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Apuntes para una hipótesis sobre la pintura colonial sudamericana


Héctor H. Schenone


L

a historiografía alcanzó resultados de amplio consenso a la hora de precisar los rasgos generales de la evolución de la pintura europea desde el Renacimiento hasta el Neoclasicismo. El despliegue de todas las posibilidades de una poiesis centrada en la búsqueda de la mímesis es uno de aquellos caracteres sobre los que existe un acuerdo sólido y fuerte entre los historiadores. Respecto del desarrollo del arte producido en la Sudamérica colonial desde 1540 hasta 1810, en cambio, las coincidencias de los investigadores resultan más débiles y parecerían ceñirse a la noción, todavía vaga, de un trasplante de los estilos y sistemas estéticos europeos en el Nuevo Mundo. A pesar de los esfuerzos realizados para conjurarlas o superarlas, las ideas de un cierto retraso cronológico de lo americano y de la existencia de una mera operación de copia no han dejado de presentarse una y otra vez, ora de manera explícita, ora enmascaradas o refractadas por las teorías antropológicas de la aculturación, de las hegemonías y resistencias, de los miserabilismos y populismos culturales.

La sensación de que los historiadores del arte colonial sudamericano nos encontramos en un callejón conceptual sin salida me ha llevado a ensayar, en los últimos años, un camino que juzgo radical. Se trata de realizar un examen minucioso y comparativo de aquellas dos series de objetos y fenómenos estéticos en la larga duración, es decir, por un lado, las obras y los procedimientos de la pintura europea moderna a partir del siglo XVI hasta el año 1800; por el otro, sus equivalentes de la pintura colonial en el


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  1. Ernst H. Gombrich. Arte e illusione. Studio sulla psicologia della rappresentazione pittorica. Torino, Einaudi, [1959] 1963, pp.

    181-217 y 242-349. Ídem. A cavallo

    di un manico di scopa. Saggi di teoria dell’arte. Torino, Einaudi, [1963] 1971, pp. 3-19.

  2. José de Mesa y Teresa Gisbert. Historia de la pintura cuzqueña. Lima, Fundación Augusto N. Wiess, Banco Wiese Ltdo, 1982, tomo 1, especialmente,

    pp. 101-110; Santiago Sebastián. El barroco iberoamericano: mensaje iconográfico. Madrid, Encuentro, 2007, passim. Asimismo, la combinatoria frecuente de varias partes en una sola imagen podía abrir paso a una creatividad iconográfica inesperada, según han demostrado las investigaciones de Thomas B. F. Cummins; ver su reciente artículo: “The Indulgent Image: Prints in the New World”, en Ilona Katzew (ed.): Contested Visions in the Spanish Colonial World. Los Angeles, Los Angeles County Museum of Art, 2011, pp. 203-225.

  3. Agustina Rodríguez Romero. “Imágenes en tránsito: Circulación de pinturas y estampas entre los siglos XVI y XVIII”, en Marisa Baldasarre y Silvia Dolinko: Travesías de la imagen, Historias de las artes visuales en la Argentina. Buenos Aires, CAIA/EDUNTREF, 2012, en prensa. Agradezco especialmente a la autora, quien me proveyó de una copia de este revelador trabajo. Subrayo especialmente el apartado “Ediciones y reediciones francesas”, donde se encuentran los datos a los que aquí me refiero.

    gran espacio andino del continente sudamericano. Entiendo que, si bien es posible trazar un contrapunto entre las obras, cuyos conjuntos presentan densidades equiparables en una y otra secuencia, al ocuparnos de los métodos pictóricos, es muy poco lo que sabemos de la operatoria en los talleres coloniales. Tal vez, el análisis simultáneo de las series de objetos concretos y su comparación me permitan extraer algunas conclusiones generales sobre los caracteres históricos diferenciales de la pintura sudamericana y enunciar, al mismo tiempo, una o más hipótesis acerca de sus procedimientos y formas del trabajo artístico (figura 14).

    Me explico. La pintura europea convirtió al artista en un intérprete individual del campo de la realidad, para ejercer la mímesis y realizar indagaciones, siempre originales, sobre cómo construir la ilusión de la tridimensionalidad, otorgar relieve a los cuerpos, proporcionar las figuras según la representación deseada de las pasiones del ánimo, explorar las modulaciones complejas del color y de la luz.1 Entretanto, el pintor andino basó buena parte de su trabajo en la reproducción total o parcial de escenas provistas por los grabados religiosos y profanos, que se producían en los talleres europeos –fundamentalmente, en la Flandes católica, en Italia o en Francia, en menor medida–. Insistimos en lo de reproducción “parcial” pues, en muchas ocasiones, el artista sudamericano tomaba partes de diferentes grabados y componía con ellos una suerte de mosaico o patchwork, que daba lugar a una imagen heterogénea, donde se acentuaban los rasgos que enseguida describiremos.2 Claro está, se trataba de una traslación de figuras, objetos, arquitecturas o paisajes, que consistía en dibujar lo visto en la superficie del grabado y, muy a menudo, adaptarlo a un cuadro de mayor tamaño, es decir, replicarlo en una escala superior a la de la lámina llegada de Europa.

