camino del restaurador está sembrado de emboscadas: el revival y la “reparación” constituyen sus dos extremos.
(psicologizante) las condiciones que entran en la constitución de un objeto y en lo que le da su sentido.14 Los objetos con los cuales hay que vérselas son lo que se llaman “objetos intencionales”,15 pero esto significa, en primer lugar, que son de naturaleza relacional, es decir que están constituidos por una red de relaciones integradas a un proceso de generación que se concretizan en la producción de un objeto, estando ellas mismas ligadas a la percepción que es permitido tener de él y a las condiciones implicadas en esa percepción.16 Al comparar el tipo de situación que eso implica con la que caracteriza un texto presentado a la lectura, se obtendrían tres modalidades de intención: la intentio auctoris, la intentio lectoris y la intentio operis.17 La primera es la del autor o del artista (que no se disocia del proceso de elaboración, por lo menos en cuanto las intenciones se modifican en el curso de un recorrido, de manera que ellas interactúan); la segunda es la del lector o del espectador (la lectura, como comprensión y como atribución de significaciones); la tercera es la del texto o de la obra, como se quiera; esta se determina según su supuesta independencia, es decir como en función de las significaciones que añade. El sentido que da un lector al texto de un autor no coincide necesariamente con el que posee a los ojos de este; puede alejarse de él, puede enriquecerlo o empobrecerlo.18 El sentido que el
La intencionalidad, concebida como esa dimensión de la conciencia que se manifiesta en las intenciones resulta ya en sí misma suficientemente problemática desde que se tiende a referirle acciones que se supone se relacionan con ella y en ella encuentran sus sentidos. Ver sobre este punto el estudio clásico y capital de Elizabeth Anscombe. Intención (traducción de Ana Isabel Stellino. Madrid, Paidós, 1991). Las dificultades de esa noción se acrecientan aún más desde el momento que se la representa a imagen de una acción finalizada aún no actualizada. La psicología de los estados mentales se convierte entonces en la clave presunta de lo que ahí ocurre.
La expresión es de Husserl, en un estudio de 1894: “Über intentionalen Gegenstand”. No entro aquí en los debates ligados a esta noción en Husserl, y originariamente en Brentano y Twardowski. Llamo aquí “objeto intencional” al objeto al cual se refieren las intenciones, las cuales son ellas mismas definidas como referidas a un objeto.
Cuando se trata de obras de arte o de artefactos con dimensión artística, esas condiciones entran especialmente en la categoría de las condiciones de activación o de implementación, a las cuales Nelson Goodman atribuía un rol mayor. Ver Nelson Goodman. L’art en théorie et en action (traducción del inglés y postfacio de Jean-Pierre Cometti y Roger Pouivet. Paris, Gallimard, 1984, pp. 69-134), así como “L’activation des œuvres d’art”, traducción del inglés de Jean-Pierre Cometti, en Nelson Goodman et les langages de l’art (Cahiers du Musée National d’Art Moderne, N° 41, 1992, pp. 7-13). Se puede ir más lejos y hablar de “condiciones de arte”, en el sentido del conjunto de los factores que hacen que en tal o cual condición “hay arte”. Ver mi libro: Art et facteurs d’art. Ontologies friables. Rennes, Presses Universitaires de Rennes, 2013.
Umberto Eco. Interpretación y sobreinterpretación. Traducción de Juan Manuel López Guix. Madrid, Ediciones Akal, 1996.
Ibid. Para que sea de otra manera, sería necesario que hubiera una estricta coincidencia entre las intenciones del autor y las del lector. En realidad, es necesario que ellas comuniquen, pero sin coincidir, a diferencia de lo que pasa en los casos soñados del lenguaje artificial o los códigos de toda especie.
autor le atribuye no constituye sino un episodio, junto a todos los que nacerán bajo el efecto de las múltiples y variadas activaciones, sin las cuales lo que se a leer, ver o escuchar sería parecido a una estrella muerta. Si bien es el lector o el espectador el que, por definición, tiene siempre la última palabra, la intentio operis es ese postulado que permite acreditarle a la obra una significación intrínseca y casi residual –bajo el efecto de una “retroducción”–, y que permite aparentemente descartar, como no pertinentes, ciertas interpretaciones. En este punto, el realismo estético hace su agosto. Pero sigue en pie la cuestión de saber en qué consiste tal contenido, perfectamente paradojal, si al menos hay que admitir que no podría ser disociado del juego y de los efectos de las otras dos clases de intentio, es decir las relaciones en las cuales todo objeto está cautivo, en cuanto se le atribuye un sentido.
Aquí nos encontramos frente a los principales rasgos de toda situación semiótica y a una versión de lo que Charles Sanders Peirce llamaba la “semiosis”,19 de la cual todo signo es indisociable; lo que se da (cuando se lo aísla) como intrínsecamente provisto de significación no es sino el producto separado, y en consecuencia abstracto. Para analizar el sentido, es necesario establecer el proceso del cual todo signo es parte receptora, lo cual quiere decir también las condiciones de activación que se encuentran implicadas en las diversas situaciones de las que ellas forman parte. Ningún signo posee un sentido independientemente de lo que lo liga a las condiciones de uso, las cuales pueden por cierto estar solidificas, sedimentadas, como lo están en los hábitos de lenguaje y en nuestras creencias, sin emparentarse, sin embargo, con una naturaleza. Ocurre aquí como con el lenguaje en Wittgenstein: poniendo las palabras en circulación tenemos las mejores chances de no llegar a ser víctimas de las imágenes que nos convierten en sus cautivos.20
Historicidad e intentio
Estas consideraciones no dejan de tener importancia para la conservación-restauración. Si la significación de un objeto y el valor que se le acuerda (a título de postulado implicado en el proceso como tal) es lo que justifica su conservación, conservar no puede consistir en una preservación ilusoria de lo que constituye el sentido y el interés primitivo,
Ver Charles Sanders Peirce. Écrits sur le signe. Reunidos, traducidos y comentados por Gérard Deledalle. Paris, Seuil, 1979. La semiosis, es decir, el proceso de producción y generación de los signos es un efecto de la relación que asocia todo signo a un objeto y a un interpretante.
La expresión es de Wittgenstein. Ver Ludwig Wittgenstein. Investigaciones filosóficas. Traducción de Alfonso García Suárez y Carlos Ulises Moulines. Barcelona, Crítica, 1988, reimpr. 2008.
porque este se concibe solo en una relación mediata implicada en las decisiones tomadas a su respecto, a diferencia de todas las otras clases de objetos cuyo estatuto no recomienda nada semejante. El objeto no se designa a sí mismo para una atención de ese tipo sino en razón de su historicidad, es decir, o bien de su pertenencia a una historia (pasado) de la cual depende el interés que presenta a nuestros ojos; o bien de su pertenencia a un presente que le atribuye por adelantado el valor futuro de una herencia, de modo que en los dos casos, el objeto considerado conjuga en sí las tres dimensiones elementales del tiempo, como si le correspondiera mantener la unidad de este.21 La situación con la que hay que enfrentarse, entonces, es semejante a la de todos los objetos semióticos: el objeto (el símbolo) con el cual hay que vérselas se inscribe en una semiosis que lo sitúa en un punto que obliga a incluir tres tipos de intentio, sin privilegiar ninguna, salvo tal vez la necesidad de regularse según la que (a menos a título de postulado) parece apta para poner un límite a la interpretación: la intentio operis. Esta, sin embargo, no puede tener más que un rol regulador y no podría ser tratada de una manera tal que fije la semiosis en un ilusorio punto final que anularía el sentido de su modo de proceder. Por eso “conservar” o “restaurar” no tienen nada que ver con la preocupación de preservar de alguna manera un sentido definitivo ni exclusivo. Veremos más adelante lo que emparienta el proceder del conservador-restaurador con la investigación, en el sentido que Peirce y los filósofos pragmatistas dieron a ese término; se supone que la investigación, exactamente como la semiosis mantienen una apertura que constituye su condición; ella debe, al mismo tiempo, precaverse de los procedimientos o de las hipótesis susceptibles de bloquear esa apertura. Las finalidades de la conservación son de un tipo que excluye igualmente todo expediente de esa especie.
Esas exigencias no dejan de presentar dificultades. ¿Qué sentido darle a lo que, con Umberto Eco, hemos llamado la intentio operis, la única capaz, aparentemente, de trazar un límite entre las hipótesis pertinentes o legítimas (sin abandonar, empero, la idea de su pluralidad) y las que deben ser descartadas, y más precisamente, la única capaz de poner fuera de circulación todo lo que pudiera relacionarse con una “desafinación” en el tratamiento de las obras? Por otra parte, en la medida en que la semiosis se inscribe igualmente en una dimensión vertical o diacrónica,
¿qué parte hay que acordarle a los diferentes momentos que son constitutivos de ella?
Es apenas necesario decir que bajo ciertos aspectos, la conservación incluye una apuesta respecto de un porvenir del cual nadie es dueño, incluso si las opciones asumidas en el presente, cuando ellas se concretizan en actos, pueden contribuir a su orientación. Si la historia es contingente, nuestras acciones pueden tener una influencia en ella.
