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El 1º de junio de 2014, Héctor Schenone falleció en Buenos Aires. Su biografía es inagotable. Decenas de obituarios se han escrito y, sin embargo, siempre queda algo por decir, de su sabiduría, de su mirada única sobre los objetos del arte, de la benevolencia con que trató a todas las criaturas. Me limitaré a reseñar brevemente su vida, a recordar los hitos de su reflexión historiográfica en torno al arte hispanoamericano colonial, a narrar nuevamente pequeños episodios en los que, sin proponérselo, brotaban como por milagro las facultades que él había cultivado para coordinar la memoria y los datos más sutiles o evanescentes de la percepción.
Héctor Schenone nació el 1º de enero de 1919.
En 1941, publicó su primer artículo sobre la obra del pintor Miguel Aucell, en el diario La Prensa. En 1944, se recibió de Profesor Nacional de dibujo y pintura en la Escuela Prilidiano Pueyrredón. Fue discípulo de Pio Collivadino y Lino Spilimbergo. Dos años más tarde, en 1946, se graduó como Profesor de Historia en la Facultad de Filosofía y Letras. Allí entabló una amistad, que duraría toda la vida, con Adolfo Ribera. En 1947, ganó una beca para estudiar en Sevilla y viajó por España. Llevó como guía de su periplo el Viaje, escrito por Antonio Ponz a fines del siglo XVIII.
Al año siguiente, escribió y publicó en coautoría con Adolfo Ribera El Arte de la Imaginería en el Río de la Plata. Gracias a trabajos como este y los de Torre Revello, es posible conocer datos preciosos, custodiados en el Archivo de la Curia Arzobispal hasta su destrucción en 1955. Fue profesor en la Facultad de Arquitectura y Urbanismo, en cuyos Anales publicó más de una decena de artículos.Trabajó en el Instituto de Investigaciones Estéticas de esa misma Facultad, junto a Mario Buschiazzo, Ramón Gutiérrez, José María Peña y José Xavier Martini. Realizó varias expediciones científicas al norte argentino, a Bolivia y Perú, lugares que conoció como pocos y en los que entabló amistades entrañables con Teresa Gisbert, José de Mesa, Pedro Querejazu, Elizabeth y Rosanna Kuon.
Desde 1957 y hasta su aprobación en el Consejo Superior de la Universidad de Buenos Aires en 1963, junto a Julio Payró, Ernesto Epstein, Adolfo Ribera, José Antonio Gallo, Guillermo Thiele y, poco después, Nelly Perazzo, participó en la organización de una carrera de Historia de las Artes. En ese marco, Schenone organizó los cursos de arte barroco europeo e hispanoamericano.
En 1967 fue nombrado director del Museo Fernández Blanco, cargo que ocupó hasta 1975. Allí llevó a cabo una renovación profunda del ordenamiento, la clasificación y el contenido de las colecciones. Por primera vez, instauró una política de compras e impulsó una reforma museográfica con la que cambió toda la manera de presentar la colección. Pero los arreglos en la capilla fueron utilizados arteramente en 1973-1974 para desplazarlo de su cargo de director. El dolor profundo que el asunto le causó fue solo restañado en 2008 por un grupo de alumnos suyos, en el que se destacaron Gabriela Siracusano, Agustina Rodríguez Romero, Patricio López Méndez y Gustavo Tudisco, quienes organizaron una muestra de la colección de arte que el propio Schenone había reunido con paciencia y dificultad entre 1947 y 1987.
Otros aportes suyos, imprescindibles y novedosos para la historiografía artística argentina fueron los siguientes: 1) el trabajo de gran síntesis sobre el arte colonial hispanoamericano en nuestro territorio en los capítulos correspondientes de los tomos I y II de la Historia del Arte en la Argentina, publicada por la Academia Nacional de Bellas Artes; 2) los cuatro tomos de la Iconografía del arte colonial, publicados hasta hoy y que abarcan la totalidad de la vida de los santos, la vida de Cristo y la existencia de María. En esta obra, Schenone demostró de una manera sistemática la vigencia de una práctica de derivación iconográfica en los talleres de arte de la América colonial que, a partir de grabados, se convertían total o parcialmente en pintura y relieve, o bien se fragmentaban y recomponían en un cuadro, en un retablo, al modo del patch-work.
Descuella también el relevamiento del patrimonio artístico nacional, concebido por Ribera y Schenone en el marco de la Academia y dirigido solo por Héctor a partir de la prematura muerte de Adolfo en 1990. Esa labor se llevó a cabo en las provincias de Corrientes, Jujuy, Salta y parte de Córdoba. Fue fundamental el papel cumplido entonces por Iris Gori y Sergio Barbieri. Respecto de la ciudad de Buenos Aires, la Academia editó cuatro volúmenes de inventario patrimonial, dirigidos por Schenone y en los que colaboraron Isaura Molina, Elisa Radovanovic y Adela Gauna. Uno de los logros que también debemos a nuestro profesor en ese marco es el rescate del valor del arte religioso del siglo XIX en la ciudad. Y no solo del arte del catolicismo, sino también del judaísmo, el cristianismo oriental y las iglesias protestantes.
