Año 6, octubre de 2019

Guerra y dolor en Colombia: representar las muertes, recordar las ausencias1

Rubén Chababo


1 Transcripción de la conferencia brindada con motivo de la apertura de la muestra Memoria en vilo. Auras anónimas, de Beatriz González. Centro de Estudios Espigas, TAREA IIPC, Buenos Aires, 26 de marzo de 2019.




Chababo, Rubén. “Guerra y dolor en Colombia: representar las muertes, recordar las ausencias”, TAREA 6 (6), pp. 140-157.

Resumen

A partir de una serie de obras sobre la guerra en Colombia, se trazan algunos acercamientos, diálogos e intentos, por parte de los artistas, de acompañar, dar testimonio o contribuir a tramitar el duelo de seis décadas de violencia e injusticia.

Palabras clave: Guerra en Colombia, arte colombiano, memoria.

Abstract

Based on a series of works on the war in Colombia, some approaches, dialogues and attempts by artists to accompany, testify or contribute to the mourning of six decades of violence and injustice are drawn.

Key words: War in Colombia, colombian art, memory.

Fecha de recepción: 4 de junio de 2019.

Fecha de aprobación: 25 de agosto de 2019.

Desde hace ya más de sesenta años, Colombia se desgarra como consecuencia de una de las guerras más prolongadas que recuerde Occidente. Y si esto se afirma en tiempo presente es porque, a pesar de la firma de los Acuerdos de Paz sellados en Cartagena de Indias en 2016, las víctimas del conflicto siguen multiplicándose, acaso no con la misma intensidad que en años anteriores, pero ni las masacres ni los ajusticiamientos han cesado.

La bibliografía se debate en torno a la definición del drama; algunos aceptan llamarlo guerra y otros apelan al más elusivo “conflicto armado”, pero lo cierto es que más allá de las denominaciones que se elijan, el número de humillados por la violencia asciende hasta cifras incomparables si se las compara con otras regiones del continente: más de 4 millones de desplazados, alrededor de 300.000 muertos y más de 80.000 personas desaparecidas cuyos cuerpos están desperdigados en miles de fosas comunes a lo largo y ancho del amplio territorio nacional.

Como todos lo reconocen, la tragedia colombiana, que hunde sus raíces en la cuestión agraria y en las batallas entre liberales y conservadores iniciadas a mediados del siglo pasado, fue derivando, con el paso de los años, en una guerra degradada, en la que ninguno de los actores del conflicto evitó recurrir a las peores formas de la violencia para alcanzar su cometido. Desde el ejército, en muchos casos en alianza con el paramilitarismo oficiando como defensores de los intereses de las grandes multinacionales, hasta las mismas guerrillas en sociedad con el narcotráfico hicieron de la forma de matar un espectáculo aleccionador no exento de goce para los perpetradores, y de enorme sufrimiento para las víctimas.

A lo largo de los últimos diez años, el Centro Nacional para la Memoria Histórica de Bogotá ha logrado construir un verdadero archivo de esta violencia desenfrenada reuniendo testimonios de las más diversas masacres, muchas de ellas prolongadas en el tiempo y con características dantescas, como la de Bahía Portete, Trujillo, Bojayá o Montes de María. Según los testimonios de los testigos y sobrevivientes, sumados a las evidencias recogidas en territorio, nada ha faltado en ellas: ni la violación sistemática perpetrada por humanos o animales, ni la tortura, ni la rumba bailada al borde de las fosas mientras campesinos o dirigentes sociales esperan el inminente degüello. No son otra cosa que formas macabras de envilecimiento de la práctica criminal estrechamente asociadas a la construcción de reputaciones guerreras.