    Desconocemos el método preciso aplicado, en los talleres andinos, para producir el transporte de las imágenes desde el grabado hasta la pintura. Nada nos dicen las fuentes escritas encontradas hasta ahora. Han fallado, asimismo, los intentos de descubrir delineaciones subyacentes en las capas pictóricas, que permitan sostener la tesis, simple y ad unguem, de que se cuadriculaban las ilustraciones y las bases de preparación de los cuadros según una relación estricta de correspondencia entre las unidades de cada esquema. El hecho de que, en buena cantidad de obras coloniales, las escenas se muestren invertidas en el sentido horizontal respecto de sus equivalentes en los grabados de origen ha llevado a plantear el posible uso de algún dispositivo de reproducción mediante espejos, por ejemplo, la cámara oscura. Acerca de este asunto, se ha demostrado, últimamente, que, en varios casos, las pinturas transfirieron las imágenes a partir de estampas francesas, en las cuales se habían copiado ya invertidos los cuadros de grabados flamencos anteriores.3 A pesar de nuestra ignorancia, hay, no obstante, algo que es seguro: el procedimiento de transporte iconográfico implicaba siempre una observación y, luego, una reconstrucción en superficie de la imagen del modelo, mientras que, en la práctica original y



  4. Svetlana Alpers. The Vexations of Art. Velázquez and others. New Haven y London, Yale University Press, 2005, pp. 135-180.

  5. Hans Belting. Likeness and Presence: A History of the Image before the Era of Art. Chicago, University of Chicago Press, 1997.

    corriente de los artistas europeos, quienes, mediante la superposición de formas y esquemas desde adentro hacia fuera, organizaban por capas el ámbito ilusorio de la pintura (figura 15).

    Los europeos partían de los armazones anatómicos y proporcionales de las figuras humanas, para luego vestirlas y dotarlas de movimientos y expresiones, o bien representaban los espacios sobre la base de los principios de la perspectiva y marcaban el horizonte, el punto de vista, las fugas de los objetos regulares, como los prismas de los edificios y las deformaciones ópticas de las semiesferas de sus cúpulas. Vale decir que, mientras los sudamericanos se esforzaban por replicar los detalles de una superficie a otra, los europeos, aun cuando pudieran inspirarse en grabados para sus composiciones –el caso de Las hilanderas, de Velázquez, ha sido muy bien estudiado en tal sentido–,4 realizaban todos los automatismos, aprendidos en sus talleres, escuelas y academias, que identificaban la tarea de representar con el despliegue de una arquitectura desde el interior de las formas y los espacios hacia el afuera de sus apariencias. Ruego que no se piense esta diferencia en los términos de una superioridad estética o superioridad de la práctica artística, sino solo en los términos de la disparidad cultural que implica, por un lado, en América, poner el arte al servicio de la educación religiosa de las masas de criollos e indígenas y, por el otro, en Europa y quizás en la sociedad mexicana de los siglos XVII y XVIII, concebir el arte como un campo progresivamente autónomo del trabajo humano, cuyos actores se hacen conscientes del valor cognitivo y, al mismo tiempo, emocional, contenido en sus obras y propuesto a la sociedad que las produce, goza o contempla.5 Nótese que, en ninguna de las series mayores de las que esta reflexión ha partido, pensamos en términos de copia pura y simple cuando nos referimos al vínculo entre las pinturas de gran porte y los grabados generadores. Por una u otra vía, ora a partir de la repetición de los procedimientos inmanentes del dibujo preparatorio y constructivo, ora mediante la atención exclusivamente aplicada al reconocimiento de formas y figuras en el plano de la pintura, se trata siempre de apropiaciones creativas que introducen modificaciones significantes y emocionales en las imágenes ubicadas en el punto inicial de toda la operación artística.