Fue iniciativa suya la creación del taller TAREA junto a Ribera, Basilio Uribe y los directores de la Fundación Antorchas, Pablo Hirsch, José Oppenheimer, José Martini, Jorge Helft y Américo Castilla. En principio, aquel taller se dedicó a la restauración del arte colonial en las iglesias y pequeños museos del norte de nuestro país. Schenone y Uribe desarrollaron un proyecto científico que implicó la incorporación de la química a los procesos de restauración. Sumaron entonces a Alicia Seldes al equipo. Ella fue la primera científica argentina que aplicó las ciencias físico-químicas a la conservación. Schenone promovió así una base de datos única en el mundo sobre las técnicas de la pintura hispanoamericana. El actual Instituto de Investigaciones sobre el Patrimonio Cultural de la Universidad de San Martín “TAREA” es el descendiente directo de aquel proyecto inicial. Solo hay que recordar la felicidad y la alegría enormes que Héctor sentía cada vez que regresaba al taller cuando ya se había jubilado.
1 Universidad Nacional de San Martín. 2 Universidad Nacional de San Martín.
Héctor Schenone revisó una y otra vez las teorías sobre los caracteres generales de ese arte, en la búsqueda de algo así como una brújula o una clavis universalis para comprenderlo. Estaba convencido de que las semejanzas, los parentescos entre la pintura y la imaginería, desde México hasta el Plata en los tiempos de la dominación hispánica, tenían mucho más peso que las diferencias, determinadas por los contextos particulares de cada región de América, a la hora de explicar las permanencias y los cambios de estilos. Hacia el fin de su vida, sin embargo, tras visitar México y recorrerlo de la mano de Jaime Cuadriello, entendió que lo acaecido en el Virreinato de Nueva España, sobre todo en el siglo XVI, separaba la producción artística mexicana del resto del dominio español y exigía, quizás, categorías especiales, a mitad de camino entre las tradicionales de la historia del arte europeo y las que el propio Schenone discutía para el arte cristiano andino.
Lo cierto es que sus primeras ideas en esa indagación apuntaron a aplicar las nociones generales que Arnold Hauser elaboró para el arte popular europeo del Antiguo Régimen o “arte del pueblo”. El parecido, a veces asombroso, entre imágenes devocionales de Sudamérica y sus equivalentes en las áreas rurales de los países católicos, del Mediterráneo y del centro de Europa durante la Contrarreforma, era un buen argumento para recurrir a los principios expuestos por Hauser. No obstante, las series de vidas de los santos, que él tanto estudió y analizó, estuvieron das a ser expuestas y vistas en la clausura de conventos y monasterios, así como las piezas dedicadas a los interiores de los palacios de virreyesbernadores y grandes funcionarios de la Corona alcanzaron también a un público muy restringido. Ambos fenómenos lo condujeron a desechar el camino del arte popular. Pues, al fin de cuentas, las series de los claustros y las telas monumentales reproducían los mismos esquemas iconográficos, replicaban las mismas técnicas y desenvolvían los mismos significados de las imágenes que veneraban las grandes masas de mestizos e indígenas en las ciudades, en los campos o en los distritos mineros de América.
La lectura del capítulo famoso que Enrico Castelnuovo y Carlo Ginzburg escribieron para la Storia dell’arte italiana, de Einaudi, sobre centro y periferia de la producción estética en los siglos del Renacimiento entusiasmó a Schenone. Él pensó y construyó una matriz de análisis en la que Sudamérica funcionaba como periferia de Europa y las cortes virreinales o las ciudades podían ser estudiadas como los centros del Nuevo Mundo respecto de las periferias de la periferia en los medios rurales del continente, las cordilleras, los altiplanos, las llanuras de Venezuela y la pampa. Claro que, de todas maneras, el flujo centro-periferias debía ser alimentado, como en el caso italiano, por la circulación de teorías (bajo la forma de tratados) y destrezas técnicas. El cuadro esbozado por Schenone proporcionaba una buena base explicativa para la arquitectura colonial, de la que sabemos, gracias a los trabajos de Graziano Gasparini, Santiago Sebastián y Ramón Gutiérrez, estuvo fundada en un conocimiento de la tratadística por parte de los alarifes del Nuevo Mundo. Mucho menos clara y explícita es la familiaridad de los pintores e imagineros con las teorías y las prácticas de Carducho, Pacheco o Palomino, por lo menos hasta la segunda mitad del siglo XVIII en que el ecuatoriano Manuel de Samaniego dio pruebas de haber leído los tratados españoles de pintura. Fue al instalarse en este punto de vista que Schenone comenzó a separar el arte mexicano de una perspectiva general aplicable a todo lo hispanomericano tout court. Como quiera que sea, el contrapunto centro-periferia resultó un instrumento muy útil en el momento de ordenar y sistematizar la iconografía de Jesús y de María y de realizar el registro exhaustivo de las leyendas de las imágenes aqueropoiéticas en Sudamérica, imágenes hechas por una mano no humana (es decir, para las que se postula la intervención de un ángel o un ser aún más alto a la hora de terminarlas). Schenone escribió, en tal sentido, un nuevo capítulo de la teoría del poder de las imágenes que había desarrollado, poco tiempo antes, David Freedberg.