María Victoria Uribe fue una de las primeras antropólogas en describir esta nueva forma de la violencia sostenida en la sevicia, en la degradación humana de la víctima, y que apela a la espectacularidad como forma de manifestarse a la vez que como modo de transmitir un mensaje, al señalar que en muchos casos no alcanzaba con matar, sino que era necesario crear un desorden visual con el cuerpo de la víctima:

poniendo afuera lo que es de adentro: la lengua la sacaban como corbata, a las mujeres embarazadas les sacaban el feto y en su lugar les metían diversos objetos, la cabeza, que es de arriba, la cortaban y la ponían entre los brazos, o entre las piernas, es decir, invertían las relaciones arriba-abajo, adentro-afuera, para crear un desorden absoluto en la clasificación del cuerpo.2

Lo que allí se construye es una teatralidad que produce, en quien mira esas construcciones mortuorias, un efecto paralizante y aterrador, un narcoteatro en el que el cuerpo muerto habla, escena macabra que “a la manera de una naturaleza muerta actúa como memento mori”.3

A pesar de haberse prolongado tantos años, el drama de esta guerra, aunque parezca increíble, ha pasado desapercibido para millones de colombianos. La guerra ha trascurrido, como se dice, en los territorios, lejos de las grandes ciudades donde en muchos casos la vida ha continuado como si nada ocurriera, mientras detrás del valle o en el monte, diferentes comunidades eran o son diezmadas. Una matanza sostenida e invisibilizada por la propia voluntad de quienes optaron por girar su rostro ante el dolor de aquellos cuyos rostro y nombre desconocen.

La guerra o el conflicto armado se manifestaron tantas veces en las ciudades, es cierto, pero una rara voluntad amnésica los ha borrado del recuerdo. Hoy, es difícil encontrar en las calles bogotanas alguna referencia a hechos de violencia tales como la toma del Palacio de Justicia por parte del M-19, que tuvo lugar el 6 de noviembre de 1985, y la consiguiente masacre de 11 magistrados en el intento por recuperar ese espacio por parte de la fuerza pública, una represión indiscriminada que fue seguida en directo por millones de personas a través de las pantallas televisivas y de la que quedan pocas huellas visibles en el espacio público. O en el caso de Medellín, donde hacia mediados de los años noventa el narco transformó la ciudad en un infierno, pocas son las evidencias que quedan de esos años en que la ciudad era territorio de los violentos. Para el visitante extranjero, acaso las palomas de Botero estalladas por un artefacto explosivo en el corazón de una plaza, y que ya son el emblema de la ciudad, ofician como único y mínimo testimonio de que allí algo pasó no hace demasiado tiempo (fig. 1).

Una mezcla de amnesia como garantía de sobrevivencia, pero también el miedo asociado a la impunidad han hecho que la memoria de esta tragedia sea portada en el recuerdo de manera casi exclusiva por las víctimas o sus familiares directos, como si el drama colombiano solo a ellos les perteneciera, y no a toda una comunidad de más de cuarenta millones de habitantes.

“Cuando yo nací me encontré aquí con una guerra entre conservadores y liberales que arrasó con el campo y mató a millares. Hoy la guerra sigue, aunque cambió de actores, es de todos contra todos y ya nadie sabe quién fue el que mató a quién. Ni sabe ni le importa”, dice el escritor Fernando Vallejo, condensando en pocas palabras una sensación compartida por millones de colombianos.4

En ese “ya nadie sabe quién mató a quién” se cuece una parte nada menor de un drama –en este punto muy similar a lo que ocurrió en Perú durante los años de apogeo de Sendero Luminoso– en el que, en muchos casos, víctimas y victimarios entrecruzaron roles, como lo fueron los miles de adolescentes reclutados por la fuerza, tanto por la guerrilla como por el paramilitarismo, obligados a cometer actos aberrantes y transformándose, así, contra su propia voluntad, en asesinos.

Narrar la masacre

Frente a la dimensión de este verdadero derrumbe prolongado en el tiempo, los artistas colombianos idearon diversas formas de hacer visible lo que tantas veces parecía condenado a ser devorado por el olvido. El caso de las Tejedoras de Mampuján es uno de ellos: mujeres que luego de las masacres se empeñaron en construir un archivo visual del impacto de esas atrocidades perpetradas sobre sus comunidades, diseñando tapices que tienen hoy el valor de poder ser apreciados como poderosos testimonios de aquello que ocurrió en sus comunidades. Mujeres que luego de las masacres de El Salado y de Montes de María se reúnen en torno a una mesa para bordar sus historias, y de ese modo narrarle al mundo la dimensión de lo padecido, en una línea muy semejante y que dialoga en cuanto al procedimiento con aquella que desarrollaron durante los años de la dictadura las mujeres chilenas a través de sus tapices (fig. 2).

