“CÓMO SUCEDIERON ESTAS COSAS”. REPRESENTAR MASACRES Y GENOCIDIOS
José Emilio Burucúa y Nicolás Kwiatkowski
Buenos Aires, Katz, 2014. 297 pp.
Universidad de Buenos Aires
Tras un proceso de investigación –y reflexión– de más una década de duración, que produjo no pocos adelantos bajo la consabida fórmula de la ponencia y del paper académicos, Burucúa y Kwiatkowski por fin han sacado a la luz el esperado resultado final de este encomiable y refinado ejercicio de historia cultural. Quizás estemos en condiciones de afirmar que el libro cuya reseña ahora encaramos encarna uno de los máximos logros que este campo específico de las ciencias sociales modernas ha producido en la Argentina –y quizás en el ámbito hispanoamericano en general– en las décadas recientes.
El intrigante título elegido por los autores remite al Hamlet shakespeariano, a las palabras con las que Horacio, en diálogo con el príncipe noruego Fortinbras, pone fin a la tragedia tras la muerte del protagonista: “And let me speak to the yet unknowing world / How these things came about: so shall you hear / Of carnal, bloody, and unnatural acts, / Of accidental judgments, casual slaughters... ”.1 En autores tan sagaces como Burucúa y Kwiatkowski, no cabe esperar que una elección tan trascendente, la del título que iba a coronar el resultado de tantos años de esfuerzo compartido, quedara librada al azar. En efecto, las sentidas palabras del dolorido amigo de Hamlet ubican en el centro mismo de la escena al núcleo duro de la problemática conceptual en torno de la cual ha sido construido este trabajo: la inevitable tensión, puesta de manifiesto desde los tiempos más remotos, entre la necesidad de narrar la masacre histórica, compulsión experimentada tanto por los lacerados sobrevivientes como por los aturdidos testigos del hecho [por un lado], y la dificultad extrema de traducir a algunos de los lenguajes humanos existentes (el discurso escrito, los códigos de representación iconográfica, la notación musical, los patrones arquitectónicas, la reconstrucción cinematográfica) el horror abismal que genera el exterminio cruel, rápido y masivo de seres humanos por parte de congéneres [por el otro].
The Complete Works of William Shakespeare, ed. W. J. Craig. London, Magpie/Parragon, 1993, p. 907.
Esta tensión, sin embargo, no es el único desafío que deben abordar los estudiosos de los genocidios modernos y de las matanzas premodernas. Probablemente, no exista en el marco de la historia cultural académica problema más arduo que la identificación de las condiciones de producción de las masacres históricas, de aquellos episodios puntuales de aniquilamiento masivo de seres humanos indefensos a manos de verdugos inclementes, incapaces de conmoverse incluso ante el espectáculo de niños, ancianos y enfermos condenados a un exterminio sádico, bestial y monstruoso. Un ejemplo concreto podrá quizás servir como muestra de la problemática que planteamos, de la enorme dificultad gnoseológica a la que me refiero. En torno al 20 de abril de 1525, Martin Lutero redacta, en el contexto de la apocalíptica Deutscher Bauernkrieg, una equilibrada Exhortación a la paz, que vehiculiza la mirada comprensiva y paternalista, incluso piadosa, que en un principio el Reformador dirigió a los campesinos sublevados en las provincias centrales y meridionales del Sacro Imperio. Pero apenas dos semanas después, en fecha dificil de precisar, nuestro autor cambió drásticamente de posición, y en un opúsculo de violencia verbal inusitada, Contra las hordas ladronas y asesinas de los campesinos, conminó a los príncipes territoriales germanos a exterminar y masacrar sin contemplaciones a los rústicos sublevados, equiparados a perros rabiosos (no hace falta recalcar que el objetivo que perseguían los marcadores de animalidad, recurso retórico frecuente en las textos legitimantes de las masacres, era la plena deshumanización de los aldeanos): “No hay que dormirse ahora; no valen ya la paciencia ni la misericordia. Es la hora de la espada y de la cólera, y no la hora de la gracia”.2 En apenas pocos días de diferencia, Lutero dejó atrás un posicionamiento mesurado, cercano a los principios evangélicos, y procedió a redactar un texto de barricada que justificaba sin ambigüedades la masacre de cerca de 100.000 campesinos a manos de las autoridades laicas y eclesiásticas alemanas. ¿Cómo explicar, en los términos racionales requeridos por las humanidades y las ciencias sociales modernas, este súbito cambio de humor del influyente padre del protestantismo moderno? ¿Cómo explicar, en definitiva, eventos como las masacres históricas que, en función de su pasmosa desmesura, provocan la implosión de los encadenamientos causales convencionales?