La idea de una intentio operis se asocia de hecho con la preocupación que los conservadores manifiestan muy frecuentemente a propósito de la “intención”; en esto se forman un grupo común con los autores que, en filosofía del arte, hacen de la intención (del artista) la piedra angular de las obras, es decir, de lo que hace que las obras de arte sean lo que son (de su identidad). Si las observaciones que preceden son justas, es un error o una ingenuidad poner entre paréntesis la intentio lectoris o pensar que la intentio auctoris coincide con la intentio operis. El conservador, quiéralo o no, está de todos modos en la posición del lector. La cuestión no puede consistir, entonces, en abrir un acceso a la intentio operis, concebida como el conjunto de la propiedades intrínsecas y significativas de la obra, ni de hacerla coincidir con la intentio auctoris; y aún menos, sin duda, de confiarse a alguna intuición que recurriría a la intentio lectoris, sino en llegar a determinar la parte respectiva (los contrastes eventuales), en beneficio de una coherencia, es decir de una hipótesis de sentido en torno de la cual pueden armonizar las inevitable disonancias, sin pretender reabsorberlas totalmente, ni sustraerlas a otros posibles abordajes, ligados a preocupaciones futuras que nacerían de una reconfiguración de la intentio lectoris.22
Sin ninguna duda hay que resolverse: en general, nuestra percepción y nuestra comprensión de las obras de arte son función de las condiciones y de los intereses que no coinciden con los que fueron contemporáneos a la aparición de aquellas. Aquellas pueden alcanzar una relación de coherencia con estas, en la medida en que se sitúan o pueden situarse en la continuidad de las condiciones que marcaron su emergencia, pero el precio a pagar es precisamente este: no se puede “hacer presente” sin incluir en el presente lo que no le pertenece. ¿Qué interés tendría la conservación sin ese principio, y con ella todos nuestros afanes por la memoria? Una prueba peculiar de esto es la visión común que coincide en reconocer como “obras maestras” las obras que mejor resisten al tiempo, es decir que responden o son las más propicias a un interés renovado.23
Permítaseme añadir, para evitar malentendidos, que en el uso que hago de esas nociones no entra para nada lo sicológico. La famosa “subjetividad”, tan recurrida, no es sino un señuelo, una suerte de fantasma bajo cuya capa se oculta un anclaje social concentrado en las “habitualidades de la acción” (de las creencias, de los hábitos).
Ver Ricardo Ibarlucía. “À quoi servent les chefs d’œuvre?”, traducción del inglés de Jean-Pierre Cometti, en Il Particolare. Art-Littérature-Théorie critique, N° 25/26, Marsella, 2012, pp. 27-48, 2013 (“Para qué necesitamos las obras maestras”, en Boletín de Estética, Año VIII, N° 20, 2012, pp. 49-74/”Why do we need Masterpieces”, en Gert Melville y Carlos Ruta (eds.): Life Configurations. Challenges of Life: Essays on Philosophical and Cultural Anthrpology, 1. Berlin/ Boston, De Gruter, 2014, pp. 213-232). El autor muestra en ese escrito de manera luminosa la capacidad de las obras maestras para responder a las expectativas y a las circunstancias imprevisibles y a las que nada las destinaba. En este caso, y en el lenguaje de Eco, la intención del lector juega un rol que renueva de alguna manera las otras dos intenciones.
Aquello que tenemos tendencia a considerar –cediendo a una hipótesis metafísica– como intrínsecamente perteneciente a las obras, probablemente no sea sino la figura de equilibrio (necesariamente precario) de lo que distingue, a veces hasta la distorsión, la intención del autor de la del lector, la del artista de la del observador.24
Tenemos entonces todas las razones para relativizar el lugar generalmente acordado a la intención en la determinación y el cumplimiento de los fines de la conservación. De ninguna manera resulta obvio que el objetivo buscado sea (deba ser) preservar lo que se presenta como la intención primera del artista, lo que preside a la creación de la obra. La significación de esta no se agota en ello. O mejor, si el caso fuera tal, ese agotamiento marcaría al mismo tiempo el de la obra misma.25 Tampoco resulta obvio que lo que se tiene por tal (la intención) sea decisivo al punto que se le deba acordar un rol privilegiado. Además de las razones que tienden a limitar su alcance, están todas aquellas que militan contra lo que se ha llamado el “sofisma intencional”: ¿cómo podría uno asegurarse de esas intenciones y qué pasa con las cualidades no intencionales de la obras, suponiendo que se pueda discernirlas?26 Pero sobre todo está el hecho de que lo que bautizamos con el nombre de intención no se distingue del conjunto de los gestos, de los pensamientos y de las operaciones que se determinan en la génesis de una obra, de la misma manera que no se puede disociar la intención del acto,27 de modo que es siempre a partir del acto como postulamos la intención.28 Esta aseveración puede parecer exagerada y reduccionista. En el caso de las obras de arte y de los objetos intencionales, se apoya en una primera
Umberto Eco suministró ejemplos en la obra citada: la interpretación de Dante por Rossetti, como ejemplo de “sobreinterpretación”, hasta la interpretación delirante (Los límites de la interpretación. Traducción de Helena Lozano. Barcelona, Lumen, 1992). Aunque opuesta en principio, el deseo de “restaurar” las condiciones y las intenciones originarias de una obra pueden resultar igualmente engañosas, como lo muestra el ejemplo de la música barroca. “Mirador” es el término empleado por Duchamp en su célebre máxima: “Es el mirador el que hace el cuadro”. El ready made es aquí un ejemplo excelente. La famosa “libertad de indiferencia” duchampiana es su correlato, pues toda la cuestión consiste en saber hasta dónde puede ser radicalizada. Si debiera serlo hasta el punto de una “ausencia de cualidades”, resultaría obvio que la intentio operis de Eco perdería su pertinencia (salvo que se la interpretara, como lo he hecho arriba, es decir como un efecto de objetivación y de reificación).
Ver nuevamente las reflexiones de Ricardo Ibarlucía en “À quoi servent les chefs d’œuvre”, op. cit., especialmente pp. 36-38.
Ver Monroe C. Beardsley. Aesthetics: Problems in the Philosophy of. Criticism, 2ª edición. Indianapolis, Hackett Publishing, 1981. Un ejemplo: si un libro o un film resulta divertido para tal o cual público, suponiendo que esa cualidad sea “involuntaria”, ¿hay que dejar de reírse?
Ver Anscombe, Intención, op. cit., en consonancia con lo que la crítica wittgensteiniana permitiría establecer. Ver también Michael Baxandall. Les formes de l’intention. Sur l’explication historique des tableaux. Nimes, Jacqueline Chabon, 1991.
Solo las acciones y sus consecuencias pueden “hacer la diferencia”, conformemente a la famosa máxima pragmatista: “Una diferencia debe hacer la diferencia”.
evidencia: que seamos restauradores, críticos o historiadores, las obras que llaman nuestra atención se nos presentan en la experiencia de su materialidad. Ellas entran bajo ese título en un complejo de relaciones que se determina por relación con otros objetos, presentes, familiares o no, en relación con nuestros intereses, nuestras capacidades de atención, sus usos potenciales, los enunciados a los cuales ellas pueden dar lugar, en situaciones de interlocución efectivas o potenciales, etc. Dadas esas condiciones, las obras de arte toman un sentido y pueden concluir ahí, pero una atención específica les presta inevitablemente un “rostro”, donde se reconocen otros “rostros”, que las restablecen en la continuidad de otro sentido, el de las condiciones que les han dado nacimiento, al que no accedemos directamente, sino por el camino de una inducción. Una imagen lleva en sí misma, a este respecto, de manera inmanente, lo que Hegel consideraba como la marca del espíritu por la cual ella es imagen.29 Lo que llamamos “intención” es siempre inducido, más que intrínsecamente presente, por el efecto de lo que Peirce llamaba una retroducción.30 Las perspectivas que pretenden ignorar todo lo que en ella hay de construcción solo logran momificar las condiciones de la intención al vaciarlas, así, del sentido que son susceptibles de asumir para quien quisiera situarlas en un contexto de intereses más amplio.
El objeto no basta. Este tiene que prestarse a una operación que no es solo la del producto del arte, sin de su reconocimiento. Para mayor claridad, esto se puede decir de otra manera. Si la intención es inducida, habiendo estado en un primero momento postulada, es porque todo artefacto funciona como una imagen, la cual lo ejemplifica sin reducirse a un episodio mental.31 La intención, así comprendida, es como el doble de lo que constituye un objeto como polo de sentido, pero es el acto, más que el individuo, el que es su depositario, y el acto como tal –o el encadenamiento de actos– arraiga en condiciones que solo en apariencia son individuales. Estas recubren, además, un conjunto de componentes que se mezclan con disposiciones, hábitos de acción y la puesta en acción de recursos que indican su pertenencia a un contexto social. Richard Wollheim, para explicar cómo lo que está incluido en un objeto, a titulo de intención, puede, sin embargo, ser comprendido por quien en
Ver los comentarios de Hegel, en su crítica de la mímesis en sus Lecciones de estética.
Traducción de Alfredo Brotóns Muñoz. (“Introducción”). Madrid, Akal, 1989. 30 Ver Peirce. Ecrits sur le signe, op. cit.
La affordance, en el sentido que James G. Gibson le dio a esa palabra (“The Theory of Affordances”, en Robert Shaw y John Bransford (eds.). Perceiving, Acting, and Knowing: Toward an Ecological Psychology. Hillsdale, Nueva Jersey, Lawrence Erlbaum, 1977, pp. 67-82) es una manera de dar cuenta de esa propiedad. La nocion de agency, en el sentido de A. Gell esta vez, puede también aportar lo suyo. Estas nociones, sin embargo, no son aplicable sin implicaciones filosóficas relativamente pesadas que no se pueden analizar aquí.
apariencia le es extraño, apelaba a lo que Wittgenstein llamaba una “forma de vida”.32 Por este motivo el mito del lenguaje privado (con el cual se vincula con tanta frecuencia la idea de intención) no es congruente.33 Pero, puesto que la polaridad según la cual se ordena este reconocimiento es doble, es necesario que esta “forma de vida” sea común. A veces lo es, y esto es lo que justifica los presupuestos de una definición histórica del arte;34 a veces no lo es, según que la distancia temporal compromete su principio o que la distancia cultural parece prohibirlo.
