Introducción
por Fernando J. Devoto
El dossier que el lector tiene ante su mirada trata de teatros, teatros de ópera. El lector seguramente los ha visto o ha visto otros semejantes, porque, y hasta cierto punto, las huellas del pasado están en nuestro presente. Y no solo porque nosotros que lo estudiamos estamos también aquí, sino porque ellos han dejado restos que con la forma de objetos colocados en el espacio urbano habitan recónditos nuestra cotidianeidad.
Objetos colocados no en la reluciente “Atenas del Plata”, ni en aquellas ciudades nuevas, enriquecidas por la gran expansión de la economía agroexportadora como Rosario, sino en esas pequeñas villas o ciudades del litoral rioplatense. Si en un caso se trata de una antigua capital de provincia, Paraná, que había sido por unos años capital del estado de la Confederación, las otras cuatro (Gualeguay, Zárate, San Nicolás y Goya) solo en parte responden al ideal tipo que construyera Ezequiel Martínez Estrada en su Radiografía de la Pampa, según la cual quien había estado en una había estado en todas, en esa monotonía que dominaba esas “chatas” islas horizontales plantadas sobre el desierto como “pájaros asentados después de desbandarse”, con sus “calles anchas y de tierra”, y sus casas de ladrillo sin revocar. Y, se podría agregar, con su plaza central con la iglesia, el municipio, el banco (que si era en Buenos Aires solía ser el Provincia o el de Italia y Río de la Plata), y a su alrededor algunos clubes sociales o asociaciones de inmigrantes y, en ellas o cerca de ellas, un teatro, que podía ser o no de ópera o, mejor aún, haber sido pensado originariamente o no como un teatro de ópera. Y la mayor diferencia de las que hemos escogido debe buscarse en que todas ellas están a orillas de ríos, y si se trataba del Paraná y, en especial en su ribera derecha, en la ladera de la pampa justamente llamada gringa (Zárate, San Nicolás), estaban destinados a prosperar en torno a ese eje. Eje en el que circulaban mucho más las mercaderías que las personas, al menos desde que el Ferrocarril Central Argentino, luego de inauguraciones parciales, completó el trayecto a Rosario en 1886. Las otras, en cambio, Gualeguay y más aún Goya (demasiado al norte para continuar beneficiándose del río, habiendo quedado bien atrás la época en que era regenteado por los genoveses con sus pequeños navíos), destinadas a un desarrollo más lento, ya que, para ellas, el Paraná podía seguir siendo una vía de comunicación aunque fuese también un obstáculo a atravesar, como lo era también para la ciudad de Paraná, pero aquí se trataba de una capital provincial destinada a una moderada prosperidad como sede de una burocracia nacional, regional y local. En relación con esas diferentes velocidades están las dimensiones de los teatros para recordarlo, por si alguien no quisiese consultar los censos, aunque desde luego no haya una mecánica relación entre prosperidad económica y tamaño del teatro. En los casos que nos interesan, mientras los teatros en la margen derecha del Paraná (San Nicolás y Zárate) tenían una capacidad para 800/1000 espectadores, los de Gualeguay y Goya giraban en torno a 250/300.