Cuando falta la lengua, cuando el cuerpo se enmudece frente al dolor y al arrebato de la violencia, bordar puede ser un modo de conjurar la pesadilla de la guerra. También un modo de tramitar el duelo y de tratar de entender lo padecido, dándole un sentido para no enloquecer o morir de tristeza.

Un conjuro que también ha asumido como tarea Doris Salcedo, referente de una de las propuestas estéticas más poderosas de la escena contemporánea colombiana y que ha alcanzado uno de los mayores reconocimientos críticos en la escena internacional.

Luego de los Acuerdos de Paz en La Habana, ella propuso cubrir un amplio espacio con el metal fundido de las armas entregadas por exguerrilleros de las FARC en el marco de los Acuerdos, como una forma de quebrar simbólicamente el ciclo de la violencia, una acción de la que participaron activamente 30 mujeres, todas ellas víctimas de esclavitud o abuso sexual durante los años del conflicto armado.

Tuvieran o no tuvieran armas, las mujeres fueron victimizadas y es una historia que hay que contar. He llegado a comprender que es el crimen más terrible que hay; te destruye a ti mismo, destruye tus relaciones con el otro, con el mundo. Si logramos, como hicimos con este grupo de mujeres, permitirles que cada víctima cuente su historia, que nadie usurpe su voz, desde ahí empezaríamos a escuchar una versión distinta de lo que fue la guerra.5

Con Sumando ausencias, otra de sus obras, buscó hacer visible esta vez el drama de los desaparecidos cubriendo la plaza Bolívar de Bogotá con lienzos blancos que llevaban inscriptos en ceniza el nombre de los ausentes. Una ceremonia civil que transformó la gran plaza con la “instalación” de ese monumento efímero (fig. 3).

“El arte es solo una manera de fracasar mejor, dice Doris Salcedo, no existen los triunfos… El arte no es más que una manera de plantearse preguntas, ir apartando hilo a hilo para entender la realidad”.6 Y esto que dice Doris Salcedo es clave, porque en esa incertidumbre, en esa posibilidad del fracaso es donde radica la fuerza de estas obras. ¿Y qué quiero decir cuando remarco la idea de fracaso? Quiero decir que esta clase de artistas sabe, de antemano, que el arte no es capaz de detener ninguna guerra, tampoco de impedir ningún genocidio, pero sin embargo cuando el creador mira con los ojos abiertos el mundo, entiende que no hay otra alternativa que intervenir en él manifestando su propia indignación frente a lo injusto.

Una rebelión frente a esa injusticia de la que también han participado los fotógrafos documentalistas, aquellos que en los años más duros de la guerra abandonaron el confort de sus estudios en las ciudades, para documentar lo que ocurría en los territorios. Fotógrafos que han podido hacer visible lo que pretendió ser invisibilizado por los perpetradores, fueran narcos, militares, paramilitares o guerrilleros del ELN o de las FARC, actores centrales de una guerra que encontró, siempre, absolutamente siempre en la población civil, su blanco móvil.

¿Qué hubiera sabido un habitante de Bogotá o de Medellín, si Jesús Abad Colorado no hubiera documentado la destrucción de San Carlos y Granada? ¿Qué hubieran sabido en las grandes ciudades de la migración forzada a la que se vieron forzadas las comunidades que huían frente al avance de los ejércitos? ¿Qué noticia hubieran tenido del estado de ruina en que quedaron casas, templos, haciendas, una vez que las bombas estallaron y dejaron su legado de muerte y destrucción? Acaso ninguna. La fotografía de Jesús Abad Colorado tiene una capacidad singular: no juzga, no señala con dedo acusador, simplemente registra y documenta el impacto de la barbarie. Y es quien mira la fotografía, la escena del desasosiego, quien tiene la tarea de sacar sus conclusiones. ¿Dónde estaba yo cuando eso estaba ocurriendo? ¿Qué aldea, qué pueblo, qué comunidad es esa de la que nada ha quedado? (figs. 4 y 5).