Entonces hay que apelar a lo que el mismo Wittgenstein llamaba las “relaciones intermediarias”, es decir a proximidades o a imágenes en espejo que nuestra propia cultura, en lo que presenta de extraño o de extranjero a nuestros propios ojos, pone sin embargo a nuestra disposición.35 Los objetos etnográficos suponen procedimientos de ese género, salvo que les apliquemos, pura y simplemente un esquema etnocéntrico. Es posible, sin embargo, evitarlo, como lo veremos, si uno logra liberarse de las trampas del exotismo y de una visión de la historia y de las culturas estrictamente bipolares. En un sentido, es una cuestión de comparaciones. Marcel Détienne sostenía, paradójicamente, que solo se compara lo incomparable, y Clifford Geertz no vaciló en desarrollar dos investigaciones sobre dos ciudades a primera vista incomparables por su inserción geográfica, su contexto cultural y económico, etc.36 Igualmente, más recientemente, en su libro sobre Florencia y Bagdad, Hans Belting estudia dos paradigmas en apariencia inconmensurables, del cual espera clarificaciones que el análisis de un solo lugar no le permitiría esperar.37
Richard Wollheim. L’art et ses objets. Traducción del inglés de Paul Thies. Paris, Aubier-Montaigne, 1994.
Sobre el lenguaje privado, ver Wittgenstein. Investigaciones filosóficas, op. cit., así como mis comentarios en Wittgenstein et la philosophie de la psychologie. Paris, PUF, 2004. El “lenguaje privado”, es decir un lenguaje que encontraría su fuente en el fuero interno de una persona, que sería el único que conocería su sentido, es un absurdo puro y simple, en la medida en que le faltaría todo criterio, al no haber lenguaje sin regla ni criterio.
Ver J. Levinson. “Une définition historique de l’art”, en: L’art, la musique et l’histoire. Traducción del inglés de Jean-Pierre Cometti y Roger Pouivet. Paris, L’Eclat, “Tiré-à-part”, 1998.
Ver L. Wittgenstein. Observaciones a La rama dorada de Frazer. Traducción de F. J. Sábada Garay. Tecnos, 2008. Los datos del problema son los siguientes. Las concepciones que, tratándose de una cultura, de un lenguaje o de comportamientos, privilegian una visión marcada por la noción de estructura, desembocan fácilmente en situaciones de incomparabilidad (incluso de inconmensurabilidad). En cambio las visiones pluralistas que privilegian la pluralidad y la heterogeneidad autorizan más las comparaciones, la visión de los parentescos y, en consecuencia, las clarificaciones recíprocas.
Marcel Détienne. Comparer l’incomparable. Paris, Seuil, 2000. Clifford Geertz. La interpretación de las culturas. Traducción de traducción de Alberto L. Bixio, revisión técnica de Carlos Julio Reynoso. Barcelona, Gedisa, 1992.
Hans Belting. Florence et Bagdad, une histoire du regard entre Orient et Occident. Traducción del alemán de Naïma Ghermani y Audrey Rieber. Paris, Gallimard, 2013. En este importante libro, Belting muestra cómo se constituyen dos miradas ordenadas, una a la imagen, la otra, a una visión sin imagen, de la cual el islam es el polo mayor.
El mismo y el otro
Las dificultades que esos procedimientos están destinados a disipar acechan al conservador-restaurador como al historiador o al antropólogo desde que cedan a la ilusión de un sentido o de condiciones que bastaría “des-cubrir”, como se descubre un continente oculto. Todavía estamos solo a mitad de camino. En efecto, suponiendo que el conservador-restaurador, en los procedimientos de investigación que hay que asumir, se regula según un procedimiento atento a la situación que acabamos de describir, y en consecuencia, al juego complejo de las relaciones que presuponen las finalidades que él persigue respecto de un objeto dado, ¿qué lugar debe darles a los diferentes episodios que pertenecen a su historia, es decir a la peripecias que han marcado los usos de este en el tiempo, incluidos los tratamientos de conservación o de restauración anteriores?
Los debates, incluso las discusiones que pertenecen a la historia de la conservación muestran hasta qué punto las opciones pueden ser distintas y subordinadas a concepciones eventualmente incompatibles.38 La historia del tratamiento de las lagunas basta por sí misma como testimonio de esa situación. La prudencia de lo que hoy funciona como deontología prohíbe toda intervención que se enmascare como tal y que pueda resultar desastrosamente definitiva.39 La deontología, desde ese punto de vista, ha integrado uno de los principios mayores de la investigación, la falsabilidad y la reversibilidad.40 La cuestión se relaciona, sin embargo, con lo que se representa como la identidad de un objeto o de una obra, la cual depende también de su régimen propio, aspecto que por ahora dejaremos de lado.
Si la identidad es, en efecto, lo que conviene preservar41 (en el caso de la conservación como en el de la restauración), ¿qué estatuto conviene otorgarles a los episodios que, perteneciendo a la historia de un objeto, parecen haber afectado su presunta identidad? Además de las reservas precedentemente expresadas sobre lo que podría ser considerado como propiedades intrínsecas y originales que uno podría sentirse tentado a erigir como principio de identidad (si se trata de un objeto perteneciente
Ver Conti. A History of Restoration and Conservation of Works of Art History, op. cit. Esa incomparabilidad se ilustra, por ejemplo, en los preceptos defendidos por Viollet-le-Duc y en las teorías que se le oponen, como la de Grandi, anteriormente evocado.
Existen, evidentemente –y desdichadamente– numerosos ejemplos (ver James Beck. Art Restoration. The Culture, the Business, the Scandal. New York, Norton and Co., 1996).
La idea de investigación incluye la de reversibilidad. Las hipótesis son falsables. La “reversibilidad”, en el caso de la restauración, excluye las “soluciones” decisivas y exclusivas.
Más que la “autenticidad”.
al pasado, ellas son inducidas; si se trata de un objeto perteneciente al presente ellas son solidarias con una descripción que difícilmente puede pasar por exclusiva), uno esta prácticamente obligado a considerar que la identidad de una cosa, si debe ser comprendida como un principio de permanencia, se concibe más a la luz de las peripecias de una transmisión que bajo el solo principio de una relación milagrosa que permitiría acceder a su estado original. En la célebre imagen del barco de Teseo, retomado por Neurath y enriquecida por David Lewis, si el navío que llega al puerto, después de haber enfrentado las peores tormentas y haber sido reparado en consecuencia, es realmente el mismo que el que había partido como una audaz carabela, es porque las reparaciones efectuadas se inscriben en una transición continua.42 Los materiales pueden ser totalmente diferentes a los materiales de la partida. Materialmente hablando, partes extra partes, no es el mismo navío; no ha conservado otra cosa que el nombre, y tal vez en parte la forma, porque, en el curso de las reparaciones sucesivas, los carpinteros la han respetado. También podrían no haberla respetado. De la misma manera que la misma obra de arte ha podido o no ser el objeto de cuidados atentos, destinados a respetar sus propiedades comparables.43 Además, hay casos en que –como en el Noé y el Adán de David Lewis, se llega a un resultado híbrido, no ya a Noé o a Adán al final de la cadena, sino a algo así como Noán.44 Existe la costumbre de pensar que un objeto, aunque se transforme y, en consecuencia, se degrade, como todas las cosas corruptibles (sin lo cual no se daría el propósito de conservarlo ni de restaurarlo), adquiere con el correr del tiempo aspectos o propiedades que participan del valor que se le da y de la atracción que ejerce sobre nosotros. Si esta idea está difundida y si en general es convincente (en cierto sentido debe ser justa), es porque el interés que le atribuimos a ese objeto reside en su duración, y entonces en la temporalidad que se encuentra inscripta en él, más que en su sola pertenencia a un momento t del tiempo. Por una parte, ese instante no sería nada si nosotros no estuviéramos ligados a él mediante un hilo que se extiende por una duración que puede ser muy larga; por otra parte, lo que cuenta en un acontecimiento o en ocurrencia del tiempo, son sus consecuencias.
En otras palabras, las reparaciones están encadenadas y ese encadenamiento ha sucedido etapa por etapa, cada etapa partiendo de los efectos de la etapa anterior. Sobre Adán y Noé, ver David Lewis. De la pluralité des mondes. Traducción de Marjorie Caveribère y Jean-Pierre Cometti. Paris, L’Eclat, “Tiré-à-part”, 2007.
Se puede pensar en casos extremos de “mal-intencionalidad”. Un ejemplo reciente apareció en la prensa a propósito de la “restauración” pretendida de un “Cristo” de Elicia García-Martínez en Borja, en España.
Lewis. De la pluralité des mondes, op. cit.
Ahora bien, estas no constituyen solo las condiciones bajo las cuales está permitido hablar de él, interesarse en él y reconocerle un sentido y un valor, sino que ellas se extienden mucho más allá del acontecimiento mismo al difundirse en la historia y en el cuerpo social, es decir en las creencias comunes y en lo que nos ha sido transmitido de mil maneras.45 La conservación-restauración tiene que vérselas con esto y, en consecuencia, con una “identidad” que se nutre de las circunstancias que, si uno debiera hacer abstracción de lo que ellas inducen, no dejaría subsistir sino un referente vacío y sin interés (una pura tautología). Conservar no es conmemorar, aunque las conmemoraciones aportan lo suyo. Pasa lo mismo con los cumpleaños. Lo que se festeja no es el nacimiento de un individuo, es la duración de su vida y los cambios que se han producido en ella. Al final, el nacimiento, como la muerte, según las palabras de Epicuro: ¡no es nada!