Como puede rápidamente percibirse, el proyecto que reúne la investigación sobre los teatros del litoral parte de un doble deslinde. Por un lado, en relación con la realidad de la ciudad de Buenos Aires; por el otro, con relación a otras zonas de la Argentina, litoral o no litoral, en la que también había teatros de ópera, aunque, como muestra el artículo de Caudarella aquí incluido, la cantidad no era la misma. Recorte que, si necesitase una justificación, la debería encontrar en que forman parte de una trama con dos ejes potenciales y/o secuenciales de circulación, el Paraná y el Ferrocarril, y que más allá de la ópera forman parte de una de las regiones históricas de la Argentina, en los dos bordes de esta. Si ello es suficiente para postular una unidad del objeto, se verá a investigación concluida; en todo caso, un inventario de diferencias no es de menor interés que uno de semejanzas. ¿Ese recorte es también un recorte en torno a hábitos y consumos culturales? Gino Germani nos acostumbró a pensar en torno a una Argentina tradicional y otra moderna, y la interminable transición entre una y otra. Y esa dualidad que era ante todo cultural y luego espacial serviría como deslinde con la Argentina del interior, tradicional porque sus habitantes también lo eran. Aunque la forma en que él planteaba el problema no puede ya defenderse, de todos modos, dejaba aún en sus propios términos otro dilema: si la pampa gringa formaba parte de la Argentina moderna (y aquí la clave era la presencia de los inmigrantes), ello suprimía las muchas diferencias que existían dentro de ella, de las cuales una muy visible sería Buenos Aires ciudad, por un lado, y las pequeñas ciudades de la pampa, por el otro. ¿En qué lugar quedaban estas pequeñas ciudades, que a nosotros interesan, colocadas en el litoral, entre el interior “tradicional” y esa ciudad de Buenos Aires, o si se prefiere Buenos Aires y Rosario? ¿Eran ellas tradicionales o modernas? Aunque el concepto de moderno es más problemático que esclarecedor, ya que es mucho más una pluralidad de opciones que una vía maestra. También, desde luego, está vinculado a horizontes temporales que son ellos mudables (aquello que podía ser imaginado como moderno en 1900 bien podría no ser pensado del mismo modo cien años después). ¿En qué medida el progreso económico alteraba de manera significativa el carácter sustancialmente rutinario de aquellos “aerolitos” descriptos por un Martínez Estrada, ese anti-Germani, y no solo metodológicamente, que se esforzaba por demostrar el fracaso de todo el proyecto civilizatorio argentino y la medida en que el desierto reinaba imperturbable por debajo de esa ilusión de modernidad que podían representar las nuevas ciudades epifenómenos?
Desde luego aquí modernidad parece ser equivalente a civilización, y esta, a europeización. No trataremos de discutir si eso era un bien o no, o si hubiera sido mejor seguir con el tráfico en carretas antes que apelar al capital inglés para construir los ferrocarriles, como no dejó de imaginar algo febrilmente un destacado intelectual argentino. Lo que nos interesa es observar que ese proceso tuvo lugar y que fue acompañado no solo de capitales, sino de brazos que pusieron en producción, de nuevas ideas y creencias que lo impulsaron, como lo impulsaron nuevas estéticas y nuevos consumos como la ópera. Desde luego que en ese contexto es difícil encontrar un objeto y un espectáculo mejor que el teatro de ópera para emblematizar esa trilogía modernidad-civilización-europeización y sugerir, o bien cuánto se había avanzado en la senda del “progreso”, o bien cuán artificial era todo ese proceso, según como se pensase el encastre de ese nuevo artefacto en la trama urbana.
Desde luego, no debería olvidarse que la ópera y sus teatros no son una especificidad argentina ni tampoco algo inherente al enorme lugar que ocupó la inmigración europea (e italiana) en ese proceso. Hubo teatros de ópera en todos los países de América Latina, fuesen más o menos exitosos en atraer inmigrantes, como indicación de que ese espectáculo europeo tendía a hacerse universal (o al menos occidental) en el siglo xix, algo que acompañaba el desplegarse del capitalismo y la vida urbana. Se ha dicho europeo, aunque mejor sería decir italiano, ya que el género fue no solo sino ante todo una especificidad peninsular.
Aunque se hayan propuesto diferentes periodizaciones, la tradición sugiere colocar entre fines del siglo xvi y comienzos de siglo xvii como el momento en el que se produce esa conjunción entre poesía y música, que será el núcleo constitutivo de la ópera, aunque en un sentido diferente del actual, hasta tanto no se pase de un espectáculo orientado hacia ceremonias cortesanas, laicas o religiosas, a un espectáculo teatral abierto a un público mucho más amplio, que pagaba entrada, y al hacerlo, devenía no solo un espectáculo, sino también un negocio practicado por personas que harían de ello un oficio, de cantantes a empresarios, y que estaba sometido a lógicas de “mercado”, que podrían llamarse mejor preferencias de los consumidores.
