JOSÉ GIL DE CASTRO, PINTOR DE LIBERTADORES

Curadora: Natalia Majluf Museo de Arte de Lima, Lima

22 de octubre de 2014 al 22 de febrero de 2015


Ricardo Kusunoki Rodríguez

Museo de Arte de Lima


Creador del mayor corpus visual de la Independencia sudamericana, a través de una obra repartida por casi toda el área andina, el limeño José Gil de Castro (1785-1837) es reconocido como una de las figuras clave de la pintura del siglo XIX en América. Sin embargo, debido a la forma casi excluyente de construir las historias del arte en cada país de la región no había sido posible valorar la dimensión continental de un legado peculiar, erigido en medio de la intensa circulación de personas, bienes e ideas que caracterizó el fin del Antiguo Régimen. De ahí la trascendencia que reviste la exposición “José Gil de Castro, pintor de libertadores”, celebrada en el Museo de Arte de Lima (MALI), y cuya segunda sede es Santiago (1 de mayo-21 de junio de 2015). Curada por Natalia Majluf, la muestra es el resultado de una prolija investigación iniciada en 2008 con el apoyo de la Fundación Getty, y cuya conclusión fue posible gracias al trabajo coordinado de instituciones y especialistas de Argentina, Chile y Perú.1

En efecto, las anteriores exposiciones dedicadas a Gil enfatizaron aquellas facetas del pintor vinculadas con las respectivas narrativas nacionales. Sirvan como ejemplo las que organizaran el Banco Continental de Lima en 1988 y el Museo de Bellas Artes de Santiago en 1994, apelando a obras existentes en el país donde eran celebradas. Y aunque la exhibición presentada en Lima en 1971 contó con algunos lienzos provenientes de Argentina, el énfasis dado a lo iconográfico y su propio marco conmemorativo de referencia –el Sesquicentenario de la Independencia del Perú– tampoco permitían ensayar una lectura más ambiciosa del aporte del artista. Sin desconocer la importancia de estos precedentes, importa subrayar que la muestra del MALI ha logrado ofrecer por primera vez una lectura orgánica e integral de la trayectoria de Gil de Castro. El libro que la acompaña contiene un exhaustivo catálogo razonado –de los pocos dedicados hasta ahora a un artista


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  1. Los estudios técnicos del proyecto se realizaron en asociación con el Centro Nacional de Conservación y Restauración de la DIBAM (Chile) y el Instituto de Investigaciones sobre Patrimonio Cultural de la Universidad Nacional San Martín (Argentina). Sus primeras conclusiones aparecieron en Natalia Majluf (ed.). Más allá de la imagen. Los estudios técnicos en el proyecto José Gil de Castro. Lima, Museo de Arte de Lima, 2012.


    sudamericano–,2 y el proyecto en su conjunto no solo constituye uno de los más importantes que ha realizado el Museo de Arte de Lima desde su fundación en 1961, sino que marca además un hito en su campo dentro del ámbito latinoamericano.

    El primer aporte significativo de la muestra fue recuperar los orígenes de la obra de Gil de Castro, prácticamente insular en Santiago, al insertarla en la tradición de pintura áulica surgida en Lima a mediados del siglo XVIII. No era casual que la exposición se iniciara con la efigie de Tadeo de los Reyes y Borda (1814, MHN, Santiago); una imagen emblemática, tanto como expresión del gusto difundido desde la capital virreinal cuanto por representar la mayor demostración pictórica de fidelidad a la corona en Chile de la Reconquista. Aunque de forma menos explícita, la relación entre los modelos limeños y una sociedad del Antiguo Régimen parecía también reflejarse en la sección dedicada a la pintura religiosa de Gil. Esta agrupaba desde la obra más antigua conocida (Santiago el Menor, 1811, MHN, Buenos Aires) hasta los lienzos ejecutados en Chile una vez establecida la república. Aunque rompía con el prevalente sentido cronológico de la muestra, este eje temático hallaba una doble justificación: primero, porque el pintor abandonó la temática religiosa precisamente al consolidarse el orden republicano; segundo, por haber desarrollado en este campo un grado menor de variaciones formales. La confrontación de sus obras con el monumental San Pedro Nolasco, pintado por Pedro Díaz (ca. 1770, Convento de la Merced, Lima), demostraba la fidelidad que Gil mantuvo a los modelos difundidos por este maestro limeño desde fines del siglo XVIII.