En los últimos años, nuestro historiador volvió una vez más a plantearse la cuestión de los Grundbegriffe del arte colonial y produjo un texto que solo se conoció póstumamente, cuando salió publicado en el primer número de la revista TAREA en octubre de 2014. El núcleo principal de ese aporte último se concentra en el problema de la práctica de los talleres de pintura en los Andes del siglo XVI al XVIII, esto es, la producción de una imagen nueva a partir de la copia total o parcial de escenas, provistas por los grabados religiosos y profanos que se producían en los talleres europeos (fundamentalmente en la Flandes católica, en Italia o en Francia). Los efectos perceptivos y estéticos de ese modus operandi son el aplanamiento de las figuras y el achatarse de la profundidad representada. El protagonismo de la superficie, sobre la cual el artista ha proyectado sus intenciones o las de sus comitentes, domina la obra. Los ojos recorren el cuadro y registran las informaciones de la imagen ciñéndose a las dos dimensiones del plano, lo que permite alcanzar con claridad e intensidad comunicativas los fines didácticos y religiosos de la representación. El mensaje se desenvuelve como un relato en el tiempo sobre un soporte plano. Los mecanismos de la ilusión ceden ante las necesidades de tornar visible lo invisible del pasado (las vidas santas de Jesús y los suyos) o bien lo invisible de lo eterno (la Trinidad trascendente, la Virgen y los benditos en el Paraíso).
Un día de 1980, supimos que Schenone se disponía a viajar por primera vez a Roma y nos resultaba increíble que nunca hubiera estado allí, o más todavía, que no hubiera transitado cien veces alrededor de los edificios, de las esculturas y de los ciclos decorativos que explicaba para nosotros. Héctor llegó a Roma en 1980 una mañana y se largó a caminar en busca de Sant’Andrea della Valle, de Sant’Andrea al Quirinale, de San Carlino. Iba sin plano, se lo había olvidado en el hotel (una de sus distracciones gloriosas), entró a Sant’Agnese, fotografió la Fuente de los Cuatro Ríos y salió de la Piazza Navona por la Via dei Coronari. De pronto, hacia la izquierda vislumbró, en el fondo de un vicolo que no figura en los mapas, el perfil de una columna y el dibujo terminal de una cornisa. Excitadísimo, dijo: “Ahí está Santa Maria della Pace”, y así era nomás, había identificado la iglesia de Pietro da Cortona por el alzado del orden arquitectónico en el costado más exiguo del edificio. Hay pocos ejemplos de una captación parecida, de una individualización de un objeto artístico a partir de tan minúsculo trazo. El ojo, el archivo de imágenes y la mente asociativa de Héctor Schenone componen una leyenda de nuestra historiografía del arte.
Cierta vez, los estudiantes discutíamos en torno a las diferencias técnicas que habían dado lugar a las diferencias ópticas entre el claroscuro de Giotto o Masaccio y el sfumato de Leonardo. Preguntado nuestro profesor, trazó los perfiles de una mandíbula, de un cuello y de un paño. Nos explicó que Giotto y Masaccio habían yuxtapuesto anchas pinceladas de un mismo tono con valores decrecientes, de lo más claro a lo más oscuro, hasta producir el efecto buscado de las superficies en relieve. Leonardo, en cambio, debió de colocar pequeñas pinceladas a un lado y al otro de la línea que separaba las zonas de mayor luminosidad y de mayor sombra. Una vez iniciado el proceso de creación del claroscuro, desde la zona clara de la cara u objeto, las pinceladas de color claro comenzarían a incluir algunas de color oscuro y su proporción disminuiría hasta alcanzar la línea; más allá de esta, hacia la sombra, las pinceladas de color oscuro prevalecerían de manera que su proporción iría aumentando hasta llegar a la zona más profunda de la sombra, donde serían todas de color oscuro. Si acaso la línea separase dos superficies de tonos distintos, un rojo y un azul por ejemplo, el procedimiento sería igual al anteriormente descripto salvo que las combinaciones y cambios de proporciones en cuanto al número de las pinceladas se darían entre el rojo y el azul y no entre valores de un mismo tono. En uno y otro caso, se habría producido el efecto que llamamos sfumato. Schenone había llegado a estas descripciones con solo mirar detallada y pausadamente, a ojo desnudo, los cuadros de Leonardo conservados en el Louvre. Dedujo luego, a partir de ese barrido de la mirada, los procedimientos posibles del artista y eligió el que le pareció más ajustado a los textos vincianos y a las fuentes del Cinquecento. Cuarenta años más tarde, Jacques Frank realizó estudios radiográficos y microscópicos que lo condujeron a proponer un método de micropinceladas y “fusión compleja de colores” para explicar el sfumato de Leonardo. Las diferencias con las hipótesis enunciadas por Héctor en sus clases de la Facultad de Filosofía y Letras a fines de los sesenta son insignificantes.