La historia está hecha de lo que hoy gusta denominar reconstitución o reenactment, viendo ahí posibilidades que dependen de la restauración.46 Por un lado, ese punto de vista es justo; por otro, se disuelve en procesos mucho más comunes de lo que se estima es la especificidad del acto de restaurar. ¿Es necesario ver en ello un efecto de lo que se proclama a veces como el “fin del arte”, incluso como el “fin de la historia”? Volveremos sobre el tema. Si una cosa se deriva de esto es que, en todo caso, las cuestiones de identidad implican paradójicamente procesos que no se pueden dejar de plantear, ni pueden resolverse en la simple ecuación a = a. No tener en cuenta esto equivale a alimentar una ficción incompatible con la idea misma de restauración.
La principal víctima de ese estado de cosas es la idea de propiedades intrínsecas, concebidas como determinando las finalidades de la conservación o la noción misma de “obra de arte”. La filosofía formula aquí un alegato contra la metafísica, como intentaremos convencernos con mejores fundamentos más adelante. Tal vez ella permita entrever, a condición de adoptar un punto de vista descentrado, todo lo que la noción de identidad (por cierto todavía más que la de autenticidad) recubre, para no decir concentra, de un privilegio acordado a la permanencia y a las instituciones del sentido que a ella contribuyen.
No hace falta decir que las conmemoraciones aportan lo suyo, así como los libros de historia y los monumentos.
La terminología que designa ese tipo de proyectos varía; ella consiste en una reiteración de lo que ocurrió. Sus principios son estudiados más adelante.
Lo que las obras de arte dicen a la filosofía
A pesar de las observaciones que preceden, la idea de que la conservación y la restauración pueden tener que ver con la filosofía no es algo que resulte obvio. Pocas son las filosofías que se han interesado en el tema, y las prácticas que entran en ese campo hoy tan profesionalizado le fueron extrañas durante mucho tiempo. Esta situación cambió sensiblemente con el eco que tuvieron en ese dominio, en una época relativamente reciente, ciertas ideas, comenzando por las que Cesare Brandi expuso en un pequeño libro: Teoría de la restauración, publicado en 1963.47 Desde esa fecha, el libro de Brandi hizo escuela y las concepciones que propuso adquirieron un alcance que le confirieron un lugar y una significación muy notable en ese dominio.
Cesare Brandi es autor de una obra abundante que abarca toda suerte de cuestiones, sin relación directa con la conservación–restauración, aunque ella esté esencialmente centrada en el arte y la historia del arte y aunque tenga la capacidad de inducir consecuencias que se cruzan con los presupuestos de la conservación– restauración, así como con las concepciones que entran en el discurso filosófico sobre el arte y las obras de arte.48 Por otro lado, su Teoría de la restauración se hace cargo de las implicaciones de esto, revelando así lo que vincula las concepciones del arte y los principios que orientan las formas de relación con las obras destinadas a preservar memoria de estas por su inscripción en un presente renovado. La “teoría” de Brandi no solo es instructiva en cuanto aporta una clarificación sobre las normas que operan en la práctica del conservador-restaurador, así como sobre las preocupaciones o los problemas que se manifiestan en ella; ella es reveladora de las relaciones que asocian un pensamiento a una práctica, una práctica a una ontología (a veces solo implícita) y a todo un conjunto de condiciones que se articulan con instituciones, un marco de valores, de dispositivos jurídicos y una economía del arte, en torno al cual emerge un mercado, fenómeno que constituye un polo mayor.49
Cesare Brandi. Teoría de la restauración. Traducción y notas de María Ángeles Toajas. Madrid, Alianza, 2002.
Ver especialmente Brandi. La fine dell’avanguardia, a cura di Paolo D’Angelo. Macerata Quodlibet, 2013 y Morandi. Pistoia, Gli Ori, 2008, así como Theoria generale della critica. Turin, Einaudi, 1974. El libro sobre el fin de la vanguardia está compuesto de escritos que datan de 1949. Brandi cuestiona ahí un paradigma fundado en la idea de ruptura, que él relaciona con el romanticismo, de una manera con frecuencia polémica, atacando todo lo que le hace eco en el mundo moderno, desde el cine, el deporte, el jazz, etcétera.
Su Teoría de la restauración de 1964 gana en valor si se la pone en relación con sus escritos sobre las vanguardias de 1949. Lo que esos escritos cuestionan y critican con dureza, se prolonga en una suerte de reelaboración (après-coup) marcada por el sello de la exclusión. La concepción de la obra de arte sobre la cual se regula su teoría de la restauración corresponde prácticamente a lo que las vanguardias radicales habían criticado vigorosamente. Basta con medir lo que se encuentra implicado en los dos casos, social y económicamente, para comprender la naturaleza de los “implícitos” de la conservación–restauración, y en consecuencia de sus desafíos.
La cuestión de saber lo que está permitido esperar de una filosofía, ahí donde hay obras –o incluso objetos que no pertenecen forzosamente al arte, sino en un sentido más bien perimido– que se prestan a intervenciones que no son del orden de la “creación”, sino, más bien, de la “recepción”, está lejos de ser indiferente. Y es así porque, por una justa reversión de las cosas, esa pregunta nos obliga igualmente a interrogarnos sobre lo que las prácticas que rigen esas intervenciones aportan o “dicen” a la filosofía misma. El presente nace de ese cuestionamiento. En efecto, parte de la hipótesis de que si la reflexión filosófica es capaz de suministrar una clarificación sobre el tipo de experiencia a la cual están asociadas nuestras prácticas, esto solo puede ser así en la medida en que ella les presta atención, lo cual significa exactamente que también debe integrar los aspectos o los elementos que forman parte de ellas, incluidos los que exceden los hábitos y las rutinas, ahí donde salen a luz exigencias nuevas que no se podrían resumir, y todavía menos codificar, en un “vestido de confección” intelectual, cualquiera sea su prestigio, su fuerza de inercia o sus servicios prestados. Nietzsche sugería que la falta de “sentido histórico” es uno de los defectos de los cuales hay que cuidarse, y John Dewey, entre otros, mostró a qué tipo de peligro uno se expone cuando se sustrae las ideas al tiempo y a la historia que, primitivamente, acompañaron sus ímpetus y potencialidades. Puede ser que las ideas de Brandi, junto a muchas otras, es verdad, hayan contribuido a esa situación de ahistoricismo, aun cuando, al interesarse en la restauración como él lo hizo, mostró que los compromisos que están implicados en ella exceden en mucho las finalidades de una práctica que no se preocupara de los desafíos con los que se solidariza, del tipo de relación con el arte que ella transmite y contribuye a reproducir o de su propia facultad de examinar las expectativas que aquel implica.
El campo de la conservación-restauración es una mina de inspiraciones para el filósofo, en particular cuando toma el arte como el objeto de sus investigaciones y cuando el conservador-restaurador puede difícilmente eludir una reflexión sobre los conceptos que utiliza en su práctica en un momento en que, tal vez más que nunca, los recursos de un pensamiento crítico se le imponen tan imperativamente como las exigencias a las cuales se espera que responda de manera tradicionalmente ancilar.50
Ver Conti. A History of Restoration and Conservation of Works of Art, op. cit. El conservador-restaurador no es el artista (no lo es por su estatuto). Entre el artista y él está todo lo que separa históricamente las “bellas artes” de los “oficios”. Tampoco es el comanditario, al cual corresponde la iniciativa y que determina la naturaleza del pedido.
En ese sentido, este libro aboga por una doble emancipación. ¿A qué responden, exactamente, las finalidades de la conservación–restauración en un contexto como el de hoy? ¿Cuáles son el sentido y el valor de los procedimientos que la guían? ¿Cuáles son sus supuestos y cuál es su rol?
¿Qué filosofía moviliza esta en su tratamiento de las obras de arte y de los objetos que entran en su campo de competencia? ¿Cuál es la que mejor le permite encontrar una libertad permitiéndole dominar o renovar su sentido, ahí donde ese sentido parece estar ausente? En cuanto a la filosofía como tal, ¿qué puede aprender al respecto? ¿Qué clarificación está en condiciones de encontrar ahí, que pueda legitimar o cuestionar sus propios esquemas o sus propias certezas?
No hace falta decir que esas cuestiones, que por ahora no sigo multiplicando, no encuentran aquí “respuesta” en el sentido estricto, sino en el sentido de que hay el propósito de enfrentarlas. Si ellas pudieran encontrar en el intento alguna justificación en favor de una filosofía más atenta a los múltiples factores que rigen nuestras prácticas y las concepciones que ahí en se encuentran incluidas, ya sería mucho.