Este registro-archivo, además, tiene un valor no solo en este presente, sino que su plena eficacia acaso se cumpla o alcance en el futuro, cuando la guerra haya pasado y las nuevas generaciones se pregunten por lo ocurrido, cuando los mayores quieran, con razón y justicia, olvidar lo ocurrido, o cuando ya no queden testigos directos de ese inmenso derrumbe.

Porque la guerra, toda guerra, es un derrumbe. Derrumbe de certezas, de creencias, de modo de vida, de confianza en las instituciones, pero fundamentalmente de la confianza en la empatía de los otros, de aquellos que pertenecen a nuestra propia especie y que pensamos, ingenuamente, que no permitirán que eso atroz nos ocurra. La guerra es un derrumbe, no solo porque arrasa lo construido pacientemente por las generaciones que nos precedieron, sino porque tiene la oscura capacidad de arrojar a la orfandad más absoluta a las víctimas que sienten que hay algo allí que es inexplicable cuando ocurre aquello que no pueden terminar de procesar o de entender. Y ese derrumbe tiene un pathos común, que es posible reconocer a lo largo de la historia, desde las guerras del Peloponeso hasta las que están teniendo lugar en este presente. Los testimonios de las víctimas dicen exactamente lo mismo: cambia el paisaje, cambia la geografía, cambia la lengua en la que enuncian su desasosiego, lo dicen en griego, en latín, en inglés, en alemán, en español, en guaraní, en todos los idiomas existentes. Las víctimas siempre dicen lo mismo, y eso que dicen es que la lengua nunca alcanza para nombrar lo sufrido, y que el alma tampoco alcanza nunca a entender plenamente cómo sus vidas han sido arrojadas a tamaño desamparo.

Y es entonces allí, en ese desconsuelo, cuando el arte llega tantas veces para acompañar interpretando ese enmudecimiento, ese asombro, esa afasia que conquista el alma. No digo que el arte sea traductor; digo que el arte media entre lo imposible de ser dicho, entre lo amenazado por el olvido y la voluntad de que quede siquiera un mínimo registro de lo ocurrido. Nadie, nada, ninguna obra será capaz de abarcar en sí misma ningún horror social, solo son intentos, aproximaciones, merodeos en torno a lo que tantas veces alcanza la dimensión de lo indecible. Así nos lo enseña Paul Celan con su poesía escrita después de Auschwitz; así nos lo enseña Fray Bartolomé de las Casas en su Brevísima, donde narra la destrucción de las Indias; así nos lo enseñan los grandes maestros del cine como Elem Klimov, cuando filma Masacre venga y vea, o más recientemente Lazlo Lemes, con El hijo de Saúl, película donde narra, apelando a una estrategia visual que interpela con audacia los modos tradicionales de representación cinematográfica, el trabajo de los hombres esclavizados en los campos de exterminio, obligados a incinerar el cuerpo de los cautivos en los hornos crematorios.

Y así también lo intenta decir Fernando Botero en su serie de pinturas dedicadas a narrar la violencia colombiana. La obra de Botero está generalmente asociada a esos cuerpos de grandes volúmenes que parecieran brindar una visión naif de la vida. Pero hay que mirar su obra con atención, porque ella desborda ese encasillamiento fácil. Toda una serie creada por Botero desde hace muchos años, y que en su gran mayoría se aloja hoy en las salas del Museo del Banco de la República en Bogotá, es un intento por narrar el impacto de la violencia en la sociedad colombiana. Masacres, secuestros, fusilamientos, cuerpos comidos por los gallinazos, el asedio del narco, la complicidad de las clases acomodadas en la posibilidad de que esa masacre haya tenido lugar, un repertorio macabro que hila el modo en que la guerra se fue deglutiendo ese país lentamente, vertiginosamente otras, con testigos mudos, con testigos enmudecidos, en medio de la espesura de la selva, en medio de las ciudades, en el corazón de la fiesta cuando de golpe, y sin aviso, irrumpe la muerte y produce el desmoronamiento, como en esa pequeña tela llamada “Masacre de mejor esquina”, donde los músicos son sorprendidos por la metralla, el baile de los parroquianos que no continuará jamás, porque la violencia ha irrumpido, de manera abrupta, en ese sosegado fluir de lo cotidiano quebrando en dos la noche y las vidas de los presentes para siempre, algo que Colombia vivenció, una y otra vez, sin descanso, a lo largo de estos últimos sesenta años7 (fig. 6).