    De todas maneras, ¿cuáles son los efectos perceptivos y estéticos del modus operandi de los pintores andinos en la época colonial? En primer lugar, por más esfuerzos empleados para ser fieles al original –máxime cuando este es una imagen en blanco y negro, que excluye de por sí cualquier papel del color en el plano de la integración y de la fuerza miméticas–, el transporte en superficie genera un aplanamiento de las figuras y un achatamiento de la profundidad representada, rasgos que los recursos eventuales del claroscuro y de la perspectiva aérea no alcanzan a modificar en el momento de la aplicación de los colores. Pues, bastan un desplazamiento pequeño en las posiciones, un desvío menor en los escorzos de los personajes, una alteración de las distancias entre figuras, todos cambios que solo responden a las dificultades implícitas en cualquier copia que



  6. Gabriela Siracusano. El poder de los colores. De lo material a lo simbólico en las prácticas culturales andinas. Siglos XVI-XVIII. Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2005.

  7. Thomas Cummins. “Imitación e invención en el barroco peruano”, en AA.VV.: El Barroco Peruano 2. Lima, Banco de Crédito, 2003, pp. 27-59. Cummins desautoriza, con acierto, el uso de la categoría “pintura barroca española” como una herramienta explicativa a la hora de caracterizar la producción artística de la América andina colonial.

  8. Anónimo cusqueño, Procesión del Corpus, c. 1680, Cusco, Museo de Arte Religioso. Melchor Pérez Holguín (atrib.), Ingreso del virrey Morcillo a Potosí, 1718, Madrid, Museo de América.

    no haya tenido en cuenta los procesos profundos de construcción de una imagen ilusoria. Tales modificaciones son suficientes para diluir los efectos perceptivos tridimensionales. El protagonismo de la superficie sobre la cual el artista ha proyectado sus desvelos domina, entonces, el panorama. He aquí que los ojos recorren el cuadro y registran las informaciones de la imagen ciñéndose a las dos dimensiones del plano, lo que permite alcanzar, con claridad e intensidad comunicativas, los fines didácticos y religiosos de la representación. Las referencias a la profundidad, al relieve, a la construcción embrionaria de las formas son las mínimas indispensables para contar la historia y, al mismo tiempo, no distraen la captación visual de un mensaje que se desenvuelve como un relato en el tiempo sobre un soporte plano (figura 16).

    Se ha destacado, con acierto, que la introducción del color implicaba, en la labor de los artistas andinos, grados de libertad artística y simbólica impensables en el dibujo y la composición de las escenas.6 Además, la independencia del color respecto de las escasas inferencias espaciales que pudieran producir las señales dispersas y desarticuladas de una profundidad –recuérdese que, en la pintura sudamericana colonial, se hicieron a un lado las estructuras interiores de la imagen que los artistas europeos armaban con la destreza que les otorgaba su entrenamiento en los automatismos de todas las modalidades de la perspectiva, de las proporciones, del claroscuro y de las modulaciones cromáticas–, aquella autonomía reforzaba la importancia plástica de la superficie en cuanto tal y volvía a imponer una visión de barrido del plano en busca de datos, impresiones y acentos emotivos, como los efectos de deslumbramiento, terror y maravilla, que aseguraban la captación intelectual y pasional de los mensajes religiosos o políticos. En tal sentido, la hipótesis aquí esbozada se concilia con la petitio principii que exhorta a analizar la producción pictórica andina en términos generativos y no exclusivamente derivativos de los modelos europeos coetáneos.7 Tampoco descartamos en absoluto una capacidad casi militante de invención figurativa en ese horizonte artístico, según lo prueban las series de arcángeles arcabuceros y los retratos celebratorios de los incas, pero insistimos en el hecho de que la matriz de la práctica material y simbólica de la pintura colonial tiende a descansar casi siempre en el valor supremo de una resolución en superficie de la obra.

    Según creo, las representaciones de paisajes urbanos reales, sobre todo, las visiones del Cusco, en tanto gran marco de procesiones, festejos y entradas de grandes magistrados, o bien los aspectos de la ciudad que muestran detalles de sus edificios religiosos vinculados a la historia que se narra visualmente en los primeros planos, se acomodan bien a estas ideas generales sobre la estética de la pintura andina en clave histórica. Porque, en el primer caso, al mostrarse una secuencia de fachadas magníficas y engalanadas, los signos de la tridimensionalidad de los edificios son mínimos,8 mientras que, en el segundo, si acaso resulta visible la fuga de los lados de la cara lateral de una iglesia o convento, la convergencia



  9. Basilio Pacheco. Entierro de san Agustín, c. 1745, Lima, convento de San Agustín. Los cuadros que Isidro Francisco de Moncada pintó entre 1760 y 1770 para la iglesia de Azángaro cerca de Puno; ver Mesa-Gisbert, op.cit., tomo 1, pp. 202-203.

