La ópera, el teatro, el criollismo
En torno al Fausto, de Estanislao del Campo, y sus contextos11. Investigación (…)
por Fernando J. Devoto22. TAREA IIPC/UNS (…)
En un overo rosao,
flete nuevo y parejito,
caía al bajo, al trotecito.
Y lindamente sentao,
un paisano del Bragao,
de apelativo Laguna:
mozo jinetaso ¡ahijuna!
Como creo que no hay otro.
Capaz de llevar un potro
a sofrenarlo en la luna
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Algunos quizás recuerden el fragmento: se trata de la estrofa inicial de un largo poema criollo de Estanislao del Campo, de 1866, que supo hacer época: Fausto. Impresiones del gaucho Anastasio el Pollo en la representación de esta ópera.33. Estanislao del (…) Del Campo, que fue a la vez empleado público, militar, político y poeta ocasional, había asistido, en el viejo Teatro Colón, a la representación de la ópera de Gounod y, según testimonio de su amigo, el escritor Ricardo Gutiérrez que lo acompañaba, se dedicó durante la función a decir “infinidad de ocurrencias criollas” a propósito de las escenas del Fausto. Este le habría entonces sugerido de poner por escrito “en estilo gaucho” sus impresiones sobre el espectáculo.44. La carta de Gu (…) El ejercicio no era totalmente extraño a Del Campo, que había escrito ya otro poema a propósito de las impresiones que un gaucho habría tenido al presenciar en 1857, también en el viejo Teatro Colón, en el año de su inauguración, otra representación de una ópera bastante olvidada, Saffo, de Giovanni Pacini.55. Angel Battistt (…) En ambos casos, el gaucho se llama Anastasio el Pollo –un homenaje a su maestro Hilario Ascasubi, uno de cuyos personajes era Aniceto el Gallo–, y es el seudónimo que utilizaba el mismo Del Campo en muchos de sus escritos y, como las observaciones de Gutiérrez sugieren, son también, al menos en parte, una voluntad del autor de sugerir una identificación con su personaje literario (una forma de döppelganger). Quizás, con prudencia, las impresiones de la ópera puedan ser pensadas, a la vez, como las del poeta y las del gaucho imaginario. De un modo semejante concluía, por otra parte, Anderson Imbert, que sostenía que en el poema podían detectarse a la vez la voz de Del Campo y la de Anastasio.66. Enrique Anders (…)
El poema se presenta en una forma ya transitada en el llamado género gauchesco, la de un diálogo en verso entre dos gauchos, Anastasio el Pollo y don Laguna (el del overo rosao), mientras beben ginebra en un paraje al borde de un río en la pampa. Vicente Rossi, a quien no le gustaba ni el poema ni el género, argumentaba que se trataba de “dos chupandines”, de los cuales el primero relata al segundo lo que había visto en la representación del Fausto, de Gounod, desde el Paraíso del Teatro Colón. La obra de Estanislao del Campo gozó de mucho éxito de público. Paul Groussac lo atribuyó a que su aparición coincidía tanto con una notable expansión de la ópera en Buenos Aires, como con un tono alegre y zumbón que rezumaba de un poema que, a su modo, se vinculaba en clave inversa con los antecedentes populares tardomedievales anteriores a Goethe y, desde luego, a Gounod. Las dos observaciones son discutibles. En relación con la primera, la expansión de la ópera solamente puede sostenerse en relación con la situación precedente en Buenos Aires, pero no en comparación con otros ejemplos europeos. Tomando un caso al azar, y con la debida prudencia acerca de las comparaciones y las fuentes, hacia 1865 existían en Génova (una ciudad de 250.000 habitantes) al menos cuatro grandes teatros, con un total de 8600 butacas, en los que se representaba ópera.77. Carlotta Sorba (…) En Buenos Aires, una ciudad de alrededor de 180.000 habitantes por entonces, existían dos grandes teatros, el Colón y el Victoria (había ya desaparecido el Argentino), que reunían unas 4500 plazas. Con respecto a la segunda, menos ambiciosa pero quizás más consistente era la observación de Pedro Henríquez Ureña acerca de que la popularidad del poema: podía ponerse en relación con el hecho de que el diablo era, en la cultura popular rioplatense, “un personaje familiar, capaz de todos los engaños y transformaciones”.88. Pedro Henríque (…)
La obra de Del Campo tuvo también un respetable apoyo de la crítica, aunque no carente de debates. Entre quienes la alabaron puede aquí recordarse a Enrique Anderson Imbert, Edmondo de Amicis, Pedro Henríquez Ureña, Calixto Oyuela y Jorge Luis Borges, y de entre los críticos, a Rafael Hernández y Leopoldo Lugones. Este último desarrolló, en 1913, dos argumentos distintos, uno lingüístico y otro cultural. El primero, que Lugones aplicaba a la mayor parte del género gauchesco, era que los paisanos no hablaban ni se comportaban así y que si las palabras eran gauchas, los conceptos no lo eran y, entre ejemplos de lo segundo, indicó que un gaucho que se precie de tal no andaría en un caballo “overo rosado”, animal que servía solamente “para tirar el balde en las estancias”, y que solo un gringo fanfarrón “que jinetea la yegua de su jardinera” sofrenaría un caballo.99. Leopoldo Lugon (…) La crítica podía insertarse en otra mayor, que abarcaba al conjunto de la poesía gauchesca escrita por hombres de ciudad, payadores de “bufete”, como el mismo Groussac llamaría a Estanislao del Campo. Borges retrucó veinte años después que la literatura implica siempre una convención y que esos hombres de ciudad, en cuanto militares, conocían bien el mundo de los gauchos, dado que eran sus soldados (como se sabe, esos ejércitos eran de enganchados, ya que no había por acá un ejército regular).1010. Jorge Luis Bor (…) Con felicidad agregó que el Fausto no pertenecía a la realidad argentina, sino a la mitología argentina. Henríquez Ureña, por su parte, sugirió que no existía un abismo entre el dialecto hablado por los gauchos y el del hombre de ciudad, solamente algunos cambios fonéticos.1111. Pedro Henríque (…) Y, desde luego, podría pensarse si la relación campo-ciudad no era en la década de 1860 más porosa en el contexto rioplatense que en otros casos. Con todo, bien podía observarse además que Lugones procedía de las campañas, mientras sus dos contradictores no.
Más interesante para nuestro problema eran otras observaciones de Lugones:
Lo que se propuso [Del Campo] fue reírse y hacer reír a costa de cierto gaucho imposible que comenta una ópera trascendental cuyo argumento es un poema filosófico (…). Ni el gaucho habría entendido una palabra, ni habría aguantado sin dormirse o sin salir, aquella música para el atroz; ni siquiera es concebible que se le antojara a un gaucho, meterse por su cuenta a un teatro lírico.
Aquí Lugones nos pone en negro sobre blanco un problema, a la vez histórico e historiográfico, que está en el centro de nuestro proyecto y que es el motivo que nos llevó a reflexionar sobre el Fausto de Del Campo como un símbolo que contiene muchos otros o como un problema que contiene muchos problemas: los contactos culturales entre influencia, comunicabilidad y traducción, y las dificultades de los historiadores para capturar no solo las actitudes de las clases populares sino, incluso, las de las personas corrientes en el pasado.