En este punto quisiera detenerme en otra producción artística también valiosa, generada al calor y al drama del conflicto. Se trata de la obra de Erika Diettes, que en su obra Relicarios construye un archivo de la destrucción y de la sobrevivencia del recuerdo. Se trata de pequeños cubos construidos en resina, en cuyo interior ha ido alojando prendas, objetos, restos de aquello que ha quedado entre las manos de los familiares de los caídos. Dispuestos en su conjunto, tienen la capacidad de producir el asombro y generar la curiosidad por la magnitud de ese derrumbe.

El proceso de construcción de Relicarios no puede ser definido como una mera tarea de recolección; cada objeto incorporado a la obra ha llegado hasta allí luego de un largo recorrido que ha implicado diferentes etapas: viaje a los territorios donde han ocurrido las masacres, búsqueda de los familiares de las víctimas, diálogos prolongados con ellos, en los que se van acordando los términos de la “entrega” de una prenda o de un objeto que perteneció al ser querido. De ese modo, el lento “armado” de la colección fúnebre implica el despliegue de un ceremonial en el que los familiares y allegados a las víctimas comienzan, en muchos casos, a hacer por primera vez un duelo postergado. Frente a la negación de la barbarie, en medio de contextos en los que el miedo impone el mandato del silencio y el recogimiento, el encuentro con la artista oficia muchas veces como un catalizador del dolor acumulado (figs. 7 y 8).

Esta práctica escultórica es, ante todo, una práctica de memoria. Una práctica en la que la artista deviene embalsamadora, los objetos son literalmente embalsamados. Practicar memoria es amasar un cuerpo, darle un cobijo en los afectos que habitan nuestro cuerpo, darle forma a una experiencia de amor y de dolor.8 Y eso es lo que hace Diettes con sus relicarios que evocan, a través de esos objetos, el vacío dejado en la vida por sus antiguos portadores. Por eso Relicarios, si bien es una obra contenedora de algo concretamente material, es, justamente en esa materialidad, en ese resto palpable, donde se presentifica lo opuesto, no otra cosa que la dimensión del abismo generado por la ausencia de los seres queridos. Pero también el acontecimiento que hizo posible que ese objeto se vuelva significativo para el familiar o deudo: la visión del objeto allí depositado obliga a quien lo ve a preguntarse no solo por la biografía de su antiguo poseedor, sino por las condiciones que hicieron posible el despojo de esa vida por parte de los perpetradores. Y entonces el procedimiento artístico de Diettes, como diría Gerard Wajcman, nos “hace ver en el presente lo que no se ve en el presente, pero que está en él. Arrojando eso al mundo, en objetos. Arrojándolo a los ojos. A veces, a la cara”.9

Antes de realizar Relicarios, Erika Diettes desarrolló otra obra, que de algún modo anticipa y dialoga con esta, llamada Sudarios, en la que reúne los rostros de 20 mujeres dolidas por el conflicto: madres de desaparecidos, viudas, hermanas de asesinados, inmensas Magdalenas cuyas expresiones dan cuenta del dolor del arrebato producido por la pérdida de sus seres queridos. Se trata de inmensos trozos de seda colgantes dispuestos en el interior de iglesias, lo que le da al conjunto una sensación casi sagrada, tan sagrada como la que tiene, desde el mismo nombre que llevan los Relicarios. “Cuando el espectador está en la exposición, es como si ellas estuvieran exhalando”, dice Diettes. Y acaso lo que más me interesa de esta obra es el señalamiento de lo sacro. Al fotografiar estos rostros dolidos, Diettes nos recuerda que la vida humana, más allá de nuestras creencias, es sagrada, y que si algo hace la guerra, si algo produce en las comunidades donde ella muestra su eficacia, es justamente la vulneración de esa sacralidad. La guerra arrasa lo humano, y su acción se traduce en despojo. La guerra crea desechos, es la más oscura y profana de las creaciones humanas (fig. 9).