Ser y modos de ser
El eje que mejor permite apreciar lo que la conservación-restauración comparte con la filosofía y lo que ellas tienen en común reside en la ontología, designando con esta palabra muy simplemente el género de convicción que se aplica al ser o a los modos de ser de lo que existe, y a título de tal integra nuestras investigaciones. Nuestros análisis, en cualquier dominio que sea –el simple uso de la palabra “análisis” descansa sobre postulados de tipo ontológico–51 apelan a una ontología implícita que, planteada al comienzo a título de condición, se legitima la mayor parte de las veces por los resultados en que desembocan los procedimientos puestos en acción. La “ontología de las obras de arte”, para ilustrar rápidamente lo que estoy presentando, se analiza en las propiedades que nosotros les atribuimos –o que nosotros atribuimos a su funcionamiento– como aptas para calificarlos como “artísticos”, abstracción hecha de las condiciones y de los procesos a los cuales deben sus
Según un esquema de razonamiento que uno tiene todas las razones de considerar como un sofisma, se piensa que lo que es heredado tiene poder explicativo, según una inversión característica que está en la base de diversas formas de “realismos”, que se encuentran en filosofía, o simplemente en el “sentido común”. Se puede ver ahí un efecto de la reificación que desempeña un papel en las prácticas humanas, pero que, en filosofía, perpetúa un modelo parmenidiano que también privilegia el modelo de las “visiones del mundo”, del paradigma de la visión, de lo que es fijo, estable, uno, etcétera.
propiedades.52 Sin duda en esto respondemos a una tendencia, probablemente inevitable, que nos impulsa a convertir lo que se desprende de una experiencia condicionada en un postulado de esencia.53 La dificultad, que, sin embargo, no deja nunca de surgir, deriva de que ningún análisis, y a fortiori, ningún resultado, puede nunca ser considerado a tal punto como definitivo o exclusivo que no nos coloque, en tal o cual condición, en tal o cual momento, ante la obligación de continuar la investigación y, en consecuencia, de elaborar nuevos análisis o nuevos instrumentos de análisis, sin perjuicio de cambiar de ontología. La historia de la ciencia aporta ilustraciones en ese sentido. Nuestros procedimientos –análisis, descripciones, explicaciones, etc.– hace tiempo que han abandonado la tierra firma para echar anclas, sin embargo, con más seriedad y más durabilidad, integrando los principios de la investigación, a comenzar por la revisabilidad de principio de toda teoría y de toda hipótesis, incluyendo las mejor consolidadas.54
La conservación-representación no se encuentra en una situación diferente, aun cuando sus objetivos no son de “conocimiento” (de naturaleza “teórica”) propiamente hablando. Por un lado, debe remitirse a conocimientos (cada vez más, por razones a las que volveremos más adelante), ellos mismos bajo proceso de revisión y de revaluación, lo cual los convierte en susceptibles de renovación, con las consecuencias que afectan los usos que se hace de ellos; por otra parte, además de los medios que ellos ofrecen al conservador-restaurador, con mucha frecuencia ocurre que son movilizados por los artista mismos –como toda la historia del arte no cesa de mostrarlo–, de tal manera que las situaciones y los problema ante los cuales el conservador-restaurador se encuentra ubicado se plantean en términos que exigen inevitablemente ajustes; en fin, para abreviar, en la medida en que las situaciones y los medios no son estables (aunque también pueden serlo), los procedimientos de la
Remito a mi Art et facteurs d’art, op. cit, pp. 37-48. Lo que aquí se cuestiona concierne a la tesis de un “realismo” de las propiedades estéticas y/o artísticas. La posición que bosquejo aquí consiste en plantear que las propiedades a la cuales el realista atribuye ese estatuto están de hecho ligadas a condiciones (“condiciones de arte”) de las cuales este hace abstracción, aun cuando ellas son presupuestas por lo que él considera como propiedades de los objetos que retienen su atención.
John Dewey nunca dejó de denunciar ese sofisma que consideraría como típico de lo que llamaba “la teoría del espectador” (spectator theory) del conocimiento. Ver especialmente Expérience et nature. Presentado y anotado por Jean-Pierre Cometti. Traducción del inglés y posfacio de Joëlle Zask. Paris, Gallimard, 2013.
La investigación encuentra sus primeros elementos de definición en Peirce en “Comment se fixe la croyance”, en Œuvres philosophiques, publicadas bajo la dirección de Pauline Tiercelin y Pierre Thibaud. Paris, Le Cerf, 2002, vol. I, Pragmatisme et pragmaticisme, pp. 221-222. El objetivo de la investigación es desembocar en una opinión ahí donde inicialmente se ha impuesto una duda. Peirce, en ese texto estudia los diferentes métodos que permiten llegar ahí.
conservación-restauración, en lo que toman de la investigación, reclaman una conciencia crítica que debe traducirse en un análisis reflexivo de los medios a poner en acción (conceptual y prácticamente) en cada situación dada, ya sea que esta se aparte o no de las que han sido confirmadas por el uso.55
Esta evidencia –pero se trata más bien de una máxima de sabiduría y de racionalidad– se impone a la atención tanto más cuando tenemos que tratar con “objetos” o “fenómenos” culturales, es decir, con realidades que están en conexión directa con nuestras prácticas y nuestras instituciones, tales como ellas se constituyen en una historia que nunca se puede considerar acabada –a despecho de algunos eslóganes que encuentran cierto eco, mientras que la rueda gira y que nuestras actividades mismas contribuyen a hacerla girar.56 El conservador-restaurador lo sabe por
Estas observaciones exigirían precisiones que solo pueden aportar los ejemplos. Volveremos sobre esto, pero para dar ya una idea, resulta claro que una de las primeras preguntas que se le plantean al restaurador concierne a los usos a los cuales un objeto es asociado y/destinado, de modo que –bajo el aspecto de esos usos– el modo de funcionamiento que se le puede atribuir, según que ese funcionamiento apele a una totalidad unificada o a una heterogeneidad de principio. Esas preguntas pueden encontrar una respuesta en lo que se sabe del objeto; puede ser también que una investigación sea necesaria a ese respecto (de la cual dependerá en cierta medida la pertinencia de la “constatación del estado”, ¿qué propiedades deben ser admitidas como pertinentes?, ¿en relación a qué?) y que la reflexión deba tomar el camino de la abducción, en el sentido que Pierce daba a esa palabra. Ahora bien, lo que es “abducido”, así como lo que es inducido, nunca puede ser considerado definitivo o exclusivo. Además, según las consecuencias que se derivan de esos procedimientos, diferentes posibilidades de intervención se impondrán a la atención, la cuales no entran forzosamente en el mismo marco “deontológico”. Las preconizaciones mayores de Brandi, por ejemplo, se basan en el privilegio atribuido a las cualidades de forma, que dejan de ser pertinentes desde el momento uno trata con objetos que no se rigen por las leyes de totalidad, como es el caso, por ejemplo, de la mayor parte de las obras procedentes de las vanguardias. Véanse sobre ese tema las características que Peter Bürger pone en evidencia, a propósito de los “montajes” o de los “ensamblajes” en su libro Teoría de la vanguardia (traducción de Jorge García, prólogo de Helio Piñón, Barcelona, Península, 1997, pp. 137-149). A fin de cuentas, se entrevé aquí las razones por las cuales el modelo de investigación no consiste solo en los procedimientos que pertenecen a la conservación–restauración, sino igualmente en qué esos procedimientos mismos se abren a investigaciones que comprometen el estatuto de las obras o de los objetos, su inserción en las condiciones de producción, de recepción y de funcionamiento que las finalidades de la conservación-restauración permiten poner en evidencia, etc. La importancia que revisten los procedimientos de inducción y de abducción tal vez no haya sido tomada suficientemente en serio y no haya sido analizada hasta ahora por los “filósofos de la restauración”, los cuales se atienen frecuentemente a evidencias, desde ese punto de vista, o a modelos de investigación que han sido renovados o seriamente corregidos por las ciencias o la filosofía. En materia de abducción y de inducción, las reflexiones Peirce o de Goodman merecerían una especial atención. El breve estudio de este último sobre el “Nuevo enigma de la inducción” es especialmente recomendable para quien está convencido de que las propiedades en las cuales uno se interesa en conservación–restauración conjugan con los predicados ordinarios de las variables de tiempo y de presuposiciones pragmáticas completamente decisivas. Ver Goodman, Faits, fictions et prédictions. Prefacio de Hilary Putnam. Traducción del inglés de Yvon Gauthier revisada por Pierre Jacob. Paris, Éditions de Minuit, 1985.
Hoy se evoca un proceso que, en el punto en que está, marca la posesión del hombre sobre el mundo y la naturaleza a una altura del 90%, lo cual significa que la franja de lo que le escapa no ha cesado de reducirse.
experiencia, así como el historiador o el teórico del arte, el antropólogo, y como los filósofos deberían siempre recordarlo. No se trata solo de que los objetos con los cuales uno trata están efectivamente insertos en una historia, tanto como nuestros medios de investigación y las finalidades a las cuales responden; sino que también la disciplina y el campo de investigación mismo no pueden se separados de ella. La conservación-restauración, tal como se concibe y se practica, responde a una preocupación que se impuso en un momento dado –esencialmente en el siglo XIX– y en ciertas condiciones; los procedimientos que la constituyen, si quieren tener un sentido, no pueden considerar asegurada su perennidad. Sus objetos son objetos contingentes. Esto no quiere decir en absoluto que haya que ver ahí la marca de su vanidad, porque entonces sería necesario generalizar el principio y aceptar volcarse a un sentimiento de la vanidad de todas las cosas, sino que esto significa, al menos, que las finalidades perseguidas deben concebirse a la luz de las condiciones que les dan el sentido que les atribuimos, y que esto compromete al conservador-restaurador a asumir o no la herencia, en función de la imagen que le corresponde proyectar en un futuro deseable o recomendable que al mismo tiempo da sentido a nuestro presente. Queda claro que esta “responsabilidad” excede una visión estrecha y técnica de la disciplina, y es verdad que en cierta manera se podría decir lo mismo de muchas otras prácticas “profesionalizadas”, cualidad que parece ponerlas al abrigo de ese género de cosas.
Si hay una “filosofía de la restauración”, parece que hay que llevarla hasta ese punto, a imagen de las preguntas que plantean nuestras prácticas como nuestras creencias en cuanto dejamos de ver en ellas la expresión de alguna necesidad. Cuando se trata del arte, se puede por cierto tener el sentimiento que nada nos obliga a ello, y que tal vez no atenerse al estatuto “separado”, encerrado en las cualidades propias que pretende poseer, equivaldría a desdeñar lo que le da valor. Pero esto sería confundir dos cosas: las condiciones y las consecuencias. El aficionado al arte puede legítimamente entregarse a un gusto y a una práctica que hace pareja con las condiciones a favor de las cuales el arte adquirió el sentido y el estatuto que lo vuelve valioso a nuestros ojos. La colección, el museo, etc., son sus contrapartidas en sociedades que, como las nuestras, han investido en ellos parte de los valores en los que ellas se reconocen y en los que han forjado su “conciencia de sí”. Sin embargo, cualquiera que hace del arte un objeto de investigación o, como el conservador-restaurador, un objeto de intervención, que presupone a la vez su valor y su función social y cultural, no puede pura y simplemente adherir al habitus del aficionado al arte y adoptar las consecuencias de esa actitud y el enceguecimiento de rigor que implica. Pero como, sin embargo, tiene que tratar con expectativas que no están en relación con las de esta última actitud, debe jugar su papel, lo cual no ocurre –un poco como con los artistas, en definitiva– sin un sentimiento de incomodidad que su conciencia crítica no puede dejar de experimentar.