  10. AA.VV. Tarea de diez años. Buenos Aires, Fundación Antorchas, 2000.

    así producida no es sino una convención al no ir acompañada de otros haces de líneas en fuga ni mucho menos determinar puntos o centros de gravedad para la observación comprensiva del cuadro. Lo que se cuenta e importa, en cuanto contenido significante y emocional de la obra, sigue transcurriendo en un itinerario visual, que se desarrolla sobre la superficie pictórica.9

    No obstante, hay también excepciones magníficas, como la Vista de Potosí desde lo alto en el Museo Colonial universitario de Sucre. Quizás, algún grabado de una ciudad europea captada desde un bird’s eye haya inspirado el cuadro potosino, pero resulta imposible que haya habido una copia o una transposición de la planta urbana en perspectiva. Las plazas y edificios de la Potosí del siglo XVIII aparecen ubicados con tal precisión, sus dimensiones y relaciones espaciales se corresponden a tal punto con las realmente percibidas. Todo da la sensación de que fuera posible sobrevolar el territorio, de lo cual, se deduce la idea de un dibujo previo y calculado a partir de operaciones proyectivas. Tal vez, un estudio radiográfico, estratigráfico y de reflectografía infrarroja –si tuviéramos la buena fortuna de que el cuadro hubiese sido pintado sobre una base de preparación blanca– nos revelaría la existencia de un diseño preliminar y, por tanto, de una obra de la pintura sudamericana que trascendiese el trabajo en superficie, colocado en el núcleo de nuestra hipótesis. Esta conjetura muestra que la indagación físico-química de los cuadros producidos en los talleres andinos coloniales sería un camino privilegiado para someter a prueba, verificar y enriquecer o desechar la idea general que acabo de exponer. El Instituto TAREA y sus investigadores ya abrieron promisoriamente esa vía.10


    Apostilla

    José E. Burucúa

    Universidad Nacional de San Martín


    Las ideas expuestas hasta aquí me permiten volver a una antigua reflexión sobre el devenir de la mimesis en Europa. Al representar la historia de la religión cristiana, base fundamental de las creencias y de la espiritualidad medieval, o la historia política del mundo antiguo y de los siglos del feudalismo clásico, la pintura europea procuró, hasta bien entrado el siglo XIV, hacer visible lo invisible, como en los rostros de Cristo, María y los santos, sus cuerpos, sus acciones exteriores e íntimas, sus manifestaciones pasadas y futuras, las figuras de los héroes míticos de todas las épicas conocidas, los emperadores paganos y cristianos, los conflictos humanos desde la guerra de Troya hasta las cruzadas. Ya con Giotto y Simone Martini, pero definitivamente con la primera generación de artistas toscanos del siglo XV, bajo la influencia de las investigaciones perspectivas de Brunelleschi y Alberti, el arte de pintar se volcó a la tarea de hacer visible lo visible, es decir, de representar el mundo



  11. Svetlana Alpers. El arte de describir. El arte holandés en el siglo XVII. Madrid, Hermann Blume, [1983] 1987. Michael

    Baxandall. Las sombras y el Siglo de las Luces. Madrid, La Balsa de la Medusa-Visor, [1985] 1997. Jhon Berger, Sven Blomberg, Chris Fox, Michael Dibb y Richard Hollis. Modos de ver. Barcelona, Gustavo Gili, [1972] 1974.

  12. Leon Battista Alberti. De pictura, ed. por Cecil Greyson. Bari, Laterza, [1435] 1980, p. 14.

  13. Cennino Cennini. Il Libro dell’Arte o Trattato della Pintura, ed. por Gaetano y Carlo Milanesi. Firenze, Felice Le Monnier, [1437] 1859, pp. 1-2.

    sobre la base de un conocimiento cada vez más preciso de los mecanismos mediante los cuales nuestros ojos ven los perfiles de las cosas, sus medidas, sus relieves, las relaciones espaciales entre ellas y el todo, los colores de las figuras, los objetos, el agua y el aire, la luz solar y sideral, que se difunde en la atmósfera, la luz puntual, dirigida y artificial de los focos inventados por los hombres. Es muy probable que, cada una de esas operaciones, cuyo despliegue llevó los cinco siglos que van del Renacimiento florentino al Impresionismo francés, hayan permitido a nuestros antepasados en Occidente descubrir precisamente qué y cómo se ven el volumen de los sólidos y sus proporciones, el espacio continente y vacío, el horizonte y el paisaje, los detalles de una vida en la cara de varones y mujeres, los esplendores efímeros de los enseres, de las flores y frutos, de los productos de la caza y la pesca, la variedad cromática y las texturas en la apariencia de las plantas, los animales o las cosas que fabricamos.11 En el De pictura, Alberti escribió: “De las cosas que no podemos ver, nadie niega que no corresponden al pintor. Sólo estudia el pintor imitar lo que se ve”.12