Y cuando vemos estos rostros, pienso que aunque no lo veamos, está allí, también, el rostro innombrable de la Gorgona que con su fuerza aniquiladora arrebata de nuestro lado lo más preciado, aquello que más amamos. Estas Magdalenas de Diettes no ocultan su sufrimiento, lo exhiben en la amplia superficie de sus propios rostros. Y esos rostros son, de algún modo, parte de ese inmenso campo de batalla donde se ha librado la guerra en Colombia a lo largo de los años. Ojos cerrados que parecieran recordar “hacia dentro” los paisajes que alguna vez habitaron junto a los que amaron.

¿Qué miran esas mujeres en ese viaje al interior del alma cuando cierran sus ojos? ¿A quién ven? ¿Qué escuchan? ¿Qué recuerdan? No lo sabemos, no podemos saberlo. Solo una está allí con sus ojos abiertos. No ha querido cerrarlos, o acaso la artista le ha pedido que los mantenga abiertos. Esa mujer parece querer decirnos algo, y ese algo es inaudible a nuestros oídos (fig. 10).

Miro esos ojos que me miran, que nos miran, y pienso: el rostro humano siempre nos demanda moralmente. Lo dice Emanuel Levinas, la precariedad del rostro supone siempre una demanda ética. Y yo siento que esos ojos que me miran están suplicando “no me mates”, o en todo caso me recuerdan –a mí, a los perpetradores, a los testigos, a los de frágil memoria– que la vida humana es frágil, sumamente frágil, tan frágil como un cristal o como la superficie de ese trozo de seda sobre la que Erika Diettes imprimió el rostro de esas mujeres dolidas.

Todo este recorrido que hemos hecho en una apretada síntesis en absoluto puede considerarse un panorama total de la producción de los artistas colombianos que han dedicado su tiempo y su imaginación para tratar de entender lo que la guerra les ha arrebatado. En todo caso, quisiera que lo entiendan como un preludio o preámbulo para presentar la obra de Beatriz González, que hoy estamos inaugurando aquí en estas salas.

Desde hace décadas González ha venido construyendo un singular universo narrativo a través de imágenes que hoy ocupan las salas de tantos museos alrededor del mundo. Una obra que abreva en buena parte del repertorio visual que le ofrece la prensa gráfica, porque muchas de sus obras han sido tomadas, inspiradas, impulsadas por el asalto que a su visión le han producido las fotografías tomadas de recortes de periódicos. Ella ha retratado el poder colombiano, las máscaras detrás de las que el poder se ha ocultado, las fiestas sangrientas de las que han participado. Pinturas, grandes telas, murales coloridos a través de los cuales es posible reconstruir parte nada menor de la historia de ese país.

Los columbarios comparten parte de ese linaje, tienen esa heredad, pero con un añadido nada menor: se trata de una obra cuya fuerza significativa radica en el lugar donde ella está emplazada, no cualquier sitio de la inmensa trama urbana, sino los nichos abandonados del Cementerio Central de Bogotá.

Cuando uno llega a esa ciudad viniendo desde el aeropuerto en dirección al centro, no puede dejar de mirar hacia ese lugar ubicado a un costado de la carretera. Hasta allí, pero en el año 1948, hasta ese mismo sitio fueron llevados los muertos de una de las revueltas más recordadas de la historia social y política latinoamericana que se llamó “el Bogotazo”. Una revuelta popular que estalló con el asesinato de un líder popular perteneciente al Partido Liberal llamado Jorge Eliécer Gaitán. Ese día de abril de 1948, a las pocas horas de que Gaitán cayera ultimado por las balas, Bogotá se alzó en repudio y protesta popular, lo que desencadenó una fuerte represión con su saldo de muertos y de heridos (fig. 11).