Ciertamente, podría discutirse la primera parte de la observación de Lugones, la voluntad de reírse a costa de la ingenuidad del gaucho, ya que la gracia del poema está en que nuestros Anastasio el Pollo y don Laguna son bastante listos o razonables o, si se prefiere, la imagen que Del Campo quiere darnos del gaucho, lo es.1212. También podría (…) Y si en el poema de 1857, don Anastasio había empezado a desnudarse para salvar a Saffo, propósito evitado por la caída del telón que sancionaba el fin de la ópera (actitud que era, parece, bastante común en la ópera verista en Italia, o en el circo criollo en Argentina, como veremos), ahora no hay ningún intento de Anastasio de intervenir para salvar a Margarita. En cambio, sí hay algunas reflexiones, entre razonables e irónicas, acerca de las relaciones entre el doctor Fausto (que ha sido convertido de médico en abogado) y Mefistófeles. Así, cuando el diablo se le acerca y Fausto no logra alejarlo:
–¿No era un Dotor muy projundo? ¿Cómo se dejó engañar?
–Mandinga es capaz de dar diez güeltas a medio mundo.
O cuando le propone el trato:
–¡Dotor, y hacer ese trato!
–¿Qué quiere hacerle, cuñao, si se topó ese abogao con la orma de su zapato?1313. Nuevamente Hen (…)
Desde luego que la lectura que propone el poema reposa, en aquello que no habla de sentimientos universales, como el amor, acerca de lo que ambos gauchos son bien escépticos, sobre una transcripción de lo exótico en lo cercano, y Anastasio el Pollo traduce la acción en términos de la cotidianeidad en el Río de la Plata en la década de 1860, y en ese sentido, por ejemplo, Valentín, el hermano de Margarita, es trasmutado en un oficial que va y viene de la guerra del Paraguay, la riqueza prometida es superior a la de “Anchorena” (símbolo de un gran terrateniente) o al cantar Mefistófeles la serenata que en la versión original francesa comienza con “vous qui faites l’endormie”, Anastasio acota: “Como lo oye, compañero: el Diablo es tan guitarrero como el paisano más criollo”. Todo ello habla más de traductibilidad que de incomunicabilidad, y alegaría a favor de la universalidad de la ópera como un género que puede apelar, al menos en parte, a públicos diferentes en contextos muy diversos y seguramente en diferente grado, a través de lo que ha sido llamado la “emoción artística”.1414. Antonio Gramsc (…) Debe observarse, sin embargo, que la transcripción realiza al menos dos mutaciones importantes. La primera temática, al suprimir el pathos de la tragedia, algo atenuado ya en la ópera: el tema de la vejez y de la muerte. La segunda, que al hacerlo convierte la tragedia en una comedia, en la que las pocas notas melancólicas remiten a la suerte de Margarita.
Las cosas, sin embargo, podrían plantearse también de otro modo, si se trata de pensar acerca de las mutaciones en esa línea más delgada o menos que separa al mundo de los espectadores del mundo de la representación en el que funcionan pactos implícitos y explícitos. Si los espectadores podían intentar entrar en el escenario para participar en él, también los actores podían tratar de vulnerar la distinción. Era el célebre caso del Pulcinella, a cuya representación asistió Goethe a fines del siglo xviii. El juego consistía aquí en que Pulcinella olvidaba de a ratos que estaba actuando ante un público y devenía en una persona que desarrollaba una trama que implicaba una cotidianeidad sin escenario ni espectadores.1515. Benedetto Croc (…)
Hay otro nivel no menos importante en el que opera el poema y es el de la desacralización del espacio operístico. Nada indica en el poema que se trate de un lugar, no ya sacro, sino ni siquiera especial y connotado cultural o ideológicamente (en el sentido que podría serlo como identificación nacional o como distinción social). El relato de Anastasio se detiene en describir la muchedumbre que pugnaba en la boletería para sacar su entrada, y la comparación que le sugiere era las faenas rurales con los animales: “la gente en el corredor como hacienda amontonada” y “que si es chico ese corral. ¿A qué encierran tanta oveja?”. Y en esa multitud alguien le roba el puñal de la cintura y al tener que imaginarlo indica: “Algún gringo como luz para la uña, ha de haber sido” (es una de las dos alusiones negativas a los “gringos” que tiene el poema: la otra pertenece a don Laguna, un gringo “de embrolla” –embrollón–). Luego, Anastasio entra al “tiatro de Colón” (en el poema de 1857 definido Galpón) sube los 101 escalones hasta el Paraíso, “donde va la paisanada”, y apenas alzado el telón (“lienzo”) y aparecido en escena un personaje “asigún oí decir yo era un tal Fausto, mentao”. Así, el Teatro Colón, bastante impresionante como veremos, deviene en el poema un lugar como cualquier otro, lo que quizás pueda ponerse en relación con un clima popular y multiétnico en Buenos Aires en buena parte del siglo xix, y por ende en sus teatros. Aunque desde luego ese tipo de público también era común en los teatros periféricos o populares europeos del Teatro San Ferdinando de Nápoles a varios de los teatros de la rue du Temple en Paris, por poner solo dos ejemplos Por otra parte, en él mismo Colón la variedad de géneros representados (que incluía al circo, tanto más popular) no orientaba a percibirlo como un lugar exclusivo o como un lugar especial de construcción de gustos y estilos. Y no se trata de que la crítica o los apuntes acerca de los niveles sociales estén totalmente ausentes del poema, ya que, como será convención del género, aparecen aquí y allá lamentos acerca de la situación de pobreza de los gauchos, incluidos los dos personajes y, en especial, don Anastasio. De ese modo, el teatro y la ópera no aparecen como espacio “civilizador”, o al menos no son decodificados en ese sentido en el poema.
Ciertamente, no se pretende olvidar aquí que es Del Campo el que nos habla, y no Anastasio el Pollo, pero las observaciones de Lugones bien podían formulársele a un hombre de ciudad como era Del Campo. También para este, como para cualquiera que hubiese vivido en Buenos Aires en las décadas centrales del siglo xix, aunque la ópera era un género musical conocido y frecuentado (incluso en los circos eran injertados en los entreactos fragmentos de ópera), difícilmente entendiese la trama, aunque la versión que se diese en Argentina fuese en italiano. Desde luego que a ese problema atendían, en parte, las ediciones de los libretos en castellano que se ponían a la venta una semana antes y que dieron lugar a un lucrativo negocio en Buenos Aires, que iría a la par de la expansión de la ópera (lo que reducía el problema al orbe de los alfabetos). Y, sin embargo, que allí se pudiese dormir es una conjetura que no podría aplicarse a alguien que estaba en el Paraíso, donde las personas estaban hacinadas, aunque sí a aquellos de los palcos y, desde luego, a tantos otros podían caberles, como a nuestro Anastasio el Pollo, la imputación de completo desinterés acerca de lo que allí representaba. En cierto modo, la actitud de Estanislao del Campo de hacer reflexiones farsescas mientras asiste a la representación bien podía considerarse con ojos modernos una muestra de desinterés musical. Desde luego ello es visible en el poema, donde no solamente la música no ocupa ningún lugar, sino que tampoco lo ocupa la misma representación en su sentido real concreto. Curiosamente, en la representación, al menos en la inaugural a la que asistió Del Campo, la pasión del tenor hacia la soprano (cuyo marido era el director de orquesta), y que parece haberse expresado en un muy prolongado beso de Fausto a Margarita1616. Horacio Sangui (…) al final del tercer acto (aunque desde luego sin las consecuencias dramáticas de Pagliacci), despertó un encendido debate periodístico en los días sucesivos en Buenos Aires. Así, el hecho de que allí hubiese una historia detrás de la historia no deja reflejos en un poema que se limita a aprovechar el ambiente (el teatro) y el libreto. De todos modos, mirar con ojos del siglo xx es, desde luego, una mala estrategia y omite que en el siglo xix existía una forma de interacción diferente con la música y con el espectáculo.1717. Espectadores d (…) Y baste recordar que los espectadores solían llegar a la ópera ya iniciado el espectáculo o salir y entrar más de una vez durante la representación (y no necesariamente en los entreactos).