La transformación está asociada no ya a Florencia y Roma, sino a Venecia, donde, en el Teatro de San Cassiano, hacia 1637, parece haberse representado por vez primera óperas como espectáculos comerciales, que atraían ahora a un público socialmente heterogéneo, que no era el público de la ciudad, al que la Iglesia o la Corte brindaban una representación para su regocijo a cambio de un dinero. No hubo abruptas contraposiciones, sin embargo, ni musicales ni teatrales. En las primeras, ahí está el gran Claudio Monteverdi, que supo producir obras tanto para el formato antiguo como para el posterior. En las segundas, en los nuevos teatros, por ejemplo, en el París republicano en la zona del Boulevard du Temple, a comienzos del siglo xix, como señaló Carlotta Sorba, todavía se ofrecían funciones gratis y, al menos algunas, como parte de una oferta de la República a los ciudadanos. Ocasiones en las que ese circuito popular reunía a una heterogeneidad social notable, como puede percibirse en las pinturas que Louis-Léopold Boilly dedicó a retratar a una multitud de espectadores forcejeando por ingresar al teatro o apretujados en una de las galerías del mismo. Con todo y más allá de las funciones gratis, el nuevo consumidor plantearía una dicotomía persistente en el nuevo género, entre una lógica comercial y una lógica teatral-musical. Dualidad que en parte refería a otra dualidad: una perspectiva aristocrática y otra popular, como, a su modo, lo mostraba el irónico pequeño libro de Benedetto Marcello, Il teatro alla moda, de 1720, un temprano anhelo de retorno a los tiempos antiguos.
Se ha dicho teatro de ópera y ópera italiana. Seguramente fue así por un buen tiempo, hacia adentro y hacia afuera. Hacia adentro, con toda la atención que debe prestarse a las diferencias regionales, los habitantes de la península parecían cantar y no hablar, como se lamentaba Francesco de Sanctis, para quien la música había suplantado la palabra en Italia desde el siglo xvii. Hacia afuera, porque gran parte de los productores y de los ejecutores del espectáculo eran italianos, y en este sentido no habría nada extraño que también en el Río de la Plata lo fueran en el largo siglo xix. Debe recordarse, con todo, que también aquí había variantes, ya que el nuevo espectáculo no siempre estaba asociado a un espacio teatral definido, sino que podía representarse al aire libre o en estructuras precarias, en el centro de la ciudad o en la periferia: especialmente fuera de Italia, donde el nuevo género se difundió con velocidad. Por ejemplo, en Viena, un empresario teatral como Emanuel Schikaneder podía alternar en el circuito formal, central y jerárquico, en el teatro Imperial (Theater am Kärntnertor) con uno mucho más popular, precario y periférico como el Auf der Wieden, donde se presentaría por primera vez, en 1791, La flauta mágica, dirigida por el mismo Mozart, una obra que expresaba también el tránsito desde el singspiel, de matriz austro-alemana.
Más allá de variantes, el nuevo espectáculo seguía ganando adeptos y en ello un lugar igualmente relevante al de la música cantada o al alternarse de partes cantadas y partes recitadas, lo tenía el teatro. Este viviría a fines del siglo xviii una verdadera eclosión popular en torno a un registro que se expandía sin cesar en Francia y en toda Europa: el melodrama. Melodramas con música o sin música que estarían destinados a acompañar desde otro registro social una nueva sensibilidad, a la que el romanticismo o, mejor, los románticos, tan diferentes aquí y allá, darían su carta de prestigio. Mucho antes que Victor Hugo escribiese el Prefacio de Cromwell, antes que su Hernani ganase la “batalla” teatral en 1830 en los medios burgueses y cultos de París contra el clasicismo, ya la transformación había tenido lugar en el seno de los ambientes populares. Un Hernani al que, como se sabe, Verdi tomaría luego como base para su ópera estrenada en 1844, una de las muchas obras de teatro de Hugo que tantos compositores utilizaron para sus óperas en esos años: de Le Roi s´amuse por el mismo Verdi para su Rigoletto, a Lucrezia Borgia, por Donizetti, a Maria Tudor, por Pacini para su Maria, Regina d´Inghilterra, o a Angelo, tyran de Padoue, por Mercadante para su Il giuramento (y muchos años más tarde por Ponchielli para La Gioconda).