Ese día, precisamente ese día de abril de 1948 fue el comienzo de lo que en Colombia se conoce como el período de “La violencia”. No es que antes de esa fecha Colombia no hubiera conocido asesinatos y masacres, pero todos los historiadores acuerdan en decir que ese fue el inicio más agudo de este dolor intenso que arrastra a ese país por más de setenta años.

Los muertos del Bogotazo fueron llevados hasta ese sitio, allí fueron apilados, primero, y luego, puestos en los nichos de manera improvisada, en muchos casos sin preocupación por conocer sus nombres. Nadie podía imaginar que ese día se estaba escribiendo el primer capítulo de una historia violenta que parece interminable.

Sesenta años más tarde de aquella jornada violenta, Beatriz González volvió a mirar esas ruinas, ese sitio del dolor abandonado, pensó en el olvido al que Colombia había arrojado a esas víctimas, y también en los miles de muertos y asesinados que eran diariamente arrojados en su país al desprecio de la amnesia más cruel.

Así nació el proyecto de intervenir ese espacio a través de una serie de imágenes de hombres cargando en sacas el cuerpo de un caído, repetidas una y miles de veces, que ocupan cada uno de los nichos abandonados. Ver esas imágenes conmueve, pero también cansa, cansa porque se siente que la guerra ha repetido sobre miles de cuerpos su violencia homicida. La obra no necesita palabras, nada que la explique, nada que diga lo que ella significa, porque cada uno de esos pares de cargadores de muerte es en sí mismo un emblema de ese oscuro corazón de la historia.

Si en el origen de esa obra están los muertos del Bogotazo, a esos muertos primeros se les han ido sumando, con el paso de los años, tantos otros, tantos como los que Colombia suma día a día en sus veredas, en sus aldeas, en sus ciudades, en sus territorios.

Beatriz González le ha puesto por nombre a esa instalación Auras anónimas. Y cada uno de esos muertos es parte del gran todo de una nación fracturada y herida en su epidermis, en la misma epidermis que ofrecen a primera vista los rostros de las Magdalenas de Diettes.

Las auras anónimas están allí, a la vista de todos, y como un gran antimonumento, lejos de buscar alguna idea de permanencia eterna, sus imágenes se ofrecen, como los muertos de la guerra que quedan tendidos sobre la superficie de la tierra, a la fuerza implacable del sol, de las lluvias, del viento. Quien recorre ese espacio entiende que ese carácter de ruina no le resta a la obra, sino que la completa de un modo magistral. Hay en ese lugar olor a hierba, a cal seca. Se camina entre el césped que crece entre las grietas debiendo uno ahuyentar los insectos que vuelan en el aire (fig. 12).

¿Quiénes son esos muertos? ¿Por qué cayeron? ¿Cómo cayeron? ¿A quién le interesan esos muertos? Todas esas y más preguntas asaltan al visitante del sitio, y cada uno de los visitantes acaso tiene una respuesta diferente. Allí la eficacia absoluta de esta obra, que más que ofrecer respuestas, ofrece las formas de una gran interrogación.

Podría cerrar aquí esta presentación, pero falta decir algo importante. Desde hace ya unos años, los columbarios resisten el empeño de las autoridades bogotanas que pretenden quitarlos de allí con la idea de “embellecer” el sitio para volverlo agradable a la vista y a la vida de los bogotanos.

Y esta decisión y este empeño no hacen más que ratificar el sentido incómodo de la obra de Beatriz González. O, en todo caso, ponen de manifiesto que esos muertos, que la memoria de esos muertos, molesta. Molesta por lo que recuerdan, por lo que evocan, por lo que ponen en evidencia. Perturba la mirada de quien los mira, como aquí en la Argentina en los años ochenta “molestaban” las siluetas de los desaparecidos dispuestas en las paredes de Buenos Aires.