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Más compleja es la observación acerca de quienes estarían excluidos o se autoexcluirían de un lugar como el teatro de ópera más allá del criterio de exclusión que implicaba el costo de la entrada, aun en el Paraíso, aunque costase mucho menos (la relación del costo con un asiento en los palcos oscilaba en torno a 1 a 13). Aquí necesitaríamos tanto un mejor conocimiento del tema como una adecuada periodización. Para el caso de la Italia del siglo xix se ha señalado la completa ausencia en el público de la ópera del mundo campesino y la limitada del obrero, por motivos fundamentalmente económicos y, al menos hasta 1870, la presencia de sectores sociales de origen popular podía reducirse a la fuerte presencia de policías y militares que vigilaban el comportamiento del público.1818. John Rosselli. (…) Sería de todos modos peligroso, como lo muestra la obra de estudiosos tan expertos en teoría literaria como desconocedores de la historia social argentina, trasmutar el significado y el papel social del teatro de ópera en la civilización burguesa europea a estos desolados territorios sin atender a los distintos momentos. Vimos ya que en el retrato que brinda el poema de Del Campo, el teatro de ópera no es propuesto como un lugar exclusivo hacia la década de 1860. Por otra parte, los testimonios disponibles para épocas precedentes muestran que en el primer teatro de Buenos Aires (Teatro de la Ranchería, nacido en 1778) asistían negros. Nos lo informa la prohibición de que ocuparan las tres primeras filas de las lunetas (lo que indica implícitamente que podían ocupar las otras) así como otras fuentes informan que también lo hacían en las primera décadas del siglo xix en el Teatro Coliseo, luego Teatro Argentino. Acá no faltan testimonios que indiquen que en la Cazuela (también llamada por entonces “Gallinero”), que colocada arriba de los palcos era exclusivamente femenina, podían verse “Señoras y niñas de la clase humilde y hasta negras muy señoronas, alternando con las mejores familias (…) en completa promiscuidad, negras y blancas, mulatas y chinas, sirvientas, niñeras con sus críos, señoronas”.1919. Alfredo Taulla (…) Una situación que parece haber perdurado más allá de mediados del período rosista, para el que aquella descripción se ajustaba muy bien.
La situación se veía favorecida por una ausencia de especialización de las salas (y no solo por el igualitarismo social), algo que era habitual en algunos lugares de Europa al menos desde el siglo xviii. Así, por poner un solo ejemplo, en Nápoles, tal cual refiere Benedetto Croce, existían a fines del siglo xviii al menos cuatro teatros de una cierta entidad y también de una especialización social y de género del público.2020. Benedetto Croc (…) En Buenos Aires, solamente hacia 1838 surgió un segundo teatro (Victoria), que competía con el Argentino (sin anotar aquellos más pequeños y fugaces como el de la Federación o el del Buen Orden), pero ello aparentemente no generó una especialización social o étnica. Una excepción podía estar representada por el teatro de títeres, más femenino y popular, y en el que no dejaban de representarse, a su modo, óperas. La heterogeneidad social debería verse favorecida también por la significativa presencia de afroamericanos en bandas musicales y como maestros de piano, aunque, desde luego, en un lugar menos relevante que los italianos, que dominaban el campo instrumental.2121. José A. Wilde. (…) Por otra parte, los testimonios consultados hablan de cierta presencia policial y, a su lado, de “centinelas” privados contratados por las empresas para evitar desmanes. Muy poco, en cambio, se dice sobre reglas de comportamiento para un público que continuó siendo muy rumoroso aún en la segunda mitad del siglo xix y en el que los pedidos de bis se alternaban con los silbidos y ocasionales altercados violentos entre grupos seguidores de diferentes cantantes. Por su parte, la Iglesia posrevolucionaria era demasiado débil para ejercer algún tipo de censura.
Desde luego que en Buenos Aires, la ópera, cuya primera representación de una obra integral es de 1825, ocupaba hasta luego de Caseros (1852) un lugar relativamente reducido y oscilante según las épocas –tras un comienzo prometedor en la segunda mitad de la década de 1820, decayó notoriamente en las de 1830 y 1840, a lo que no fue ajeno la invasión de los “mueran los salvajes inmundos unitarios” y otras consignas semejantes de un encrespado clima político, para reaparecer en los tiempos más calmos de las postrimerías del rosismo, hacia 1848, cuando se instalaron una compañía italiana y otra francesa– y era minoritaria respecto a obras de teatro de los más diferentes tipos y calidades: dramas patrióticos, sainetes o composiciones musicales fragmentarias de procedencia española o pantomimas. En cualquier caso, también debería tomarse en cuenta la estructura de los teatros de entonces, que tampoco favorecía la diferenciación social ni la conversión del teatro en un espacio de sociabilidad exclusivo como en Europa. La ausencia del Foyer o de la antecámara de los palcos operaba en ese sentido.
Se ha argumentado que fue el clima posterior a la caída de Rosas, en 1852, lo que marcaría un antes y un después en tantos planos, incluido el desarrollo de la ópera. Ciertamente, ese momento vería una enorme expansión de la ópera (y de la inmigración) y la construcción de varios teatros, como el 3 de Febrero, en Paraná, en 1852, y uno moderno y monumental como el primer Colón de Buenos Aires, en 1857. Con todo, en este plano no deberían exagerarse los clivajes políticos argentinos, ya que un año antes se había inaugurado el Teatro Solís en Montevideo y, un año después, el Municipal en Santiago de Chile, lo que sugiere que había un cierto aire del tiempo en la creación en Sudamérica de nuevos teatros de ópera más grandes y más emblemáticos.
Por otra parte, musicalmente también podían percibirse cambios, como el pasaje de Rossini a Verdi, que los nostálgicos de los tiempos viejos, un Wilde o un Calzadilla, no dejaban de ver como un retroceso debido al gusto romántico, y un ejemplo práctico sería el pasaje de los tenores artistas a los gritones, según el segundo.2222. Santiago Calza (…) Empero, ello no dejaba de mostrar una continuidad en el repertorio italiano, solo desafiado en algunos momentos por el repertorio francés, que vivía desde mediados de los años cincuenta y en los sesenta (y no solo con Gounod) una época influyente en Europa y aquí, donde por lo demás podía contar con una vasta comunidad, de ese origen (aunque menor a la italiana) en Buenos Aires.