No son estas preguntas, sin embargo, las que pretenden responder Burucúa y Kwiatkowski en su ensayo. No puede culpárselos, pues se trata de interrogantes que exceden las posibilidades de cualquier equipo de investigación individualmente considerado. De hecho, “Cómo sucedieron estas cosas” no es una historia exhaustiva de las masacres históricas en
Martín Lutero. Obras, ed. Teófanes Egido. Salamanca, Sígueme, [1977] 2006, p. 275.
Occidente, ni aspira a serlo. La problemática que abordan los autores es otra, no menos importante ni trascedente: el libro pretende analizar las “fórmulas de representación”, las técnicas y estrategias recurrentes a las que durante siglos los agentes culturales más diversos han recurrido para tornar más soportable, menos intolerable, la representación de las innumerables carnicerías que jalonan la historia humana desde que existen los registros escritos.
Para identificar y reconstruir la evolución de estas fórmulas, los autores se someten (nos someten) a un fascinante tour de force, que se sustenta en el fino análisis de un corpus documental inmenso, que pone una vez más de manifiesto la reconocida erudición de la tradición humanista en la que se inserta Burucúa. En efecto, las fuentes empleadas en la investigación abarcan desde los relatos de Herodoto y Tucídides hasta las sinfonías programáticas de Shostakovich, desde las denuncias de Fray Bartolomé de las Casas hasta los temas de bandas como Attaque 77, La Vela Puerca o Bersuit Vergarabat, desde la pintura renacentista hasta las crónicas de Auschwitz, desde la Historia de las guerras civiles de Appiano hasta el Siluetazo de las Madres de Plaza de Mayo, desde el Apocalipsis de San Juan hasta la novelística contemporánea de W. G. Sebald, desde los cronistas judíos del siglo XII hasta la cinematografía de mediados del siglo XX, desde las descripciones de la Noche de San Bartolomé hasta los comics de Art Spiegelman
La variadísima selección de fuentes no es, sin embargo, el único mérito de la propuesta de Burucúa y Kwiatkowski. Ambos historiadores aciertan también en sus elecciones teóricas y metodológicas. En cuanto a los marcos teóricos, abrevan en una también ecléctica –y ajustada– combinación de herramientas, que en este caso incluyen desde la refinada definición de la noción de representación propuesta por Louis Marin, hasta las múltiples categorías (Denkraum, Pathosformel) esbozadas por Aby Warburg, figura seminal que tiene en Burucúa a uno de sus grandes exégetas a escala planetaria.
El método escogido por los autores de “Cómo sucedieron estas cosas” también debe contarse entre los aciertos más evidentes de la propuesta: en primer lugar, la circunscripción de la encuesta al macro-espacio convencionalmente designado como “Occidente”; en segundo lugar, el ya mencionado abordaje interdisciplinario, que permite que el método historiográfico clásico comparta cartel con la historia del arte, la crítica musicológica o la sociología de la cultura; en tercer lugar, la persistente tendencia a la historización del objeto de estudio –recordemos: las formulas de representación de las masacres históricas–, abordado como una entidad dinámica, capaz de autotransformaciones y adaptaciones variadas, alejado de las abstracciones de los tipos ideales o de cualquier otro esquema de análisis rígido; en cuarto lugar, la combinación de los abordajes estructurales (por caso, la identificación de las mencionadas fórmulas de representación) con los análisis de corte cualitativo requeridos por el proceso de individuación de los inmolados; por último, una conmovedora empatía con las víctimas de las carnicerías, pretéritas y actuales, que torna más llevadera la lectura de un texto dificil (la dificultad no remite, por supuesto, ni a la calidad de la prosa ni a la rigurosidad del contenido, sino al espanto que genera el catálogo de matanzas y exterminios recogidos en el libro).