El realismo metafísico
La filosofía de Cesare Brandi puede ser sometida a ese género de test, como lo veremos en la sección siguiente. Antes de ir más lejos, es necesario tomar en consideración las tesis o los enfoques que abogan por una visión en apariencia menos relativa. El corazón de esta está constituido, hablando filosóficamente, por lo que se suele llamar el realismo metafísico, aunque asociado a diversas variantes. El realista metafísico es alguien que piensa, a pesar de los inevitables obstáculos que encuentra en su camino, que la propiedades atribuibles a los objetos o a los seres, les pertenecen intrínsicamente y que ese estado de cosas no depende en nada de la percepción que nosotros tenemos de ellas, de las descripciones que nosotros estamos en condiciones de dar, ni de las razones que entran en nuestras explicaciones. Para el realista dos opciones son siempre contemplables, según que esas propiedades sean a tal punto disociables de nosotros y de nuestras prácticas que resulten inaccesibles, caso en el cual es bien evidente que no pueden formar parte de nuestros intereses, salvo que se opte al mismo tiempo por la vía mística o que ellas sean consideradas accesible bajo ciertas condiciones. Se considerará, por ejemplo, que una teoría verdadera –lo cual es una de sus condiciones– nos informa algo que pertenece al orden del ser, cualesquiera que sean las vías de acceso abiertas hacia ellas. El agua como combinación de un átomo de hidrógeno y de dos átomos de oxígeno, existe en el mundo como H2O, y esto sería así aunque Lavoisier hubiera o no existido.57 En los dos casos, el realista metafísico considera que esa idea constituye algo previo a toda descripción, con tanta seguridad y certeza que esa es la condición de lo verdadero, que, al mismo tiempo, es la condición de todo discurso.58
Sobre estos debates y las expectativas de esos debates, así como sobre las diferentes versiones del realismo, ver Hilary Putnam. Raison, vérité et histoire. Traducción del inglés de Abel Gerschenfeld. Éditions de Minuit, 1984.
En otros términos, el “realismo metafísico” unifica la cuestión de la verdad y la de lo real. La condición de lo verdadero –es decir proposiciones justificadas– reside en la realidad y en posibilidad de un acuerdo entre lo que enunciamos y lo que las cosas son. Esta manera de ver corresponde con lo que nosotros pensamos ordinariamente; ella tiene el sentido común de su parte, aun cuando ese acuerdo no resulte obvio, puesto que no se ve cómo se lo podría establecer, salvo que se adopte el punto de vista de Dios. No voy a adentrarme en estas dificultades estudiadas en otro lugar (Qu’est–ce que le pragmatisme?, Gallimard, 2012); observemos, sin embargo, de paso que transportando esa visión de las cosas al dominio de la conservación–restauración, se desembocaría en la posición que subordina la posibilidad de aquella al conocimiento estricto de un estado original que se trataría de rehabilitar, y que no toleraría sino una sola hipótesis. Esa posición es de la misma naturaleza que la que apunta a enterrar la historia en un archivo.
Lo que es seguro es que los tesoros de argumentación que los realistas de toda obediencia tienen la costumbre de desplegar son bastante desesperadamente uniformes; se aplican sin distinción a todos los objetos y en todos los dominios.59 La impracticabilidad declarada de las posiciones contrarias ocupa así un lugar de primer plano por razones que se relacionan con el género de dificultad que Putnam, en sus distintas e infructuosas tentativas, ha permanentemente encontrado y por el hecho también de un traslado de la carga de la prueba. No voy a recordar aquí el interminable debate entre realismo y antirrealismo.60 En cambio, no sería del todo inútil detenerse un momento en una posición que permite entrever en qué consistiría una opción deliberadamente realista y metafísica en materia de conservación y de restauración.
Una metafísica de la restauración, cualquiera sea la credibilidad de los argumentos en los cuales se apoye no tiene capacidad de prestar grandes servicios al conservador-restaurador. Sirve justamente para suscitar una insuperable perplejidad. Porque si las obras de arte deben ser investidas de una significación metafísica y el restaurador debe convertirse en un metafísico y mostrarse ya sea indiferente a todo espesor histórico en el cual se encuentran insertados sus objetos, ya sea propiamente escéptico
–al no tener sus posibilidades de intervención otro campo de aplicación que su materialidad– y, entonces, debe hacer completa abstracción de las condiciones contingentes que pertenecen a la historia de ellos (las condiciones en que han sido producidos, percibidos, interpretados y reinterpretados, etc.) y aplicarse al momento único que ha marcado su origen, teniendo como objetivo hacerlo revivir ilusoriamente (pero ¿cómo?) en un presente que se le ha vuelto extraño.61
Se podría imaginar perfectamente un realismo más segregacionista. Se podría, por ejemplo, optar por el realismo de la silla y sin embargo admitir que la “realidad” de las propiedades estéticas que se le atribuyen (lo que hace que se la encuentre bella) no está vinculado en nada con las propiedades “reales” en el mismo sentido. Es lo que sugería, por ejemplo, la teoría kantiana del juicio estético, entendiéndose que lo que existe en un contexto social –y bajo condiciones dadas– no existe menos, aunque de otra manera. En un caso, sin embargo, la existencia concernida es necesaria, en el otro es contingente. La religión está evidentemente en el campo de la necesidad.
Ese debate es interminable en la medida en que está encerrado en una alternativa sin recurso. No tengo que ser “realista” o “antirrealista” y no me coloco en una situación donde debo aparentemente elegir una u otra posición, sino en la medida en que de todos modos me alineo con las mismas premisas, y –sobre todo– en la medida en que me sustraigo a las situaciones en las cuales las circunstancia prácticas en las cuales me encuentro no plantean ese género de cuestión. Aparentemente es una manera rápida de arreglar el problema, pero la situación es casi comparable con la que describe Wittgenstein a propósito de las perplejidades que nacen cuando el lenguaje “se va de vacaciones”.
La metafísica se opone aquí al historicismo que he hecho prevalecer hasta ahora; los presupuestos pueden ser ilustrados tanto por la visión desesperada y amarga cuanto por el simple rechazo de reconocer un sentido a la idea misma de restauración. Si las obras del pasado han sufrido los ultrajes del tiempo. toda tentativa de remediarlos es absurda. Ese punto de vista es prácticamente el de Gérard Genette y de Daniel Arasse. Que se le pueda atribuir a la inserción en el tiempo otros efectos y otra significación no tiene, en esta hipótesis, ninguna importancia.
Es posible que preocupaciones como la de la integridad y la autenticidad, sobre las cuales volveremos, encierran confusamente algo de ese género, puesto que ellas postulan una prioridad de principio acordada a un origen sobre el cual se espera que el conservador-restaurador se regule si debe preservarse de todas las formas de lo arbitrario y preservar la memoria de sus objeto de predilección. Esas nociones, lo mismo que el lugar atribuido a la intención, se orientan hacia una metafísica o, en todo caso hacia una concepción del tiempo marcada por la pérdida, pero los procedimientos hacia los cuales esa preocupación arrastra al conservador-restaurador abogan paradójicamente por otro punto de vista. Si su proceder es la investigación, en el sentido precedentemente definido, una primera exigencia es la de una identificación de las condiciones de emergencia y, en consecuencia, de uso de las obras o de los objetos que se prestan a su atención. Ahora bien, ese tipo de investigación prohíbe confundir la “autenticidad” con un estado que pueda ser considerado como “dado”, y que haya que tratar de captar por medio de algún tipo de intuición milagrosa. Para una filosofía que se niega a disociar todo hecho o todo estado de cosas de condiciones que recurren a inferencias, el estado según el cual conviene regularse funciona como referencia hipotética; no hay, entonces, otro medio sino construir las mejores inferencias susceptibles de definir, al revés y de manera forzosamente imperfecta, un estado presunto que es función de los conocimientos disponibles en un momento dado, de los métodos puestos en acción para llegar a él y de las hipótesis que los guían o que dependen de ellos. Para dar una expresión más concreta a lo que estas observaciones pretenden indicar, es claro que la restauración de un edificio arquitectónico, por ejemplo, una catedral, recurre a conocimientos que el historiador de la arquitectura está en condiciones de reunir a partir de las investigaciones que versan sobre las técnicas, los textos que se relacionan con condiciones de emergencia y de significación de orden social, religioso, etc. Tanto más o tanto menos cuanto que esas investigaciones mismas están condicionadas por intereses susceptibles de privilegiar tal o cual punto de vista. No se emprende la restauración de una catedral, según que se esté o no convencido de que estaban pintadas; porque una vez que uno está convencido, en realidad y por otras razones, ni siquiera se plantea la cuestión de restituirle los colores que han perdido. Si no existe, entonces, un protocolo de restauración y uno solo, es porque lo que se tiene en cuenta, se privilegia o se emprende se decide en condiciones que pertenecen a un presente, forzosamente transitorio, aun cuando la trama que lo entreteje pueda resultar durable. Esa relación con el tiempo, en particular con el presente, relativiza necesariamente la imagen que se proyecta del pasado. Como lo veremos con más precisión luego, la cuestión de la autenticidad se complica con todas esas consideraciones, ampliamente vinculadas con los debates filosóficos en apariencia extraños a la conservación-restauración –y de hecho lo son–, con la salvedad de que los problemas que constituyen sus ejes mayores condicionan los procederes que se desarrollan en ella, desde el punto de vista de su justificación intelectual, de lo que se puede esperar de ellos y del interés que esto puede presentar, no solo para el especialista evidentemente –el conservador, el historiador del arte o el crítico–, sino para cualquiera que piense que el valor está subordinado al beneficio que una sociedad o una cultura puede espera obtener con respecto a los fines que persigue y de lo que está en condiciones de aportar a los individuos que forman parte de ella.62
En cuanto al conservador-restaurador, en todo caso, ya sea que se confíe en un método histórico, sociológico o antropológico, las condiciones que le permiten llegar a una idea reguladora, susceptible de orientarlo en sus opciones de intervención, se diseñan forzosamente al revés, y desde ese punto de vista, ningún mito de ojo inocente, ningún punto de vista de Dios le sirven de socorro.63 No es necesario ver ahí la aceptación de una objetividad imposible, sino simplemente la prueba
No hace falta decir que lo propio de las “especialidades”, desde el momento que se constituyen sobre la base de competencias particulares social y económicamente reconocidas, es que pueden encontrar en sí mismas un principio de justificación. Lo que queda subordinado a los fines que, como todos los fines, se inscriben en un espacio de discusión, tiende a asumir, a los ojos de quienes son sus artesanos o sus agentes, un estatuto de evidencia que se basta a sí mismo. En condiciones en que, como es actualmente el caso, por razones que serán evocadas más tarde, el “patrimonialismo” marcha a buen paso y multiplica el número de los objetos o de las prácticas que parecen dignas, se plantea la cuestión de las opciones susceptibles de remplazar una política expansionista por una política segregacionista. Más radicalmente, el tipo de inflación que caracteriza esas situaciones plantea la cuestión de lo que está en juego, social, cultural y políticamente, en las políticas de la memoria y de la preservación. ¿Qué significan en relación con lo que una sociedad puede considerar deseable o preferible? La convicción actual de un estado del mundo que solo puede modificarse reacomodándose tiene como efecto, entre otros, el barrer ese tipo de cuestiones bajo la alfombra. Sin duda, el papel de las “profesiones”, el de los expertos, en todos los dominios de la vida social, incluido en el de la cultura, confirma ese estado de cosas.