Quizás lo más relevante desde el punto de vista del cambio de época era el Teatro Colón por sus mismas dimensiones, 2500 localidades, el tipo de diseño en herradura (aunque debe observarse que tampoco los palcos tenían antecámara, habría que esperar para ellos hasta el Teatro de la Ópera, inaugurado en 1872 y que se debía dedicar exclusivamente a ese género), las innovaciones técnicas y constructivas, el uso del hierro, la iluminación a gas, la decoración o la enorme araña colgante que exhibían, a la vez, las expectativas que existían con respecto a las posibilidades de expansión futura, tanto de la ciudad de Buenos como del género operístico ya que, es bueno recordarlo, la obra fue financiada por empresarios privados –y que de entre esos empresarios estuviera Hilario Ascasubi, el maestro de Estanislao del Campo y uno de los padres de la literatura gauchesca, sugiere bastante acerca del tema de las conflictos, compatibilidades y nativismos presuntos–.2323. Mariano G. Bos (…) Todo era, desde luego, una apuesta para una ciudad como Buenos Aires, que contaba por entonces con algo más de 100.000 habitantes y otros dos teatros, y quizás en ello hay un rasgo perdurable que luego se proyecta a los teatros que surgirán en las pequeñas ciudades del litoral.
Y que podía ser excesivo también lo muestra que hubo que traer para la inauguración (La traviata) a uno de los más célebres tenores europeos de la época (según anota Wikipedia), el romano Enrico Tamberlick, célebre por su “do de pecho”. Pasado Tamberlick, vendría luego la no menos conocida soprano palermitana, Emma La Grúa, a la que escuchó Del Campo-Anastasio el Pollo en Saffo, en lo que sería parte de una larga tradición de traer primeras figuras con propósitos exclusivamente comerciales (con los años vendrían de Francesco Tamagno a Adelina Patti, que en 1888 superó en cachet, y en éxito probablemente, a todos los precedentes). Sin embargo, pasaron las estrellas y pronto empezaron las dificultades en un Teatro Colón que carecía de muebles y decorados propios (según cuenta Benito Hortelano, que había adquirido el fondo tras la quiebra de los primeros empresarios que lo arrendaban)2424. Benito Hortela (…) y se abrieron paso en él, con más fuerza, otros espectáculos como el circo, la magia, el transformismo, el magnetismo y otras curiosidades.
Sin embargo, para cuando Del Campo escribió el Fausto, la ópera había recomenzado su camino ascendente en dos direcciones, en vertical (o sea, en Buenos Aires) y horizontal, con el nacimiento de nuevas salas en el interior del país, y casi todas por iniciativa y financiación de empresarios privados. En el caso de Buenos Aires, al menos en sus momentos iniciales, ese camino no parece haber excluido del nuevo teatro, si no a los anastasios, al menos a las personas de origen popular. Así, en 1864, Wilde pudo escribir en las páginas del diario La Nación Argentina que en la galería del Colón, finalizada la ópera, “era un revolverse de viejas, mozas, muchachas, padres, tíos, novios y pillos que estuve a punto de creer que estábamos en el mismo infierno y en una caldera todos los pecadores”.2525. Ricardo Pasoli (…) Del mismo modo, hacia esa misma segunda mitad de la década de 1860, un cronista podía observar malévolamente, y nuevamente respecto de la Cazuela, definido ahora reducto de las damas elegantes, que dejaban percibirse “en esa sábana blanca y pura (…) borrones o lunares (las negras adineradas)”.2626. Alfredo Taulla (…) Y, ciertamente, el imaginario Anastasio no hubiera desentonado mucho en ese ambiente.
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Toda periodización, se sabe, contiene una serie de supuestos. Con esa precaución, la década de 1880 puede ser vista como un momento que implica un antes y un después en la cultura y en la sociedad porteñas, y con variaciones regionales y aun locales en la Argentina litoral. No se trata solo ni principalmente de las dimensiones de la ciudad o de las transformaciones del equipamiento urbano para Buenos Aires, o de la expansión urbana que acompañaba la extensión del ferrocarril y la puesta en valor de las tierras de la pampa gringa. Se trata también de una serie de modificaciones de las coordenadas culturales que pueden emblematizarse con dos palabras tan cómodas como ambiguas. La primera, europeización: de las costumbres, los gustos, los consumos de la vestimenta a los estereotipos de belleza. La segunda es jerarquización. La voluntad de ordenar esa sociedad heterogénea que ha crecido desmesuradamente y en la que los nuevos llegados son una legión. Un conjunto de prejuicios y exclusiones –lo que implica, entre otras cosas, el intento de establecer sociabilidades segmentadas– que tratan de articularse y que se espera sean suficientes para garantizar no solo algunos espacios exclusivos para algo que quiere ser una clase dirigente, sino también que desde ese ilusorio vértice implique la construcción de una pirámide social.
En ese diseño, la ópera debía ocupar un lugar central que no era ya hacia el exterior (que la ciudad estuviese a la altura de las grandes metrópolis), sino hacia el interior, en tanto un instrumento de esa pedagogía de las costumbres que se auspiciaba. Lo señalaba el que era el árbitro de la cultura argentina entre las últimas décadas del siglo xix y la primera del xx, el francés Paul Groussac, que era además un mordaz y persistente crítico musical desde las páginas de los diarios Sudamérica, La Nación y Le Courrier français. En 1886, comenzó una crítica del Fausto, de Gounod, desde las páginas de La Nación con la siguiente observación:
Sin incurrir en las modernas exageraciones acerca de la importancia social del teatro, debe admitirse que él ha venido a ser en nuestros días algo más que una noble e inteligente diversión. No es del todo inexacto afirmar que el teatro es una gran escuela de civilización, algo como una vasta universidad artística con sucursales en las cinco partes del mundo. Su acción es realmente eficaz, a pesar de superficial, por lo extenso y directo de su propaganda. En todas partes, el número de los que leen regularmente buenos libros representa una ínfima minoría: en cambio no hay civilizado que no concurra al teatro alguna vez.2727. Paul Groussac. (…)
La observación de Groussac se hacía eco de aquella tendencia más general de consolidación de una sociedad burguesa a la que aludimos, y si la afirmación tenía mucho de un lugar común, recuperaba una originalidad, aunque fuese discutible, en la afirmación de la superioridad no solo pedagógica, sino de calidad de las representaciones visuales por sobre la palabra escrita, ya que eran producto de una selección más rigurosa (“los grandes teatros –y especialmente los líricos– suministran un producto artístico de calidad muy superior al libro corriente”).
Desde luego qué, aunque Groussac distribuía equitativamente su malignidad tanto hacia las obras escritas como hacia las representaciones operísticas, si se pasa de esa afirmación a considerar en conjunto la suma de sus críticas musicales, que como señalamos fueron muchas, ellas no dejan de mostrar un panorama mucho menos optimista acerca de la calidad de esa pedagogía. Menos optimista en dos sentidos: por un lado, en la calidad de las óperas, de sus intérpretes (terreno este en el que el propio Groussac no dejó, por otra parte, de tener feroces contradictores) y de sus libretos –y aquí Groussac, más allá de retornar sobre los transitados lugares críticos hacia la melódica ópera italiana y hacia libretistas como Francesco María Piave o Salvatore Cammarano, no ahorra tampoco críticas a su, sin embargo, admirado Wagner en cuanto escritor, ya que consideraba también sus libretos de una enorme banalidad–. Por otro lado, las invectivas iban también hacia un público que no parecía ni mejorar en sus gustos musicales –y particularmente irritante era para él la ausencia de todo conocimiento musical y el entusiasmo hacia las proezas entre vocales y atléticas de los cantantes– ni tampoco en sus comportamientos.