    Claro que el campo inmenso del hacer visible lo visible no precipitó el olvido del hacer visible lo invisible. Los propósitos de uno y otro se entretejieron de modo que lo invisible pudo cobrar una inmediatez para los sentidos que, solo en la civilización pagana antigua y debido al antropomorfismo de sus dioses, aquel había alcanzado. Lo invisible de la historia de Cristo y sus santos, de los héroes y los mitos, de las gestas políticas y los dramas colectivos adquirieron una verosimilitud asombrosa, que acercó esos hechos a la experiencia común de los observadores. En 1437, dos años después de la edición manuscrita del De pictura, Cennino Cennini escribió en el capítulo 1 de su Libro del arte: “(…) he aquí un arte que se llama pintura, para la que conviene tener fantasía y habilidad de mano, con el fin de encontrar cosas no vistas (representadas bajo el aspecto de naturales), y detenerlas con la mano pretendiendo mostrar que lo que no es, sea”.13

    A partir de finales del siglo XVIII, secularizada la cultura europea, el hacer visible lo visible determinó la destreza requerida para hacer visible lo invisible de los sueños, las pesadillas, las ilusiones eróticas y escatológicas, que irrumpieron en el área de la contemplación estética con un poder de persuasión y convicción acerca de su realidad nunca verificado hasta entonces. La revolución artística de comienzos del siglo XX consideró agotada la empresa de la visibilidad de lo visible y, sin inocencia alguna, retomó con fuerza y creatividad inusitadas, en esferas de significado que ya nada parecían tener en común con el arte cristiano medieval, el trabajo de hacer visible lo invisible, físico y radical del universo y del sujeto humano. El 1 de diciembre de 1917, Ernst Ludwig Kirchner escribió en una carta dirigida a E. Griesebach: “El gran misterio que se oculta detrás de todos los procesos y cosas del mundo que nos rodea se hace muchas veces visible o sensible, a modo de esquema (…) puedo pintar un retrato que, por muy



  14. Walter Hess. Documentos para la comprensión del arte moderno. Buenos Aires, Nueva Visión, 1967, p. 72.

cercano que esté [al modelo], es una perífrasis del gran secreto; no presenta la personalidad individual, sino un trozo de la espiritualidad o sentimiento que flotan en el mundo”.14

Entiendo que, en los términos así expuestos, la pintura sudamericana colonial puede ser analizada como una prolongación poderosa del predominio y la supremacía del hacer visible lo invisible en el Nuevo Mundo, en los siglos que van desde la incorporación de sus pueblos trasplantados y autóctonos hasta las constelaciones culturales que Europa impuso de manera paulatina al resto del globo.


Resumen


En este artículo, Schenone presenta los argumentos centrales en pos de una hipótesis general sobre la pintura colonial sudamericana, basada en el análisis de la producción pictórica andina en términos generativos y no exclusivamente derivativos de los modelos europeos. Se formula a partir de un examen minucioso y comparativo de las obras y el procedimiento de la pintura europea moderna (siglo XVI a 1800) y las equivalentes de la pintura colonial en el espacio andino. Le sigue una nota escrita por José Emilio Burucúa, que contiene una reflexión sobre el devenir de la mimesis en Europa.


Palabras clave: pintura colonial, Sudamérica, trabajo artístico, mimesis


Recibido: 2 de julio de 2012

Aprobado: 1 de septiembre de 2012

Abstract


In this article Schenone puts forth the central arguments towards a general hypothesis on South American colonial painting, based on analyzing and understanding the Andean pictoric production in generative terms, and not exclusively as derivatives of European models. This has been formulated by examining and comparing meticulously European modern art pieces (XVI century to 1800) and their working methods with what can be considered their equivalent in Andean colonial painting. The text is followed by a note written by José Emilio Burucúa in which he reflects upon art and mimesis in Europe.


Key words: colonial painting, South America, artistic work, mimesis


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  1. Miguel Gaspar de Berrio, Descripción del Cerro Rico y la villa imperial de Patos( 1758, óleo sob re tela, Museo de Las Charcas, Sucre .


  2. Vista actual del Cerro de Potosí.

  3. Basilio de Santa Cruz (atr.), Procesión de Corpus, ca. 1680, óleo sobre tela, Museo de arte religioso, Cuzco .


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