Es posible ver ahí dos mitos mayores de los cuales la reflexión debe precaverse. El mito del “ojo inocente” (ver Goodman. Los lenguajes del arte. Una aproximación a la teoría de los símbolos. Traducción de Jem Cabanes. Madrid, Paidós, 2010, pp. 22-23) recurre a la idea de una captación directa, sin ninguna mediación, de lo que es dado en la experiencia perceptiva; el del “punto de vista de Dios” recurre a una mirada sobre las cosas susceptibles de abstraerse de ellas y contemplarlas desde el exterior, sin tomar parte en absoluto. No hace falta señalar que esas dos fuentes de malentendidos mayores conciernen tanto al historiador y al conservador-restaurador como al filósofo, aunque de manera diferente.
de un necesario vaivén a través del cual se construye pacientemente un haz de significaciones del cual solo la coherencia y el acuerdo en un horizonte determinado de los saberes y de las prácticas (siempre mejorables) pueden asegurar su validez. Esta es la razón por la cual la conservación-restauración, cuya finalidad no es la de una ciencia, no puede prescindir de los medios y de las luces que esta le puede aportar. No es necesario decir que tal iluminación se define en el entrecruzamiento de muchos campos del saber, especialmente de las ciencias sociales.64
Del hecho a la norma
Otro escollo mayor que hay que enfrentar reside en la propensión a convertir en un a priori los resultados del proceso en el cual uno se implica. La filosofía ofrece más de un ejemplo. La ontología, si se entiende por tal el tipo de discurso que, fundado en la atribución de predicados, encuentra su punto de aplicación en una naturaleza presunta de las cosas o de sus modos de existencia, es una de esas rutinas que acechan a las empresas más pertinentes en apariencia. Basta con sustraer lo que se constituye como una configuración de interacciones dadas a las condiciones que determinan su eficiencia para que la descripción que es permitido dar de ello (y que no es nunca exclusiva, cualesquiera sean las apariencias en sentido contrario) sea acreditada con una significación normativa. En el campo artístico, ese proceso está en el origen de todos los academicismos. De manera más general, está en el origen de las trabas que obstruyen el camino de la investigación. En el campo de la conservación-restauración, los a priori pueden estar constituidos por un paradigma de la “obra” o por un paradigma de la “cultura” que, a despecho de la justificación que puede encontrar en los recursos de descripción y las posibilidades de intervenciones que autoriza para una categoría de objetos, se constituye en principio regulador, es decir en norma general, incluso universal.65 Resulta claro, como veremos, que el caso de los objetos etnográficos sigue siendo tributario del estado de los conocimientos y sobre todo de las convicciones que dominan la antropología. No se considera y no se trata de la misma manera un objeto etnográfico como un tambor, una cofia o una máscara, si se adopta una
El aporte de las ciencias sociales depende en parte de la naturaleza de las investigaciones emprendidas, según que la sociología, por ejemplo, o la antropología estén más directamente concernidas. Cualquiera sea la situación, la historia y los métodos de la historia, en particular los diferentes niveles de historicidad están directamente implicados.
Ver Belting. Le chef d’œuvre invisible. Traducción de Marie-Noëlle Ryan. Nimes, Jacqueline Chambon, 2003, en particular sus notas sobre la “injunción de lo obra”: “La mayoría de nosotros no es consciente del hecho de que aplicamos una concepción esencialmente moderna cuando hablamos de una obra, e ignoramos su significación especial cuando hablamos vagamente de historia del arte en términos generales” (p. 8).
visión evolucionista de la sociedad y de la cultura, una visión estructural a la Lévi-Strauss o una visión funcionalista, para no mencionar más que esos ejemplos, porque sería necesario plantearse la cuestión de la visión de la naturaleza que fundamenta esas visiones diferentes.66 No se considera ni se trata una obra de arte de la misma manera si uno adhiere a las ideas y a las normas que fueron privilegiadas por Cesare Branhdi o si se desconfía de ellas al tratar con obras que integran la heterogeneidad, incluso el desmantelamiento de todo principio de unidad.
Este cuestionamiento de los a priori no significa por cierto que todo punto de vista ontológico esté necesariamente proscripto. En cierto sentido, toda descripción y todo análisis desemboca en una ontología; sin embargo, no hay ontología que no sea transitoria, o si se quiere, variable y “provisoriamente definitiva”; el realismo fijista, en el sentido metafísico del término, siempre sobra. Los autores que intentaron dar a su filosofía el estatuto de un “método” se esforzaron por preservar su carácter abierto.67 Se cuidaron de no dar el paso que Platón creyó que debía dar, respecto de su maestro Sócrates, cuando pasó de los diálogos “socráticos” a los diálogos “metafísicos”. En la mayor parte de los dominios, ese riesgo está presente y se concreta cada vez que una descripción se transforma en una prescripción. Sin duda, esa conversión puede ser una fuente de eficacia. Nuestras descripciones, dando a esa palabra un sentido amplio, responden en la mayoría de los casos a finalidades prácticas, ligadas a sus consecuencias, y es generalmente en esas consecuencias donde se las aprecia y ellas piden ser apreciadas.68 Las condiciones de su éxito –y, por ende, de su utilidad– nunca tienen, empero, la seguridad de ser eternas, ya sea que aparezcan mejores descripciones, ya sea que las condiciones a las cuales ellas estaban precisamente ligadas, río arriba o río abajo, se abren a condiciones y a problemas nuevos a los cuales no pueden responder con eficacia.
Estas observaciones son triviales. Si merecen ser recordadas es porque una filosofía de la restauración que tuviera la tentación de sustraerse a esos principios produciría efectos nefastos, como lo veremos más adelante. En el mejor de los casos, alcanzaría un sentido y una pertinencia apenas locales y limitados. Las prácticas de la conservación y de la restauración han sido diversas y lo siguen siendo.69 Se acostumbra
Es uno de los puntos que Philippe Descola se dedica a poner en evidencia y a cuestionar en sus trabajos.
Se encuentra aquí el punto de vista de la “investigación” precedentemente evocado.
Este punto de vista es el de los filósofos pragmatistas y privilegia las relaciones y las interacciones, los procesos y las condicione que entran en juego y las consecuencias.
Hoy existe por cierto una carta que fija la “deontología” de la profesión, pero las prácticas no están unificadas; y no lo están porque las cuestiones que atañen a las prácticas artísticas contemporáneas o a los objetos patrimoniales de diversa naturaleza que se imponen a la atención plantean problemas específicos, en el plano teórico y en el de la interpretación. Muchas de las cuestiones están hoy en debate por esa razón y la cuestión se concentra en las incertidumbres ligadas a las nuevas tecnologías.
considerar que algunas son mejores que otras (como las “interpretaciones”, en un campo más específicamente hermenéutico), pero lo son inevitablemente con relación a intereses que solo se justifican por las necesidades o los deseos a los cuales responden, de tal manera que las prácticas correspondientes son como sus índices al mismo tiempo que les están subordinadas. Se ve así que, si la conservación-restauración encierra una filosofía, incluso una metafísica, como algunos quieren creerlo,70 la cuestión es al fin de cuentas saber cuál y en qué medida ella debe adherírsele. Una filosofía como la de Brandi, si pretende tener una utilidad, debe estar en condiciones de presentar sus credenciales y corresponde al conservador-restaurador el ofrecérselas, en función de una doble consideración, según que el tipo de interés al cual responde deba ser considerado como aceptable en condiciones que sin discusión han cambiado o que las obras a las cuales ella se aplica justifican su aplicación en razón de las mejores chances que tenemos de considerarlas consecuentes. Pero como esta condición no está nunca espontáneamente asegurada, no se pueden considerar sus preceptos como espontánea e invariablemente evidentes. En otros términos, no sirve de nada –muy por el contrario– aferrarse a Cesare Brandi como uno se aferra a una tabla en un océano tempestuoso. Ahora bien, esto es lo que suele ocurrir con una frecuencia poco razonable.