Empero, más allá de ello, efectivamente el teatro de ópera parecía proceder en Buenos Aires hacia esa segmentación y jerarquización social del público a la que se aspiraba. Algunos pocos datos pueden ilustrar ese proceso. Ante todo, la especialización de los espacios teatrales. El Anuario Estadístico de la Ciudad de Buenos Aires de 1902 lo muestra con claridad. De las 218 funciones de ópera que fueron contabilizadas ese año, 184 lo fueron en tres teatros: el Ópera, el Politeama y el Doria, aunque solamente uno de ellos, el primero, era exclusivo del género operístico. Un panorama similar se verifica en otros géneros que son dominantes o exclusivos en otros teatros. Un segundo modo de mirar la cuestión es en relación con el costo de las entradas, que implicaba el primer criterio de diferenciación. Aunque los datos no están desagregados, dividiendo el número de espectadores por el monto de lo recaudado por género se ve que los 252.302 espectadores de las 218 funciones de ópera pagaron un promedio de 4 pesos por entrada (y hay que recordar que el grado de variación entre las más caras y las más baratas era 13/17 a 1), mientras que los espectadores de los “dramas criollos” pagaban un promedio de 1 peso, y los de las zarzuela chica, 0,60 centavos.2828. Anuario Estadí (…) De los cambios en las costumbres y estilos dan cuenta también los relatos y las imágenes de que se dispone y, en especial, para el Teatro Ópera, el lugar más exclusivo.2929. Ricardo Pasoli (…) Y aunque los observadores más exigentes se esforzasen por señalar todo lo que faltaba, en los gustos musicales y en el comportamiento, para alcanzar los modelos europeos, los cambios con relación a medio siglo antes eran notables.3030. Un ejemplo de (…)
Empero el aludido crecimiento impactaba también más allá de Buenos Aires en las nuevas o viejas áreas urbanas del litoral argentino. Si se mira el proceso desde su resultado, como lo revela el Censo Nacional de 1914,3131. República Arge (…) se contabilizan centenares de teatros en Buenos Aires y en el interior del país, aun si ya por entonces el teatro, que casi nunca es descripto como exclusivo de ópera sino como, al menos, de ópera, opereta y zarzuela, aparece asediado por un temible rival: las salas cinematográficas. Un censo de todas maneras impreciso para detectar la amplitud del movimiento, ya que en aquellos lugares en los que no había un teatro había un salón de actos, como en las sociedades de las colectividades extranjeras (en especial las de socorros mutuos), que hacía las veces de aquel –como ocurría, según muestra Alicia Bernasconi, en Gualeguay antes de la creación del nuevo teatro–.3232. A. Bernasconi. (…)
Una semejanza y varias diferencias podrían señalarse entre la expansión en Buenos Aires y otras grandes ciudades, como Rosario (en 1914 existían aquí censados al menos cinco teatros, que ofrecían el aludido repertorio musical) y aquellas de las pequeñas ciudades y villas del interior. En este último caso, aunque siempre estamos en el ámbito de iniciativas privadas, la dimensión empresarial es menor, y el voluntarismo de las instituciones o de los notables del lugar, mucho mayor (un voluntarismo que combina prestigio y filantropía). Eran bien evidentes, para un cálculo económico, la limitada viabilidad de muchas de esas operaciones. Piénsese que Goya tenía un teatro desde 1879 y en el Segundo Censo Nacional tenía tan solo 6000 habitantes, o que la ciudad de Gualeguay, que llegó a tener tres teatros sucesivamente (de los cuales el primero de la Sociedad Española fue abandonado en 1888, el segundo llamado Nacional de 1891 se incendió en 1910, y el tercero, el Italia, de la sociedad italiana del mismo año, subsiste hasta hoy), contaba con solo 8000 habitantes en 1895 y casi 15.000 en 1910 y ello se agravaba por la ausencia de un hinterland poblado.3333. Segundo Censo (…) Empero, esas limitaciones se ven aún más en el caso del teatro de San Nicolás (6000 habitantes en 1895, 19.000 en 1914), inaugurado con un gran espectáculo (Manon Lescaut, de Puccini, con un muy buen elenco), que quizás difícilmente haya podido representar más de unas decenas de óperas en sus cien años posteriores, visto el costo del espectáculo y la dimensión potencial del público y pese a las grandes dimensiones del mismo.3434. Anibal Cetráng (…)
Por supuesto que la situación podría ponderarse mejor si dispusiéramos de datos comparativos. Para el caso de Italia, John Rosselli ha sugerido una expansión mayor indicando que hacia 1907 existían unos 3000 teatros de diferentes tamaños y categorías, algunos de ellos en villas de no más de 2000 habitantes, lo que mostraba una penetración más capilar.
Una segunda diferencia es que es bien posible, como en su momento argumentó Eduardo Hourcade, que las características de la sociabilidad cara a cara de esas pequeñas villas, así como la que se derivaba de la asistencia a ámbitos compartidos, como la escuela, la iglesia (si es que había solo un culto), las fiestas locales o el carnaval, promoviesen una interacción que bien podía extenderse a los consumos musicales.3535. Eduardo Hourca (…) Un panorama similar al que presentaban las sociedades étnicas, que estaban en el origen de muchas de esas iniciativas teatrales: también ellas contenían un universo socialmente vario, que si encontraban su diferenciación en el hecho de que los notables locales (en lo que debe entenderse los más prósperos) monopolizaban los cargos directivos, en cuanto a los momentos de interacción social, los mismos eran compartidos por la mayoría. Por otra parte, y dado que en esos espacios debían presentarse diferentes tipos de espectáculo, que iban más allá del rótulo de ópera, opereta y zarzuela, para hacerlos mínimamente rentables, ninguna especificidad social debería esperarse en cuanto al público que lo frecuentaba, aunque la discriminación social o étnica podía estar en el tipo de espectáculo al que se asistía.
Aquí, con todo, deberían establecerse dos precisiones: una concerniente a las diferencias entre mundos rurales y urbanos, al menos en la pampa gringa, que concernían, al menos potencialmente, no a la exclusión de los colonos, pero sí probablemente de los peones (entre los cuales estaban seguramente los gauchos subsistentes); la otra, entre diversos grupos étnicos que daban vida a instituciones (como las sociedades de socorros mutuos) que reagrupaban, en principio, solamente a los connacionales. Con todo, en las comunidades más pequeñas muchas veces no era así y, por ejemplo, los colonos franceses de Chabás, en la provincia de Santa Fe, solían pedir a la Sociedad Italiana el uso de su Teatro Verdi para celebrar funciones patrióticas, a veces gratis, a veces pagando un canon. Es de esperar que la investigación en curso ayude a iluminar el problema en esas pequeñas villas e ir más allá en la exploración de sus públicos, sus especificidades y los límites de su capacidad performativa, musical o “civilizatoria”.
