Tekoporã, arte indígena y popular del Paraguay


Curador: Ticio Escobar

Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires 14 de julio al 20 de septiembre de 2015


María Alba Bovisio

Universidad de Buenos Aires


Entre el 14 de julio y el 20 de septiembre de 2015 se exhibió en el Museo Nacional de Bellas Artes, “Tekoporã, arte indígena y popular del Paraguay, colección museo del barro”, muestra que reunió 215 obras representativas del arte indígena (Guaraní, Ishir, Maká, Ayoreo, Nivaklé) y del arte popular paraguayo desde el siglo XVII hasta el presente. La mayoría de las piezas pertenecen al Museo del Barro de Asunción del Paraguay y en menor medida de los museos argentinos: Museo de Arte Hispanoamericano “Isaac Fernández Blanco”, Museo Pueyrredón de San Isidro, Museo de La Plata y Museo Etnográfico “Juan B. Ambrosetti” de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA.

El curador fue el historiador del arte y crítico paraguayo Ticio Escobar, y contó con el apoyo de la Embajada del Paraguay en Buenos Aires, de la Secretaría Nacional de Cultura del Paraguay y de la Asociación Amigos del Museo Nacional de Bellas Artes (MNBA). A raíz de esta exhibición, se publicó un catálogo con magníficas fotos de todas las piezas exhibidas y textos del curador y de los historiadores del arte Gabriela Siracusano y Roberto Amigo, que analizan la imaginería y las xilografías publicadas en la prensa en el contexto de la Guerra de la Triple Alianza, respectivamente.

Tekó significa “modo propio de ser”, explica Escobar, y porã refiere “simultáneamente a la belleza y al bien”. El tekoporã es el “buen vivir colectivo”, el vivir con belleza entre todos, bien y belleza se identifican en el ideal ético guaraní extensible a las otras etnias y a los sectores populares de tradición mestizo-guaraní que viven en el Paraguay.1 El antropólogo y sacerdote jesuita Bartolomeu Melià define tekoporã como una de las virtudes del guaraní, “el buen ser”,2 tekó como “el modo de ser, el sistema, la cultura la ley y las costumbres” y tekohá como “el medio y el lugar donde se dan las condiciones de posibilidad del modo de ser guaraní”, en este


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  1. Ticio Escobar. “Tekopora, ensayo curatorial”, en: Tekoporá. Buenos Aires, Museo Nacional de Bellas Artes, 2015, p. 14.

  2. Bartolomeu Melià. “La Tierra sin mal”, en AA. VV.: Ñande Reko, La comprensión guaraní de la buena vida. La Paz, Gestión Pública Intercultural, 2008, 2ª ed., p. 102.


    sentido es “una interrelación de espacios culturales, económicos, sociales religioso y políticos”.3 La exposición coincidió con la conmemoración del sesquicentenario de la Guerra Guasú o Guerra de la Triple Alianza, en la que se enfrentaron Argentina, Brasil y Uruguay contra el Paraguay (1865-1870). Si bien la muestra no abordó este conflicto, propuso un espacio de coexistencia de expresiones artísticas vivas, vivientes y sobrevivientes, en la que resonó el anhelo de construir, a la manera de los guaraníes, un tekohá, un espacio social donde poder ser buena y bellamente, la buena tierra, la tierra sin mal que, en palabras de Melià, “produce fiesta y palabra comunicada”.4 Espacio que haga posible el tekoporã.