Vínculos, relaciones que en principio son solo eso y que podrían amplificarse a otros registros como la pintura o la poesía, pero que requieren de alguna forma de traducción y recodificación, si es que eso, la traducción de una forma estética a otra, contra el parecer de Benedetto Croce, fuese posible o si pudiésemos postular un zeitgeist en el cual todas esas expresiones pudiesen ser pensadas unitariamente. Empero, si así fuese, debería señalarse, al menos para el movimiento intelectual, un desfase en el Río de la Plata con relación a expresiones o climas semejantes en el mundo europeo. Lo sabemos para la literatura, no lo sabemos, solo podemos conjeturarlo por ahora, para la ópera, si debemos dar crédito al predominio del gusto por Rossini en la Buenos Aires de la primera mitad el siglo xix, ya que cualquier etiqueta que podamos dar a su gaudente y desencantada visión del mundo (a la Guicciardini, según la sugestiva imagen de Massimo Mila) era, desde luego, muy diferente al pathos melodramático de Verdi y sus coetáneos. Nadie parece haber estado apurado además para desalojarlo del lugar privilegiado que había ocupado en Buenos Aires desde la segunda mitad de los años veinte del siglo xix, o por lo menos como lo estaba Mazzini en Italia en 1835 (“oggi urge l´emancipazione di Rossini e della música che ei rappresenta”).
La frase de Mazzini puede servir para introducir el breve ensayo de Carlotta Sorba que abre el dossier. La autora, una de las mayores especialistas en la historia de los teatros y del melodrama en el siglo xix en Italia, no está interesada en retornar a la relación entre las otras artes y la ópera, sino en proponer otra: ópera, nacionalismo y política. Tras repasar y dejar atrás los viejos debates en torno a esa relación y a contrapuestas lecturas sobre viejos topoi como la intencionalidad de Verdi al escribir el Nabucco, Sorba sugiere reproponer ese vínculo a partir de la sugerencia de pensar la esfera pública “risorgimentale” y los contactos intensos que allí se producían en torno al 1847-1848, y no antes, sea a nivel de la relación entre intelectuales y política, sea a nivel de los vínculos comunicativos entre discurso operístico, omnipresente al menos en el espacio urbano, y construcción de un imaginario político. Algunos ejemplos propuestos por la autora ilustran la difusión de pequeños gestos de oposición más o menos espontáneos al orden político, sea durante el espectáculo de ópera, a partir de motivos musicales o literarios extraídos de ellos y empleados como consignas identificatorias.
La presentación de Sorba puede ser vista más en el efecto distancia con la situación argentina que como antecedente de la misma. No parece que las óperas pudiesen evocar en el Plata resonancias políticas, o que fragmentos de sus libretos o melodías pudiesen ser empleados como consignas identificatorias. Desde luego, el hecho de que en el teatro de ópera se produjese una vasta reunión de gente no dejaba de tener muchas implicancias posibles e imprevisibles. Existen abundantes ejemplos de que los concurrentes, de aquel lado del Atlántico como de este, estaban muy interesados en armar combativos bandos contrapuestos en torno a las preferencias por una u otra prima donna. Es posible también que emergiesen situaciones de desafío a la autoridad. ¿Se habrían repetido acá situaciones como aquella en el Teatro San Carlo de Nápoles que recuerda John Rosselli, en la que el público cantó en modo admonitorio al rey y en relación con la celebración de la performance de un cantante: “se tu non batti battimo nui”? Con relación al contenido poético-musical y a su efecto dramático, las cosas son también complicadas. Desde luego, si el coro de los hebreos prisioneros en Babilonia o el de Hernani (“si ridesti il león di Castiglia”) podían suscitar emoción e incluso tener resonancias políticas o patrióticas, ¿por qué ello no podía ocurrir en la Argentina? Y si nos inclinamos por formular una conjetura negativa es porque, aunque siempre todo reposa en una convención, en un pacto no explícito entre el intérprete y el público, no es menos cierto que ello implica familiaridades y complicidades previas que reposan en algún tipo de diálogo con hábitos y estilos musicales, si se quiere con un terreno roturado desde tiempo atrás, como para posibilitar una complicidad. Aquí, en el Plata nuevamente, la ópera aparece como un espectáculo que no reposa sobre ni emerge de una cultura de elite ni de una cultura popular con la que existiese un aire de familia. Por supuesto que difícilmente había aquí algo semejante a aquellos mendigos que encontraron Mozart y su padre en Milán, que cantaban un trozo musical sin errar una sola nota, o al menos otras tradiciones musicales existían aquí, y por ello, si los hubiese, los trozos serían otros. Desde luego que, cuando comenzaron a llegar los italianos, a raudales, trajeron consigo no solo hábitos sino instrumentos, como los profesores de piano o las bandas de música que eran tan características de la península y que no poco habían influido no solo en espectadores sino también en compositores. Y esto se esparció mucho más allá de Buenos Aires, pero como parte de un segmento del tejido social, no de una totalidad.