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En un conocido pasaje de sus Quaderni, Gramsci señaló que gracias a la ópera y a sus libretos “il melodramma è il gusto nazionale, cioè la cultura nazionale”.3636. Antonio Gramsc (…) Si en la Argentina, Groussac, entre otros, podía pensar que, en un sentido distinto y aun opuesto al “nacional-popular”, la ópera podría ser también el gusto nacional, pronto debería verificar que no. Y, más allá del acierto o no de la idea de Gramsci acerca del carácter performativo sobre grandes masas del melodrama en Italia, en la Argentina la ópera no podía cumplir ese papel, ya que no se hallaba sola en el escenario. Era apenas una parte y no mayoritaria de la oferta teatral. Y así, la desazón de Groussac se incrementaba cuando debía constatar que en 1895 dominaba en Buenos Aires con fuerza un espectáculo mucho más popular en ese momento que la ópera: la zarzuela “chica”, que había debutado hacia fines de la década de 1880 y desplazado prontamente a la clásica zarzuela. Ya el estreno de La verbena de la Paloma (como antes de La gran vía) había generado un éxito tal que había llegado a darse simultáneamente en cuatro teatros de Buenos Aires. La aparición de la zarzuela “chica”, o género chico en un acto, como La verbena, una de las más exitosas, atraía a un público popular que Groussac imaginaba aún más alejado de toda sofisticación intelectual o musical que el de la ópera italiana:
la invasión de las zarzuelas en un acto, verdadera plaga de Egipto que lo cubre todo. Nosotros mismos, contando con los dedos, pudimos constatar que hay actualmente en Buenos Aires ¡veintisiete solistas mujeres de zarzuela chica! ¡Ole! ¡Viva la madre! 3737. Paul Groussac. (…)
Única excusa: lo barato que eran los precios, ya que los “cincuenta centavos por sección” estaban al alcance de todos. Comentario próximo al no menos despectivo de Taullard, que deploraba “un cierto ambiente de vulgaridad” allí reinante.3838. Adolfo Taullar (…) Por ejemplo, insistía, en el Teatro de Comedia, en la década de 1890 y en especial los domingos en que se daban seis o siete diferentes secciones, podían verse “el hortera, las criadas, los llegados de la campaña, el obrero y hasta el que no lo es”. Con lo que todavía (imaginamos) había cabida allí para nuestros Anastasios y, sin embargo, el ensayista no deja de anotar que también frecuentaban ese mismo teatro políticos, ministros del gobierno y “niños bien”.
Los datos del Anuario de 1902 corroboran estas percepciones. En ese año, la zarzuela por secciones había tenido 416.279 espectadores, el doble de los asistentes a la ópera. Desde luego, su precio económico debía ayudar en ello mucho más que el carácter español (aunque entre el público hubiese tanto peninsulares como argentinos, como lo muestran los incidentes que solían ocurrir cuando debía cantarse el himno argentino),3939. Mariano G. Bos (…) y en cualquier caso existía en el Anuario otra zarzuela “en italiano” (aunque quizás fuese a la italiana o sea el género “grande”), que había tenido en ese mismo año 58.000 espectadores.
Así, y en relación con el caso de Buenos Aires, aunque valdría la pena una comparación con Rosario o con Montevideo, donde existían también variados teatros, el fenómeno parece haber sido el de una expansión de la oferta y una segmentación social de la misma. Con el viejo Colón (hasta 1888 en que cerró) y el Teatro de la Ópera como lugares de mayor prestigio social, seguidos por otros más grandes y populares como el Politeama, pero que competían en el tipo de oferta con los primeros, hasta desembocar no solo en los teatros más populares y rústicos, como los especializados en zarzuela chica, sino también en otros que seguían en el género operístico italiano pero orientados, en buena parte también por su ubicación en el espacio urbano, hacia un público muy diferente. Un caso emblemático era el Teatro Doria (luego Marconi), nacido en 1887, del cual el mismo Taullard nos dejó una imagen no menos deletérea que del de Comedia, ya que, según él, allí asistían los “puesteros y peones” del Mercado Rivadavia (en Rivadavia y Azcuénaga) y podían verse en una representación de Aida un “lleno de carniceros en mangas de camisa fumando tremendos toscanos y escupiendo a diestra y siniestra”. Para 1902, el Doría daba sobre todo comedias y dramas en italiano y óperas (52 representaciones en ese año) como géneros principales.
Asimismo, si se retrocede algunos años y se vuelve al viejo Teatro Colón y se releen las críticas aludidas de Carlos Olivera en sus crónicas de 1883, el panorama no es tan diferente para el segmento popular que asistía a aquel. Nuevamente, “un aumento de insolencia y audacia cierta parte de la concurrencia que asiste al Paraíso, populacho grosero y de hábitos de plaza pública, entre el que no faltan ladrones conocidos y rateros de pañuelos, que van por su oficio y no por la ópera”, aunque hay también una veta más optimista hacia los que “deben” estar en el teatro acerca del “éxito con que nuestra sociedad va imitando de año en año las cultísimas maneras europeas, esa serie de refinamientos que constituyen el verdadero privilegio del high-life, es no solamente indiscutible sino también halagador”.4040. Carlos Olivera (…)
Desde luego que debe recordarse que, más allá de la evidente segmentación del público y de la diversidad de lenguajes y estilos, siempre estaremos en un terreno ambiguo a la hora de reflexionar acerca de cómo eran recibidas esas propuestas teatrales, que eran también una propuesta estética y cultural para aquellos sectores que asistían a ellas. Las quejas eran eso, prejuicio, pero siempre se podría discutir acerca de la relación entre la propuesta de una zarzuela o una ópera del simbolismo de las formas de un teatro que aspira a ser de elite y de otro que aspira a ser popular sobre sus públicos. Lo que la limitada evidencia sugiere es algo bastante obvio: que también en la ciudad, el público era bastante más heterogéneo que lo que las elites esperaban y deseaban.
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Como con cualquier indagación sectorial del pasado, debe advertirse al lector que se trata solo de eso. La ópera o la zarzuela no ocupaban la totalidad de la oferta disponible y, por el contrario, se enfrentarían, antes que con el cine, con otro formidable adversario: el circo criollo. El itinerario puede ser explorado en una cronología larga o corta. En la primera, obliga a retornar al género gauchesco y la secuencia Hidalgo-Ascasubi-Del Campo-José Hernández, que con sus diferencias crearon todas las premisas para la revalorización del gaucho como un símbolo de un mundo que se iba y como un posible elemento de identificación de lo “argentino”. Con Hernández y su Martín Fierro, ello deviene un mito que propone una épica consagrada más tarde por escritores de prestigio como Leopoldo Lugones y Ricardo Rojas. Empero, por entonces, a comienzos de la década de 1880, será Eduardo Gutiérrez, por lo demás pariente político de Del Campo, el que, con el folletín de apéndice que acompañaba al diario La Patria Argentina, popularizaría el tema del gaucho alzado contra la autoridad con su Juan Moreira, al que seguirían luego otros personajes por entonces también muy populares, como Hormiga Negra.