    Pero la exposición dejó claro, además, que las afinidades entre ambos artistas, también evidentes al comparar sus respectivos retratos de aparato, no solo descansan en la pertenencia a una misma “escuela” pictórica. Ella confirmó el aprendizaje de Gil con Díaz, pintor de cámara de los virreyes, hipótesis planteada hace algún tiempo por Luis Eduardo Wuffarden.3 Incluso puede reconocerse ahora a Gil como el alumno más aventajado de este maestro limeño, erigiéndose en el continuador principal de un arte de elite, lo que descarta toda posibilidad de verlo como un pintor “ingenuo”. El punto es clave, ya que remite a la compleja construcción de tradiciones artísticas coloniales, cuyas diferencias frente al canon europeo muchas veces fueron explicadas a partir de una supuesta impronta “popular”. De allí que, hasta ahora, se haya atendido poco a la


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  2. Natalia Majluf (ed.). José Gil de Castro: Pintor de libertadores. Lima, Museo de Arte de Lima, 2014.

  3. Luis Eduardo Wuffarden, Federico Eisner y Fernando Marte. “Gil de Castro frente a sus contemporáneos”, en: Más allá de la imagen…, op. cit., p. 22.


    evidente línea directa de continuidad existente entre la manera de Gil y las pretensiones académicas del criollo Cristóbal Lozano (Lima, 1705-1776), renovador de la pintura limeña a mediados del siglo XVIII.

    Un rasgo que contribuyó a afirmar la imagen póstuma de Gil como “primitivo” es la tendencia de los pintores virreinales a frecuentar un repertorio restringido de fórmulas, en contraste con la idea de “innovación” propia de los tópicos modernos sobre lo artístico. El riesgo de que un público amplio viese en la exhibición un despliegue algo monótono de cuadros muy similares entre sí fue superado a través de una atinada selección de piezas. Se pudo así mostrar el apego de Gil a esquemas icónicos, así como su extrema versatilidad para modularlos, e incluso replantearlos de manera radical. Esta capacidad se hacía patente desde la sección dedicada a los retratos que Gil pintara en el Santiago aún colonial, en los cuales fijó cánones distintos de las fórmulas aprendidas en Lima. En aquel contexto destacaba aún más el carácter innovador de la efigie de Raimundo Martínez de Luco y su hijo (1814, MHN, Santiago), auténtico tour de force por su densidad emotiva, la cual parecía hasta entonces patrimonio exclusivo de la imagen religiosa. El tierno diálogo entre padre e hijo anuncia ya una sensibilidad definidamente burguesa, legitimada por el ejercicio privado de la vida piadosa más que por cualquier impulso de secularización.

    La muestra resumía el complejo paso del Antiguo Régimen a la república por medio de la ubicación contigua de la efigie de Fernando VII ejecutada por Gil en 1815 (MNAAHP, Lima) y la serie de imágenes del general José de San Martín que el mismo pintor inició a partir de 1817, tras el triunfo patriota de Maipú. El contraste de ambas obras difícilmente podía dar cuenta de sus diferencias más profundas: la personificación del Estado en el cuerpo del Rey frente a la representación conmemorativa del Libertador de Chile.4 Pero el espectador podía reconocer transformaciones en la obra del pintor apenas iniciado el período republicano, tanto por una mayor simplicidad formal como por el predominio de efigies militares. Ante la inexistencia de competidores en Santiago, no sorprende que el encargado de acompañar la refundación de todo el orden político fuese Gil; incluso, varios de los altos oficiales argentinos del ejército de San Martín encargaron sus retratos para remitirlos a sus familias o para llevarlos consigo de regreso. La exposición presentaba una amplia selección de estos lienzos, Veras efigies objeto de culto cívico en sus respectivos países. Pudo constatarse el impresionante rigor descriptivo del artista al confrontar de manera


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  4. Ver Natalia Majluf. “De como reemplazar a un rey: visualidad y poder en la crisis de la independencia (1808-1830)”, Histórica, Vol. XXXVII, N° I, 2013, pp. 74-108.


    directa algunas pinturas con los objetos reales –uniformes, insignias o condecoraciones-representados en ellas. A diferencia del principio de la ventana renacentista, el ilusionismo de la obra de Gil descansa en la forma como esos objetos parecen avanzar hacia el espectador; el pintor logra crear así efectos de volumen, pero la suma de ellos no se articula en un espacio homogéneo que se pierda en profundidad. Aunque definido por la tensión entre la tendencia al plano y el uso de detalles en relieve verdadero,5 este particular lenguaje pictórico demostró una variedad más amplia de recursos, que incluyen el modelado sutil y la fina introspección psicológica en el estudio de los rostros.