    La presencia en el MNBA de imaginería religiosa y pintura popular, objetos etnográficos con diversas funcionalidades rituales (máscaras, estatuillas, tocados, trajes y mobiliario ceremonial) puso en escena el debate aún vigente respecto de los “lugares” de pertenencia de esta diversidad de objetos. Discusión que parecería ya zanjada pero que se actualiza en la medida en que aún está abierta la dicotomía (falsa, a nuestros juicio) entre exhibir las “cualidades estéticas” de la obra o “explicarla” en su contexto histórico y antropológico.5 Hay una idea implícita en la muestra, que Ticio trajo al MNBA y es la de la belleza como “modo de ser”, no hay cualidades estéticas adjetivas, estas siempre son sustantivas, hacen a la ontología de los objetos. En este sentido explicar antropológicamente el objeto implica dar cuenta de su dimensión estética porque justamente, como se dijo más arriba, desde la perspectiva guaraní y mestizo-guaraní la belleza es un modo de ser, un modo de estar y construir el mundo. Es por esto que revistieron una particular importancia en el montaje las imágenes y fotos que acompañaban a los objetos y servían “para contextualizar los mundos que sostienen simbólica e imaginariamente a aquellos objetos”.6 Pero, además, la convivencia de esta muestra con las obras de arte consagradas como tales en el discurso canónico de la historia del arte, como las que habitan en las salas destinadas a las colecciones del museo, por un lado señala las ambigüedades y tensiones implícitas en los conceptos de arte, indígena, popular, culto7 y, a la vez, llama tácitamente la atención


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  3. Ibidem, p. 101.

  4. Ibidem, p. 103.

  5. En este sentido hubiese celebrado la presencia de textos de sala más elocuentes respecto de las particularidades contextuales, funcionales y simbólicas de las obras presentadas.

  6. Ticio Escobar. “Tekopora, ensayo curatorial”, op. cit., p. 15.

  7. Ticio Escobar ocupa un lugar clave en el debate en torno a estos conceptos a través de diversas obras entre las que destacamos El mito del arte y el mito del pueblo. Cuestiones sobre arte popular, publicada en 1986 y recientemente reeditada en Buenos Aires (Ariel, 2014). Hemos reseñando la posición diversos autores y retomado las discusiones vigentes en: María Alba Bovisio Arte vs artesanía: algo más sobre una vieja cuestión. Buenos Aires, FIAAR, 2001.


    respecto al parentesco entre muchas de estas piezas, sobre todo la imaginería y la parafernalia ritual indígena, y las obras religiosas europeas nacidas como objetos de culto y posteriormente asumidas como “arte”. Todas son susceptibles de pensarse a la luz de estas palabras del curador: “… los objetos son artísticos, sean útiles o no, en la medida en que puedan zafarse del brete de temas o destinos prefijados y desatar significados plurales que escapen del cerca cerrado de su propio sistema de producción estética…”.8


    Las obras: la belleza como resistencia


    La identidad de los objetos (imaginería cristiana, plumaria, máscaras, pintura popular, tallas, etc.) se exaltó en las salas: la luz y la disposición permitieron dar cuenta de su morfología y vislumbrar el carácter de su presencia en los espacios originales. Una de las salas más elocuentes en su montaje era la de las máscaras “paradas” formando un círculo, situación que remite a la danza, al ritual, a la reunión junto al fuego, al espacio central en torno al cual se distribuyen las viviendas de las aldeas del Gran Chaco.9

    Salvo las pinturas y dibujos (y relativamente, los retablos) el resto son todas obras que demandan la tridimensión, demanda respetada en el montaje que permitía circular a su alrededor apreciando escalas, materialidades, texturas, como en el caso del magnífico yacaré de 2,60 metros de largo, tallado en madera balsa (timbó), presente en la misma sala de las máscaras. Se trata de una obra de Prisciliano Candia (1945-2007) reconocido escultor de la Cordillera de los Altos que realizaba máscaras y este tipo de esculturas que funcionan como disfraces, en este caso dos niños se introducen en el yacaré y lo hace andar. Las obras de Candia han sido utilizadas durante conmemoraciones profanas como la fiesta del kamba ra’anga en honor a los santos patronos San Pedro y San Pablo y a la Inmaculada. Las máscaras presentes en esa sala son utilizadas en esas fiestas por los oficiantes que representan a los enemigos de los guaraníes: los bandeirantes,10 que saqueaban los pueblos, y los guaycurú,11 que


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  8. Ticio Escobar El mito del arte y el mito del pueblo, op. cit., p. 71.