La historia breve, en cambio, reposa en una narración que ha sido contada muchas veces y que, aunque repose sobre los recuerdos del principal protagonista, no está exenta, precisamente por ello, de sospechas. La versión canónica propone así que en el vestíbulo del Teatro Politeama, en 1884, apareció Eduardo Gutiérrez y, en su conversación con el boletero, este le propuso que hiciera una pantomima a partir de su Juan Moreira para representar en una función a beneficio en el Teatro. Gutiérrez aceptó, con la condición de que la persona que lo interpretase fuese un argentino. Ese argentino sería un hijo de genoveses llamado José Podestá, que actuaba en un circo con el seudónimo de Pepino el 88. Comenzó así el recorrido de Juan Moreira como una pantomima que se representaba con gran éxito en teatros y circos. Dos años después, encontrándose en la villa de Arrecifes y habiendo Podestá repropuesto al público el Moreira, un francés, dueño del hotel, le sugirió que convirtiera la pantomima en un drama hablado.4141. José Podestá. (…) Así lo hizo Podestá, agregándole, además de diálogos, un personaje estilo commedia dell´arte, el payaso Cocoliche (del calabrés Coccoliccio) y comenzó toda una nueva estación del Moreira como principal emblema del circo criollo (otros eran Juan Cuello, Hormiga Negra o Martín Fierro), que se representaba en giras por todo el país con un enorme éxito de público y que competía y bastante a menudo triunfaba ante la ópera o la zarzuela. En este sentido, aunque los datos de 1902 hablan de 734 representaciones en la ciudad de Buenos Aires, con 204.000 espectadores (por debajo de la ópera y de la zarzuela), y los datos son consonantes en otros años, la penetración suburbana y rural de los Podestá era mucho más extensa que la de los otros dos géneros.4242. Datos equivale (…) En cualquier caso, Mariano Bosch cuenta la historia del origen de otro modo. En el punto inicial, que también ocurría en el circo de Cuyo y Montevideo y en la compañía Podesta-Scotti (en la que el primero hijo de genoveses imitaba a genoveses y el segundo, a un napolitano), no estaba Moreira sino otro personaje, Francisco, el verdulero napolitano antecesor del Coccoliccio, al que se sumaría luego, ya en el Politeama, junto a otro napolitano que sustituía al primero, la bella “rubia” hermana de José Podestá.4343. Mariano G. Bos (…) El hecho de que inicialmente actuasen sin libreto, aunque significativamente con vagos guiones uruguayos, recuerda a personajes de la commedia dell’arte. Recién luego, en un segundo momento, Moreira pasaría al primer plano. Sea de ello lo que fuere, la historia que pudo haber empezado de otro modo (pero ese otro modo otorgaba un rol aún más relevante a la ambigüedad criollo-inmigrante) terminó igual: en la consagración del Moreira y en ese hecho hay, claro está, contextos y símbolos.
Como es sabido también, el drama del gaucho enfrentado a la partida policial generaba tanta empatía con el público que los testimonios concuerdan en que en numerosas ocasiones los espectadores descendían a la arena para luchar del lado de Moreira. ¿Estaría entre ellos nuestro imaginario Anastasio, no obligado ahora a “traducir”? En 1913, el crítico teatral Vicente Rossi escribió a propósito del éxito de la obra, casi sin hipérbole: “Todos los habitantes de la Capital desfilaron ante Moreira, desde el más humilde hijo de las aceras hasta el Presidente de la República”, y agregó con ingenio: “Los gauchos de la parodia vencían como los gauchos de las patriadas”.4444. Vicente Rossi. (…) Así surgió, al lado del Moreira, un culto del “moreirismo” en clave festiva, por ejemplo en el carnaval, donde dos de los disfraces más populares eran el de Moreira y el de Cocoliche, o en clave trágica entre peleadores y beodos, de donde vino el “hacerse el Moreira”, argumento empleado por la policía para cualquier detención arbitraria.
Ese éxito puede deberse a muchas cosas. El mismo Rossi sugirió una posible clave: “la influencia moral del Teatro entra a obrar con mayor eficacia cuando sus representaciones son netamente populares, cuando el pueblo puede contemplarse a sí mismo en sus actualidades o en sus tradiciones”.4545. Ibid., p. 74 y (…) Cierto, pero ¿cuáles eran esas en un país con un impacto inmigratorio tan grande? Sea de ello lo que fuere, el teatro de ópera fue solamente un segmento de la propuesta teatral de la Argentina moderna e interpeló en primer lugar a los connacionales de la representación.
La ópera para los italianos o lo franceses, o la zarzuela grande para los españoles, no era solamente un espectáculo, sino algo que hablaba de su identidad, real o imaginada, que podía incluso promover un proceso de nacionalización en la identidad de origen para inmigrantes que solo podían reconocerse en el dialecto y en la aldea. Para otros sectores sociales en ascenso o no, apelaba a una distinción necesaria como modo de legitimarse y legitimar la autoimagen de un país europeo en tierras australes. Para los criollos, pero también en buena parte para los hijos de los inmigrantes, quizás esas representaciones no dejaban de ser un espectáculo, como la zarzuela chica, que mostraba simplemente un espectáculo sin más, como lo había sido quizás para Anastasio el Pollo Del Campo. Empero, también, por razones un poco enigmáticas y, al menos en el caso del drama criollo, voluntad de identificarse con un símbolo que implicaba por un lado menos un conflicto que una reconciliación (como en Del Campo) ya que el sórdido pulpero Sardetti del folletín de Gutiérrez era reconvertido en el payaso Cocoliche. Empero, por el otro, como observó Borges, entre varios, desde la consagración del gaucho alzado contra la autoridad negaba aquella ilusión civilizadora y europea en el mismo momento en que esta era más fuerte en las clases dirigentes argentinas.
Investigación realizada en el marco del PICT N° 2015-3831, “Historia y patrimonio de la Argentina moderna. Inmigración, transferencia y readaptación de saberes en las dimensiones simbólicas y materiales de los teatros del litoral rioplatense y su conservación”, IR: Fernando Devoto, FONCYT. 2016-2019. Agradezco los comentarios de Sandra Gayol, Carlota Sorba y Jacques Revel.
TAREA IIPC/UNSAM.
Estanislao del Campo. Fausto. Impresiones del gaucho Anastasio el Pollo en la representación de esta ópera. Buenos Aires, Imp. Buenos Aires, 1866, http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/fausto-impresiones-del-gaucho-anastasio-el-pollo-en-la-representacion-de-esta-obra--0/html/ff20d478-82b1-11df-acc7-002185ce6064_2.html.
La carta de Gutiérrez a Del Campo fue incluida por este junto con otras como proemio a la primera edición de la obra.
Angel Battisttessa. “Génesis periodística del “Fausto” criollo”, en Estanislao del Campo: Fausto. Buenos Aires, Academia Argentina de Letras, 1989, pp. 46-47. También pueden indicarse otros antecedentes en el género dialógico que proponen una lectura de las relaciones del paisano llegado a la ciudad con espectáculos que se dan en ella. Así, por ejemplo, la “Relación que hace el gaucho Ramón Contreras a Jacinto Chano de todo lo que vio en las fiestas mayas de Buenos Aires, en 1822”, de Bartolomé Hidalgo, en https://es.wikisource.org/wiki/Relación_de_las_fiestas_mayas. Se detiene en la relación entre ambos poemas Antonio Carreño-Rodríguez. “Modernidad en la literatura gauchesca: Carnavalización y parodia en el Fausto de Estanislao del Campo”, Hispania, v. 92, n. 1, 2009, p. 13, y ss. Ver también las razonables observaciones, más allá de lo que sugiere el título, de Charline Mertens. El Fausto criollo. Cómo Estanislao del Campo despolitizó el género gauchesco. Universidad de Gante, Tesis de maestría, 2013-2014. Sin embargo, cotejando ambos poemas, más que una secuencia entre ellos hay una oposición. Y no se trata solo de que el Fausto introduce la no menor variación de la existencia de un narrador, sino de que la relación entre el hombre de campo y la ciudad es declinada de manera inversa en ambos. No hay distancia y muy poco asombro en el poema de Hidalgo.