    La proyección regional del artista se vería consolidada con su retorno a Lima, a mediados de 1822, siguiendo la ruta del Ejército Libertador, en donde continuó con la serie de efigies militares iniciada en Santiago. Entre las obras mostradas en la exposición sobresalía la imagen de José Bernardo de Tagle (1822, MHN, Buenos Aires) como encargado del mando supremo, en lo que constituye el primer retrato de estado de la república peruana; su exhibición en Lima, luego de casi dos siglos, poseía una particular carga simbólica. Otro importante conjunto de efigies dejaba entrever que la alta jerarquía militar seguiría siendo el principal comitente del pintor hasta, por lo menos, inicios de la década de 1830. Pero sin duda la pieza estelar y el auténtico punto focal de la muestra era el conmovedor retrato del pescador y patriota peruano José Olaya (1828, MNAAHP, Lima). Podía verse la imagen del mártir desde el patio del museo y antes de entrar a la sala, a través de una abertura en el panel que recibía al visitante, recurso museográfico que resultaba subrayado por la rara luminosidad que emana de la obra misma. El potente resultado hacía extrañar soluciones similares para alguna otra pieza, aunque la amplitud de los espacios iniciales restringía la posibilidad de trazar ejes visuales parecidos.

    La impresionante imaginería patriótica creada por Gil alcanzaría otro punto culminante alrededor de Simón Bolívar, como lo demostraba una selección de los retratos en busto del Libertador, ejecutados en serie por el maestro limeño. Ellos recuerdan las formas de multiplicación de algunas imágenes de piedad exitosas. Sin embargo, no dejó de hacerse sentir la ausencia de la efigie clásica del Libertador, plasmada por el pintor en dos versiones (1825, Palacio Federal de Caracas y Casa del Pueblo de Sucre). El culto casi religioso que rodea a ambas obras explica que no se haya considerado trasladarlas a la exposición, pero demuestra al mismo tiempo la capacidad de Gil para crear el principal ícono del mito


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  5. Natalia Majluf y Carolina Ossa. “La lógica pictórica de José Gil de Castro”, en: Más allá de la imagen…, op. cit., pp. 89-95.


bolivariano. Este aliento heroico impregnaba también las últimas obras del artista expuestas, que expresan el gusto de una burguesía en proceso de consolidación pero todavía comprometida con el austero ideal de los inicios de la república. La calidad de estas piezas permite entender la vigencia que el pintor mantuvo pese a la creciente circulación de artistas itinerantes europeos. Ante la virtual ausencia de seguidores o competidores locales del mismo nivel, la exposición hablaba con elocuencia no solo del fin de la trayectoria del artista, sino además del ocaso de toda una tradición.

En ese sentido habría que interpretar el carácter tenazmente elusivo que ha rodeado a la figura póstuma del artista. Por ello, la exhibición no dejó de poner en evidencia la escasa información documental que existe sobre Gil de Castro, aun para aquellos períodos en los que gozó de un incontestable predominio profesional. Al confrontarse a la trascendencia de su obra, sorprende que no haya alcanzado el mismo reconocimiento que su sociedad había reservado a un pintor como Lozano, erigido apenas unas décadas antes en motivo de orgullo patrio y referente cultural obligado. Pese a sus aspiraciones de prestigio social, patentes en los títulos –reales o ficticios– que solía consignar cuidadosamente junto a la firma de sus retratos, todo indica que Gil apenas fue considerado por sus contemporáneos como un artesano especializado, aunque de gran valor instrumental para la causa patriótica. Después de su muerte sería incluso relegado a una condición inferior, a causa de la irrupción del academicismo cosmopolita que dejaría definitivamente atrás la herencia colonial. Su rehabilitación moderna, iniciada solo a mediados del siglo XX, viene a alcanzar sin duda un momento culminante con esta muestra que, en el contexto conmemorativo de los Bicentenarios, abre nuevos caminos hacia la comprensión del rico universo simbólico que prestó forma tangible al proyecto político de las nuevas repúblicas.