  9. Región que se extiende por parte de los actuales territorios de Argentina, Bolivia, Brasil y Paraguay, limita al oeste con los primeros contrafuertes andinos, al sur con la cuenca del río Salado, al este con los ríos Paraguay y Paraná y al norte con el Planalto Central; incluye los Llanos de Chiquitos (Bolivia) y la región de Mato Grosso (Brasil) áreas de transición hacia la Amazonia.

  10. Los bandeirantes (generalmente mestizos nacidos de uniones entre portugueses y tupíes) eran aventureros organizados en compañías (bandeiras) en San Pablo (Brasil), que estuvieron activos entre los siglos XVI y XVIII. Realizaban expediciones en busca de metales, piedras preciosas, y capturaban indios para venderlos como esclavos. Los guaraníes sufrieron por siglos la violencia de los bandirantes.

  11. Nombres que recibe un conjunto de pueblos indígenas mocoví, toba, pilagá y caduveo y que también incluyó a los ya extintos abipones, mbayáes y payaguáes.


raptaban mujeres. La distribución en un amplio círculo y la altura a la que estaban dispuestas permitía a los espectadores estar literalmente frente a cada una de las máscaras. Cercanía que favorecía el impacto frente a su contundente expresividad que en algunos casos deviene deformidad (labios partidos, narices dobles, bocas y narices torcidas). Es que justamente son quienes tienen algún pecado que expiar los que estén destinados a portar estas máscaras y someterse a la burla y escarnio.

En esta sala se hallaban también las espléndidas tallas en madera de los Avá: las banquetas ceremoniales (apyká) fueron adquiriendo formas zoomorfas –como la de tapir que se exhibía– proceso del que derivaron magníficas esculturas de animales con particulares connotaciones simbólicas, como el jaguar sedente y los dos yacarés plasmados en una síntesis radical. Este proceso expresa la vitalidad del arte indígena que en diálogo con la estética occidental renueva sus formas sin perder la conexión con las técnicas y materiales que dieron origen a sus particulares formas escultóricas. Mayor aún es la innovación en el caso de las dos figuras antropomorfas de Tupasý, la Virgen y Ñanderú, Dios, que, como señala Escobar, “corresponden a un caso de transculturación católico -avá”,12 ya que no solo se trata de una referencia a Cristo y a su madre, sino que se “transgreden” las tradiciones de los guaraníes, quienes no representan a sus deidades. Este “sincretismo” es sumamente elocuente respecto a los procesos de apropiación activa y resignificante por parte de las culturas indígenas, ya que no implicó la adopción de modelos iconográficos cristianos, sino que tanto la Virgen como Dios, representados desnudos y con su genitales exacerbados, devienen figuras asociadas a la fecundidad. Similares consideraciones merece la relativamente nueva (desde los años sesenta) producción aché de tallas zoomorfas con imágenes pirograbadas, que en su mayor parte están destinadas al intercambio comercial, pero que a su vez se han trasformado en el medio para celebrar a través de las escenas grabadas la vida cotidiana y el paisaje como así también antiguos motivos procedentes de la tradición de la pintura corporal.

Completaban las obras de esa sala otro conjunto de máscaras sobre la pared, las famosas máscaras chiriguano de los ancestros utilizadas en la ceremonia anual del Areté guasú cuando estos regresan para propiciar las cosechas. Ceremonia muy antigua pero renovada al ritmo de la vida misma de los guaraníes.

La cerámica, al igual que la talla en madera, transita la profundidad de los tiempos del arte guaraní y, también en este caso, evidencia la vitalidad de este arte transformándose en su devenir. Las obras de Julia Isídrez de Itá y de Ediltrudis Noguera de Tobatí expresan las derivaciones de la cerámica tradicional indígena en diálogo con los aportes europeos: las formas globulares de los cántaros devienen en las globulosas mujeres de Ediltrudis y en los vasos antropo y zoomorfizados de Julia.

El arte plumario, la expresión más “puramente” indígena de la muestra, estaba representado fundamentalmente por tocados de plumas y de pieles de yaguareté de los ishir y los ayoreo, exhibidos en soportes que permitían apreciarlos como tales evocando las cabezas de los chamanes que los lucen en diversas ceremonias en las que son poseedores y portadores de cualidades identificadas con las aves a las que pertenecen esas plumas como así también con el yaguareté.