Enrique Anderson Imbert. Análisis de Fausto. Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1968.
Carlotta Sorba. Teatri. L´Italia del melodrama nell´età del Risorgimento. Bolonia, Il Mulino, Appendice, 2001. A los cuatro de Génova se podía añadir el adyacente Modena de Sampierdarena.
Pedro Henríquez Ureña. Historia cultural y literaria de la América Hispánica. Madrid, Verbum, 2008, p. 340.
Leopoldo Lugones. El payador. 2.ª ed. Buenos Aires, Centurión, 1944, p. 222.
Jorge Luis Borges. “La poesía gauchesca”, en: Discusión. Buenos Aires, Emecé, 1957. Con todo, el mismo Borges también estaba dispuesto a admitir que existía una clara diferencia entre la poesía de los gauchos y la poesía gauchesca, y que esta era una convención como cualquier literatura. Jorge Luis Borges. “El escritor argentino y la tradición”, en ibid., pp. 152-154.
Pedro Henríquez Ureña. Historia cultural y literaria de la América Hispánica, op. cit., pp. 182-183.
También podría seguirse aquí la pista de Enrique Anderson Imbert, en el sentido de considerar la obra de Del Campo como una imitación burlesca no del gaucho, sino de la obra de Gounod y, del mismo género operístico. Enrique Anderson Imbert. Análisis de Fausto, op. cit. pp. 38 y ss.
Nuevamente Henríquez Ureña acotaba que en verdad los gauchos parecían más listos que el libretista de Gounod con relación al retrato que brindaban de un personaje tan ridículo como Siebel. Pedro Henríquez Ureña. Historia cultural y literaria de la América Hispánica, op. cit., p. 183.
Antonio Gramsci. Quaderni del Carcere. Vol. 2. Quaderno 9. Torino, Einaudi, 2007, p. 1193.
Benedetto Croce. I teatri di Napoli, XV-XVIII. Napoli, Presso Luigi Pierro, 1891, p. 636 y ss.
Horacio Sanguinetti, La ópera y la sociedad argentina, Buenos Aires, MZ ed., 2001, p. 23.
Espectadores durmiendo en los palcos era una figura bastante extendida. Una imagen tardía en “Narcótico lírico”, por Giménez, en Caras y Caretas, año II, nº 33, 20/5/1899, en Ricardo Pasolini. “La ópera y el circo en el Buenos Aires de fin de siglo XIX”, en F. Devoto y M. Madero: Historia de la vida privada. Buenos Aires, Taurus, 1996, v. 2, p. 237.
John Rosselli. Sull´ali dorate. Il mondo musicale italiano del Ottocento. Bologna, Il Mulino, 1992, pp. 64-71.
Alfredo Taullard. Historia de nuestros viejos teatros. Buenos Aires, Imprenta López, 1932, p. 37.
Benedetto Croce. I teatri di Napoli, XV-XVIII, op. cit., p. 656 y ss.
José A. Wilde. Buenos Aires desde setenta años atrás. Buenos Aires, Tor, 1941, cap. XVIII.
Santiago Calzadilla. Las beldades de mi tiempo. Buenos Aires, Peuser, 1891, pp. 186-189.
Mariano G. Bosch. Historia del teatro en Buenos Aires. Buenos Aires, Tip. El Comercio, 1910, pp. 268-269.
Benito Hortelano. Memorias. Buenos Aires, Espasa-Calpe, 1936, p. 248 y ss.
Ricardo Pasolini. “La ópera y el circo en el Buenos Aires de fin de siglo XIX”, op. cit., p. 245.
Alfredo Taullard. Historia de nuestros viejos teatros. Buenos Aires, Imprenta López, 1932, p. 178.
Paul Groussac. Críticas sobre música. Buenos Aires, Biblioteca Nacional, 2008, p. 141.
Anuario Estadístico de la Ciudad de Buenos Aires, Año XII, 1902. Buenos Aires, Imp. “La Buenos Aires”, 1903, pp. 273-274.
Ricardo Pasolini. “La ópera y el circo en el Buenos Aires de fin de siglo XIX”, op. cit., passim.
Un ejemplo de metrónomo de la europeización, en cuestión de vestimenta, de comportamiento y de conocimientos de música de los espectadores del primer Colón, eran las crónicas en “El Diario”, de Carlos Olivera. En la brecha (1880-1886). Buenos Aires, Lajouanne, 1887, pp. 255-261.
República Argentina. Tercer Censo Nacional. Buenos Aires, Rosso, 1914, XI, p. 580 y ss.
A. Bernasconi. “Las ambigüedades de un teatro de ópera. El caso de Gualeguay”. Ponencia presentada en I Workshop Internacional Historia y Patrimonio de la Argentina Moderna. Inmigración, transferencia y readaptación de saberes en las dimensiones simbólicas y materiales de los teatros del litoral rioplatense y su conservación. PICT 2015-3831. Academia Nacional de la Historia, 25 y 26 octubre 2017.
Segundo Censo Nacional de la República Argentina (1895). Buenos Aires, Talleres de la Penitenciaría Nacional, 1898.
Anibal Cetrángolo. “La ópera en provincia y los peligros del cosmopolitismo”. Ponencia presentada en I Workshop Internacional Historia y Patrimonio de la Argentina Moderna. Inmigración, transferencia y readaptación de saberes en las dimensiones simbólicas y materiales de los teatros del litoral rioplatense y su conservación. PICT 2015-3831. Academia Nacional de la Historia, 25 y 26 octubre 2017.
Eduardo Hourcade. “La pampa gringa, invención de una sociabilidad europea en el desierto”, en F. Devoto y M. Madero (dirs.): Historia de la vida privada en la Argentina. Buenos Aires, Taurus, 1999, pp. 163-188.
Antonio Gramsci. Quaderni del Carcere, op. cit., v. 3, p. 1739.
Paul Groussac. Paradojas sobre música. Buenos Aires, Biblioteca Nacional, 2008, p. 130.
Adolfo Taullard. Historia de nuestros viejos teatros, op. cit., pp. 442-443.
Mariano G. Bosch. Historia del teatro en Buenos Aires, op. cit., pp. 452-454.
Carlos Olivera. En la brecha (1880-1886), op. cit., pp. 236 y 260.
José Podestá. Medio siglo de farándula, memorias de José Podestá. Buenos Aires, Galerna, 2003, p. 51 y ss.
Datos equivalentes para 1905 (y más dispares para 1894) citados por Ricardo Pasolini en “La ópera y el circo en el Buenos Aires de fin de siglo XIX”, op. cit., pp. 258 y 263.
Mariano G. Bosch. Historia del teatro en Buenos Aires, op. cit., pp. 367-369.
Vicente Rossi. Teatro Nacional Rioplatense. Buenos Aires, Solar, 1969, p. 51.
Ibid., p. 74 y ss.