Toda sociedad tiene muertos que son recordables y otros olvidables. Hay muertos a los que se debe llorar y rendir tributo, y hay muertos que no deben ser llorados y mucho menos recordados porque su evocación trae al presente demasiadas preguntas que es mejor no responder. Y así como Judith Butler nos recuerda que hay vidas que merecen ser lloradas y otras no, cada sociedad tiene su caudal de muertos arrojado en los desvanes del olvido, y hay quienes se enfurecen cada vez que alguien pretende sacarlos a la luz para mostrar la pervivencia de su ausencia entre nosotros.

De eso se trata esta obra, de un intento por exhumar, no los cadáveres que ya han sido devorados por el trabajo del tiempo, sino sus memorias. No la de sus nombres, sino la de las circunstancias que hicieron posible que esas muertes tuvieran lugar, que es algo acaso mucho más perturbador, algo mucho más inquietante.

Yo quisiera que esta presentación no solo sirva para provocar en ustedes el interés por el arte colombiano, por estos valiosos artistas, por este modo que tienen de acercarse a nombrar un dolor tan inconmensurable, sino que, además, quisiera que sirva para que de aquí nos vayamos pensando en torno a los estragos de la guerra y la violencia, no solo en Colombia. Porque mientras aquí estamos inaugurando este ciclo educativo, mientras en esta sala recorremos las obras de Botero, de Jesús Abad, de Doris Salcedo, de Erika Diettes, de Beatriz González, en México siguen cavando fosas para arrojar allí a miles de desaparecidos, y en El Salvador y en Nicaragua y en Guatemala, la policía y el ejército siguen matando con sevicia, a pesar de que hace tan pocos años atrás juraron no volver hacerlo nunca más. Y en la frontera sur de los Estados Unidos, la Guardia civil se ensaña con las familias de migrantes, y en Brasil, el ejército espera que se le dicte la orden para comenzar un nuevo exterminio.

Si para algo debiera servir este recorrido por la violencia colombiana no debiera ser solo para sumar nuevos nombres a nuestro repertorio de artistas y obras conocidas.

Me iría satisfecho sabiendo que he ayudado a despertar una sensibilidad y un interés nuevo en ustedes por este violento derrumbe al que estamos asistiendo.

Ya lo dije, el arte no detendrá ninguna masacre, ningún genocidio. Y ese no es ningún fracaso del arte.

El arte, aun el que muestra lo más oscuro de la condición humana, existe, entre tantas otras cosas, para enseñarnos a ver aquello que estando presente no logramos ver. Y si fuera esa su sola razón de ser, bastaría.


2 María Victoria Uribe Alarcón. Antropología de la inhumanidad. Un ensayo interpretativo sobre el terror en Colombia. Bogotá, Ed. Norma, 2004.

3 Ver Ileana Diéguez. Cuerpos sin duelo. Iconografías y teatralidades del dolor. Córdoba, Ediciones DocumentA, 2013.

4 Fernando Vallejo. “Vallejo sigue provocando”, El tiempo, Bogotá, 31 de agosto de 2000.

5 Doris Salcedo. “Guerra al piso, el contra-monumento de Doris Salcedo”, El espectador, 12 de diciembre de 2018.

6 Jesús Ruiz Mantilla. “Entrevista: Doris Salcedo, la artista colombiana que fundió 37 toneladas de armas entregadas por las FARC”, El País, Madrid, 20 de enero de 2019.

7 La Masacre de mejor esquina retratada por Fernando Botero tuvo lugar el 3 de abril en el corregimiento del Municipio de Buenavista, en Córdoba, mientras los vecinos estaban celebrando el domingo de Resurrección en una parcela en las afueras del pueblo. A las 7:30 de la noche, un grupo de 15 paramilitares que pertenecían al “Los Magníficos”, grupo bajo el mando de Fidel Castaño que más adelante se convertiría en las Autodefensas de Córdoba y Urabá, disparó contra los pobladores. En total murieron 27 personas, uno de ellos menor de diez años.

8 Ver Ileana Diéguez. Cuerpos sin duelo, op. cit.

9 Gerard Wajcman. El objeto del siglo. Buenos Aires, Amorrortu, 2001, p. 24.

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