El texto se estructura en una introducción, cuatro capítulos, una coda y dos apéndices. La primera sección mencionada aborda los problemas teóricos e historiográficos del estudio de los mecanismos de representación de las masacres históricas; se trata de un exhaustivo, y al mismo tiempo sintético, resumen de los debates contemporáneos sobre la posibilidad –tanto epistemológica como ética– de narrar, de contar, de representar las masacres (como no puede ser de otra manera, en esta introducción la presencia de las discusiones en torno de la Shoah tienden a ocupar un lugar preponderante). Los cuatro capítulos siguientes remiten a las cuatro fórmulas de representación propuestas por Burucúa y Kwiatkowski. En primer lugar, la fórmula cinegética, por la cual las indefensas víctimas de las degollinas son asimiladas a las presas encerradas en un coto de caza (la pasividad con la que muchas veces los masacrados afrontaron su destino sugiere que quizás un rótulo más adecuado para denominar a esta estrategia hubiera sido el de “fórmula del matadero”). El siguiente capítulo aborda la fórmula del martirio, la menos ambigua de las cuatro, pues por definición impide reversiones indeseadas o manipulaciones exculpatorias: según este esquema, quienes padecen el exterminio eran asimilados a mártires inocentes (la historia de los neonatos muertos por la furia homicida de Herodes el Grande, según la tradición recogida por la fábula neotestamentaria, hacía las veces de referente supremo de esta fórmula, pues la tierna edad de las víctimas funcionaba como un reaseguro incontestable de su candidez e inocencia). La tercera formula es la infernal. En este caso particular, el esquema exigió la resnificación de la noción de infierno, pues no se recurrió a este locus clásico de la geografía del mal allá judeo-cristiano para subrayar la culpabilidad de los asesinados (después de todo, se supone que el Averno albergaba réprobos pertinaces y malvados impenitentes), sino como tertium comparationis, es decir, para agigantar la crueldad de los suplicios padecidos por las víctimas de las masacres, sufrimiento cuya enormidad solo podía llegar a evocar la imagen del infierno, sala de torturas perenne y escenario de tormentos inextinguibles. El último capítulo, sin dudas el más original del libro, propone como hipótesis la existencia de una cuarta fórmula de representación de las masacres, que los autores bautizan con el rótulo de “multiplicación del Doppelgänger”. Habría surgido a raíz del agotamiento de las tres fórmulas anteriores, y de su incapacidad de dar cuenta de las inéditas matanzas del siglo XX. ¿Qué características tendría esta fórmula del doble? Se trataría de la tendencia a representar a las víctimas de carnicerías brutales y sistemáticas –de manera paradigmática, los desaparecidos por la última dictadura militar argentina– a partir de siluetas y sombras fantasmagóricas, fórmula cuya génesis Burucúa y Kwiatkowski creen posible ubicar en tiempos del primer romanticismo decimonónico (en rigor de verdad, la novela de Jean-Paul Richter, indisolublemente ligada a la idea del Doppelgänger, es de 1796). La Coda, tal vez las páginas más conmovedoras del libro, se empeña en recuperar las vivencias, en primera persona, de víctimas de matanzas diversas (el genocidio de los herero en la Namibia colonizada por los alemanes; el terrorismo de Estado en la Argentina de la última dictadura; la carnicería perpetrada en la ciudad bosnia de Srebrenica, durante las guerras balcánicas de la década de los noventa). El primer apéndice nos ofrece un ajustado vocabulario de términos relacionados con el fenómeno de las masacres históricas (genocidio, víctima, testigo, perpetrador, sobreviviente, bystander…). Mientras que el segundo apéndice (una de las secciones más ambiciosas, aunque también menos logradas del libro), ofrece una serie de hipótesis sobre la existencia de fórmulas de representación de las masacres en las creaciones musicales del siglo XX (aunque la mayor parte del análisis recae sobre producciones de la denominada música académica, los párrafos finales recogen también algunos aportes de la música de corte popular).
“Cómo sucedieron estas cosas” no es un libro fácil de abordar. El lector podrá hallar, a cada vuelta de página, shocks emocionales de variada intensidad. Quien suscribe estas páginas recuerda aún la congoja que le produjo la descripción del asesinato de los niños del orfanato del maestro Janusz Korczak, en Polonia, el 7 de agosto de 1942 (p. 27), o la revulsión, casi vomitiva, provocada por la declaración –impiadosamente justificatoria de los crímenes de la última dictadura militar argentina– que Jorge Rafael Videla hizo ante el periodista Ceferino Reato entre fines de 2011 y comienzos de 2012 (p. 182). Estas prevenciones, sin embargo, no deben desalentar a los potenciales lectores de esta notable investigación. Después de todo, la memoria activa y el recuerdo respetuoso es uno de los mayores homenajes que desde nuestro presente podemos ofrecer a las víctimas de tantas masacres y carnicerías cometidas a lo largo de la historia del hombre.