La Edad Moderna—el periodo comprendido entre 1500 y 1800—comenzó incorporando al pensamiento político la noción de soberanía y terminó enriqueciéndola con lo que hoy se entiende por representación política. Estas dos nociones han sido consideradas tradicionalmente como los dos pilares que sostienen tanto la democracia moderna como nuestra convicción de que la soberanía popular es lo que convierte a nuestras democracias contemporáneas en el mejor sistema político jamás concebido. Sin embargo, el gran problema es que la soberanía y la representación política son difíciles de reconciliar entre sí: la relación entre ambas es muy parecida a la que existe entre los dos cónyuges de un matrimonio permanentemente al borde del divorcio. Este ensayo trata de explicar por qué esto es así y por qué Rousseau estaba en lo correcto al insinuarlo en su Contrat social. Para ello, se analizan los aspectos relevantes de la historia del pensamiento político desde la Edad Media hasta los llamados liberales doctrinarios de principios del siglo XIX. Ello permite reconocer una incoherencia fundamental en el corazón mismo de nuestras democracias modernas, así como sus desagradables consecuencias para quienes ejercen la función de representantes del pueblo.