El azul oscuro de las salas destinadas a los retablos y a tallas de imágenes religiosas generaba un ambiente de profundidad y recogimiento a la vez que exaltaba el cromatismo de la imaginería jesuítica y popular. La desnudez de las imágenes de vestir remitía a las prácticas en torno a las mismas evocando el vestido faltante y evidenciando los mecanismos de animación de la imagen.

Como ha señalado Ticio en varias oportunidades, el arte de las misiones jesuíticas habla a las claras de la creatividad guaraní como forma de resistencia: adoptan la iconografía cristiana que se les impone pero rechazan la exuberancia barroca y logran imponer a su vez la pureza de sus formas esquemáticas, minimalistas, logrando la pervivencia de su antiguo universo plástico-formal. Toda esa iconografía se altera y muta ante el significado latente, tácito de la forma guaraní: cristos llagados y bañados en sangre que no expresan dolor, rostros impasibles, cuerpos erguidos, miradas casi ausentes: el dolor barroco ante el sacrificio del Salvador muta en la ataraxia guaraní ganada en la Tierra sin Mal, librada de penas y temores. Lo mismo ocurre y se potencia en la imaginería popular del siglo XIX en adelante: un San Sebastián atravesado por las flechas del martirio permanece casi sonriendo; Santa Librada crucificada, sangrando, parece estar en estado de trance; un ángel impávido sostiene la copa en la que cae la sangre que emana de Jesús en la versión de Zenón Páez Esquivel del Cristo de la divina sangre. Las cúbicas formas de Cándido Rodríguez, a través de las que plasma a Dolorosas con grandes y rojos corazones flechados, una Piedad con breves lágrimas en sus mejillas, santos populares como San son o San la Muerte, parecen remitir a personajes de cuentos infantiles. Lejos de hacernos estremecer de dolor estas imágenes trasmiten un estado de paz emocional y espiritual.

Dos pintores autodidactas con un lugar ampliamente ganado en la historia del arte paraguaya: Ignacio Nuñez del Soler (1891-1983) y Carlos Federico Reyes, conocido como Mitã’í Churí13 (1909-1999), condensan


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13 Significa “niño travieso” en guaraní.


en su obra las tensiones entre culto y popular, tradicional y moderno. El primero construye su obra a partir de una estética derivada de las luchas obreras y campesinas en las que estuvo comprometido. El segundo, quien comienza a pintar en la vejez al regresar a su país después de haber pasado la mayor parte de su vida adulta en el exterior, da cuenta de una necesidad de recuperar a través de sus imágenes un mundo perdido, “restaura lo faltante”, nos dice Ticio.14

Las pequeñas pinturas y tintas (todas promedian 20 x 30 cm) del artista guaraní Osvaldo Pitoé, quien vive y trabaja en el Chaco paraguayo, dialogan con las escenas de las tallas pirograbadas de los Aché, puesto que hacen presente la vida de las comunidades indígenas. Osvaldo, autodidacta, comenzó a pintar a raíz de la iniciativa de una promotora cultural, pero rápidamente se apropió de los medios plásticos para evocar la vida de la comunidad nivaklé guaraní donde creció, a orillas del río Pilcomayo, construyendo una iconografía y estilos propios.

Las vainas de proyectiles usados en la Guerra del Chaco (1932-1935) devenidas en piezas de arte son un elocuente ejemplo de las ilimitadas posibilidades de la creatividad popular. Estas vainas de bronce fueron transformadas no solo en soportes de amorosos mensajes sino en piezas exquisitamente grabadas, que combinan textos con imágenes de flores, personajes, animales, arquitectura, etc., destinadas a seres amados.

En la diversidad de obras expuestas hay una constante: surgen en contextos de resistencia, revelan la necesidad de conjurar la adversidad ante el avance del colonizador y el evangelizador, ante la opresión capitalista, ante la desolación de la guerra, ante la “modernidad occidental”… En este sentido, podemos pensar la belleza surgida de estas artes diversas y complejas como forma de resistencia.