De ese modo, la ópera podía ser mucho más un espectáculo en sí y, si contenía otras implicancias, estas eran sociales, ni musicales (en el sentido de que la ópera fuese el género musical hegemónico) ni políticas. Ciertamente, como se argumenta en el segundo trabajo, escrito por el autor de este prefacio, el punto de partida puede incluirse rápidamente en esa Buenos Aires desacralizadora, revuelta y plebeya. A su modo, el retrato de Estanislao del Campo es testimonio de ello. Sin embargo, esa situación dará lugar a otra muy diferente, medio siglo después. Y esa situación no solo mostrará que la ópera sería una propuesta entre otras, sino que la aspiración a representar aquel género, al que creían estar habilitados solo los sectores de la elite social, la llevaba a una situación paradójica. Si esa elite aspiraba a ser una clase diferente, debería aspirar a que sus preferencias estéticas se derramasen civilizatoriamente sobre el conjunto social, pero ello hubiera implicado una estrategia de apertura y cooptación que no fue la suya, al menos en esas décadas iniciales del siglo xx. Entre los muchos testimonios de la arrogancia de una elite social que debía exasperar las distancias porque ella no tenía ni la tradición (el pedigree) ni la educación suficientes; y que observadores conocedores del paño retrataron con mucha más pertinencia que historiadores recientes que tienen lecturas pero no experiencias, ejemplar es el que dejaron Borges y Bioy Casares en sus corrosivos diálogos cotidianos, hablando mal en este caso de Ricardo Güiraldes:
Me habló de los célebres remates del Colón. A veces un señor que no era de la right kind of people, para complacer a su mujer o a sus hijas, tomaba un palco en el Colón. Un grupo de muchachos lo descubría, se metía en el palco y empezaban a rematar al señor: “¿Cuánto dan por estos bigotes? ¿Cuánto por esta nariz?”. ¿Vos te das cuenta de la miseria de esta broma hecha con la impunidad de la patota? Güiraldes se jactaba de haber intervenido en más de un remate, pero lo diría para darse corte nomás, porque era tan flojo... ¿Te das cuenta el recuerdo que dejarían en el pobre hombre y en su familia? Es claro que la peor vergüenza, la infamia, es para los que habían hecho la broma; es injustificable hacer una cosa así; que se la hagan a uno, bueno, es cosa de otros.
Que así fuese en el Colón no significaba que, pese a todo, una pluralidad social existiese en él y entre él y otros teatros más populares de la ciudad.
En cualquier caso, esa situación no era la de nuestros teatros de provincia, en los que la diversificación social era menor y la interacción interpersonal, mayor. El paternalismo rural sustituía al desprecio ciudadano. Y nuevamente nos encontramos en este segundo texto, como en el artículo de Sorba precedente, en la antesala. La experiencia de Buenos Aires habla más por contraste que por semejanza, aunque desde luego pudiese ser vista como un modelo a imitar por esas periferias de las periferias, late joiners de otros late joiners. Aunque, desde luego, como muestra el trabajo de Mariela Ceva, Buenos Aires no solo era un referente imaginario mucho más concreto que los teatros europeos, sino también una fuente de experiencias estéticas y relaciones sociales, como lo exhibe el hecho de que al menos dos de los mayores impulsores de la realización del Teatro Coliseo de Zárate eran abonados que frecuentaban asiduamente el Teatro Colón.