Estas observaciones no solo son triviales, incluso pueden parecer negativas. ¿El conservador-restaurador –a imagen del historiador del arte– debe tirar por la borda sus a priori? Resulta claro que algunos no dejan de hacerlo, suponiendo que previamente los hayan llevado a bordo. Voluntariamente, no forzadamente; de manera clandestina, con mucha frecuencia. La situación, en ese dominio como en tantos otros, es parecida a la que en otra época describía Gaston Bachelard, cuando hablaba de una “filosofía espontánea”. Como ya lo hemos observado, existe una “filosofía espontánea de la conservación-restauración”. Se trata de una “filosofía” fundada en distintos “a priori”; Tal vez tenga sus virtudes, comenzando por el género de placidez que otorga la satisfacción de un trabajo bien hecho, cuando este se conforma a las reglas en uso. Esta filosofía es una filosofía realista; consiste generalmente en postular una “naturaleza” de las obras, fundada en la intención de sus creadores, y una validez de los procedimientos codificados por la profesión. El tipo
Ver el punto de vista expuesto por Rafael De Clercq en “The Metaphysics of Art Restoration”, British Journal of Aesthetics, Vol. 53, N° 3, 2013, pp. 261-275.
de presupuesto que encierran nociones como la de la integridad o de la autenticidad, que sirven como ideas directrices, figura en la primera fila de lo que rara vez es cuestionado, a pesar de las renovaciones que se han producido respecto de las nociones en campos muy cercanos al de la conservación-restauración, como la historia, la antropología, incluso la filosofía. ¿Cuál es la matriz de esas innovaciones? Resumiendo lo esencial, ellas consisten en despedirse de los presupuestos esencialistas en beneficio de los enfoques que reinscriben los objetos en un horizonte de prácticas sociales, en un campo de fuerzas y de interacciones que determinan sus “propiedades”, bajo el efecto de procesos de reificación probablemente inevitables, hasta necesarios, pero sin que esa necesidad exceda sus efectos.71
En lugar del privilegio de que gozaban las nociones indiscutidas, si no indiscutibles, se imponen de hecho las virtudes de la investigación, de un proceder abierto a las hipótesis, más que a los hechos o a los principios establecidos. El interés de esta manera de proceder reside en esa apertura. Peirce oponía la investigación a los a priori y a los principios que le parecían limitar el pensamiento a las certezas adquiridas y definitivas.72 La duda (motivada) constituía para él el punto de partida de ese proceso, en todas las situaciones en que las hipótesis o las explicaciones disponibles son incapaces de responder a las exigencias que surgen a la luz. La situación que permite captar el sentido y el alcance de estas propuestas es la de los problemas que surgen cuando las explicaciones autorizadas por el uso fracasan, Esas situaciones pueden ser diversas, y se encuentran no solo en la ciencia. En términos de Thomas Kuhn, se manifiestan en todos los casos en que un “paradigma”, legitimado por estados anteriores de la investigación, se revela inadecuado para responder a las finalidades perseguidas.73 En el terreno del conocimiento, los principios de autoridad o de tenacidad, igualmente que los a priori, son siempre inoportunos, contravienen lo que caracteriza el «método científico», fundado en la duda y el razonamiento. La abducción –que difiere de la inducción y de la deducción– constituye lo esencial de ese método a los ojos de Peirce.74 La abducción –o la retroducción– es definida
La posición evocada aquí consiste en privilegiar las condiciones y las prácticas en la génesis de la obra y, en consecuencia, un tipo de factores que pertenecen, en un sentido, a una configuración intencional, pero que no tiene nada que ver con lo que se representa de ordinario bajo esa noción.
Ver Peirce. “Comment se fixe la croyance”, op. cit., así como el análisis de los métodos de “autoridad” y de “tenacidad”, etcétera.
Thomas Kuhn. La estructura de las revoluciones científicas. Traducción de Carlos Solís. México D. F., Fondo de Cultura Económica, 1971.
Ver Peirce. Œuvres I, op. cit., p. 381: “Todas las ideas de la ciencia le vienen por la abducción”.
como la capacidad de elaborar hipótesis y, por lo tanto, de proponer nuevas clarificaciones –nuevas explicaciones– que es necesario inventar libremente –nunca son el producto de una aplicación de reglas previas–, aunque siempre a partir de las descripciones que se pueden dar de una situación dada, e incluso si otras descripciones son siempre posibles, según las opciones de que ellas dependen. Esto explica que estas son tributarias de condiciones que deben ser conscientemente asumidas, por razones que comprometen los intereses a los que la investigación está subordinada y que ellas exigen que sean apreciadas en función de sus consecuencias (consideradas en sí mismas, no hacen ninguna diferencia).75 Todo eso exigiría sin duda muchas otras explicaciones, pero preguntaremos sobre todo por el interés que el conservador–restaurador puede encontrar en esto. La primera razón que puede tener en preocuparse por este tema reside en que, en su dominio y en su práctica, como en otras, los a priori son capaces de apartarlo de lo que los objetos o las situaciones con los que tienen que vérselas tienen de particular.76 Cuando su actividad –como suele suceder con frecuencia– se extiende a “objetos” –hasta a acciones– que, en razón de lo que ellos comportan de singular, exceden el tipo de objetos para los cuales han sido elaborados métodos y prototipos de tratamiento, el hecho de regularse según esquemas que proceden de esos métodos hacen que corra el riesgo de encontrarse en apuros con relación a las miras de la intervención. Para citar rápidamente un ejemplo, el tipo de práctica artística que se impuso en el movimiento de las vanguardias se presta difícilmente a las normas de tratamiento que derivan de la teoría de la restauración de Brandi. Estas descansan a la vez en un tipo de obra que las vanguardias trastornaron vigorosamente y en un conjunto de posiciones filosóficas que ya no les resultan adecuadas. Salvo que se imagine que los mismos principios pueden valer universal y transhistóricamente para todos los objetos que están en condiciones de ser producidos y valorizados en un campo artístico en mutación, uno está obligado, entonces, a admitir la oportunidad de una reconcepción que encuentra su punto de partida en las dudas que se imponen a consideración. Esas dudas desembocan en procesos de
Ese principio desempeña un papel mayor en el pragmatismo. Conforme a la máxima en la que ese principio se enuncia: “Una diferencia debe hacer una diferencia”, lo cual quiere decir que debe traducirse en efectos observables que modifican efectivamente alguna cosa.
Lo cual significa que todo objeto –en cuanto uno se hace cargo de él– determina una situación de investigación y si los principios o nociones previas están en condiciones de orientarlo, no deben funcionar como normas a priori. Más bien entran en el proceso de la investigación al articularse con las hipótesis que ellos autorizan como los tests o las experiencias de pensamiento con las cuales se conjugan, con las consecuencias que se extraen de ellas, en la perspectiva de figuras de equilibrio que, desde que son tenidas como consecuentes, autorizan las decisiones.
investigación que reclaman un análisis crítico y nuevas hipótesis. Esas hipótesis mismas no pueden concebirse sino a favor de un procedimiento abductivo que deberá, en ciertos momentos, concretizarse en lo que Peirce llamaba un “apaciguamiento de la irritación de la duda”, sin que ello permita prejuzgar eventuales “irritaciones” futuras.
En el campo de las artes “contemporáneas” o en el de los “objetos etnográficos”, las cuestiones relativas a la integridad y a la autenticidad se plantean en términos que piden al conservador-restaurador que se interrogue sobre las condiciones de las cuales ellas dependen, incluso sobre los límites de su validez, sobre la orientación que debe dar a su trabajo de investigación específica, sobre los elementos o los criterios que está en condiciones de validar a ese respecto –según un cuestionamiento susceptible de extenderse a las descripciones que entran en la “constatación de estado”–, y sobre las condiciones bajo las cuales le está permitido acceder a una “concepción” del objeto capaz de validar las hipótesis de tratamiento por las cuales terminará por optar. ¿Este procedimiento lo conducirá, por ejemplo, a atribuir un valor de “autenticidad” –para retomar los términos en uso– a tal o cual elemento de un dispositivo, a tal o cual material? ¿Le será necesario privilegiar la hipótesis de funcionamiento, más que propiedades reputadas intrínsecas, etcétera?
Estos problemas –ya bastante complejos en sí mismos– y para los cuales hay que contar cada vez más con el concurso –también hipotético y condicional– de múltiples saberes, que poseen sus propias finalidades y sus propios métodos, se complican además con las expectativas que emanan de las instituciones en un contexto que, jurídicamente, hace de ellas instancias soberanas. Esas expectativas y esas “demandas” –a las cuales la conservación–restauración está subordinada– manifiestan también ellas orientaciones que poseen sus propios supuestos y, por así decirlo, su propia filosofía. Ellas se expresan en opciones de conservación, de presentación, de exposición, que pueden perfectamente entrar en disonancia, incluso en conflicto, con los imperativos que el conservador-restaurador cree deber satisfacer, de modo que no resulta raro que las situaciones con las cuales el conservador restaurador se encuentra confrontado lo exponen a tener que renunciar a ellos. Las situaciones de esta tipo pueden ser de naturaleza muy variada, pero se comprende sin dificultad que ellas comprometen de todas maneras la pertinencia de la investigación que el conservador-restaurador apunta a satisfacer, a diferencia de la demanda que se le formula, la cual no responde forzosamente a las mismas exigencias, sino a intereses de otra naturaleza.