Una más explícita comparación, aunque todavía preliminar, es la que realiza en su trabajo Florencia Caudarella. La autora brinda, a la vez, una detallada cartografía de las salas teatrales (dentro de las que están incluida aquellas que ofrecían ópera) en Buenos Aires y en toda la Argentina en la década de 1920, y propone elementos para un contrapunto entre los teatros de la ciudad de Buenos Aires y el Teatro Coliseo de Zárate, tomado como ejemplo de los teatros del interior. De ese modo se abren dos comparaciones: la primera, sobre todo para Buenos Aires, en la segunda mitad de la década de 1920, pero como parte de una tendencia quizás más general, es acerca del peso relativo de la ópera dentro del conjunto de la oferta teatral, y de esta dentro, de un más amplio sector que incluyó otros tipos de espectáculos. Comparación que la lleva a sugerir una pérdida de velocidad relativa del teatro y de la ópera dentro de él. En ello parece detectarse un signo epocal vinculado a la aparición de formidables competidores en el deporte de masas y en el cinematógrafo, pero en este punto, el retraso de la construcción de teatros en el interior del país los penaliza aún más antes que a sus congéneres de la capital, como lo mostraría el caso del teatro de Zárate, demasiado tardío para sus ambiciones y aspiraciones. La segunda dimensión comparativa, además de la que podría surgir de un análisis detallado de la cartografía de las salas teatrales incluida en el trabajo, sugiere algunas hipótesis por ahora preliminares, que contrapondrían un modelo de teatro más comercial, en el caso de los emprendimientos de Buenos Aires, y otro más orientado a objetivos simbólicos e identitarios, en el caso de Zárate y quizás también de otros teatros cercanos que fueron iniciativas de asociaciones, y no de empresarios.
El trabajo de Ceva nos habla de muchas otras cosas en su detallada reconstrucción de un caso concreto, el Teatro Coliseo indagado desde su entorno concreto: una ciudad, Zárate, en expansión, una serie de instituciones y un conjunto de actores sociales que componen la elite política y/o étnica de la ciudad. Una aproximación micro, género en el que Ceva es una reconocida especialista, que brinda una mirada en parte coincidente, en parte alternativa, a la del trabajo macro precedente. Al hacerlo, la autora nos recuerda que esos teatros antes de ser emblemas y monumentos fueron un proyecto, y que detrás de ese proyecto hubo no solo diversas instituciones, sino personas concretas que estaban coladas en redes de relaciones en las que circulaban intercambio materiales y simbólicos. Recuerda también que esos teatros, más allá de los propósitos de sus realizadores (y más allá de las dificultades para realizarlos), requerían de una sustentabilidad económica que se revelaría, en el caso de Zárate, factible para construirlo, aunque en tiempos largos, y menos factible para hacerlo funcionar luego, como se había imaginado inicialmente. A su modo, un teatro de ópera sin (o con poca) ópera, que reintroduce el tema de las distintas temporalidades implícitas en la formulación y en la concreción que implican cambios de significación de los mismos, aunque ese cambio pueda afectar más la funcionalidad que el símbolo, en tanto este tendría una perdurabilidad mucho más larga.
El artículo que cierra el dossier, de Judith Fothy, propone un abordaje desde otro lugar. La autora, que posee una significativa trayectoria en el estudio y la restauración de telones de teatro, propone aquí una exploración sobre dos de los casos en estudio del proyecto: el Teatro 3 de Febrero, de Paraná, y el Rafael de Aguiar, de San Nicolás de los Arroyos. Fothy coloca los dos casos en dos cuadros más vastos, el de la evolución y las tipologías de los telones de boca y el de su puesta en secuencia con otros tres ejemplos rioplatenses, incluido el Teatro Colón. Dos elementos parecen emerger aquí; uno es el del carácter matricial de las experiencias europeas en relación con técnicas y diseños artísticos, el otro es el de la diversidad de modelos de referencia, que elude a cualquier idea de un patrón único. Todo se asemeja a un collage que alude a heterogeneidad y mezcla (como en otros registros de la cultura argentina, por otra parte). Si esa heterogeneidad, que bien puede verse como bilateralidad más que como circularidad, se verifica en otros aspectos de la construcción y decoración de los teatros, es algo que deberá verificarse.
Los trabajos que incluyen este dossier, como el lector ya ha comprendido, constituyen aproximaciones desde distintos ángulos, miradas y disciplinas a un objeto: los teatros del litoral. Esa convergencia propone menos un balizamiento de un territorio para ser roturado luego extensivamente, que un primer cateo de cuestiones y problemas que aspiran a encontrar algunas intersecciones de experiencias atendiendo al reconocimiento de una diversidad que eluda toda monótona idea de homogeneidad, serie, reiteración.